Capítulo 2

Llevaba dos semanas en mi nuevo trabajo y estaba encantada, pero al parecer Marge no estaba muy contenta conmigo.

Habíamos ido al centro, al Forum, a ver Eva al desnudo, con Bette Davis y Anne Baxter, y volvíamos a casa en tranvía. Yo le contaba cómo era el enorme salón de Faith, con ventanas que llegaban hasta el suelo (probablemente fuera la segunda o tercera vez que lo hacía), el comedor, también enorme, y la acogedora cocina.

–Y estoy convencida de que nuestra casa cabría entera en su cocina –decía cuando me interrumpió Marge.

–Estoy hasta las narices de oírte hablar de Faith Knowles y de sus hijos y de su enorme casa de cinco dormitorios –se quejó–. No hablas de otra cosa. La verdad, no creo que sea tan estupenda si no puede ni cuidar de sus propios hijos.

–Tiene cuarenta y cuatro años –respondí en su defensa–, y los niños son unos diablillos. Faith es mi amiga.

–¿Después de una semana y media, nada más? –dijo Marge, burlona–. Pensaba que yo era tu amiga.

–Se puede tener más de una. –Le di un toque cómplice–. Mi mejor amiga eres tú.

–¿De veras?

Me miró de una manera que sólo podía describirse como patética, y nada propia de Marge.

–¿Qué te pasa? –pregunté. Había estado muy rara toda la noche.

–Nada. –Miró para otro lado, evitando mis ojos–. Hoy no he ido a trabajar –dijo dirigiéndose al respaldo del asiento delantero.

–¿Por qué no?

Trabajaba en una lavandería en Strand Road.

–No tenía ganas –respondió, y se encogió de hombros.

–¿Qué te ha parecido la película? –pregunté tras una larga pausa–. A mí me ha parecido la bomba. De las mejores que he visto.

–No sé. No le he prestado mucha atención.

Permanecimos en silencio el resto del viaje, que a mí se me hizo bastante incómodo. Cuando nos bajamos del tranvía en Stanley Road, Marge dijo:

–¿Podrías venir a mi casa un momento?

–Está bien.

Llovía. Era la clase de llovizna que apenas se nota pero que te cala toda la ropa. Caminamos bajo nuestros paraguas, todavía en silencio, hasta llegar a Garnet Street. Marge abrió la puerta de la casa y me llevó hasta el salón, donde encendió la lámpara de gas. Al contrario que nosotros, los King no tenían electricidad.

–¿Puedes subirla? –pregunté.

Aquella luz tan tenue hacía que el salón pareciera todavía más lúgubre de lo que ya era.

–No –me espetó. Se dejó caer en el sofá, y los muelles soltaron un quejido de protesta–. Estoy embarazada –anunció con la misma brusquedad.

–¡Marge! –Estaba tan sorprendida que me quedé fría. Normalmente nos lo contábamos todo, pero ella nunca me había dicho que se había acostado con un hombre–. ¿Quién es el padre? –pregunté con voz temblorosa.

–Tu hermano Danny.

Me quedé más fría todavía. Sabía que Danny tenía un ejército de novias, pero, en mi inocencia, pensaba que todo lo que hacían era manosearse un poco. Que yo supiera, ninguna se había quedado embarazada.

–No llevas saliendo con él el tiempo suficiente como para saber que estás embarazada. –Intenté no sonar tan fría como me sentía por dentro, pero no funcionó.

–Han pasado ya siete semanas. Casi ocho. Me he saltado un período entero, y hace tres días que debería haberme venido el siguiente; no ha pasado nada. Yo siempre he sido muy regular, nunca me he retrasado ni un día.

–¿Es que te acostaste con él la primera vez que salisteis?

–No nos acostamos, Kitty. Lo hicimos de pie, en el portal que hay detrás de Reilly’s. Y –prosiguió enfadada–, no tienes por qué ser tan crítica. No es que yo haya obligado a Danny a nada; él lo disfrutó tanto como yo. Y antes de que lo preguntes, pasó más de una vez. Lo hicimos todas las veces que salimos.

–Y supongo que ahora esperas que Danny se case contigo, ¿verdad? –Creía que no podía hablar con más frialdad, pero me equivocaba.

–No pensarás que puede no casarse conmigo, ¿verdad? –Alzó la barbilla, y estoy segura de que vi un atisbo de sonrisa en su cara excesivamente maquillada–. Voy a tener un bebé y él es el padre. En la boda dijiste que te gustaría tenerme por cuñada.

–Así no, Marge. –Aquella sonrisa me había vuelto suspicaz–. ¿Fue una encerrona? –inquirí–. ¿Te has quedado embarazada a propósito para que tuviera que casarse contigo?

Danny tenía un buen trabajo de fontanero y no tenía cara de caballo, las dos cualidades que ella había dicho que buscaba en un marido.

–¿Cómo puede una quedarse embarazada a propósito? Qué cosas dices, Kitty McCarthy. Corrí un riesgo y Danny también. –Se levantó de un salto–. No hace ni cinco minutos que has dicho que era tu mejor amiga. Te lo he contado porque pensaba que me apoyarías, que lo entenderías, pero ahora vas y me acusas.

Yo también me levanté y nos miramos a la cara en aquella habitación mal iluminada.

–¿Entender el qué? –exclamé–. ¿Que has engañado a Danny para que se case contigo? Puede que seas mi mejor amiga, Marge, pero Danny es mi hermano y yo le quiero. No me parece bien que una chica a la que apenas conoce le prepare una encerrona para que tenga que casarse con ella. Además, ¿cómo puedes estar segura de que el bebé es de Danny? Por lo que sé, podrías haber estado con un montón de hombres.

