
EL DIABLO
CHILENO
«Don René siempre fue un hombre solo», comenzó don Patricio Troncoso, dueño de un almacén que lleva más de cincuenta años en la esquina de calle Gana con avenida Balmaceda en la ciudad de Traiguén, en la Araucanía. Lo conozco de toda la vida, aunque «conocer» sea una exageración. Sucede que mis abuelos —por el lado Ortega— vivían a media cuadra de su almacén, en el número 454 de Gana. Él, por supuesto, no se acuerda de mí, con suerte algo le suena mi papá. Con mis abuelos la cosa es distinta. «¡Don Pancho y la señora Chelita, qué buenas personas... Dios las tenga en su santo reino!», exclamaba. Nombrarlos fue el password para ganar su confianza, después de todo íbamos a hablar del pueblo y del Diablo, dos temas que, en Traiguén, nadie conoce mejor que don Patricio Troncoso.
—No tenía familia, ni nadie conocido —siguió el hombre de ochenta y nueve años de edad, quien ha visto pasar la existencia de Traiguén completa delante de sus ojos; alguna vez una ciudad de abolengo, alguna vez llamada el Granero de Chile.
—¿En serio tiene casi noventa años?
—Así como me ve.
Lo veo bien, bastante para su edad. A una primera impresión, uno podría decir que con suerte don Patricio tiene setenta años. Su cabello, aunque canoso, es abundante y firme; además lleva el rostro cuidadosamente afeitado lo que le resta aun más años. Pocas arrugas, salvo las de la frente, le regalan juventud y engañan a primeras y segundas impresiones. De porte mediano, no camina inclinado, «y eso que jamás hice deporte, salvo caminar una hora cada día de mi vida». Además viste jeans, chaleco de polar verde brillante y zapatillas deportivas blancas, según él, porque le permiten moverse con más agilidad y también engañar al tiempo. Le gusta, en sus propias palabras «sentirse lolo». Solo las manchas y venas inflamadas que recorren el dorso de sus manos delatan que ya hace rato pasó las siete décadas.
—¿Y por qué dice que este señor trajo mala suerte al pueblo? —le pregunté.
—Porque la trajo, estoy seguro que él no solo entregó su alma al Diablo, sino la de todo Traiguén, Ave María purísima —se persigna—. Después de su muerte en..., no me acuerdo el año, pero fue en los setenta, todo esto se fue al carajo. Usted puede ver al pueblo, y ya no es lo que era.
Don Patricio tiene razón. Caminar por Traiguén2 es caminar por la postal de un pasado rutilante. El centro de la ciudad luce grandes palacios y mansiones, convertidas hoy en supermercados, tiendas de «Todo a mil» y locales de juegos electrónicos. Una de las casonas es ahora un templo evangélico y las fastuosas construcciones que asedian la Plaza de Armas han debido obligarse a soportar que sus paredes de mármol fueran pintadas con el más dudoso de los gustos, convertidos asimismo sus lujosos corredores en pasillos para galerías comerciales cargadas con luces de neón. La población traiguenina, de hecho, es escasa en gente joven. Hay niños, por supuesto, pero desde los dieciocho a los cincuenta parece darse un salto. Traiguén es una localidad donde el promedio de edad es cercano a la de don Patricio3, es una ciudad vieja.
—Traiguén se está muriendo y es culpa de este sujeto —asegura. Medito sobre el acusado, como en la mayoría de estos cuentos, nunca tienen apellido. Acá solo es Don René.
—¿Por qué vendió su alma al Diablo?
—¿Por qué más va a ser? Mire, todos sabemos que así fue, es la única explicación para lo que pasó. Don René era hijo de una familia de acá de la zona que cayó en desgracia y perdieron todo, estaban en la calle... Un día, después de la muerte de sus padres, se fue del pueblo y a los años regresó con una fortuna, compró una barraca junto a la Estación de Ferrocarriles con la cual hizo aún más riqueza, todo como de milagro. Además, vivía solo en una casona que ya no existe, frente a la barraca, que se quemó cuarenta días después de su muerte —Dios sabe la razón—. Fueron exactos cuarenta días, los mismos que el Señor estuvo en el desierto tentado por Satanás —se vuelve a persignar—. Contésteme usted, de dónde salió ese dinero. Este fulano no tenía nada y de un momento a otro se convirtió en uno de los hombres más ricos del pueblo y de la zona.
