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Lux Domini

Mi primera noche en Nairobi la pasé casi en vela. Estaba demasiado nervioso tras el primer encuentro con una amante largamente deseada, a la que había rendido una obsesión insana sin haberla tocado más que en papel y tinta, en pintura y madera, escuchando su voz sugerente e imaginando su murmullo en mi oído. Aquella noche se produjo el primer encuentro, la entrega y el abandono. Mi manía compulsiva se hizo carne y supe que aquella pasión no se consumiría como las pavesas que se inflaman deprisa para volar y desaparecer en el aire, sino que mi pira se alimentaría de una reserva de combustible almacenada durante años en el pozo de mi instinto. Desde la butaca de mi habitación de hotel contemplé a mi amante, con sus joyas que titilaban al respirar, dejando entrever sus ondulaciones bajo un suave manto oscuro, rendida y dormida, conquistada y esparcida sobre el campo de batalla, y no pude evitar pronunciar su nombre en voz alta: ¡África, por fin!

Sentado en mi habitación en el Nairobi Serena había pasado horas contemplando la quietud de la noche africana, tan quieta como cualquier otra ciudad observada a cierta distancia del suelo, seductora y desconcertante como siempre que se llega de noche a un lugar desconocido. A mis pies se extendía el parque Uhuru, de una oscuridad impenetrable pero donde aún, de cuando en cuando, brillaban destellos de algún merodeador capturado por las luces de los edificios cercanos. A mi izquierda se erguían inverosímiles rascacielos que parecían clavados por error como banderillas en la espalda de un gorila, entre barrios de tejados bajos y grandes claros vacíos donde la hierba se rompía en estrechos senderos aclarados por los pies del hormiguero humano. Las calles se ocultaban embozadas entre resplandores mortecinos que solo en algunos lugares revelaban un conglomerado urbano repartido al tuntún, migas sobre un mantel. A lo lejos, donde terminaban las luces dispersas de las fábricas y los talleres, una sima negra se abría en el suelo y continuaba hasta las primeras estrellas sobre el horizonte.

En vista de mi insomnio decidí ocuparme en ordenar mis cosas. Vomité el contenido de mi maleta sobre la cama, una vorágine de tropezones de información aún no digeridos. Entre ropa, útiles de aseo, material fotográfico, chismes surtidos y tesoros intangibles asomaron libros usados y otros aún envueltos en plástico, cuadernos a medio llenar, papeles sobados, hatillos de mapas sujetos con gomas, carpetas de recortes y sobres preñados de viejas fotos. Y entre todo ello, una joya sin valor: un collar de garras de león. Y aquel manuscrito, el timón de mi viaje, esa pila de papel que había llegado a mis manos por la fuerza del azar o por la fuerza de la necesidad. La repentina visión de aquel documento me transportó de nuevo desde el regusto de mi primera noche de amor con África hasta el lugar donde comienza mi historia. Y eso me recuerda que quizá sea mejor que empiece por ordenar mis ideas. Creo que debo regresar a la sierra.

Para quien no lo conozca, explicaré que Torrelodones es un pequeño pueblo de Madrid, situado a 30 kilómetros al noroeste de la capital. Allí el tapiz de pelotitas verdes de El Pardo se rasga en sietes y se eleva en arrugas bordadas en pedrería de granito que se encabritan en un muro entelado detrás de Hoyo de Manzanares, el umbral de la sierra de Guadarrama. Encinas, pinos, jara y tomillo custodian la pequeña colonia superviviente de almeces, o lodones, árboles que reflejan el apellido del pueblo y que rematan un nombre de pila referido a la estampa más conocida del lugar: una atalaya medieval que construyeron los árabes. Bajo este castillete con pinta de encendedor de mesa, o de castillo de Herodes en un belén, se supone que el falsario Quijote de Avellaneda tomaba como escudero a un soldado afeminado y barrigón que resultaba ser una moza preñada, cuando Sancho había dejado de ser el segundón gracioso para convertirse en magnate de los negocios. Leí que en esta fortaleza de bolsillo descansaba su real osamenta Felipe II cuando había que hacer noche de camino a El Escorial. Comparada con el monasterio, la Torre de los Lodones puede parecer una posada modesta para un monarca imperial. Pero supongo que cuando uno es rey debe pensar en la historia hasta para irse a la cama, y no es cosa de alojarse en la vivienda de cualquier mindundi, por muy opulenta que sea, sino que hay que buscar piedra teñida de sangre donde se haya pasado a alguien a cuchillo o a cimitarra. En primavera, el risco que soporta la torre se puntea de pinceladas blancas cuando florecen las jaras, y en invierno las almenas de su corona deshilachan en jirones la bruma escarchada que baja desde el monte Abantos hacia El Pardo.