–¿Cómo te atreves? –Levantó la mano, como si fuera a darme una bofetada, pero debió de pensárselo mejor–. Era virgen antes de salir con Danny. Si crees que miento, pregúntaselo a él. Él lo sabe.

–Muy bien, eso pienso hacer.

Salí de la casa como un vendaval, dando un portazo. Me había olvidado de la lluvia y me había dejado el paraguas. Me crucé con la señora King, que volvía a casa, pero estaba demasiado borracha como para reconocerme. Me pregunté cómo reaccionaría ella al enterarse de que Marge se había quedado embarazada.

Cuando llegué, papá y mamá estaban a punto de irse a dormir. Últimamente tenían mucho mejor aspecto. Papá parecía menos fatigado, y no había oído llorar a mamá en mucho tiempo. A menudo me preocupaba pensar que esperaba a que la casa estuviera vacía para hacerlo, pero no lo podíamos saber. Según me explicaron, Jamie estaba en la cama, leyendo un libro, y Danny había salido.

Dije que me iba a preparar una tazá de té y que subiría después, lo cual era mentira, pues lo que quería era hablar con Danny. Nunca se sabe, quizá Marge se lo hubiera inventado todo.

Una vez hecho el té, me senté frente a la chimenea. No estaba encendida, pero mamá siempre la dejaba preparada –una pastilla al fondo, cubierta de papel arrugado, madera y carbón–, por si la temperatura bajaba inesperadamente. De esa manera no tenía más que encender una cerilla.

Una amistad de quince años acababa de terminar en unos minutos. No me lo podía creer. Creía que Marge y yo seríamos amigas para siempre. Tenía razón al decir que no la había apoyado. Aquella sonrisita complacida me había hecho darme cuenta de que se alegraba de estar embarazada y que lo que esperaba era una felicitación, no apoyo. En cierto sentido me sentía traicionada. Ella había intentado ponerme de su parte sabiendo que más tarde habría fricciones.

Cuando llegó Danny eran las once y media. Como siempre, parecía encantado de conocerse. Mientras lo esperaba había intentado leer el periódico, pero había sido inútil: las palabras no me decían nada.

–¿Qué haces levantada todavía? –preguntó sorprendido al verme.

Tenía la corbata desanudada y carmín en la barbilla. Supongo que en cierto sentido era bastante atractivo: alto, como lo habían sido Jeff y Will, con el pelo rizado entre castaño y pelirrojo, los ojos azules y la misma sonrisa agradable. Siempre iba bien vestido; tenía tres trajes buenos. Papá, y todos los demás hombres que yo conocía, no tenían más que uno.

–Quería hablar contigo. –Fui directa al grano–. Marge dice que está embarazada y que tú eres el padre.

Danny se quedó blanco. Cerró la puerta y se dejó caer en un sillón.

–Pero si ella me dijo que usaba algo para eso –tartamudeó.

–¿Que usaba el qué?

–No sé. –Se miraba los pies. No era la clásica conversación que uno tiene con su hermana–. Lo que sea que usen las mujeres para no quedarse embarazadas.

Yo había oído que empapaban una esponja en vinagre y se la metían dentro. Me parecía algo tan asqueroso que no me podía imaginar a mí misma haciéndolo.

–Danny, cariño –me lamenté–. ¿En qué demonios estabas pensando? Y Marge, precisamente. ¿Te olvidaste de que era mi amiga?

–¿Y eso qué tiene que ver? –Se revolvió, incómodo–. Cuando una mujer está dispuesta a entregarse, hay pocos hombres que le digan que no. ¡Santa María, madre de Dios! –se quejó, llevándose las manos a la cabeza–. ¿Y ahora qué va a pasar?

–Pues espera que te cases con ella.

Ya no me quedaba ninguna duda: definitivamente, Marge se la había jugado a mi hermano. Danny parecía completamente desbordado por el pánico.

–¡Pero yo no quiero casarme con Marge King! No quiero casarme con nadie, todavía no. Un compañero del trabajo y yo teníamos pensado montar nuestro propio negocio de fontanería. Para eso hay que asumir riesgos, y no puedo hacerlo si tengo que mantener a una esposa y a un hijo.

Quería decirle que debería haber pensado todo eso antes, pero me dio pena. Había sido un primo y Marge había sido más lista que él. De haberse espabilado un poco más, no se habría creído ni una palabra de lo que ella decía y habría tomado las precauciones por su cuenta. Había visto preservativos en callejones montones de veces.

–¿Qué voy a hacer, Kitty? Papá y mamá se van a quedar de piedra.

Parecía aterrado.

–No te quedan muchas opciones, Danny. Tendrás que casarte con ella.

–Podría huir. –El labio inferior le tembló al pensarlo.

–Podrías, pero sería de lo más cobarde. –Sentí un resquicio de pena por Marge al pensar que podría quedarse sola con el bebé. Su madre la echaría de casa y no tendría ningún sitio adonde ir–. Al menos, a papá y a mamá les gusta Marge –dije.

Pero que les cayera bien era una cosa, y tenerla por nuera porque a su hijo no le quedaba más remedio que casarse con ella era otra bien distinta.

Se lo conté todo a Faith Knowles a la mañana siguiente, mientras tomábamos café en su inmaculada cocina. La casa no tenía nada que ver con aquella en la que entré por primera vez unas semanas antes. Faith limpiaba y ordenaba, lavaba y planchaba y se regalaba largos baños, mientras yo llevaba a los niños de paseo o jugaba con ellos en el jardín. Ella estaba casi tan irreconocible como la casa. Aparentaba menos años y siempre iba bien vestida.

–Ya casi nunca me siento cansada desde que llegaste, Kitty –me explicó–. Me has cambiado la vida.

