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Un violín en la tormenta

Cuando Uke y Hamish regresaron al hotel de El Pendolero después de su paseo entre las jaras, la subasta ya había concluido y la mayoría de los invitados había abandonado la finca. Victoria e Íñigo se habían marchado con unos amigos para rematar la velada con una pequeña fiesta. Fernando esperaba en la entrada con el ceño fruncido y el abrigo de Uke colgando de su brazo, sin comprender por qué tanto su hija como el escocés se habían esfumado de la reunión sin más explicaciones. Pero su frente tuvo ocasión de planchar sus arrugas de un plumazo cuando los vio surgir de las sombras del jardín. Él, en mangas de camisa y chaleco, con las canillas al aire ridículamente hirsutas y rosáceas sobre sus zapatos negros. Ella, luciendo la chaquetilla Prince Charlie de dos filas de botones con las manos perdidas en las bocamangas como un espantapájaros desarbolado, y arrebujando en su mano derecha el bajo de su larga falda para no pisarlo. Caminaba descalza y llevaba puestos los gruesos calcetines blancos de Hamish. Ante el fulminante gesto de reproche de su padre, acompañado por una nerviosa ráfaga de miradas a discreción para comprobar si había alguien observándolos, Uke encogió los hombros y presentó una disculpa desganada y lacónica: «¡Hacía frío!». Tratando de aparentar compostura, Fernando le comentó a Hamish que había adquirido su cuadro, a lo que el escocés y la chica reaccionaron intercambiando una sonrisa cómplice. Hamish agradeció la compra a Fernando con un caluroso apretón de manos y se despidió cortésmente de ambos para ir a recuperar su abrigo al interior de la casa. En cuanto se alejó, Fernando arrastró a Uke del brazo y comenzó a recitar en voz baja una indignada letanía de reproches que su hija no escuchaba, su cuello retorcido hacia la espalda como el de un pollo desnucado para contemplar cómo el escocés desaparecía bajo el dintel iluminado. Su padre solo alteró el monótono rosario de imprecaciones para enfatizar: «¡y descalza!». Le clavó de nuevo la mirada condenatoria y ella repitió el mismo gesto suplicatorio con idéntica desgana: «¡Con estos calcetines tan gruesos no puedo calzarme!», al tiempo que levantaba su mano izquierda, de la que pendía uno de sus zapatos. «¿Y el otro?», preguntó su padre, furioso. «No te preocupes: misión cumplida. Lo tiene el príncipe.»

El príncipe no tardó ni veinticuatro horas en regresar. A la mañana siguiente, Hamish tocaba a la puerta de Lux Domini. Había decidido llevar el cuadro personalmente y así, de paso, ayudaría a Fernando a determinar el lugar óptimo para colocarlo, aquel donde la luz natural animara sus colores sin herir el barniz ni la pintura con el impacto directo de los rayos del sol. Los tres sabían que aquello no era más que una excusa, pero estaba bien así. En cuanto Uke le vio aparecer, con su pipa y vistiendo un traje deportivo de tweed, le echó los brazos al cuello y le plantó un beso en la mejilla. Fernando fingió contener el asombro, aunque lo que fingía no era la contención, sino el asombro. Desde la tarde anterior había aceptado que aquel escocés tendría un papel que desempeñar en sus vidas, de una manera o de otra. En principio, la idea no le disgustaba: el tipo era excéntrico, pero insinuaba maneras y era indudablemente un caballero cultivado, precisamente lo que necesitaba Uke, y no aquellos gañanes con los que se juntaba para cazar ranas. No exhibía ningún título nobiliario, pero era de parentela aristocrática, y tanto su estampa como sus modales sugerían que poseía cierta fortuna. No era mal partido y, casualidad o no, aquella mañana su hija no se había embutido en los pantalones camperos de rafia como era su costumbre, sino en un vestido corto de flores, cintura a la cadera y falda plisada que había pasado de moda sin ver la luz del día desde que entró por primera vez en el armario. Anticuado, pero impecable. Los zapatos no conjuntaban, pensó Fernando, pero era difícil hacerse mujer de la noche a la mañana.

