Creo que los niños no suelen saber gran cosa de sus abuelos. Dentro de su mundo mágico hay demasiados personajes imaginarios como para dejar espacio a seres de carne y hueso, mucho más aburridos, que no hacen más que hablar y hablar cuando podrían ocupar el tiempo jugando, siempre dicen lo mismo y además van anodinamente limpios. Pero los abuelos son una excepción. No se rigen por los mismos criterios, si un niño fuera capaz de explicarlo así, que los padres, profesores, padrinos, tutores y otros entes que forman parte de la categoría taxonómica de los «mayores». Los abuelos habitan en otro mundo, más parecido al de los propios niños; no tienen cuidado con todo lo que tocan, pisan, huelen o comen; no se levantan temprano para salir a traer el pan a casa y regresar por la noche, presuntamente tras horas y horas de cola en la panadería; ocupan su tiempo en cosas muy importantes a las que los mayores no parecen dar importancia, tienen como misiones sagradas cuidar de los nietos y vigilar el buen desarrollo de las obras de construcción, y se vuelven invisibles cuando se sientan en un banco del parque. Por si fuera poco son expertos en magia, saben cómo sacar cualquier chuchería de la manga, y además saben hacerlo sin que los padres se percaten. En ese mundo mágico los abuelos sí tienen un lugar, y los niños los dibujan junto a Peter Pan o el oso Baloo, destilando su esencia con ese minimalismo pictórico infantil en la caricatura de una arruga sonriente, lo que de hecho sería la representación más fiel de la imagen corporativa de los abuelos del mundo.
Solo más tarde, cuando los niños crecen y empiezan a sospechar que quien les regala globos no es de verdad el ratón Mickey, sino un sociólogo en paro con un estúpido traje de felpa, o cuando empiezan a reflexionar sobre las posibles carencias sexuales de la Sirenita, aprenden que los abuelos no siempre fueron así, que un día también fueron pequeños. Aún peor, ¡un día incluso fueron «mayores»!, y entonces intuyen que su vida, como su frente plisada, es también un bandeado de claroscuros.
Como los demás niños, yo lo ignoraba prácticamente todo de mis abuelos. De hecho, durante años ni siquiera supe de la existencia de aquel viejo de la barba roja que me contó historias de África en el verano del 78. Mis abuelos maternos vivían en Ibiza y solo nos reuníamos en las grandes ocasiones, así que fue mi abuela Uke quien asumió en exclusiva y a jornada completa todas las atribuciones del papel de abuelo. Su casa de Torrelodones, la excelsa Lux Domini, fue el escenario de mi infancia, pero Uke era para mí como aquel caserón, como los peñascos de la sierra, no un ser humano sino un baluarte inconmovible, un tatuaje heráldico. Lo que ahora sé de ella y de su vida con mi abuelo antes de que naciera mi padre lo averigüé después, a través de mi madre, cuando tuve la edad para entenderlo y la voluntad de saberlo. Mi padre mantenía un mutismo inviolable con respecto a los asuntos familiares. Nunca me habló del viejo. Lo que supe después permaneció enterrado durante décadas como un oscuro e incómodo secreto familiar. La leyenda negra de los Mencía.
Mi madre me contó que Victoria y Uke eran dos mazos de la misma baraja. Cartas diferentes pero complementarias, inseparables. No había jugada perfecta si no jugaban las dos. Victoria era morena, seria y circunspecta, con su pelo liso recogido en un moño de acero de fundición moldeado según los cánones de la arquitectura helénica. Adoraba el arte y era plenamente consciente de su posición social y del papel que esto le otorgaba en el cosmos. Uke, en cambio, era un carretón de feria ribeteado de cascabeles y con la colada puesta a secar sobre una tonelada de quincalla, chispeante y fresca como un botijo lleno de agua de Vichy, espontánea y delicada como una chistorra en un estuche de Cartier. Disfrutaba revolviendo las colecciones de historia natural de su madre, saltaba por los montes agitando sus rizos rubios y siempre tenía costras en las rodillas, arañazos en las manos y alguna salpicadura de tinta entre las pecas de la nariz. Victoria y Uke crecieron juntas en planetas muy distantes. Nunca se comprendieron y nunca dejaron de quererse.
Victoria se casó muy joven con un empresario vasco que le sacaba veinte años y poseía una espléndida pinacoteca. A Neguri se llevó su moño arquitectónico y allí encontró todo lo que necesitaba: industria pesada para mantener su peinado, arte hasta en las toallas del bidé, una sociedad-burbuja que prácticamente le garantizaba no tener contacto con nadie cuyos apellidos terminaran en «ez», y una ausencia total y absoluta de anonimato. Mientras, Uke seguía trotando por las montañas remangándose los pantalones, prenda escandalosa, para cruzar los regatos, y soplando hacia arriba para ventearse el caracolillo rubio de los ojos, sin el menor interés por los ejemplares del género masculino, a no ser que no fueran humanos. Hasta que en 1931 apareció aquel escocés extravagante.