Mientras los niños se echaban una larga siesta, agotados por toda la energía gastada en el parque, Faith y yo cotilleábamos ante incontables tazas de café. Era un trabajo ideal. Me pagaban por cotillear y beber café.

–Me parece una pena que Marge y tú ya no seáis amigas –comentó cuando le relaté lo sucedido la noche anterior.

–¿Seguirías tú siendo amiga de alguien que se ha comportado de esa manera?

–Seguramente no –accedió–. No tengo un hermano, pero, de tenerlo, siempre lo antepondría a los demás. Aunque sí es cierto, Kitty, que Danny debería asumir parte de la culpa. Aunque Marge se «entregó», como tú dices, él no tenía por qué tomarla. No le puso una pistola en la cabeza y le obligó a hacerle el amor.

–«Hacer el amor» no me parece lo más apropiado, teniendo en cuenta que lo hicieron en un sucio portal escondido.

–Lo llames como lo llames, lo hicieran como lo hicieran, el resultado ha sido un bebé y ahora eso es lo primero. El niño tiene derecho a tener una madre y un padre. ¿No te parece?

Me miró fijamente.

–He de admitir que no había pensado demasiado en el bebé.

Todavía no había asumido del todo el hecho de que, en el vientre de Marge, se estaba gestando un ser humano.

–¿Se lo has contado ya a tu madre? –preguntó Faith.

Negué con la cabeza.

–Ya me he entrometido demasiado. Le corresponde a Danny contárselo a mamá.

–Será todo un disgusto para ella –dijo torciendo el gesto (sabía lo de Jeff y Will)– que Danny se vea obligado a casarse. Esperemos que tu hermano sepa fingir que se trata de un evento feliz, como si él y Marge hubieran querido casarse desde el principio y ahora tuvieran que darse prisa porque hay un bebé en camino.

–No es mala idea.

La noche anterior apenas había dormido: me preocupaba por Danny y por papá, pero sobre todo por mamá.

Entró Oliver, frotándose los ojos, soñoliento.

–¿Podemos jugar al fútbol, Kitty?

–Te has olvidado de pedirlo por favor, cariño –le informó su madre.

–Kitty, ¿podemos jugar al fútbol, por favor? –repitió el pequeño con una sonrisa traviesa.

–En cuanto me termine el café. Ve al jardín y busca la pelota.

Había días en los que no me hubiera importado echarme una siesta.

Aquella noche, por primera vez en mi vida, fui al cine sola. No habría llamado a Marge ni aunque me hubiera ido la vida en ello, y no tenía intención de quedarme en casa sólo porque no hubiera nadie más con quien ir. Fui hasta el Palace, en Marsh Lane, que estaba bastante cerca, y vi Los peligros de Paulina, con Betty Hutton.

A la salida, me topé con Danny.

–¿Qué haces tú aquí? –pregunté–. Qué raro estás sin una chica colgada del brazo.

–He renunciado a las mujeres –dijo apesadumbrado–. No quería quedarme en casa, así que he venido con un amigo. Está por ahí detrás.

Llegó el mencionado amigo. Era un sonriente joven, con el pelo rojo, pero mucho más claro que el mío, casi del color de la zanahoria, y con unas diez millones de pecas. Tenía los ojos verdes, y era casi tan alto como Danny, que nos presentó con la misma voz apesadumbrada:

–Ésta es mi hermana, Kitty. Kitty, éste es Con Daley. Es un amigo del trabajo.

Nos dimos la mano.

–¿De dónde viene Con? –pregunté.

–Es el diminutivo de Connor –contestó con una sonrisa–. ¿Qué le pasa a tu hermano? Lleva toda la noche de morros.

–No tengo ni idea –mentí.

Intenté coger del brazo a Danny, pero él se revolvió.

–Con y yo nos vamos a tomar una pinta –masculló.

–¿Puedo ir con vosotros? –supliqué.

Ir sola al cine no había sido tan divertido como esperaba y me gustaba la idea de estar acompañada. Parecía que Danny iba a mandarme al cuerno, pero Con me cogió del brazo.

–Será un placer. ¿Sabes? Me sorprende que tus padres hayan dejado que una chica tan despampanante salga por ahí sola.

–Normalmente salgo con una amiga, pero está enferma. –¡Otra mentira!

–¿Y crees que lo estará mucho tiempo? –Me miró con gesto serio, pero todavía quedaba en su cara un rastro de sonrisa–. Si es así, estoy dispuesto a apiadarme de ti y llevarte al cine de vez en cuando. Mañana, por ejemplo. O podríamos ir a bailar, al Grafton o al Locarno.

–Eso estaría bien –dije con recato.

Esta vez no mentía. Tenía sentido del humor, y una sonrisa preciosa.

Danny recobró la voz.

–Eh, que estás hablando con mi hermana. Será mejor que la trates bien, Con Daley, o tendrás que vértelas conmigo.

No pude evitar pensar que era un hipócrita, teniendo en cuenta lo que él había hecho con Marge, que no tenía a nadie que se preocupara por ella: ni hermanas, ni hermanos, ni un padre. Sólo una madre que se pasaba la mayor parte del tiempo en la taberna.

Llegamos al Clarence, en Marsh Lane, y Con fue a por las bebidas. Yo había pedido una clara. En cuanto se hubo marchado, agarré a Danny por la barbilla y volví su cara hacia mí.

–Escúchame –dije con prisa, y le conté lo que Faith me había sugerido ese mismo día–. Marge y tú tenéis que decirle a papá y a mamá que os vais a casar dentro de poco. No hay por qué explicar nada del bebé, ellos mismos se darán cuenta cuando sepan que llevas casi dos meses saliendo con ella. Haz como si estuvieras muy contento, como si lo hubieras tenido planeado desde el principio, y no les causará tanto disgusto. ¿Te has enterado, Danny?