Mientras Fernando y Hamish discutían la idoneidad de cada pared del salón acristalado para ubicar el cuadro, la chica desapareció escaleras arriba saltando los escalones, no al estilo de las cabras como solía, sino de uno en uno como correspondía a una señorita. Un instante después regresó con la chaquetilla Prince Charlie, que paseó ante los ojos de Hamish y luego depositó en el banquito del recibidor. «Los calcetines necesitan antes un lavado», explicó. Hamish sonrió abriendo las manos, «¡pero yo olvidé traer su zapato!», a lo que Uke respondió con un guiño a su padre: «Ni falta que hace. Consérvelo para el momento adecuado».

Una vez elegido el emplazamiento más conveniente para El señor de las llanuras, dejaron el cuadro apoyado en el suelo contra la pared y se sentaron alrededor de la mesita de forja del jardín para tomar un aperitivo. La mañana retenía la transparencia cristalina de los amaneceres de invierno en Madrid, con ese aire fresco que parece que nunca haya sido respirado antes, pero la primavera llegaba prematura rompiendo aguas en los capullos de las camelias y el jardín olía ya a comidas a pleno sol y al perfume de sábanas limpias ondeando en la brisa. Allí charlaron bajo los jirones de los cirros hasta que Hamish anunció que su amigo Delsey se complacía en invitarlos a todos a comer en su finca, al otro lado de la colina del Canto del Pico. Fernando agradeció la hospitalidad de Delsey, pero se excusó arguyendo que Íñigo y Victoria descansarían hasta tarde después de su escapada nocturna y que él debía acompañarlos en el almuerzo. Sin embargo animó a su hija para que aceptara la invitación, y por supuesto ella lo hizo antes de que su padre terminara la frase. Hamish no necesitó más pistas para modificar el plan inicial. Despidió al chófer de Delsey con instrucciones para que regresara a recogerlos en una hora, y con el ruego de que entretanto la cocinera de su amigo les preparara un almuerzo de picnic para dos: un pollo asado, un bloc de foie, una barra de pan, una botella de sidra y unas galletas shortbread. En tanto que Uke se ponía ropa cómoda para el monte, Fernando mostró a Hamish los cachivaches médicos de las vitrinas y su estudio de pintura en el ático, explicándole la peculiar deriva de su carrera profesional. Por entonces estaba retocando el retrato de un niño. Se trataba del hijo de un reputado ingeniero de minas, un amigo que le había aconsejado que invirtiera una fuerte suma en una empresa holandesa que explotaba yacimientos diamantíferos en África. En esta compañía el propio ingeniero tenía una participación sustanciosa que se había incrementado considerablemente por la buena marcha del negocio. Después de la crisis del 29 la economía era un juego de azar tan peligroso como la cola de una ballena girando en una ruleta, y quien se acercaba demasiado a la mesa de juego corría el riesgo de llevarse un coletazo demoledor. Los diamantes eran un valor percibido como seguro por los inversores, al margen de la volatilidad bursátil y de los bandazos del interés monetario, y quizá por eso la venta de diamantes se mantenía a flote sobre el río revuelto. Su amigo se lo había resumido con un ejemplo muy acertado: si los demás sufren la fiebre del oro, vende picos y palas. Así que cuando todos compraban diamantes, parecía más astuto no comprar diamantes, sino venderlos. En tales tiempos de zozobra un buen asesoramiento financiero era algo de agradecer, sobre todo si era desinteresado, y Fernando pensaba premiar la amabilidad de su amigo regalándole aquel retrato de su hijo.

Cuando Uke terminó de cambiarse, se cruzó con Victoria que salía soñolienta de su habitación, en bata y sin maquillar pero con su moño recién forjado en la fragua. Al ver a su hermana una vez más en traje de montaña, Victoria bostezó y murmuró entre dientes: «Cenicienta vuelve a sus harapos». A lo que Uke movió la cabeza de lado a lado y chilló en un susurro: «¡No, Cenicienta se va a almorzar al monte con el príncipe escocés!». Seguidamente la agarró por los hombros y le espetó: «Hermanita, necesito que me peines». Victoria abrió los ojos hasta reventar las legañas y declaró con solemnidad: «María Eugenia, he soñado muchas veces que me pedías esto, pero ahora ya no sé si realmente lo has dicho o es un efecto retardado del Dry Martini». «¿Del qué? —respondió Uke, y añadió—: es igual. ¡Péiname!» Al rato Uke bajó al salón con su ropa de rafia, pero con un brillante y pétreo peinado garçon a lo Liza Minelli en Cabaret, que dejaba en la frente un caracolillo tan tieso que se hubiera podido pescar un rodaballo con él.