Fue en una subasta de arte y antigüedades en El Pendolero donde mis abuelos se conocieron. Tres años antes mi bisabuela Carmen había fallecido en un trágico accidente de montaña, al despeñarse por una garganta rocosa en La Pedriza. El suceso causó una gran conmoción en Torrelodones. A decir verdad, solo conmocionó a los que doblaban la espalda, tenderos y gente del campo, que habían tratado a Carmen y recordaban su espontaneidad y su deje gaditano, tan exótico en una sierra castellana como un nubio del Sudán. Los demás, los de las cervicales almidonadas y el meñique erecto, los ex pacientes y entonces modelos de mi bisabuelo, siempre la siguieron considerando la hija del pastor que no sabía caminar con tacones. A la muerte de Carmen, con Victoria ya casada, Lux Domini perdió la luz y se sumió en sombras, igual que los ojos de Fernando. Un caserón demasiado grande e incómodo para solo dos personas: un pintor viudo y su hija saltamontes que muchas noches ni siquiera regresaba a dormir porque pasaba la noche al raso, en el jardín o al abrigo de cualquier peñascal de las colinas. Así las cosas, no cabía ninguna duda sobre las intenciones de Fernando cuando trató de convencer a su hija para que lo acompañara a aquella gran reunión social en casa de los duques de Maura, donde desfilarían dedos sin anillo pertenecientes a algunos de los mejores apellidos de Madrid. Encontrarle un marido a aquella cabra loca, casarla, casarla a toda costa, casarla bien casada y quitarle de paso aquellas manías de abrir las nueces con los dientes y utilizar la ropa interior para envolver sapos heridos, de ponerse sanguijuelas en el brazo para ver cómo se alimentaban, de cortarse el pelo para abrigar a los polluelos de gorrión en el nido; interesarla por el Art Déco y las estatuillas criselefantinas, por los encajes, los tocados, las joyas, los poemas de Rubén Darío y las arias de Puccini; en fin, por toda esa parafernalia que hace que una mujer sea una dama y no un crío salvaje y sin desbastar. ¡Casarla, por Dios! Y albergar alguna esperanza de tener nietos que devolvieran la vida a Lux Domini, siempre, claro está, que salieran a la línea materna.
Uke accedió por fin a comparecer en aquella velada con la promesa de que su padre le permitiría utilizar después la organza del vestido para fabricarse una red de pesca. Fernando habría mentido sobre la Biblia si hubiera sido necesario. Se había gastado una fortuna en aquel modelo parisino de Louise Boulanger para que su hija resplandeciera en aquella soirée y no estaba dispuesto a tolerar que los carísimos brocados de cristal de Albert Lesage acabaran sirviendo de moscas para las truchas. Esas pequeñas mentiras formaban parte del juego, eran la manera de expresar la complicidad entre un padre y una hija tan diferentes entre sí que no eran capaces de encontrar un lenguaje común para demostrarse su cariño con franqueza. Uke no tenía ninguna intención de hacer trizas aquel vestido tan costoso y rutilante. Simplemente le gustaba provocarlo.
Me he tomado la libertad de hacer una reconstrucción de lo ocurrido aquella noche que cambió la vida de mi abuela, porque de esto, como de todo lo demás que aconteció en aquellos años, solo conozco lo que mi madre anotó y me contó, lo que supongo una versión distorsionada de la historia que tiempo atrás le confió la propia Uke. Imagino que la narración de mi madre trató de aligerar la carga erótica que sin duda debió de tener un amor repentino y explosivo como el de Uke por aquel escocés. Mi madre perfilaba al personaje en cuestión con la neutralidad de un teletipo de agencia, lo que le despojaba de todo el carisma que se desprendía de las palabras de mi abuela, las pocas veces que la oí hablar de él. Cuatro o cinco veces, durante mis años de niño en Lux Domini, escuché a mi abuela hacer algún comentario sobre el escocés. En esos breves instantes, hasta que ella descubría el rictus imprecatorio de mi padre conminándola a callarse y agachar la cabeza, su mirada azul chispeaba y sus arrugas parecían desvanecerse para devolverle una piel satinada y luminosa, el mismo rostro y la misma expresión que tenía en los viejos retratos de su cómoda. Yo miraba absorto aquellas fotos en las que mi abuela se parecía a Grace Kelly, bella y joven, y puedo imaginar el efecto que causó su aparición en aquella fiesta de El Pendolero, bien peinada y perfumada, envuelta para regalo en crêpe de seda bordada y organza de color marfil.