—Quizás se ganó la lotería...
—Eso siempre se sabe. Es que usted no cree y no es de aquí —me sonríe con una boca a la que le faltan varias piezas y que junto al detalle de las manos son los rasgos que más delatan su abundante edad.
—Soy de Victoria.
—No es lo mismo. Usted no es de aquí. Don René vivía solo, no salía de su casa y criaba solamente animales negros en su patio. Perros, gatos y gallinas, eso es del Diablo. Además, está lo otro...
—¿Qué es lo otro?
—Mi cuñada, que en paz descanse, trabajó para este señor por muchos años. Le lavaba la ropa y le cocinaba, y ¿usted sabe lo que pedía para la noche de San Juan?
—No.
—Que hicieran un estofado de vacuno y sirvieran dos platos. Uno para él, a la cabeza de la mesa, como cada noche; y otro a la derecha, para su socio. Luego pedía que lo dejaran solo y salieran de la casa.
—¿Qué socio?
—Qué socio va a ser, pues amigo...
—¿Y alguien se comía ese estofado?
—No. Mi cuñada decía que a la mañana siguiente estaba intacto pero frío. Usted sabe que el Diablo no necesita comer.
—No, no lo sabía.
«El Diablo chileno no es Satanás ni Lucifer», me dijo el filósofo Gastón Soublette4, cuando le conté esta historia. Estábamos sentados en una banca en el patio central del Campus Oriente de la Universidad Católica hablando. «Lucifer, como se entiende desde la Biblia y la tradición cristiana...», subrayó su idea.
—El Ángel Caído.
—Exacto. El Ángel Caído, o el Prometeo, para los esotéricos. La cuestión es que esta figura ni siquiera tiene una coincidencia en los mitos creacionistas chilenos, que son parecidos tanto los de los pueblos del norte, como los del sur y el génesis mapuche, que responden a un mismo arquetipo producto del mestizaje en nuestro territorio. El Ngenechén mapuche es, básicamente, una representación del Inti quechua, una deidad solar, creador de todo lo que existe. Después de Dios hay un colectivo que son espíritus, o Ngen, que convivían con el creador...
—Como los ángeles.
—Sí, pero al contrario que los ángeles, acá no hay un gran adversario, a lo más un rebelde que después de perder la guerra celestial es perdonado y convertido en Wünelve, la Venus, el lucero, la estrella mapuche... Lo más parecido son los Pillanes que vendrían a ser una suerte de demonios, pero no de Satanás.
—¿Entonces qué o quién es el Diablo chileno?
—Un pícaro, un señor que se aparece de distintas maneras y que vive solo en Chile, en lugares apartados, campo, cordillera, bosques.... Existe para tentar y ofrecer una mejor vida, dar riqueza de forma inmediata.
—A cambio del alma e irse al infierno.
—Sí y no. El Diablo chileno, al contrario que el diablo judeo-cristiano, te roba el alma pero no la envía al infierno. No existe en nuestra tradición la idea de ese lugar de tormento, del lago de fuego descrito en la Biblia...
—Pero se habla que el Diablo chileno habita en cuevas, bajo tierra, que es una idea del infierno.
—Tú lo acabas de decir. Allí habita el Diablo chileno, a lo más con unos animales negros que lo acompañan. Es su casa, no es un lugar de tormento para las almas de los pecadores —subraya.
—¿Y qué hace con nosotros, entonces?
—Algo peor, te condena a una vida maldita. Ese es el precio de vender tu alma. No hay infierno, pero tu vida en el mundo se convierte en uno, que afecta a todos los que te rodean, si es que acaso te rodea alguien. Porque ese es uno de los costos de vender tu alma, la soledad.
—Entonces el Diablo chileno no es ni Satanás, ni Belcebú, ni Lucifer...