–Sí. –Me apartó la mano, irritado–. Me gustaría que no metieras las narices en mis asuntos, hermanita.

–¿Pero no crees que es una buena idea? –Tenía ganas de zarandearlo hasta que le castañetearan los dientes–. De esa manera, en la boda no tendremos un ambiente deprimente.

A Marge le parecería estupendo, pues sabría que de esa forma no tendría a Claire, Aileen y Norah lanzándole miradas envenenadas en la iglesia. Yo sería la única que sabría la verdad sobre el asunto, sin contar a la feliz pareja, claro.

Él se estremeció al oír la palabra «boda», suspiró y se llevó las manos a los bolsillos.

–Supongo que sí. Mañana iré a ver a Marge para hablar de ello. Ahora es demasiado tarde. –Con trajo las bebidas y Danny susurró–: Todavía estoy pensando en huir.

Pero yo supe que esta vez era él quien mentía.

A la noche siguiente fui al Locarno acompañada de Con Daley, que resultó ser un bailarín lamentable pero un gran conversador, por lo que eso fue lo que hicimos casi toda la noche: quedarnos sentados en un rincón, hablando. Intenté contar sus pecas, pero me di por vencida cuando iba por cincuenta, y eso sólo en la frente. Tenía veintidós años, siete hermanas y dos hermanos, de los cuales era el más joven. Como yo, era católico y vivía en Seaforth, muy cerca de Bootle. Resultó que Danny había pensado montar el negocio con él. Para Con, el plan todavía seguía en pie. No quería decirle que Danny podría tener que renunciar a la idea. Eso me hizo recordar que, quizá en aquel momento, Danny y Marge podrían estar diciéndoles a mis padres que iban a casarse. Recé porque todo saliera bien.

Entre sonrisa y sonrisa, Con podía ponerse bastante serio. Tenía opiniones sobre todo, sobre política, por ejemplo, y sobre lo bueno y lo malo de la pena de muerte; cosas sobre las que yo no había pensado nunca. Sabía que, el año anterior, habían ahorcado a una mujer llamada Margaret Allen en Manchester, y a Con le parecía algo lamentable.

–¿No mató a una anciana?

–Sí, pero luego el Estado la mató a ella –dijo Con; sus ojos verdes brillaban–. Eso no es más que un asesinato judicial, lo que nos rebaja al nivel de la asesina original.

Entonces se embarcó en una diatriba contra la bomba atómica. Me pareció aterrador y estuve de acuerdo con todo lo que dijo.

A las once le pregunté si podía acompañarme a casa, así que me llevó a ritmo de vals hasta la salida, aunque la banda tocaba un foxtrot. A mitad de camino, me sopló en el pelo. No era lo que se dice un gesto romántico, pero aquello me conmovió de una manera extraña, y por alguna razón estreché aún más el brazo alrededor de su cuello y él hizo lo mismo con mi espalda. Llegamos a la salida en lo que sólo podría describirse como un abrazo apasionado, y nos cogimos de la mano durante todo el viaje en tranvía hasta Bootle. Ya a la puerta de mi casa, me dio un suave beso en los labios. Quedamos en salir otra vez dos días después, el sábado.

–Podemos ir a algún sitio y comer algo –prometió.

Entré en casa embriagada por una agradable sensación. No estaba enamorada, ni siquiera un ápice, pero pensé que era una posibilidad nada desdeñable.

La luz del salón estaba encendida, y supuse que Danny se había quedado levantado para contarme lo que había pasado antes. Pero entonces entré y, para mi sorpresa, no sólo estaba allí Danny, sino también papá, mamá, Jamie y Claire. Danny estaba sentado a la mesa con gesto lúgubre, como si se le hubiera venido el mundo encima, mamá había llorado, el rostro de papá se había venido abajo, como si le hubieran quitado el relleno, Jamie parecía confundido, y Claire estaba hecha una hidra.

–¿Qué sucede? –pregunté.

Al principio pensé que aquello no tenía nada que ver con Marge, sino que era algo peor.

Contestó Claire:

–Resulta que nuestro Danny ha dejado preñada a Marge King –me espetó–. Ella misma vino hace un rato llorando. Al parecer se lo contó a su madre, que la echó de casa al instante, así que ¿adónde podía ir si no aquí?

–¿Dónde está ahora?

–Arriba, en tu cama, cariño –dijo mamá, nerviosa–. Tendréis que dormir juntas hasta que todo se arregle.

–Es decir, hasta que ella y Danny se casen –soltó Claire.

–Pero yo pensé... –miré furtivamente a Danny; no tenía que haber sido así.

Danny miraba al suelo.

–Fui a verla –murmuró–, pero decidí que antes necesitaba tomarme un par de pintas. Cuando llamé a la puerta de su casa, no había nadie. Estaba aquí.

La agradable y embriagadora sensación de antes desapareció, al igual que cualquier pensamiento acerca de Con Daley. Aquel sentimiento había sido reemplazado por la ira. Marge no tenía por qué decirle nada todavía a su madre. Estaba segura de que lo había hecho porque sabía que la iba a echar, y así podría pedir el amparo de un corazón mucho más bondadoso, es decir: mi propia madre. De haber mantenido cerrada la boca, la cosa se podría haber arreglado sin mayores traumas, o al menos mejor de lo que estaba ahora. Quería subir corriendo, sacarla a rastras de mi cama y decirle todo aquello a la cara, pero eso sólo serviría para aumentar el disgusto de mamá.

–¿Tú lo sabías ya, Kitty? –preguntó Claire.

–Marge me lo contó hace dos días, pero no era yo quien tenía que decírselo a nadie –expliqué con cierto desdén–. Era cosa de Danny.