Un sol fresco y recién horneado barría el cielo limpio hacia el horizonte detrás de El Escorial cuando Fernando y Uke llegaron a casa de los Maura aquella tarde de comienzos de primavera, unos días antes de la Semana Santa. Los acompañaban Victoria y su marido, Íñigo de Leaniz, que no habían querido perderse la ocasión de pujar por alguna de las obras a subasta. El camino de El Pendolero trepaba entre jaras rompiendo en salpicones blancos y encinas que despertaban del sueño invernal con los primeros brotes tiernos de un verde fosforescente. En el último tramo la carretera bordeaba el hotel por la fachada nordeste y giraba en redondo a la izquierda para enfilar la cima de la colina en dirección a Madrid. Al fondo, la ciudad descansaba sobre el lecho de encinas de El Pardo, mientras en El Pendolero el palacio se engalanaba de luz y música para recibir a sus invitados. El Hispano Suiza de Fernando se detuvo y el grupo descendió del auto admirando la escena. Íñigo de Leaniz comentó a su esposa: «Una vista incomparable, sin duda. La Villa y Corte a sus pies». Victoria rectificó: «A nuestros pies, querido».
El palacio no parecía tal, sino más bien un pabellón de caza, y de hecho era una de sus funciones principales, ya que con frecuencia se celebraban allí reuniones cinegéticas. Era un edificio blanco de dos plantas, con zócalo de roca y esquinazos de ladrillo, cubierto por un tejado a cuatro aguas rematado por un lucernario achatado con ojos de buey. Las habitaciones de la planta superior se comunicaban a través de una galería corrida que reposaba sobre pilares de forja blanca. A la izquierda de la fachada principal, el flanco sudeste miraba a Madrid desde la cresta del cerro, ribeteada por una balaustrada blanca.
Tras la estela del moño cromado de Victoria, Uke hizo su entrada en el hotel del brazo de su padre. Forzó su mejor sonrisa al público congregado y de inmediato se giró hacia su padre para susurrarle al oído, sin dejar de sonreír: «Ha llegado Cenicienta». A lo que Fernando respondió cínicamente: «No te preocupes. En el coche he traído diez pares de zapatos de tu armario». Como era de esperar, la entrada de Uke no pasó inadvertida. Todos los hombres de la sala se giraron hacia su figura radiante, y todas las mujeres estamparon miradas de reproche sobre el gesto idiotizado de sus acompañantes. Uke siguió a su padre para recibir la calurosa bienvenida de los duques de Maura, a quienes agradó especialmente contar con la presencia inusual de aquella hermosa jovencita. Cumplidas las formalidades, Fernando comenzó a mezclarse con los invitados, llevando a Uke de un grupo a otro agarrada del brazo como si arrastrara una vagoneta sobre raíles. Ella sonreía a oriente y poniente sin pronunciar palabra. De todos modos, no había mucha ocasión para intervenir en la conversación. Hechas las presentaciones y soportados los comentarios ridículos —«qué criatura tan deliciosa», lo que pronunciado por unos labios bañados en baba resultaba más bien nauseabundo—, la charla regresaba de inmediato a la arena efervescente de la actualidad política. Que si las dimisiones sucesivas del dictador Primo de Rivera y del general Berenguer, que si los ecos del Delenda est Monarchia de Ortega y Gasset, que si la expectación ante las inminentes elecciones municipales del 12 de abril, que si los disturbios en la Facultad de Medicina, que si la reciente liberación del hermano del duque, don Miguel, tras su arresto por ser miembro del Comité Republicano. Los hombres cruzaban apuestas sobre cuánto resistiría el rey Alfonso antes de emprender el camino del exilio. Algunos no ocultaban su ardiente entusiasmo por las soflamas fascistas publicadas por Ramiro Ledesma Ramos, aventajado discípulo de Ortega y Gasset, en su nueva revista La conquista del Estado. Quizá porque Gabriel Maura era ministro de Trabajo en aquel gobierno comatoso, los comentarios se hacían en voz baja, como temiendo faltar al respeto a un enfermo en agonía cuya muerte se presagiaba cercana: la monarquía española. En fin, en los corrillos se hablaba de todo un poco, excepto de arte, el motivo de aquella reunión. Varios ujieres paseaban repartiendo catálogos de la subasta que los invitados recogían sin prestar atención ni interrumpir sus arengas. Fernando asentía o negaba según la dirección del viento, y Uke comenzaba a sentir calambres en los músculos de la risa mientras sus pestañas se doblaban bajo el peso del aburrimiento. Fernando se escabullía rápidamente de los grupos desprovistos de jóvenes solteros y se detenía en aquellos donde predominaban los veinteañeros, a los que hacía notar las virtudes de su hija como tratando de vender un bonito ejemplar, o más bien un ejemplar de bonito en la lonja de pescado. Mientras las conversaciones se fundían en sus oídos como una masa amorfa de cortesías irrelevantes, Uke bufó sin disimulo y comenzó a pasear observando las obras expuestas y a hojear tediosamente el catálogo, buscando si ella aparecía entre los lotes a subasta: «Lote 16. Título: María Eugenia Mencía de la Mota. Muchacha soltera de dieciocho años, rubia y de familia con aspiraciones, presentada en tejidos muy caros de color marfil. Pertenece a la colección privada del autor de la obra, su padre, el otrora médico y ahora consagrado artista don Fernando Mencía Arenal. Se entrega con dote, ajuar completo y garantía de fertilidad. Precio de salida: una fortuna considerable y, a ser posible, un título nobiliario».