—No, aunque a veces usurpa su nombre... El Diablo chileno es simplemente el Diablo chileno... Esto no es tema de religión, sino de folklore. Satanás quizás no exista, tal vez no sea más que un dogma judeo-cristiano, pero el Diablo chileno, en el campo, es muy real. Hay gente que lo ha visto, hay gente que ha conversado y pactado con él.
Pienso en las palabras de Soublette y en el cine de Raúl Ruiz, quizás quien mejor entendió la presencia y la existencia del Diablo chileno en la narrativa nacional, un personaje en que la picardía se mezcla con la maldad: la expresión sobrenatural del ser chileno.
Recuerdo cuando era chico y decían que cerca de Victoria, en el camino que unía mi ciudad natal con la localidad de Quino, se aparecía —siempre a medianoche y justo en el cruce de la ruta con el ramal ferroviario que unía Púa con Traiguén—, un hombre alto, de bigote, vestido entero de negro que detenía a los viajeros. Cuando estos se acercaban les sonreía con una dentadura entera de oro. Y ahí quedaban dos opciones. O escapar (¡como alma que lleva el diablo!) o hablar con el «Diente de Oro». Si uno tenía suerte el Diablo indicaba los entierros de tesoros que habían en la zona, vigilados por Anchimalenes, bolas de fuego de la mitología mapuche. La riqueza estaba al alcance de la valentía del viajero, es decir, del precio, por supuesto, de su alma y una vida maldita. En la superficie no parece un costo excesivo. Ser rico y estar solo puede tener sus ventajas. Me acuerdo de los rumores acerca de que tal o cual personaje de la zona había tratado con el hombre alto, y que por eso de la noche a la mañana se había hecho rico.
No es rara esta idea, si hay algo que tiene nuestro yo chileno es la moral de hacer fortuna de manera milagrosa. En nuestro país pocos dicen «voy a trabajar treinta años para ser millonario», lo común es decir, «quiero ganarme el Kino», tal vez antes del Kino más de uno pensó en pactar con el diablo para tener fortuna inmediata. Fortuna que, por supuesto, es solo económica, porque al contrario que el dinero conseguido por trabajo, esta no acarrea suerte, sino una culpa que pesa una tonelada y que acompañara por el resto de los días.
Se sostiene que la mayoría de los mitos corresponden a arquetipos universales. Y en ese sentido la idea de la venta del alma al Diablo a cambio de fortuna es un modelo que ha sabido permanecer con el paso del tiempo, mediante un sincretismo que pasa del paganismo al cristianismo e incluso a la paranoia contemporánea. Solo pensemos en un folklore tan de era espacial como son los Ovnis. La idea de que las superpotencias pactaron con estos seres donde a cambio de tecnología avanzada (¿riqueza?) les permiten moverse con entera libertad y secuestrar humanos (¿almas de una nación?) es exactamente la misma que la de la leyenda, por ejemplo, del vino Casillero del Diablo de la viña Concha y Toro, donde un personaje que desea el vino perfecto pacta con una entidad etérea y sobrenatural que le permite acceder a esta bebida absoluta a cambio de lo que ya sabemos. Curioso que hoy nos parezca más políticamente correcto admitir que creemos en extraterrestre a decir que creemos en el Diablo.
Existe un detalle fundamental en el Diablo chileno y es su relación con el oro5. De norte a sur se materializa en la forma de un caballero elegante con sonrisa de oro. Por supuesto a veces adquiere otras forma, la guagua con dientes de oro; gatos, perros, burros y caballos, todos negros pero con dientes de oro. Incluso en la zona campestre de Cauquenes se habla de un gallo negro con pico de oro. Es su sello, su identidad, de ahí que entre los cientos de apodos con que se le conoce (el Mandinga, el Cachuo, el Cola’e flecha, el Patas de hilo, el Patas de cabra, etc.) el más chileno de todo sea justamente el «Diente de Oro».
Para la antropóloga Sonia Montecino6 esta relación con el oro tendría relación por una parte con la naturaleza del Diablo chileno, que es un dador de fortuna, de riqueza —de ahí también que en el norte suele aparecer y rondar en yacimientos mineros y ser el directo responsable del descubrimiento de vetas—, pero también como una manera de oponerse al metal noble, al que se usa para santiguarse y expulsarse y que está en las antípodas del oro: la plata.