Desde la arrogancia de las alturas, la torre mide sus fuerzas con una casona sentada sobre una colina alta y que dibuja un paisaje fantástico, aderezado con monstruosos canchos de granito que adoptan formas y posturas irracionales, detenidos en un mísero instante geológico, siempre a punto de desplomar sus veinte toneladas de duro planeta cerro abajo sobre nuestras cabezas. Los bloques de roca forman el pedestal de un Frankenstein modernista, el palacio del Canto del Pico, una mansión construida en la década de 1920 juntando retales de arqueología de saldos monacales. Su dueño original fue un aristócrata con un título que condena a vagar eternamente con sábana y cadenas oxidadas: el conde de las Almenas. Quizá por esta distinción horrorífica, el buen señor se hizo edificar un escenario que acogiera con dignidad su destino espectral, y la casa, conocida popularmente como Walpurgis, es una presencia ominosa que de puro aberrante resulta irresistible. La historia dice que allí murió Antonio Maura, amigo del conde, conocido de mi familia y jefe de gobierno reincidente durante aquellos años convulsos anteriores a la Guerra Civil. Si Maura sigue por allí haciendo compañía al conde quizá puedan departir con un tercer fantasma: el del general Franco. El dictador recibió el palacio como regalo del conde al terminar la guerra. Cada vez que se rumoreaba atentado, insurrección o derrocamiento, el caudillo hacía el petate y desde el palacio de El Pardo tomaba la carretera de Torrelodones atravesando su jardín privado de encinares para refugiarse en el Canto del Pico, donde cuentan que una plataforma giratoria ponía su coche en posición de salida por si aquellos conspiradores masones y comunistas de los que siempre hablaba trepaban por los riscos como ratas en la noche. El palacio tiene tanta carga histórica que, si se escribiera, el peso de la tinta rompería sus suelos, y si las paredes hablaran, habría que callarlas a bofetones para poder pegar ojo allí.

Pero sobre todo, el Canto del Pico era el perfecto icono del terror. Todo niño, al menos el niño que yo era y los que pulularon a mi alrededor, siente una morbosa atracción por aquello que le horroriza, lo que supongo algo natural porque el masoquismo también hay que educarlo. La casa era el escenario de mis pesadillas, en las que Franco era convenientemente sustituido por algún otro monstruo de fábula; el vórtice generador de cualquier acontecimiento inusual o pavoroso; el origen de todo ruido amenazador, tal vez chirridos entre los despojos arquitectónicos que no se resignaban a compartir el mismo techo; y por supuesto, el objetivo prioritario de nuestras exploraciones.

Mi casa, la casa de mi abuela, lindaba prácticamente con la finca del Canto del Pico. La nuestra era una antigua casona serrana de bloques de granito en la parte alta de Torrelodones, justo al pie de la colina presidida por la mansión fantasmagórica. Una estrecha franja de tierra y peñascos, que en la mitología de mi círculo íntimo denominábamos El Abismo, separaba nuestra cerca del vallado metálico que negaba el acceso, o eso pretendía, a nuestro particular páramo de los Baskerville, una ladera encrespada que trepaba hasta los mil metros de su cima.

Nuestra casa había pertenecido a mi familia desde mi bisabuelo, quien la compró al establecerse en el pueblo tras emprender lo que entonces era una verdadera emigración desde la capital. En aquellos días de finales del siglo XIX y comienzos del XX, Torrelodones era balneario de veraneo de la aristocracia madrileña, el mejor aire de la sierra, decían, porque el tomillo y la flor de la jara perfumaban la brisa liviana y fresca que manaba de las cumbres de la sierra de Hoyo. Dado que el agua brota de los montes, quizá no era descabellado pensar que los macizos de roca tenían también la facultad de generar el aire que respiramos, y en Torrelodones, a falta de aguas curativas, aire había para gastar.