Por la cara que puso, me pareció que Claire iba a cantarme las cuarenta, pero debió de pensar que no era justo. En vez de eso, centró su ira sobre Marge.

–Esa chica no es más que una furcia –dijo enfurecida–. No hay más que verla. No me sorprendería que se hubiera acostado con todos los hombres de Bootle.

–Eso no es cierto, hermana –se apresuró a decir Danny.

–¿Y tú qué leches sabes?

–¿Pues cómo crees que lo sé?

Claire se ruborizó. Sólo había una manera de que Danny lo supiera, y no era precisamente algo que pudiera describir delante de toda la familia. Podía apostar a que no había dicho que Marge se le había echado encima, y le admiraba por no buscar ninguna excusa.

–Bueno, me voy a casa –anunció Claire levantándose de un salto–. Sólo quería pasar un momento para darle una receta a mamá, y llevo aquí varias horas. Es casi medianoche. Liam va a pensar que lo he abandonado.

Se marchó cerrando la puerta con tal fuerza que tuvo que despertar a media calle.

–Creo que es mejor que nos vayamos a la cama, Bob –dijo mamá–. Mañana Danny tendrá que enterarse de cómo conseguir la licencia y anunciar la ceremonia. Te sugiero que te cases entre semana, hijo, así no habrá demasiada gente en la iglesia. –Sorbió las lágrimas–. Serás el primero de mis chicos en casarse y yo siempre pensé que no sería así.

Danny esperó a oír como se cerraba la puerta del dormitorio antes de echarse a llorar.

Jamie dijo:

–No entiendo a qué viene tanto jaleo.

A la mañana siguiente, al llegar a Weld Road, había un coche negro en la entrada del número doce y Oliver estaba atareado dibujando caras en el capó con una tiza. Cuando abrí la verja, una mujer salió de la casa.

–¡Estúpido niño! ¡Serás estúpido! –gritó enfadada.

–No pasa nada. Ya lo borro yo –dije.

Aquella mujer me lanzó una mirada que hubiera amedrentado a alguien con menos aplomo. Pero a mí sólo me amedrentaba la madre de Marge. Debía de ser Hope, la hermana de Faith. Era cinco años más joven y se parecían mucho. Tenían los mismos rasgos clásicos, aunque el rostro de Hope era duro como una piedra, y su mirada fría y antipática. Tenía un trabajo importante en un banco. Aquel día llevaba un elegante vestido negro y zapatos de charol negros con unos tacones altísimos.

–Tú debes de ser Kitty.

–Debo de serlo. –Me abrí paso hacia la casa–. Voy a entrar a por un paño.

–Ya debería saber que esas cosas no se hacen –dijo Hope cuando volví y limpié las marcas de tiza.

–No ha hecho ningún daño –la tranquilicé–. No lo vas a volver a hacer, ¿a que no, Oliver?

Oliver estaba mirando al suelo, con los brazos a la espalda. Negó con la cabeza, en silencio. Era evidente que Hope lo había puesto nervioso.

–Lo que estos niños necesitan es un buen azote –concluyó antes de subirse al coche y marcharse de allí.

Cogí a Oliver de la mano. Entramos en la casa. Faith estaba bajando por las escaleras con Robin vestido de pies a cabeza.

–¿Qué pasa, cariño? –le preguntó a Oliver, preocupada–. Estás muy triste.

La única respuesta de Oliver consistió en un largo y tembloroso sorbo, por lo que tuve que explicar lo que había pasado con el coche y la tiza.

–Pero salió inmediatamente en cuanto froté un poco.

–Mi hermana tenía una reunión en Southport esta mañana y quería ir directamente. Por eso se ha marchado tan tarde. Me pareció oír gritos. ¿Era Hope la que gritaba a Oliver?

Asentí y ella puso cara de preocupación.

Más tarde, dibujé una rayuela sobre el sendero con la tiza, y Oliver y yo estuvimos jugando durante algo más de una hora, hasta que no pudimos más. A Robin le daba por sentarse en los cuadrados, pero nos las arreglábamos para sortearlo.

A media mañana, Faith me llamó para tomar café. Había bebido más café en su casa que en toda mi vida. Dejé a los niños jugando con una pelota y entré.

–¿Estás dispuesta a escuchar una buena sarta de lamentos? –me preguntó Faith cuando nos sentamos a la mesa.

Le dije que era toda oídos, y que yo también tenía cosas de las que quejarme cuando ella hubiera terminado.

–Es Hope –comenzó–. Hace un año, cuando, por alguna razón, dejó a su marido, me preguntó si podía venirse a vivir conmigo. A mí me pareció estupendo. Le dije que ni se me ocurriría cobrarle alquiler, así que vive aquí gratis. El caso, Kitty –prosiguió, torciendo su perfecta nariz, indignada–, es que no muestra ninguna paciencia con los niños; ni conmigo, por cierto, por no mantenerlos a raya. No me gustaría pelearme con ella por eso, pero me tiene amargada.

–No me extraña –dije comprensiva. A mí no me caía demasiado bien Hope por lo que había podido oír sobre ella, y ahora que la había conocido me gustaba aún menos–. Es tu casa, y son tus hijos. No tiene derecho a criticarte.

–Me alegro de que estés de acuerdo conmigo. Tenía miedo de ser demasiado exigente al pedirle que encajara ella con nosotros, y no al revés. Se enfada mucho cuando la despiertan en mitad de la noche. El pobre Robin no paró de llorar cuando le salieron los dientes.

–Me parece que tiene mucha cara. No tiene hijos, así que no sabe nada del tema.

–¡Precisamente! –Faith dio con ambas manos sobre la mesa y me dedicó una espléndida sonrisa–. Me siento mucho mejor después de haberlo soltado. ¿Quieres más café? Así los lamentos serán recíprocos.