De repente sus pensamientos se congelaron al posar sus ojos en una espléndida pintura. Representaba a un león altivo y poderoso, erguido sobre un promontorio de roca desde donde dominaba una ancha llanura salpicada de palmeras y coronada por cumbres arropadas por un cielo tormentoso. La nota del catálogo decía: «Lord of the Plains (El señor de las llanuras), circa 1859. Óleo sobre lienzo de sir Edwin Henry Landseer (1802-1873). Pertenece a la colección privada de Mr. Hamish I. Sutherland». Uke quedó atrapada en la escena del cuadro, en la serena majestad de aquella mirada felina, en la firmeza de los tendones de sus patas, en la luz resbalando sobre su manto sedoso, en su melena mesada por el viento, en la espectacularidad de un paisaje exótico y perfecto, irreal, que se difuminaba en suaves roces de pincel bajo una masa amoratada de cúmulos grises. Observando la obra le parecía escuchar el rugido sordo del león escapando de sus fosas nasales, el silbido de la ventisca en las aristas de roca, el leve rumor de fondo de la tormenta en gestación. Se sintió capturada por los bordes del cuadro hasta casi caer por aquella ladera rocosa hacia la pradera sin horizonte, y súbitamente imaginó a su madre arañando sus manos y su rostro contra el filo de las piedras mientras trataba de asirse desesperadamente a la pared para evitar su caída por aquella garganta en La Pedriza. Le invadió una enorme tristeza mientras pensaba en su madre cayendo al vacío de la llanura, bajo el dominio de aquel león altivo que no hacía sino contemplar la caída, mientras su madre comenzaba a gritar su nombre: Uke, Uke, Uke…
—¡Uke! —Era su padre, que la llamaba desde el corrillo de turno—. Querida, ¿nos haces el honor?
Ella regresó a la realidad como si su cuerpo se estrellara contra la superficie del cuadro, recuperó la compostura, exprimió un último hálito de sus músculos faciales para apalancar de nuevo una sonrisa inocente y se acercó al grupo desde el que su padre reclamaba su presencia.
—Les presento a mi hija menor, María Eugenia. Querida, permíteme presentarte a mi amigo don José Antonio Legaz y Villegas, marqués de Navalamata, su esposa doña Isabel y su hijo Santiago —un pálido petimetre de facciones filosas y semblante más lechoso que su cuello duro, que además aparentaba menos edad que ella. Evidentemente, el blanco, y nunca mejor dicho lo de blanco, elegido por su padre en esta ocasión.
Uke apenas prestaba atención. Su mirada se había estancado en otro integrante del grupo, un curioso personaje de pelo rojo que fumaba en pipa y lucía una chaquetilla corta con dos filas de botones, falda escocesa a cuadros en tonos verde, azul, rojo y blanco, y calcetines blancos por debajo de la rodilla. Su padre prosiguió:
—El barón Delsey, un joven caballero francés afincado entre nosotros, su primo el señor Gaston Letellier y, finalmente, su huésped británico que hoy nos honra con su presencia, el señor… el señor…
—Hamish Sutherland. —El pelirrojo de la falda insinuó una reverencia y tomó la mano de Uke antes de que ella la tendiera. Ella nunca acudía a los actos sociales de su padre y no estaba acostumbrada a que le besaran la mano. El roce de aquellos labios le pareció mullido y seco, no chapaleante y pegajoso como esperaba. Fue agradable y sintió un ligero estremecimiento que le erizó el vello de la nuca. Al mismo tiempo no se le escapó que aquel joven era el propietario del cuadro del león. Terminadas las presentaciones, Fernando rompió el hielo:
—Señor Sutherland, ¿habla usted nuestro idioma?
—Sí, suertemente yo hablo un pequeño pedazo de español. —Hablaba despacio, con fuerte acento y arrastrando las consonantes, sobre todo las erres, como si alguien le hubiera explicado que aquello era lo correcto en castellano—. Mis padres cuidaron de enseñar a mí varios lenguajes: español, francés, italiano, germano y ruso, junto con el inglés que es mi madre lengua.
Uke no pudo reprimir una risita infantil ante aquella manera tan peculiar de expresarse. Era obvio que estaba traduciendo literalmente del inglés y se tenía más vocabulario que gramática. Su padre la fulminó con la mirada antes de continuar alimentando la conversación.
—Y dígame, ustedes los ingleses…
—¡No, por gracia de Dios! Escocés —interrumpió—. Británico sí, pero no inglés. Nosotros compartimos la misma isla y yo fui educado en Inglaterra, pero yo soy escocés.
—Entiendo, entiendo, discúlpeme. Pero dígame, ¿exactamente en qué se diferencian de los ingleses?