—Hay otra diferencia fundamental entre el Diablo chileno y el demonio de la religión cristiana —me decía Soublette—: El Diablo chileno no realiza posesiones...
—¿Menos poder que el antagonista bíblico?
—Me gusta pensar que el Diablo chileno es por naturaleza un buen tipo. Oscuro, pero un buen tipo.
Montecino complementa a Soublette y subraya, «el Diablo chileno es un producto del mundo campesino mestizo, releído, una reelaboración sincrética que surge de la tradición popular».
Existen muchas representaciones del Diablo chileno. En el norte, en la Provincia de Tarapacá, en la zona de Chitita, se aparece con la forma de una guagua llorona que llama a los caminantes y viajeros nocturnos. Al acercarse el niño abre los ojos y echa fuego entre dientes puntiagudos. Parece la versión moderna de ese mito surgido en 1984 en la misma ciudad de Arica (posteriormente surgieron versiones en cada ciudad de Chile) donde la prensa aseguró que había nacido una guagua en extremo fea y desfigurada en el hospital provincial. Al verla, una enfermera exclamó «¡que guagua más fea!», entonces el bebé abrió sus ojos y la boca y dijo: «Más feo es lo que va a pasar el 21» y luego murió dejando el hospital entero pasado a azufre, sin que se supiera más sobre lo que iba a ocurrir el 21, o quién fue la madre de la famosa criatura.
También en el norte, a orillas del río Loa, en Chiu Chiu, aparece el Diablo todas las noches con un cuchillo de oro en la boca convidando a irse con él a los que encuentra a su paso, bajo la promesa de absoluta riqueza. En Chañaral se asegura que usa sombrero de copa, zapatos brillantes y un bastón que mueve como péndulo. Sus ojos destellan como brasas y no son pocos los que sostienen que expulsa llamas por la boca y luce cuernos de oro sobre la cabeza. Hacia la zona de Coquimbo, Oreste Plath en su fundamental Geografía del mito y la leyenda chilena7 recoge la versión del folklorista Homero Bascuñán que asegura que el Diablo pasa temporadas en las minas trabajando junto al resto de los hombres. Es el minero que extrae más riquezas. Nadie sabe su nombre ni de dónde viene, pero cuando sonríe su dentadura brilla en oro. De la misma zona emerge en la forma de un burro negro que invita a subirse a su anca a todos los niños que encuentra. A medida que trepan más, el burro crece y así se los va llevando. Uno de los tantos cuentos al respecto sostiene que en una ocasión uno de los pequeños exclamó: «¡¡¡Ave María purísima, cómo crece este bruto!!!», ocasionando que el burro negro explotara en una nube de azufre. Entonces los niños descubrieron que se trataba del Cola’e flecha.
En Curimón, el Diablo se pasea por la calle Real a medianoche, en una carroza negra tirada por un caballo de igual color que tiene los ojos como brasas y expulsa fuego por las narices. Viste entero de negro y lleva una guitarra con la cual atrae a los niños, que luego conduce hacia el camino que une San Felipe con Los Andes, donde habitaría una cueva que lleva hasta el centro mismo de la Tierra. Por ahí cerca, en Cabildo, se cuenta que el Diablo toma la forma de una mujer que llora lastimeramente para así atraer a los transeúntes a quienes tienta a cambio de su alma.
En la zona de Nilahue, el Diablo chileno se metamorfosea en una atractiva jovencita que atrae a jinetes y viajeros a quienes, tras seducirlos, lleva a la perdición mostrándoles una sonrisa monstruosa con dientes desencajados, todos del oro más reluciente. Tan aterradora es esta visión que los desafortunados no solo pierden el alma, sino que se vuelven completamente locos.