No tengo más información de aquella primera cita y debo resistir la tentación de conjeturar. Solamente sé que el almuerzo se prolongó a la tarde, la tarde se hizo noche y Uke regresó a casa cuando la gente corriente ya no anda por ahí fuera en el monte. Claro que ni Uke ni Hamish eran gente corriente. Así que después de todo, puede que solo fueran al monte.

En los meses que siguieron y mientras el sol seguía escalando hacia su palco de verano, los acontecimientos parecían precipitarse cuesta abajo para Fernando, para Victoria, para Uke, para Hamish e incluso para la pequeña sociedad de la periferia madrileña. Íñigo y Victoria marcharon a Bilbao, pero estuvieron de vuelta a comienzos del verano para descansar en la sierra hasta que terminara la temporada. Traían grandes noticias: Victoria estaba embarazada. De inmediato Fernando le abrió a su primer nieto su corazón y una cuenta corriente en el banco. Uke y Hamish se hicieron inseparables, y Fernando apreció cambios favorables en el comportamiento de su hija. Cuidaba más su aspecto, se esforzaba en vestir para la ocasión, leía, asistía a conciertos y visitaba exposiciones de arte, siempre acompañada por Hamish. Ya no tenía recelo en traslucir la educación esmerada que había recibido y había abandonado los mecanismos de defensa que solía utilizar antes para excluirse del trato social, como sorber los mocos y luego pasarse la mano desde la nariz hacia la frente. Todavía salía al monte, pero ya no iba sola. Hamish era un tipo muy sociable y sabía mezclarse con la gente, incluyendo a los serranos con los que solía trotar Uke, pero ahora él actuaba de filtro para prevenir que ella se impregnara de «costumbres rudas». Incluso, y razonando que el talento artístico corría por la savia del árbol familiar de los Mencía, Uke se aventuró a probar suerte con la pintura. Para esto se encerró en el estudio con su padre durante una semana y luego ambos comenzaron a rastrear las montañas en busca de paisajes pintorescos. Eran los únicos momentos en que ella salía sin Hamish, y los que más disfrutaba Fernando, pletórico de orgullo. Uke le parecía cada vez más una versión mejorada, pulida, de la mujer que amó y perdió. Hamish trató repetidamente de apuntarse a aquellas sesiones de trabajo pictórico, pero a Uke le avergonzaba que él la viera emborronar lienzos torpemente. Quería comprobar por sí misma si tenía dotes o no antes de dedicarse a perfeccionar la técnica o abandonar aquella actividad por completo.

Durante el verano, Uke frecuentó la gran casa de Delsey, donde se hospedaba Hamish. El barón francés resultó ser un muchacho abierto y jovial, siempre de buen humor y dispuesto a escuchar; una de esas personas que aceptan con gusto el papel de confidente sin derecho a réplica. Se expresaba en perfecto castellano, pero con tanta afectación y ampulosidad para alguien tan joven que llegaba a resultar cómico, como cuando con tono grandilocuente de discurso homérico era capaz de interponer ocho o diez oraciones subordinadas encadenadas entre el sujeto y el predicado de una misma frase. Era un perfecto anfitrión y un consumado animador de continuidad, es decir, sabía siempre cómo levantar ese momento en que la fiesta decae. Algunas veces Hamish resultaba demasiado reservado, y en mitad de una conversación se quedaba callado con su mirada colgada en los ojos de Uke y una expresión grave y ausente, como si su mente estuviera en blanco o, todo lo contrario, corriera por ella un torrente de pensamientos que anulaba su percepción. En aquellos momentos Uke se sentía desconcertada y un poco intimidada, pero Delsey encontraba la manera de romper el silencio con algún chisme de sociedad, o con una de sus historias sobre Martin.