Apunté mentalmente la palabra «recíproco», que no había oído nunca.

–Se trata de Marge –dije.

–Me lo imaginaba –respondió Faith, preocupada.

Le conté todo lo que había pasado la noche anterior y ella fue mostrando gestos de comprensión.

–Ahora, papá y mamá están desesperados. Justo cuando las cosas casi habían vuelto a la normalidad. Danny está hecho un cuadro, y mi hermana, Claire, está que trina. Seguramente se lo dirá a Aileen y a Norah, y ellas se pondrán igual. No puedo decir que tenga ganas de que llegue la boda: va a ser horrible.

–¿De veras tienes que dormir con Marge? –preguntó Faith, horrorizada.

–Sí, hasta que se case con Danny –dije, irritada al pensarlo.

La noche anterior, cuando me fui a la cama, Marge estaba llorando en voz baja, pero yo la ignoré. Casi no había podido conciliar el sueño.

–Tenemos un dormitorio libre en el piso de arriba. Es por si alguna vez viene Charlie. –Charlie era el hijo de su anterior matrimonio. Vivía en Hong Kong–. Si quieres, puedes quedarte aquí hasta que pase todo –ofreció generosamente.

–Es muy amable por tu parte. –Me conmoví–. Pero me sentiría como si estuviera abandonando un barco que se hunde. Eso sólo empeoraría las cosas en casa.

Me dio una palmadita en el hombro.

–Lo comprendo. Eres una buena chica, Kitty. Si hubiera tenido una hija, me hubiera gustado que fuera como tú.

Aquella noche, al principio, no cabía ni un alfiler en casa de los McCarthy. Claire y Liam llegaron poco después del té, y algo más tarde vinieron Aileen y Michael. Norah y Roy tampoco tardaron. Se apretujaron en el salón, junto a papá, mamá, Jamie, Danny y una ruborizada Marge, que no había ido a trabajar, sino que se había dedicado a seguir a mamá durante todo el día, diciendo todo el rato que no quería causar problemas; una mentira como una catedral.

Lo cierto es que mamá sentía lástima por ella. Ya me había advertido que no debía «meterme con la pobre chica. La culpa es tanto de Danny como suya». Y eso era lo que yo les había dicho a mis hermanas cuando llegaron.

Casi en un susurro, Danny comunicó que había obtenido una licencia, había ido a la iglesia para publicar el anuncio, y que la boda tendría lugar el miércoles 12 de septiembre, a las diez en punto.

–Ése es el día en que salgo de cuentas –dijo Claire, enfadada.

–No importa, cariño. –Era evidente que mamá intentaba mantener la paz.

–¿Cómo que no importa? A mí, por lo menos, me parece importante no poder asistir a la boda de mi hermano.

–Legalmente es el primer día en que podemos casarnos –explicó Danny con voz débil–. ¿Preferirías que fuera más tarde?

–Claro que no, Danny. –Mamá miró a Claire–. Al decir que no importa, lo que quiero decir es que lo mejor es que terminemos con la boda cuanto antes. Para entonces, Marge estará ya de tres meses. ¿Acaso queremos que todo el mundo sepa por qué se van a casar ella y Danny?

–Siempre se puede explicar a la gente que el bebé nació antes de tiempo, como con Patsy –dijo Claire con voz fría–. La verdad, mamá, parece que sólo te importen las apariencias. Para empezar, no veo por qué Danny y Marge se tienen que casar. ¿Por qué no le pasa simplemente una pensión semanal para los gastos del bebé?

En aquel momento, Danny alzó la cabeza, esperanzado, Marge levantó los brazos, alarmada, y papá sentenció:

–Las apariencias son muy importantes para tu madre, Claire. Marge y Danny se tienen que casar cuanto antes, y no hay más que hablar.

–Bueno –dijo Liam, poniéndose de pie y encaminándose hacia la puerta–, ahora que eso está arreglado, me voy a tomar una pinta. ¿Venís conmigo? ¿Mike? ¿Roy?

–¿Puedo ir yo? –preguntó Jamie.

Liam estaba a punto de decir que sí cuando intervino papá:

–Todavía no tienes edad, hijo.

–Voy a cumplir los dieciocho dentro de unas semanas, papá.

–Faltan más que unas semanas. No los cumples hasta diciembre.

–Oh, venga, Bob, déjale –le presionó mamá–. No le va a pasar nada. ¿Por qué no vas tú también, cariño? Te vendrá bien un descanso, y Danny puede ir con vosotros. No creo que quiera quedarse solo en una casa llena de mujeres.

–Pensaba que íbamos a tener una charla importante –dijo Aileen cuando no quedó ni un hombre en la casa.

–Y yo también –se quejó Norah–. Todavía no he dicho prácticamente nada.

–La cosa se ha arreglado mucho más deprisa de lo que pensaba –confesó mamá–. Voy a preparar un poco de té, ¿os parece? Vamos, Marge, puedes echarnos una mano.

Marge la siguió como un rayo. Mamá era su protectora y quería estar cerca de ella. Quizá tuviera miedo de que el resto de las chicas McCarthy fueran a sacarle los ojos.

–Pues ya sabéis lo que eso significa –dijo Claire con gesto aciago.

–¿Qué significa el qué? –preguntó Norah.

–Lo que ha dicho Jamie. Que dentro de poco cumplirá los dieciocho. Eso significa que le tocará hacer el servicio militar. El gobierno está enviando a los reclutas a combatir en Corea. Si va nuestro Jamie, a mamá le dará algo.

De repente, que Danny y Marge tuvieran que casarse nos pareció algo insignificante comparado con la idea de que nuestro hermanito tuviera que luchar en otra guerra más.