—Ellos llevan pantalones —dijo levantando el borde de su falda con un gesto femenino, que hizo enarcar las cejas a los marqueses—. Y además usted puede contar cuando alguien es inglés porque ellos rascan su cabeza todo el tiempo.
—¿Y qué es lo que les pica?
—¡Escocia, naturalmente!
Uke dejó escapar otra risita. Fernando no terminó de entender la broma, pero continuó:
—¿Y dice usted que habla ruso? No es muy común…
—Mi madre fue nacida en Estonia. Ella era una musi… musi… musiciana… Ella jugaba música con una orquesta en Alemania. En un tour en Britain ella conoció mi padre, casó él y quedó a vivir en Escocia. Ella enseñó a mí ruso, germano y algunas palabras en estonio, y enseñó a mí música tan bien. Yo juego el piano y el violín.
Uke soltó una carcajada. Hamish pareció divertido con la reacción, pero Fernando arrugó la frente y masculló:
—¡María Eugenia!
—Lo siento —respondió ella ruborizándose y sin poder apenas contener la risa—. Perdóneme, por favor. Es que es usted muy cómico, quiero decir, muy divertido. Le ruego me disculpe.
—Hamish es ameno en cualquier idioma, incluso en los que domina correctamente —terció Delsey. Y acercando el dorso de la mano a su boca con gesto pícaro, añadió—: Pero por favor, no le marchiten la ilusión de que habla español. Ya tendrá tiempo de darse cuenta él mismo. Tenemos previsto viajar a la Alpujarra.
Uke recompuso el ademán y con seriedad forzada iba a interesarse por aquellos planes de viaje, pero el marqués se adelantó:
—Entonces, ¿es el turismo lo que le trae por aquí?
—Sí… y no —vaciló Hamish—. Actualmente Delsey puso a mí en toque con el señor duque sobre la subasta, y yo he venido aquí hoy a vender un pintando.
—¿Un pintando? —repitió el marqués contrayendo el ceño.
—Una pintura —aclaró Uke—. El señor de las llanuras, de Landseer. Preciosa obra.
—¿Usted conoce el artista? —preguntó Hamish, aunque realmente parecía empezar a concernirle más la chica en sí que su opinión sobre un pintor muerto.
—No soy una experta en arte. Pero conozco más de lo que mi padre piensa, aunque siempre menos de lo que él desearía. —Miró a su padre de reojo torciendo la boca—. Conozco El monarca de la cañada, y creo que los leones de bronce de la estatua de Nelson, en Londres, son también obra suya. ¿Me equivoco?
—Oh, no. Usted está absolutamente perfecta.
La chica rió de nuevo ante aquella involuntaria declaración de intereses por parte de Hamish. Transcurrieron unos segundos en los que ambos sonrieron mirándose fijamente a los ojos, hasta que Fernando recogió el hilo de la conversación.
—¿Así que es usted coleccionista?
—Bien, los coleccionistas compran. Yo vendo, así yo supongo yo soy más bien un descoleccionista. —Uke explotó en otra carcajada. No solamente Hamish le estaba comenzando a atraer, sino que además le pareció sumamente divertido que a su padre también le estuviera gustando a pesar de la sorna tan incorrecta que esgrimía, sobre todo con la nueva perspectiva de que Hamish pudiera ser un coleccionista acaudalado.
—¿Y tiene usted una buena colección… aún?
—Oh, yes. Mi padre amó arte. Nosotros tenemos una buena parte de la colección original desde el castillo, propiedad del clan Sutherland.
—¿Así que posee usted un castillo? —Definitivamente Fernando perdió todo interés por el petimetre de los marqueses, que permanecía mudo e inane tras su máscara cerúlea, y al reclamo de la palabra «castillo» se abalanzó verbalmente sobre Hamish como una jauría de perros acosando a una sabrosa presa.
—Bien, actualmente el castillo Dunrobin no es mío, sino de la… familia. —Pronunció esta palabra con un extraño y especial énfasis, aspirando su pipa antes de terminar la frase—. Yo pertenezco a una rama menor de la familia. Una ramita. Casi un palito de los dientes. —Miraba a Uke para comprobar su reacción y ella premiaba cada ocurrencia con una nueva risotada.
En ese momento Victoria pasó como un fantasma rozando la espalda de su padre y musitó:
—Creo que la subasta va a comenzar. ¡Amartillad las billeteras!
Y como haciendo eco de sus palabras, un ujier subió al estrado y proclamó:
—Señoras y caballeros, va a dar comienzo la subasta. Por favor, sean tan amables de ocupar sus asientos.