Este personaje era un mozo de cuadra que había trabajado para su familia, un coloso todo músculos y corazón que se había cargado a hombros a una yegua parturienta con una pata rota desde el bosque a los establos, para que pudiera dar a luz bajo techo y al abrigo de la paja. La yegua murió en el parto, pero los cuidados de Martin consiguieron que alumbrara con vida una hermosa potranca. Para premiar su coraje y su buen corazón, el padre de Delsey la había bautizado Martinette y se la había regalado al forzudo mozo, quien lloró emocionado por el detalle y a punto estuvo de ahogar con su abrazo al pobre animal, que relinchaba de asfixia, y cuanto más relinchaba, más lloraba y apretaba Martin, que pensaba que la potranca, como él, también lloraba de alegría. Con Delsey cada reunión era una fiesta, y no había ocasión lo bastante nimia para impedirle lucir sus mejores galas en todo momento. Vestía con estilo y sentía pasión por las cosas antiguas, con decenas de vitrinas atiborradas de huevos de Fabergé, cucharillas antiguas de plata y objetos de vertu.* No se perdía ni una de las subastas que se celebraban en Madrid, a lo que Uke y Hamish debían agradecer el haberse conocido.

En cambio, a Uke no le agradaba el «primo» Gaston. Era un tipo huraño y sigiloso, de cuencas oscuras hundidas en un rostro hierático de rasgos femeninos y enfermizos. Hamish aseguraba que Delsey y Gaston eran amantes, algo que nunca demostraban en público, pero Uke tenía el pálpito de que aquel «primo» se la comía con la mirada. Por fortuna no se vio obligada a soportar su presencia muy a menudo, pues con frecuencia Gaston estaba «fuera», sin que Delsey pareciera inclinado a explicar nada más sobre esas extrañas y reiteradas ausencias.

En cierto modo fue una lástima que la felicidad efímera de aquellos meses no hubiera encajado en circunstancias más propicias, sobre todo porque entonces, y aún mucho después, nadie supo con certeza hasta qué punto el desarrollo de los acontecimientos políticos y sociales influyó para destrozar el estado de gracia de la familia Mencía a comienzos de aquel verano del 31. Llegó la República, el rey emprendió el camino del exilio y algunas cosas empezaron a cambiar. Al principio todos confiaban en que aquel proceso sería transparente para el orden social, que la República conservadora y aburguesada que defendían los Maura mantendría a cada uno en su lugar. No fue así. Pronto comenzó la quema de conventos y el duque de Maura retiró su apoyo al gobierno. El brillo de El Pendolero se apagó y sus bosques se talaron para desbrozar tierras de cultivo. Con el arrumbamiento de los moderados en la escena política, los que más tenían que perder empezaron a ser conscientes de que podían perderlo todo.

Uno de ellos era Fernando. Ni lo perdió todo ni fue por causa de la República, pero se vio sumergido de lleno en el torbellino de cambios: en septiembre de 1931, la empresa holandesa de diamantes en la que había invertido un gran capital perdió los derechos de explotación de la mina africana. A causa, decían, de irregularidades contables en el pago del canon de extracción. Sin aquella concesión, la compañía no era más que un viejo inmueble en el centro de Amsterdam, repleto de ancianos de cuello duro. De la noche a la mañana Fernando contempló cómo sus valores se desplomaban hasta el suelo mientras todos los accionistas liquidaban su participación para salvar los muebles. Fernando trató desesperadamente de localizar a su amigo el ingeniero para que le aconsejase sobre si debía evacuar la nave o mantenerse amarrado al mástil hasta que amainara el temporal. Pero el ingeniero estaba de viaje, le informó su ama de llaves, y no regresaría hasta el final del verano.

Fernando no era un hombre de negocios. Había nacido con los bolsillos razonablemente abultados y toda su obsesión era destacarlos, exagerar el tamaño aparente de esos bultos. Lo de menos era la calidad del relleno, incluso si había que engordarlo con algo de paja. Así conseguía mantenerse aferrado al estrato de quienes, por el contrario, poseían mucho más que lo que les gustaba mostrar. Su juego era exhibir sin que parezca que se está exhibiendo, sobre todo desde que adoptó la personalidad de artista refinado y aristocrático para quien el dinero era un asunto prosaico y natural, un fluido fisiológico más, sin que hubiera ninguna necesidad de hablar de ello. Así que en aquella ocasión, con sus acciones en la mano que en ese momento valían menos que el papel en que estaban escritas, tuvo que tomar la decisión él solo. Íñigo, su yerno, era entendido en inversiones, pero él y Victoria pasaban unos días en la ciudad con unos amigos y Fernando trató en vano de localizarlos. Su corredor de bolsa se lavó las manos; no quería asumir la responsabilidad de una recomendación tan arriesgada. Las horas pasaban y el teléfono de Fernando resonaba con afónica agonía, cada vez con peores noticias. Tenía que elegir: vender, o bien desconectar el teléfono, irse a dormir y no leer periódicos durante unos meses. Y decidió vender. Y se equivocó. Le faltó un dato crucial: la compañía defenestrada poseía la mejor escuela de tallistas del sector. Un mes más tarde, la empresa que se había quedado con la concesión compró los restos a precio de saldo, despidió al equipo directivo y reflotó el negocio, que entonces ya no solamente tenía buenos tallistas, sino también la concesión minera y además unos gestores responsables y eficientes. Su valor subió como un cohete de feria y los que habían mantenido sus posiciones, entre ellos el ingeniero que seguía de viaje, recibieron sobre sus cabezas una lluvia monetaria de chispazos dorados.