Como decía, los prohombres y las familias adineradas de la capital reposaban en mi pueblo del ajetreo urbano y del sofocón de Madrid. Cada verano, ya tocara monarquía o república, la vida social de la corte fluía como una procesión de hormigas encopetadas por un estrecho corredor desde El Pardo hasta El Escorial. Torrelodones se convertía entonces en el punto del mapa donde pinchar el compás para trazar una circunferencia que englobara las residencias estivales de todo el que era alguien, dentro de un radio igual al tiempo necesario para vestirse, enjoyarse y avisar al cochero, incluso cuando la invitación llegaba con una demora sospechosamente precisa. Pero a pesar de ser el epicentro del terremoto social, Torrelodones siempre ha tenido esa virtud de aportar el grado justo de discreción para poder esconderse con la absoluta garantía de ser visto por todos, para destacar sobre los demás pasando totalmente inadvertido. Incluso ahora, este rasgo de carácter se imprime con categoría de monumento municipal orgánico en el número 1 de la calle Real, una casita de piedra que hoy ha quedado sitiada por las terrazas de los bares que animan el corazón del pueblo. Frente al ir y venir de las parejas empujando los carritos de los dictadores con patucos, de los deportistas pequeñourbanitas con cables en las orejas y de las bandadas de adolescentes con la voz más alta que los pantalones, la vieja que ocupa esta vivienda se apercha en su banco de roca y hace lo que hacen, vistiendo como visten, los millones de ancianas como ella en cualquier aldea de la España más profunda. Allí ventila su faena como en un proscenio, a la vista de docenas de torresanos que abarrotan las tabernas, pero nadie se fija en ella ni ella se fija en nadie, escondida a la vista de todos como detrás de un muro de oxígeno, destacando inadvertida como una pieza única y anticuada de mobiliario urbano.

Y si las relaciones sociales fueron el mortero que cementó los adoquines de Torrelodones, en esta albañilería mi familia parece haberse manejado con cierta destreza. Cuenta nuestra leyenda doméstica que un abuelo de un tatarabuelo de un tatarabuelo de uno de mis tatarabuelos viajó como escribiente de Francisco Hernández, «protomédico e historiador de Su Majestad Don Felipe II en todas las Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme del Mar Océano», en la expedición botánica de 1570, el primer viaje científico europeo a las Américas. Se conoce, si es que realmente se conoce, que se estableció en Santiago de Cuba y gracias a su amistad con el gobernador se hizo con una silla de palco en el comercio de ultramar. Juntó una pequeña fortuna y adquirió algunas tierras que se conservaron dentro de nuestro clan hasta el desastre del 98. La pérdida de Cuba no nos arruinó, pero redujo el patrimonio a unas pocas inversiones y bienes raíces en España. A la muerte de mi tatarabuelo, la herencia se dividió entre mi bisabuelo y sus cinco hermanos, lo que les permitió disfrutar de una cómoda holgura de bolsillos, aunque sin el oropel de otros tiempos.

Mi bisabuelo, Fernando Mencía, cultivó la tradición familiar de invertir en agenda. De pequeño compartió aulas y tirachinas con un niño llamado Miguel, hijo del que fue presidente del Gobierno Antonio Maura, a quien ya he mencionado y que falleció en las escaleras del Canto del Pico. A lo largo de los años conservaron la amistad y mi bisabuelo tuvo trato con los hermanos de Miguel, sobre todo con Gabriel, que fue eminente historiador y académico. Ambos Maura siguieron la carrera política, aunque diferenciados en su actitud hacia la monarquía de Alfonso XIII en medio de aquel fárrago político tras la caída del dictador Primo de Rivera. En cambio, mi bisabuelo no estaba interesado en más política que la de agradar a unos y a otros. A la hora de elegir carrera se decantó por la asepsia ideológica de la medicina y con su título de médico bajo el brazo visitó ocasionalmente a los Maura.

En 1911, Gabriel Maura y su esposa compraron y aglutinaron tres parcelas contiguas cerca de Torrelodones, entre la sierra de Hoyo y el monte de El Pardo. Sobre el cerro de El Pendolero, la primera isla orográfica tras el mar de encinas del Pardo, hicieron levantar un palacete que protruye en la meseta como un faro cúbico, flanqueado por una espléndida terraza a modo de mascarón de proa encarado a la ciudad de Madrid sumergida en el bosque. La situación del hotel de El Pendolero, el primer mojón en aquella senda de la procesión cortesana, y el brillo de su propietario consiguieron congregar allí un surtido menú de títulos nobiliarios y universitarios, lo mejor de la intelectualidad capitalina.