La boda fue horrible. Nadie se molestó en comprarse vestidos nuevos para la ocasión. Marge se puso el mismo que había usado en la boda de Norah, y yo llevé el mejor que tenía en color crema. Aparte de la familia directa no había más invitados. Liam, Michael y Roy tuvieron el detalle de tomarse la mañana libre en el trabajo para acompañar a sus esposas. Claire estaba enorme, y se esperaba que el bebé naciera, literalmente, en cualquier momento. La madre de Marge tuvo la desfachatez de presentarse. Al parecer, el hecho de que su hija se casara con un McCarthy había aplacado su ira. Nuestra familia tenía muy buen nombre en Bootle.

Nadie sonrió, pero muchos lloraron, mamá sobre todo. Danny y Marge parecían dos reos esperando a ser ahorcados y descuartizados. Me preguntaba si ahora se arrepentiría de lo que había hecho. Al fin y al cabo, era una forma bastante cutre de conseguir un marido.

Cuando salimos de la iglesia, pude ver como Ada Tutty se alejaba de allí con prisa. Seguramente habría visto la ceremonia desde el fondo.

Volvimos todos a Amethyst Street para tomar algo: unos bocadillos, alguna tarta, jerez para las mujeres y cerveza para los hombres. A mediodía, los que tenían trabajo se habían marchado ya, incluida yo, afortunadamente. La madre de Marge seguía allí, y sin duda se quedaría hasta acabar con el jerez y con la cerveza.

Cuando me fui, pensé que, al volver, Danny ya no estaría. Mamá había encontrado un pequeño apartamento para Marge y para él encima de la sastrería que había en la esquina de Pearl Street. Y, dentro de algunos meses, era posible que Jamie se fuera también, con lo que yo sería la última hija de los McCarthy que quedaría en la casa. No me importaba, pero al mismo tiempo me sentía muy, muy triste.

Es que es triste –dijo Con cuando aquella noche le conté lo que sentía, mientras cenábamos gambas al curry con arroz en el Golden Moon, un restaurante chino del centro.

Insistí en pagar la cuenta. Aunque ganaba el doble que yo, no me sentía cómoda dejando que pagara siempre él, así que, una vez a la semana, era yo la que invitaba.

–Tus padres ya sabían que algún día sus hijos se irían de casa y se quedarían solos, pero eso no hace que sea menos triste. Al menos, por ahora todavía te tienen a ti. –Me mostró su contagiosa sonrisa–. Qué suerte tienen.

–Ajá.

Me parecía que él estaba ligeramente enamorado de mí y yo no estaba segura de sentir lo mismo. Nos llevábamos estupendamente, siempre teníamos montones de cosas de las que hablar y sus besos de despedida eran cada vez más apasionados. Yo reaccionaba con la misma pasión, y me hubiera gustado despedirme en otro lugar que no fuera el portal de una tienda o unas oficinas, en algún sitio más tranquilo y confortable en el que no nos molestara nadie. Me preguntaba qué harían Danny y Marge en su pisito, encima de la sastrería, donde tenían toda la intimidad del mundo. ¿Se hablaban? ¿Dormían juntos en la cama de matrimonio?

Con estiró la mano y sentí su calor cuando tomó la mía.

–Un penique por tus pensamientos.

–No valen ni eso.

–Pues medio penique.

–Ni siquiera eso. –Sonreí, harta de estar tan triste. Habíamos dejado claro que había ciertas cosas en la vida que eran tristes, pero no podíamos hacer nada para remediarlo–. Anoche fui a mi primera clase de lengua –le recordé.

–Me había olvidado por completo. –Puso una cara de disculpa muy apropiada–. ¿Qué aprendiste?

–Que un adjetivo es una palabra descriptiva. Bueno, lo cierto es que eso ya lo sabía, pero nunca he tenido muy claro qué era un verbo, ni un nombre o un pronombre.

–¿Y ahora sí?

–Ahora sí, pero todavía no le he cogido el tranquillo a los adverbios, y no hemos empezado con las comas.

Tenía muchas ganas de aprender las comas.

La noche cayó deprisa. Cuando salimos del restaurante, estaba totalmente oscuro y hacía fresco. Caminamos hasta Pier Head y cogimos el tranvía. Él me rodeó los hombros con el brazo y yo hice lo mismo con su cintura. A medio camino hacia Lord Street, se detuvo frente a una joyería y se quedó mirando el escaparate.

–¿Qué buscas? –pregunté.

–Me interesa saber el precio de las cosas.

–¿De qué clase de cosas?

–Anillos de compromiso. Hay una chica a la que estoy pensando en pedir matrimonio. ¿Qué clase de anillo crees que le gustaría?

La cabeza empezó a darme vueltas, igual que cuando nos besábamos.

–No lo sé –murmuré.

–Vamos Kitty. –Me apretó el brazo–. No sé nada de piedras preciosas, excepto que puedes comprarlas rojas, verdes o azules.

–Los anillos de compromiso llevan un diamante y no son de ningún color. Son como el cristal.

–¿Crees que le gustaría un anillo de diamantes? –Le brillaban los ojos, verdes como esmeraldas.

Me encogí de hombros y negué con la cabeza.

–No lo sé –repetí.

–Me pregunto si le gustaría un diamante, dos o incluso tres. Mira, ahí tienen uno con forma de corazón. ¿Qué te parece, Kitty?

Quería decir algo importante, pero aquélla era su manera de declararse, complicada y con rodeos, y sabía que heriría sus sentimientos. Cogí aire.

–Quizá deberías preguntarle primero a la chica si quiere un anillo de compromiso. A mí, al menos, siempre me han parecido como esas etiquetas que ponen en los muebles de las tiendas que dicen «Vendido, a recoger». Al menos así es como me sentiría yo llevando uno.

Me miró, desesperado.

–Cielo santo, Kitty McCarthy, qué cosas dices.