Oreste Plath acentúa la importancia de la geografía en nuestro Diablo. Ríos, lagos, campos y bosques están marcados por su presencia. En el valle de Azapa, cerca de Arica, se cuenta que los caminos de la zona están malditos por el Diente de Oro, ya que odia los olivos debido a que la primera planta que floreció tras la resurrección de Cristo fue un retoño de olivo en el monte donde el Señor ascendió a los cielos. Así también muchos puentes llevan su impronta y solo se pueden cruzar de día pues en la noche acude un personaje vestido de negro con un gran diente de oro. Era el caso del viejo Puente de Cal y Canto de la ciudad de Santiago. Se decía que fue construido entre 1767 y 1782 mediante un pacto del Corregidor Zañartu con el Diablo. El arreglo consistía en que el Diente de Oro levantaría el puente en una sola noche; de lo contrario Zañartu quedaría libre de su compromiso. Pero mientras el Diablo trabajaba cantaron tres gallos. Al cantar el último, el Diablo debió regresar al infierno sin concluir su obra. Zañartu tuvo que terminar el puente, y aunque se salvó de la condena, el Cal y Canto quedó maldito y muy pocos se atrevían a cruzarlo de noche ya que se decía que en mitad de las obras se aparecía un jinete negro, sobre un caballo negro, con los dientes brillantes de oro puro. Lo cierto es que la fama de maldito de Zañartu supera la anécdota de su pacto con el diablo. Se cuenta de su fama de juez sin piedad, que mandaba a azotar hasta la muerte a delincuentes e incluso enemigos políticos y que incluso encerró a sus hijas en un claustro como prueba de su devoción religiosa. Sumado a lo anterior, está el dato de que el puente de Cal y Canto se construyó en 1767 usando como mano de obra a todos los presos que se encontraban entonces en los dos cuarteles que funcionaban en Santiago de Chile. El propio Corregidor levantó una cárcel junto al Mapocho especialmente para tener más obreros, los que bajo la orden del látigo y el garrote levantaron el viaducto bajo un régimen de absoluta esclavitud. Estos abusos incluso llamaron la atención de la procuraduría de los pobres de Santiago, cuyo vocero se quejaría públicamente por «los implacables gemidos del continuo padecer de los miserables que se hallan trabajando al rigor del sol con una vergonzosa desnudez, mal comidos, enfermos y ultrajados de sobrestantes». Concluido en 1782, durante los quince años que tardaron las obras fallecieron cerca de dos mil de los presos condenados a este trabajo forzado, más que en ninguna otra obra de la Colonia hispanoamericana, razón por la cual el Cal y Canto fue apuntado como maldito, con o sin intervención diabólica en sus orígenes.
Volviendo a nuestro Diablo chileno, se cuenta que un vecino de las cercanías de la laguna de Tagua Tagua hizo un pacto con el Maligno y este secó la laguna partiendo una montaña para que las aguas corrieran hacia el mar. También que cambió el curso del río Chillán ayudado de noventa y nueve demonios del infierno. Más al sur, en el río Imperial el Diablo baja por las aguas cuando llueve y si al día siguiente alguien se baña en el cauce, se enferma de inmediato. En Punta Arenas existe una piedra en forma de montura. Cuando soplan los vientos se piensa que es el mismo Diablo el que espolea y silba montado en ella.
—Además, el Diablo chileno puede ser buena persona —me dice Soublette.
—¿Cómo así?
—Tal como me escucha. Un justiciero.
—Un superhéroe... ya que tiene superpoderes.
—Llámelo como usted quiera.
El profesor Gastón Soublette tiene un buen punto. Antonio Cárdenas Tabies, en su libro Camarico morada del diablo8, relata una curiosa historia sucedida en la zona rural de esa localidad de la región de O´Higgins, en la que el Diablo chileno, encariñado con los dueños de una parcela que alimentaron e hicieron crecer a unos gallos negros que le dejó a cuidar, desvió un estero durante una crecida para que sus amigos no murieran ahogados, tal cual lo haría Superman. No solo eso, además les otorgó riqueza y abundancia a los criadores de los gallos sin cobrarles nada, salvo una invitación a cenar en cada noche de San Juan. No es la única historia del Diablo chileno en formato buen tipo. Oreste Plath recoge una cuento oral de la zona de Coihueco, en la región de Ñuble en la que varios campesinos aburridos de los continuos asaltos de un grupo de forajidos que habían llegado de Santiago (y ya que ni Dios ni la Virgen María habían escuchado sus rezos), tomaron la desesperada medida de hacer un pacto con el Diablo, sabiendo que el Diente de Oro tenía especial aprecio por una antigua mina del metal precioso que existía en la zona y que los bandidos querían para ellos. El Señor de las Tinieblas no solo aceptó auxiliar a los campesinos, sin cobrarles el alma, sino que personalmente se encargó de atrapar a los malvados, yendo contra ellos en un caballo negro y vestido de capa y sombrero. Tras derrotarlos se los llevó con ellos, quedándose con el alma de los villanos como premio. Desde entonces los lugareños de Coihueco se consideran amigos del Diablo.