Uke prefería la última fila y su padre la primera, así que tras un disimulado forcejeo, ambos tuvieron que conformarse con una discreta ubicación intermedia. Hamish se disculpó con una franca sonrisa y la chica le observó mientras se alejaba mezclándose entre la multitud. No era un hombre exactamente guapo. Su pelo rojo resultaba excesivamente llamativo para los cánones de la elegancia discreta, y sus facciones delgadas y angulosas, con su gran nariz recta, una ancha boca de labios finos y un mentón que parecía un mascarón de proa, le recordaban a Uke un dibujo que su padre solía hacerle cuando ella era pequeña, «un seis y un cuatro, la cara de tu retrato». Facciones, tenía las justas para ser poseedor de una cara. Pero era divertido y audaz, y cuando sonreía, las comisuras de los ojos se le arrugaban como quien estruja un bollo de pan tierno. Además parecía evidente que no se preocupaba demasiado por causar buena impresión, una novedad frente a esa legión de caballeretes encopetados que solía frecuentar su padre. Sí, aquel tipo le gustaba.
Uke trató de concentrarse en la subasta para contentar a su padre, pero a la segunda puja ya estaba bostezando. La cómoda isabelina era simpática, pero sus cajones no parecían prácticos para deslizarse montaña abajo sobre la nieve. De acuerdo, algún día tendría que madurar, pero no tenía por qué ser precisamente aquel día. Desvió sus ojos a la decoración de la sala, y después al exterior a través de las ventanas que traslucían el suave relieve ondulado de El Pardo. El sol se había ocultado y el manto de encinas comenzaba a teñirse de negro bajo un cielo que añileaba. De repente, un pájaro cruzó velozmente el espacio frente al ventanal. Uke se sobresaltó. «Una lechuza, seguro. Cerniéndose sobre un ratón.» Apretó la mano de su padre, que la miró con una muda interrogación, y se levantó de la silla con cuidado de no hacer ruido. De puntillas llegó hasta la puerta, donde un ujier la saludó inclinando la cabeza, y se zambulló en el aire fresco y ligero del atardecer. Se acercó a la balaustrada que bordeaba el repecho y se apoyó en ella con las manos, descansando el peso del cuerpo en su pierna derecha. Aunque nunca lo reconocería ante su padre, le encantaba verse tan guapa, pero los tacones altos la estaban torturando. Levantó el pie izquierdo hacia atrás y giró el tobillo en el aire, luego cambió de pierna y dejó descansar el pie derecho. La barandilla estaba fría y había dejado los guantes en el abrigo. Cruzó los brazos sobre el pecho y frotó las palmas de las manos contra sus hombros. La primavera entraba perezosa y el invierno aún se adueñaba de las noches, castigando el despertar del rocío con una severa cosecha de escarcha. Allí fuera podía coger una pulmonía y de todos modos no había rastro de la lechuza, o lo que fuera, así que era mejor regresar al calor de la sala. Paseó la mirada por última vez de lado a lado del horizonte y se giró. Un sobresalto. Aquel escocés estaba justo detrás de ella, sonriendo al fondo del valle que enmarcaban su nariz y su mentón.
—¿Me permite usted? —Con un movimiento rápido se despojó de la chaqueta y la posó sobre los hombros de la chica, antes siquiera de que ella pudiera reaccionar. Uke sonrió y levantó las cejas señalando las rodillas desnudas de Hamish con la mirada.
—¿No tiene frío?
—¿Y usted? —replicó él, repitiendo el mismo gesto hacia las piernas de la chica.
—Al menos yo llevo medias —respondió Uke, levantando el borde de su larga falda y pellizcando el fino tejido que cubría su pantorrilla.
—Oh, yo tan bien. Y las mías no son seda, pero piel de oso. La mejor cosa para frío. —Tiró del vello que cubría su rodilla mientras ella reía la broma.
—Escuche… —Uke se arrebujó en la chaqueta de Hamish—. Quería pedirle disculpas por mi comportamiento de antes. No pretendía reírme de usted. Esta reunión es tan aburrida que necesitaba divertirme un poco, y usted es un hombre muy ingenioso.
—¡Pero no! Usted no necesita a excusar. Todo lo opuesto. Yo temo yo no he sido demasiado correcto con su padre y sus amigos, pero yo gustaba oyendo usted riendo.
—No tiene de qué preocuparse. A pesar de todo yo diría que usted le ha caído simpático a mi padre.
—Really? Bien, si solo por eso, él dijo a mí que él intentaba a pujar para mi… ¿pintando? ¡Pintura!
—Eso me agrada. Es un cuadro precioso, el león es imponente y el paisaje africano daría un toque exótico a la decoración de nuestro salón. Mi padre nunca me ha llevado de viaje. Ya que no puedo contemplar esos lugares por mí misma, al menos puedo traerlos a mi casa.
—Actualmente yo no pienso el artista siempre viajó a África. Ese paisaje con palm trees* es duramente típico de leones, al mínimo de los leones yo he visto.
—¡Ha estado usted en África!
—Ciertamente, aunque ello fue un viaje breve.
—Cuénteme, por favor. ¿Cómo es? —El entusiasmo de Uke era casi avasallador. A Hamish aquello le complacía.
—Bien, ello es… —desvió la mirada hacia el horizonte— el mismo que esto. —Paseó el dorso de su mano sobre el oscuro manto de encinas aborregadas, como tratando de acariciar las copas de los árboles en la distancia.