Mi bisabuelo Fernando asistió a alguna de aquellas reuniones y quedó atrapado en el cepo de sus parajes, aunque las enormes oportunidades que le ofrecía el trajín social de la zona tampoco eran nada desdeñables. Agarró a sus dos hijas y a su esposa, Carmen de la Mota, hija de un ganadero jerezano de reses bravas, y en 1913 se trasladó a Torrelodones.

La gran idea de mi bisabuelo era fundar una pequeña clínica dedicada al tratamiento de achaques de millonarios. Debía ser un remanso exclusivo donde se ofreciera lujo, discreción, descanso e intercambio de tarjetas de visita, además de algún equipamiento terapéutico básico por si alguno de los pacientes realmente estaba enfermo. Para poner en práctica su proyecto encontró el lugar ideal: un macizo caserón de dos plantas y ático, construido con sillares de granito del Guadarrama, cubierto con tejas rojas a dos aguas y con la fachada delantera rematada en su parte superior con vigas de madera vistas sobre un enfoscado blanco. El edificio se había construido a mediados del XIX como casa de retiro espiritual, por lo que contaba con numerosas habitaciones para acomodar a los ejercitantes, amplios espacios comunes para las comidas y, algo imprescindible para el propósito de mi bisabuelo, una capilla. La entrada principal se cobijaba bajo un ancho soportal de arcos de piedra, con espacio suficiente para disponer una batería de hamacas en paralelo donde los enfermos podrían reposar al fresco protegidos del sol y de la lluvia. Incluso quedaba hueco donde situar detrás unas sillas para sus secretarios, sirvientas y enfermeras. Al otro lado de la casa, la fachada trasera, que miraba la cara suroeste del cerro del Canto del Pico aún sin Walpurgis en su cima, se abría en un gran salón con mirador acristalado, un sitio sublime para languidecer al borde de la muerte gimiendo al son del golpeteo de la lluvia sobre el vidrio.

A la finca se entraba cruzando un bosquecillo de abedules, que ocultaba el caserón de la vista de los curiosos sin recursos y era muy adecuado para pasear y tomar los aires de la sierra. Detrás de la casa había una terraza adoquinada y, más allá, un jardín con un pilón y una fuente de piedra, una mesita de forja con varias sillas oxidadas, un par de peñascos descomunales que decidieron quedarse a vivir allí cuando se cercó la propiedad, y algunos pinos y encinas más viejos que los peñascos. En conjunto, el lugar resultaba un sueño para cualquiera que haya soñado con una antigua casa de piedra en la sierra. Hasta el nombre original de la propiedad era inmejorable: Lux Domini. A mi bisabuelo le pareció muy apropiado y decidió conservarlo.

Sin embargo el plan tenía una grieta, y es que mi bisabuelo pasó por alto un detalle: él no era muy buen médico. No es que no tuviera la formación necesaria, ni que no se preocupara por sus pacientes. Pero tenía una compulsiva tendencia a emitir lo que algunos médicos llaman «diagnósticos cebra». Si relincha y tiene cuatro patas con cascos, casi con seguridad será un caballo, pero mi bisabuelo, y eso que nunca pisó África, veía cebras por todas partes. Cuando, gracias a la propaganda que le hacía Gabriel Maura, empezó a atender a domicilio a sus primeros pacientes en Torrelodones, diagnosticaba dolencias tan extrañas que sus enfermos, gente poco dispuesta a compartir males con el pueblo llano, quedaban encantados.

Hasta ahí, todos contentos. El doctor Mencía añadía una muesca a su maletín y un título a su agenda, y el paciente agregaba un asunto de conversación a sus reuniones y una dolencia elitista a su historial. El problema aparecía después, cuando la medicación no surtía efecto o incluso exacerbaba los síntomas, o cuando el enfermo se hacía reconocer por otro médico, o cuando la criada se acercaba a la farmacia y le solicitaba al boticario, qué sé yo, un preparado destinado a tratar una infección venérea típica de las selvas del Siam para su señora, la marquesa de Valdelasmanos, quien nunca había abandonado su finca de Cáceres o su residencia de verano de El Escorial salvo para tener que compartir las carreteras con tanta turba sin escudo de armas, que a ver cuándo surgía un gobierno decente que reservara cañadas especiales para los viajes de la aristocracia, o a ver si no por qué santa voluntad las ovejas podían disfrutar de este privilegio y al dueño de la lana se le negaba. En cualquier caso, como era ciertamente improbable que la señora marquesa hubiera mantenido contacto carnal con un arrocero siamés a su paso por Talavera de la Reina, el boticario llegaba a la conclusión de que posiblemente el diagnóstico había sido poco certero.