—Hay que recordar también a Manuel Rodríguez —continúa Soublette.
—¿Qué pasa con Manuel Rodríguez?
—En la época de sus hazañas, la gente popular, del barrio de La Chimba9, decían que Rodríguez había hecho pacto con el Diablo y que este le había dado poderes a cambio de su alma... Poderes que Rodríguez usó para hacer el bien.
—¿Qué tipo de poderes?
—Hablar con los duendes, convertirse en animales, gobernar el viento y la neblina, desaparecer, dominar a los brujos... Usar lo demoniaco para un fin mayor, bondadoso y justiciero.
Recuerdo a Etrigan, el personaje de DC Comics, un demonio que sirve a la justicia. O a Spawn, el emblema de la editorial Image, también a Sandman y Lucifer de Neil Gaiman. La deliciosa ambivalencia de nuestro Diablo chileno que de existir en un mundo de historietas lo haría de seguro integrante fundador y líder de la versión local de la Liga de la Justicia, junto a Mampato y a Antonio Dueville10.
—¿En qué piensa? —me pregunta Soublette.
—En superhéroes.
El Diablo chileno además puede ser derrotado e incluso engañado. La frase «Ave María Purísima» más la señal de la cruz espanta al Diente de Oro y el uso de las llamadas Doce Palabras Redobladas es capaz de anular su poder.
Las Doce Palabras Redobladas es una oración popular redactada en la forma de diálogo recitado que —se sostiene— es capaz de derrotar cualquier acción del maligno. No está demás anotarla por ahí.
Amigo, dígame la una.
Amigo, no soy su amigo, pero se la diré:
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las dos;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las tres;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Tres son las tres Marías;
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las cuatro;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Cuatro son los cuatro evangelistas;
Tres son las tres Marías;
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las cinco; Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Cinco son las cinco llagas,
Cuatro son los cuatro evangelistas,
Tres son las tres Marías,
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las seis;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Seis son las seis candelas,
Cinco son las cinco llagas,
Cuatro son los cuatro evangelistas,
Tres son las tres Marías,
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las siete;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Siete son los siete sacramentos,
Seis son las seis candelas,
Cinco son las cinco llagas,
Cuatro son los cuatro evangelistas,
Tres son las tres Marías,
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las ocho;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Ocho son los ocho planetas,
Siete son los siete sacramentos,
Seis son las seis candelas,
Cinco son las cinco llagas,
Cuatro son los cuatro evangelistas,
Tres son las tres Marías,
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las nueve;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Nueve son los nueve meses,
Ocho son los ocho planetas,
Siete son los siete sacramentos,
Seis son las seis candelas,
Cinco son las cinco llagas,
Cuatro son los cuatro evangelistas,
Tres son las tres Marías,
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las diez;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Diez son los diez mandamientos,
Nueve son los nueve meses,
Ocho son los ocho planetas,
Siete son los siete sacramentos,
Seis son las seis candelas,
Cinco son las cinco llagas,
Cuatro son los cuatro evangelistas,
Tres son las tres Marías,
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las once;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Once son las once mil vírgenes,
Diez son los diez mandamientos,
Nueve son los nueve meses,
Ocho son los ocho planetas,
Siete son los siete sacramentos,
Seis son las seis candelas,
Cinco son las cinco llagas,
Cuatro son los cuatro evangelistas,
Tres son las tres Marías,
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las doce;
Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Doce, los doce apóstoles,
Once son las once mil vírgenes,
Diez son los diez mandamientos,
Nueve son los nueve meses,
Ocho son los ocho planetas,
Siete son los siete sacramentos,
Seis son las seis candelas,
Cinco son las cinco llagas,
Cuatro son los cuatro evangelistas,
Tres son las tres Marías,
Dos son las dos tablas de la ley por donde pasó Moisés por la casa Santa de Jerusalén;
Una no es ninguna y siempre la virgen pura.