—¿Me toma el pelo? Quiero decir, ¿se burla de mí? —tradujo Uke.
—Oh, absolutamente no. En Britain nosotros no tenemos paisajes pareciendo África, eso es porque nosotros hemos hecho en África paisajes pareciendo Britain. Pero ustedes tienen esto, que es bastante similar a algunas partes de África, como la región del Mara. Usted solo tendría que cambiar estos holm oaks** por thorn trees*** y ahí tiene una sabana africana. Faltando leones, of course.
—Yo adoro este paisaje. He crecido aquí. ¿Sabe? Nuestros queridos amigos y convecinos, todos los que están sentados ahí dentro —señaló la casa con el pulgar contrayendo el rostro como si hubiera chupado un limón— son criaturas urbanas. Vienen a esta sierra pero traen la ciudad con ellos. Mi madre era diferente a todos. Se crió en el campo, su padre era ganadero de toros de lidia. Ella no se entendía muy bien con los amigos de mi padre, aunque nunca le importó demasiado. Pasaba las horas muertas en la montaña, disfrutando de cada piedra, de cada planta y de cada animal. Y así soy yo también. Ya ve, de tal palo, tal astilla, o tal palito. Pertenezco a la rrrrama —imitó el acento de Hamish al pronunciar esta palabra— salvaje de la familia. Por eso me encantaría viajar a África. ¿Piensa usted regresar allí alguna vez?
—Oh, sí, en hecho yo estoy aquí en mi camino a África. Yo he sido reclamado allí para materias… familiares. —De nuevo la referencia a la familia iba adornada con un evidente y distintivo Leitmotiv en forma de retintín.
—¡Lléveme con usted a África! —suplicó Uke riendo, ofreciendo sus muñecas como si llevara esposas—. Peso poco, no como demasiado, sé caminar por los montes, dormir al raso y me reiré de sus bromas siempre que lo necesite.
Hamish dejó escapar una carcajada que separó su nariz de su mentón.
—Al mínimo usted habla inglés. Eso sería útil para usted en el viaje.
—¿Yo? Se equivoca. No hablo inglés.
—You’re lying.
—No, no miento, en serio… —Uke se percató de que había caído en la trampa y ambos rieron. Solía ocultar su cuidada educación para desmarcarse de la pedantería que gastaban los amigos de su padre—. ¿Cómo lo ha sabido?
—Usted es la primera persona en España, además Delsey, a quien yo oigo pronunciando el nombre de Landseer correctamente. Y con un buen acento.
—Tiene razón. Mi padre se ha asegurado de que reciba una educación de señorita para convertirme en una dama de la buena sociedad. Su sociedad. He aprendido muchas cosas que nunca me servirán para nada, como protocolo y urbanidad. Aunque espero practicar mis idiomas cuando pueda viajar. Intuyo que usted ha viajado mucho. Como mínimo, a España y a África.
—Actualmente yo he estado viajando por un largo tiempo ahora. ¿Usted siempre oyó sobre el Grand Tour?
—¿Si he oído hablar del Grand Tour? ¿Se refiere a esa gira europea que solían hacer los poetas románticos?
—Y no solo poetas. En el último siglo todo hijo de una buena familia haría su Grand Tour, su largo viaje antes empezando su viaje a través la vida.
—Y gastando la fortuna de su familia lejos de casa.
—Verdad. Pero en mi caso el dinero es mío. Mis padres pasaron afuera… murieron. Yo no tengo hermanos. Eso es porque yo vendo una pintura de tiempo a tiempo a soportar los gastos de mi viaje.
—¿Y no le da pena desprenderse de esos cuadros?
—Por supuesto. Eso es porque yo intento mis amigos a comprar mis pinturas. O haciendo amigos con esos que compran ellos. Así yo puedo todavía disfrutar las pinturas.
—¿Significa eso que, si mi padre compra su cuadro, volveremos a vernos?
—Significa eso que, si él no compra este uno, yo trataré a vender otro uno a él.
Ambos se mantuvieron la mirada durante unos segundos, como si hubieran decidido insertar una pausa de respeto que rubricara su complicidad y, de algún modo, diera comienzo a una nueva fase en su incipiente relación. Después fue Uke la que rompió el silencio.
—Hábleme de su Grand Tour.
—Bien, ello no ha sido tan Grand tan yo expectaba. Yo significo yo no he viajado finalmente a esos lugares donde yo intentaba a ir. Yo entré la universidad, pero después yo decidí que eso podía esperar. Ello fue cuando mis padres murieron. Yo necesitaba a alejar de todo eso y así yo viajé a París a la casa familiar de Delsey. Él es un buen amigo desde escuela. Nosotros estudiamos juntos en Eton, su familia vive en París pero él deseó a establecer afuera desde su familia y había heredado una casa aquí en Madrid. Yo intentaba a viajar a Suiza y Italia, pero Delsey me convenció de viajando a España. Nosotros viajamos a San Sebastián, donde Delsey tiene algunos amigos. Desde allí nosotros viajamos a Pamplona a ver los bullfights, y viajamos toda la costa norte de España. Después Delsey invitó a mí a su casa aquí, en las montañas de Madrid, y él dijo a mí que aquí yo podría vender algunas pinturas. Y aquí yo estoy. Yo deseaba a viajar a Granada a encontrar un amigo mío, un escritor llamado Gerald Brenan, pero yo creo ahora él no está allí. Antes mi amigo contó a mí sobre la sierra de la Alpujarra, una primitiva y noble tierra, él dijo, y eso yo quería a conocer.