Con el pasar de los meses, casos como el de la marquesa de Valdelasmanos, o como el de la hija pequeña de los condes de Povedilla, a la que el doctor Mencía le diagnosticó un ataque de gota infantil, fueron minando la credibilidad profesional de mi bisabuelo, y el proyecto de la clínica Lux Domini recibió carpetazo antes de llegar a abrirse. Por suerte para Fernando, la naturaleza le había dotado de un talento inesperado que solo entonces comenzó a explotar: la pintura. Desde pequeño había admirado las artes y adquirido la costumbre de manchar lienzos hasta que llegó a dominar las técnicas del pincel y el color, aunque sus obras nunca habían traspasado los círculos familiares. En aquel tiempo y lugar se hubiera considerado que un médico que pintaba no era de fiar, lo cual en este caso estaba bien traído. Un día, casi por una apuesta, Fernando se comprometió a pintarle un retrato a Gabriel Maura. Ante la sorpresa de este, el resultado fue magnífico, tanto que el cuadro fue bendecido con un lugar de honor en el salón principal del hotel de El Pendolero. Orgulloso, Gabriel solía mostrar la obra a sus visitas, y a mi bisabuelo comenzaron a lloverle los encargos de sus antiguos pacientes, quienes se sentían entonces muy confortados al ver que finalmente todo tenía su explicación: si un médico que pintaba no podía ser persona de orden, en cambio un pintor versado en la medicina, ¡ah, eso era algo totalmente diferente!, lo suficientemente exótico y excéntrico como para que fuera imprescindible frecuentar su compañía y hacerse con un original suyo para colgar sobre el hogar de la chimenea. Así murió Fernando Mencía, el médico, y nació Fernando Mencía, el artista.

A partir de aquel episodio, mi bisabuelo comenzó a nutrir su patrimonio en lugar de ordeñarlo. El extenso ático de Lux Domini fue acondicionado como estudio y los escasos equipos clínicos que ya había adquirido fueron encerrados en vitrinas como parte de la decoración. En realidad, la mayor parte de su tiempo lo gastaba visitando a sus augustos modelos y disfrutando de su hospitalidad. Al término de una sesión de posado, no era infrecuente que su cliente le retara con un «hace días que siento una molestia en el hombro. Dígame, doctor Mencía, ¿qué cree usted que puede ser?», a lo que mi bisabuelo, siguiendo el juego y caricaturizando los desatinos de su anterior encarnación, replicaba con un «déjeme ver… Creo que padece usted una Parsimonia Escapularis», lo que disparaba una carcajada en su improvisado paciente y un «qué cosas tiene usted, hay que ver qué ingenio, y yo que había creído que era usted un médico de verdad…».

Durante aquellas jornadas de trabajo pictórico en cualquiera de las sedes nobiliarias del contorno, mi bisabuela Carmen entretenía el tiempo saltando entre los canchales de la sierra. Como hija de ganadero había crecido en el campo y disfrutaba saliendo a recoger flores, frutos, piedras, cualquier cosa que la naturaleza produjera, incluso egagrópilas, esas asquerosas bolas de restos de canapés variados que algunas aves rapaces expulsan como remedio a no poder echarse al gaznate una cucharada de bicarbonato. Carmen clasificaba después su cosecha con ayuda de libros científicos y la guardaba en cajas o frascos etiquetados y numerados. Casi sin pretenderlo, mi bisabuela reunió una representación tan vasta y documentada de ejemplares de la fauna y flora locales, que incluso décadas después de su fallecimiento, su colección ha sido estudiada por varios naturalistas.

Entre excursión y excursión, mi bisabuela dedicaba el resto del tiempo a cuidar de sus dos hijas. La mayor se llamaba Victoria y había nacido en 1910. Dos años menos tenía la segunda, María Eugenia, a quien todos llamaban Uke. Mi abuela.