Aquello fue un revés atroz para Fernando. No era la ruina absoluta. Aún le quedaba Lux Domini y alguna propiedad heredada de su padre, además de los sustanciosos ingresos que obtenía de la pintura. Pero el pozo ahora tenía fondo, y se veía demasiado cercano. Aún peor, una parte de aquellos valores en diamantes, de los que nunca había hablado a su familia, estaban destinados a engrosar la dote de Uke cuando Hamish la pidiera en matrimonio. Sintió que le había fallado a su hija y eso le creó un sentimiento de culpa que nunca le abandonó. A partir de entonces su actitud hacia ella se volvió más comprensiva, más tolerante, menos exigente y menos manipuladora. Su salud se resintió y pasaba días enteros sin levantarse de la cama. Decía que tenía presagios de muerte, que por las noches se despertaba sintiendo que alguien entraba en su habitación respirando con resuello asmático, que cuando se incorporaba y abría las ventanas, la brisa nocturna le traía de la sierra los gritos de su esposa agonizando sobre las rocas en La Pedriza, y que los gritos hinchaban las cortinas que se cernían sobre él para enroscarse en su cuerpo y asfixiarle.

Con todo, no fue el único golpe que sufrió Fernando en aquellos meses del 31. Ni el peor. Lo otro fue mucho más funesto.

El mismo día que Fernando vagaba sin rumbo por el salón mientras su capital se esfumaba al otro lado del teléfono, Uke había salido al monte con Hamish, ajena a la crisis financiera de una remota empresa en un país lejano. Desde Lux Domini caminaron bordeando la colina del Canto del Pico en dirección al valle Peregrinos. Era un mediodía de septiembre hermoso y claro, el bochorno daba una tregua y el cielo había perdido la ictericia macilenta de agosto para vestirse con ese azul nítido que tanto se desperdicia en invierno, cuando nadie tiene tiempo ni ganas de tumbarse para mirar pasar las nubes. Llevaban sus mochilas rebosantes de manjares para un duelo gastronómico. Uke se había surtido en Lhardy y Viena Capellanes, y según creo, un amigo de Hamish le había traído de Londres una cesta de delicatessen de Fortnum & Mason. Hamish vestía el kilt con el tartán de los Sutherland y Uke llevaba un vestido de muselina del color de sus ojos. Era verano, eran jóvenes y eran libres.

Siguieron el arroyo Peregrinos hacia el norte y comieron sobre un mantel bajo una encina, junto a una desmadejada cabaña de pastores que conservaba parte del tejado sobre los muros de piedra. Ambos reconocieron la victoria del otro en la contienda alimenticia, rieron, bebieron una botella de vino tinto de la bodega del pueblo y jugaron a lanzar perlas de chocolate al aire para cazarlas con la boca. Hamish reservaba una sorpresa: oculto en su voluminosa mochila, había traído su violín. Mientras el sol caía más al oeste del monte Abantos, escalaron una ladera y se sentaron a contemplar el terciopelo bordado de pedrería que tapizaba la falda del valle. Sobre la capa naranja del atardecer desfilaban nubes preñadas de lluvia que comenzaban a cubrir el cielo desde la sierra. Hamish decidió que aquel crepúsculo tan bonito merecía un acompañamiento musical, y de pie sobre una roca en la cima de la colina tocó el intermezzo de la Cavalleria Rusticana de Mascagni. Uke nunca había escuchado aquella pieza tan hermosa y envolvente, y allí sentada, descalza y con las piernas cruzadas, sintió que el ligero vello de todo su cuerpo se clavaba en la muselina del vestido. Se quedó allí sentada, desarmada de palabras y gestos mientras las cuerdas vibraban de frente al atardecer y las notas se enganchaban en el erizado metálico de sus brazos para luego alejarse y rebotar en las piedras iluminadas del valle, corriendo sobre la brisa hacia el sol de cobre viejo, remontando con la melodía para volar sobre la corriente hacia el clímax, la nota más alta que se repetía cuatro veces, y luego otras cuatro más, para al fin planear suavemente hacia el horizonte y fundirse con el crescendo final en la estela del disco rojo que desaparecía al otro lado de la sierra.