Amigo, dígame las trece; Amigo, no soy su amigo, pero se las diré:
Quien de doce pasa a trece solo el infierno merece... ¡Reviéntate, diablo!
Muchos son los relatos de campo de sujetos que han pactado con el Diablo y que tras recibir la riqueza prometida han logrado evadir el pago del alma. La idea viene de la versión chilena de Pedro Urdemales, pícaro de origen español, de la zona de Zaragoza, que ha tenido (igual que el Diablo) distintas versiones tanto en su país de origen como en las colonias hispanas en América del Sur. La más famosa de las aventuras chilenas de Pedro Urdemales cuenta cómo el pillo logró engañar al Diablo escribiendo en su contrato «mañana ven a buscar mi alma». El Diente de Oro acudió al día siguiente, pero Pedro le respondió que ahí decía clarito que debía volver mañana. Y así lo hizo. Y otra vez Pedro le mostró el contrato, ocurriendo la misma dinámica por semanas, meses y años hasta que el Diablo, sintiéndose derrotado, se esfumó en una nube de azufre. ¡Alguien copió esta idea en el final de la película Dr. Strange! Pedro Urdemales debería demandar a Marvel/Disney.
Continuando con Urdemales, el folklore chileno está bastante poblado de «engañadores» del Diablo. Un tal Bartolo Lara de Rancagua habría usado la misma treta de Urdemales logrando así salvar su alma y conservar las riquezas entregadas. Se cuenta además la historia de un hombre llamado Martín Busca, quien vivía en Valparaíso y para escapar de la pobreza absoluta en la que estaba sumergido hizo un pacto con el Diablo en que, a cambio de riqueza, se comprometió a entregar su alma cuando su cuerpo fuera enterrado. Martín no tardó en hacerse millonario pero no gastó ese dinero en él, lo repartió entre sus amigos y conocidos, realizó obras de caridad, arregló casas de su barrio e incluso pavimentó calles y aceras. Se convirtió así en un querido vecino que superó la maldición de la soledad gracias al cariño que le tenía la gente. Ya en su lecho de muerte, reveló a un cura el trato hecho y este le prometió que se iba a encargar de que el Diente de Oro nunca se llevara su alma. Entre todos los vecinos construyeron una tumba elevada para que su féretro jamás fuera ni enterrado ni tocara tierra, tal como estaba estipulado en el pacto para salvar su alma por toda la eternidad.
De características más humanas que espirituales, se cuenta además en la zona central de Chile del día en que el Diablo se arrepintió de los males ocasionados y pidió perdón, con la consecuente liberación de todas las almas que estaban bajo su posesión. Las circunstancias que rodean este inesperado cambio van ligadas a la vejez, al cansancio e incluso a los efectos del amor. Mientras algunos acusan a su senectud la causa del fin de sus acciones y la posterior libertad de las almas, otros subrayan que se enamoró de una muchacha pura, situación que habría causado la furia de otros demonios y del propio Satanás, quienes lo amenazaron con llevarse a la joven enamorada al infierno. Buscando una solución a este problema y para salvar a su amada de los otros demonios, el Diablo chileno acudió hasta el mismo Papa a quien pidió confesión a cambio de terminar con su obra maligna y salvar a la mujer que amaba. El Papa le concedió el perdón pero le cobró un sacrificio de amor aún más grande que entregar las almas de sus prisioneros: pasar el resto de sus vidas como un fraile encerrado en un convento, para así pagar por todo el mal hecho. Aunque la mayoría de las versiones le otorgan este fin al Diablo chileno, otras son más funestas, como la que indica que fastidiado de su nueva vida de bondad se ahorcó en una mata con su propio aburrimiento. Fuera de las variaciones de su fin, las cuentas más alegres del arrepentimiento del diablo la sacan los arrepentidos, pues desde Caín a la Quintrala, todos son todos puestos en libertad. Lo divertido de este cuento es que cada uno de ellos confesó haberla pasado muy bien junto al Diablo.