—¿Y dónde está ahora su amigo el escritor?
—En Italia, yo pienso. Él está allí a casar una mujer, yo he oído.
—Una romántica escapada. Y el primo de su amigo Delsey, ¿viaja también con ustedes?
—¿Gaston? Él no es primo de Delsey.
—Pero mi padre lo presentó…
—No. Ellos no tienen una relación familiar.
—¿Un amigo entonces?
—Bien, él es más que un amigo a Delsey. Ellos viven juntos y… duermen juntos.
Uke quedó desconcertada por un momento, hasta que de repente su boca se abrió en una descomunal mueca de asombro.
—¡No!
—¡Sí!
—¡No!
—Oh, yes! Eso es porque Delsey deseaba a abandonar su casa familiar, y aun su ciudad y su país. Su familia no aprobaba.
—¡Ja! Si mi padre se entera de esto, creo que usted dejará de caerle simpático.
—Bien, en alguna manera yo no duermo con ellos, y además yo creo ello no es… ¿infeccioso? Al mínimo yo no he sentido algún symptom todavía. —Se tanteó la camisa—. Y nunca teniendo mujeres tan bellas tan usted.
—No tan deprisa, Hamish. Puedo llamarle Hamish, ¿verdad?
—Tan largo tan usted llame a mí, usted puede llamar a mí la manera usted desee.
—Vaya, no pierde usted el tiempo. Pero con tanta charla se va a perder la subasta de su cuadro.
—Yo pienso ahora hay mucho más a ganar aquí fuera puertas. ¿Iremos nosotros por un paseo? —sugirió Hamish ladeando la cabeza hacia un grupo de hombres que habían salido a tomar el fresco y a fumar, y que los observaban con disimulo junto a la puerta de entrada al hotel.
Uke trastabilló de ansiedad e incertidumbre mientras bajaban la ladera al otro lado de la balaustrada. Inteligente. Irónico. Directo. Audaz. Pero respetuoso al mismo tiempo. Medía sus palabras y sabía hasta dónde podía tensar el sedal sin romperlo. Sin duda aquel tipo sabía muy bien lo que hacía, y sin duda lo sabía porque lo había hecho otras muchas veces. Ella dudaba entonces si se trataba de un aventurero apasionado o de un simple caradura. Pero era indudable que sabía cómo interesar a la gente, y Uke decidió embocar el anzuelo sin morderlo, a ver qué pasaba. Después de todo, era el primer hombre que le interesaba, y radicalmente opuesto a los lechuguinos cuelliduros de su padre. Hamish solo aparentaba un par de años o tres más que ella, pero proyectaba una imagen nítida de madurez y experiencia de mundo. Cuando saltó la balaustrada remangando su vestido de organza y seda de la mano de aquel Señor de las Llanuras, tuvo la sensación de que la cruzaba para siempre.
Y así fue. O mejor dicho, así debió ser. Mientras el relato de Uke, siempre a través de mi madre, sobre aquel encuentro junto a la balaustrada fue bastante preciso, en cambio apenas dispongo de información sobre otros episodios posteriores de la relación de mi abuela con Hamish Sutherland. Varias de esas lagunas las he podido rellenar antes de comenzar a escribir esta narración, pero permanecen otras que no he logrado esclarecer. Mi abuela guardó para sí momentos que nunca compartió con nadie, excepto con Hamish, tal vez porque aquellos eran los momentos en que no cabía nadie más para compartir. Nunca sabré lo que ocurrió al otro lado de la balaustrada. Nuestro testigo invisible de los hechos, ese emisario imaginario que introducimos en la escena que escuchamos o leemos, esa cámara o ese cablecito de fibra óptica que deslizamos hasta el lugar donde los protagonistas ventilan sus asuntos, se quedó enredado en la barandilla de piedra mientras la chica rubia y el extranjero excéntrico descendían la colina empinada entre risas y traspiés, con la voz clara de Uke y las retorcidas frases de Hamish perdiéndose en el eco de la noche, con la falda a cuadros y el vestido color marfil yéndose a negro al fundirse en los arbustos de la jara, mientras nos quedamos allí acodados en silencio mirando cómo titilan las luces de Madrid en el horizonte, sin un diálogo que escuchar ni un desenlace que contemplar, sin una voz en off que nos cuente el final, abandonados por una trama que no nos pertenece, que no es la nuestra y donde ya lo único que hacemos es estorbar.