Cuando Hamish terminó de tocar, Uke no podía moverse. Sentía la necesidad de aplaudir hasta lacerarse las manos, y pensaba que era lo correcto, pero estaba paralizada por el estupor y la emoción. Llorar hubiera sido una cursilada impropia de una chica dura de las montañas, y aplaudir le parecía una agresión física contra las últimas notas que aún colgaban en la brisa, así que decidió callar hasta que el pitido del silencio tomó la palabra, pero Hamish permanecía quieto con el violín sobre el hombro, el arco en la mano y la frente plegada en actitud expectante, así que Uke se sintió obligada a abrir la boca y sobrehilar una risilla tonta que se deshilachó en un torpe balbuceo. Por suerte, no tuvo ocasión de empeorarlo. De repente las nubes amoratadas que habían velado el cielo regurgitaron un trueno inmenso y gutural, y el rumor de la lluvia comenzó a tabletear estrechando un círculo alrededor de Uke y Hamish hasta que gotas como jarrones empezaron a estallar sobre sus cabezas. Uke chilló y se levantó de un salto, recogiendo sus zapatos y el borde de su falda, pero Hamish levantó los brazos y la cabeza roja hacia el torrente del cielo gritando: «¡No, no, ello es el verano!», y escupiendo el agua de su boca asestó un golpe a las cuerdas con el arco, como quien parte leña con un hacha, y empezó a aserrar furiosamente el presto del verano de Vivaldi, retorciendo el cuerpo en exageradas posturas teatrales mientras movía el arco a toda velocidad, sacudiendo el agua de su pelo rojo como un perro lanudo y siguiendo el ritmo de la música con bruscos golpes de los pies en el suelo. Uke había tirado sus zapatos y descuidado su falda, y con el vestido pegado al cuerpo giraba bebiendo la lluvia y riendo a carcajadas ante el histrionismo teatral del escocés. Sin dejar de tocar cada vez más fuerte para vencer al rumor de la lluvia y al tañido de los truenos, Hamish se hincó de rodillas agachando la cabeza, y entonces ocurrió algo insólito. Al arrodillarse Hamish y exactamente detrás de él, a unos diez metros de distancia, Uke pudo contemplar a un soberbio ejemplar de ciervo macho con grandes cuernas, cabizbajo e inmóvil en la lluvia, que los miraba directamente como si se hubiera desorientado en el temporal hipnotizado por el sonido de la música. Uke se quedó clavada en el sitio y separó los labios en una bocanada de sorpresa, a lo que Hamish dejó resbalar por las cuerdas una última nota desafinada antes de detenerse y mirarla con expresión desconcertada. «¡Mira… el monarca de la Cañada!» Hamish se giró rápidamente y al ver el animal musitó: «Oh, my God!». El movimiento, o tal vez el fin del recital, debió de asustar al ciervo, que berreó balanceando su pesada cabeza hacia atrás para después huir al trote colina abajo. Los dos lo miraron hasta que desapareció tras la cortina de lluvia, en dirección a la cabaña de pastores. Luego se miraron sonriendo y seguramente la tormenta propició entre ellos un extraño fenómeno eléctrico de comunicación silenciosa, porque ambos parecieron entender el propósito de todo aquello: el día de campo, la tormenta, la música, el ciervo, la necesidad de refugiarse de la lluvia, las ropas húmedas y una cabaña junto al arroyo que aún conservaba parte del tejado sobre los muros de piedra. Sin decir palabra ni recibirla, Hamish tomó de la mano a Uke, agarraron sus cosas y corrieron colina abajo hacia donde el ciervo había desaparecido tras la cortina de lluvia.