—Porque nuestro Diablo no es un mal sujeto —repite la idea central de nuestra conversación Soublette—, es más bien una versión absoluta de ese otro personaje fundamental de nuestro campo, el Roto Chileno.
—Pero con superpoderes —insisto—. Entonces, el Diablo chileno es el roto chileno sobrenatural.
—Usted lo dijo.
—Ave María purísima y que nos pille confesados —le sonrío a Soublette.
—Amén —me responde él.
—Amén —le respondo yo.
Don Patricio, el almacenero de Traiguién, también repitió «Amén» y se persignó, tras contarme aquello del socio que don René invitaba a cenar para cada noche de San Juan. El del puesto a su derecha, con un estofado que nadie comía, que la propia hermana del almacenero de Traiguén servía antes de dejar solo al hombre que entregó su alma por riqueza.
—Hay una cosa que no entiendo —le comento.
—¿Qué es lo que no entiende?
—¿Cómo es eso de que el Diablo no necesita comer?
—Eso lo sabe todo el mundo, basta con leer la Biblia —asegura de inmediato—. ¿Usted la lee, señor Ortega?
—Más de lo que usted imagina. Pero no es eso lo que no entiendo.
—Hable ahora o calle para siempre —Don Patricio conversa como toda esa generación provinciana criada con matinés de wéstern, o de películas de pillitos como decía mi abuela Chela, que era fanática. Esas en que todo se limitaba al jovencito que salvaba a la niña del malo a punta de balazos. Otro tiempo, otra moral.
—A ver —describo—, este fulano...
—Don René...
—Don René, era pobre como una rata —se ríe—, un día se va de Traiguén, tras la muerte de sus padres, más pobres que él, y poco tiempo después regresa con una fortuna inmensa que nadie sabe de dónde sacó. ¿Correcto?
—Correcto... Pero ojo, no eran miles de pesos, eran millones de millones —exagera—. Mucha plata, muchas cuentas y en muchos bancos... En un auto nuevo, precioso...
—¿Negro?
—Como la noche.
—Lo entiendo. Una riqueza como de milagro.
—Usted lo ha dicho.
—Era un hombre solo, que criaba solo animales negros y realizaba ese curioso ritual de San Juan, que usted me cuenta.
—Tal cual.
—Razón por la cual todo el pueblo alimentó el cuento de que Don René habría conseguido su fortuna tras hacer un pacto con el Diablo.
—¿Y qué es lo que no entiende?
—Que qué tiene que ver eso con la decadencia de Traiguén.
—Pero si ya le dije, este era un pueblo rico, elegante, lleno de palacios, con gente fina. Acá uno ponía un negocio y hacía dinero. Ahora hay días en que no viene ni un cabro chico a comprarme un Super 8. Y vea cómo está el pueblo: muerto.
—Ya, pero aún no me responde, qué tiene que ver esto con lo de Don René y el Diablo.
—Que toda esa mala racha, que no ha pasado, empezó el mismo día en que murió ese desgraciado. Por algo volvió a Traiguén, porque no le vendió solo su alma, sino la del pueblo entero. Y cuando falleció, ¡el Diablo se las llevó! Además usted sabe lo que dicen de cuál es el alma de un pueblo.
—No, no sé.
—Pues, la riqueza y felicidad de su gente. Y acá hay pura pobreza y casi nadie es feliz.
Vuelvo a Gastón Soublette y Sonia Montecino, a lo leído en Oreste Plath y Antonio Cárdenas Tabies. Tienen razón, el gran punto con el Diablo chileno es hacerse rico. Y no hay nada más chileno que desear riqueza y temerle a la pobreza. Quizás Don Patricio tenga razón. Con el Diablo chileno, sea un pícaro o una buena gente, nunca se sabe...11