–De todas formas, los anillos de compromiso no significan nada –añadí sorbiendo–. Peter Murphy le compró uno a Norah, un diamante precioso, pero eso no le impidió dejarla tres años después. Y hasta le pidió que le devolviera el anillo.

–Creo que eres la mujer menos romántica de la historia. Te estoy pidiendo que te cases conmigo y tú tiras mi declaración por los suelos. –Hablaba despreocupado, pero me di cuenta de que se sentía herido.

–No es cierto. Lo único que he tirado por los suelos ha sido un anillo de compromiso.

–Entonces, si me arrodillo y me declaro, no me darás una patada ni nada parecido, ¿verdad?

–No, ¿pero no te parece que es un poco pronto? –Le miré a la cara, lo rodeé con los brazos y pegué mi mejilla a la suya–. Sólo hace unas semanas que nos conocemos –le susurré al oído–. Esperemos un poco más, al menos seis meses, antes de pensar en casarnos. ¿Por qué no nos olvidamos de anillos, promesas y compromisos y simplemente seguimos pasándolo de muerte?

–Si es lo que quieres... Pero me preocupa perderte, Kitty. –Se le resquebrajó la voz y por primera vez en mi vida sentí el poder de ser una mujer amada por un hombre–. Nunca antes había conocido a nadie como tú. Te quiero, Kitty. Si por mí fuera, me casaría contigo mañana, te encerraría con llave y no te dejaría escapar nunca.

Sabía que no había sido su intención que aquello sonara de esa forma, pero sus palabras me dieron un pequeño escalofrío. Entonces me olvidé de todo, porque empezó a besarme en plena Lord Street. La gente pasaba a ambos lados, pero no nos importaba. Seguimos besándonos hasta que nos faltó el aire, y entonces corrimos hasta el portal vacío más cercano, donde seguimos besándonos.

Cuando llegué a casa me encontré a mamá sonriendo. Liam se había pasado para anunciar que Claire había tenido el bebé, un niño, y que el parto había ido sobre ruedas.

–Lo va a llamar Robert, como tu padre. Bobby, abreviado. Por la mañana iré al hospital a verlo.

Prometí que yo también los visitaría a la mañana siguiente. ¡Un nacimiento y una boda en el mismo día!

–Ah, y casi se me olvida, con tantas emociones: Norah vino antes y me dijo que ella está esperando un bebé. Nacerá en mayo.

El viernes, el barco de Eric Knowles atracó en Liverpool y por fin lo conocí. Había pasado cinco meses fuera, el tiempo más largo que Faith y él habían estado separados. El día antes, ella había ido a la peluquería y se había comprado un vestido nuevo: de terciopelo azul oscuro, mangas largas y falda de vuelo. Le dije que estaba muy guapa y que Eric se quedaría pasmado.

–Eso espero. Cuando viene, intento limpiar la casa y ponerme guapa, no siempre con éxito. Para él será un cambio verlo todo limpio y ordenado y a su mujer como la chica con la que se casó. –Lucía una gran sonrisa; era evidente que estaba muy enamorada de Eric–. Y Kitty, no sabes lo que me alegra que te hayas ofrecido a cuidar de los niños. Hope se niega en redondo a hacerlo, y así, Eric y yo podremos ir al teatro o a cenar... ¡O las dos cosas! –Se le torció el gesto–. Va a estar en casa una semana, luego se volverá a ir, pero esta vez sólo tiene que ir a Estados Unidos.

–¿Te importa que Con me ayude a cuidar de los niños?

–Ningún problema. Ya sé lo que es ser novios y no tener ningún sitio a donde ir. Así fue con Tom, mi primer marido. Eric y yo teníamos ya nuestras propias casas, así que no había problema, pero con Tom siempre nos faltaba algún lugar en el que poder ser nosotros mismos. Recuerdo cierta ocasión en que un amigo de Tom nos dejó su apartamento mientras él estaba fuera el fin de semana, pero apareció su madre y tuvimos que marcharnos: era eso o aguantar a la madre dos días. –Se quedó completamente inmóvil, con una tenue sonrisa en los labios y la mirada perdida en algún punto del pasado–. A veces casi me olvido de Tom, y sin embargo fue el amor de mi vida. Nunca podré querer a Eric ni la mitad de lo que lo quise a él. Aquello era amor joven, el primero, nunca hay otro igual.

En el salón había una fotografía de Tom y Faith (por aquel entonces se apellidaba Collier). La había tomado uno de los invitados el día de su boda y no era nada forzada. En ella se veía a ambos saliendo de la iglesia, corriendo, con la boca entreabierta y cogidos de la mano. A Faith se le había volado el velo hacia arriba y los dos parecían muy jóvenes y alegremente despreocupados. Al pensar en ello, en la melancolía que marcaba ahora la cara de Faith, me entraban ganas de llorar.

En el salón había más fotografías: Eric con su primera mujer, Eric y Faith el día de su boda, el otro hijo de Faith, Charlie, que se parecía mucho a su padre, y algunas de Oliver y Robin. Sin duda, Eric era el más agraciado. Era un hombre no muy alto, elegante, de pelo y ojos oscuros y apuesto como una estrella de cine, mientras que Tom era alto, rubio y desgarbado, con la nariz demasiado grande para la cara que tenía. Y, sin embargo, a juzgar por las fotos, prefería a Tom, pues me recordaba un poco a Con y algo más a mi robusto padre, el tipo de persona a quien podría confiar mi vida.

Eric Knowles llegó a media tarde en taxi. Faith, cuyos sentidos estaban bien alerta, oyó como se cerraba la puerta de un coche y salió corriendo a verlo, seguida de los niños, que se peleaban por abrir la puerta. Yo me quedé en la cocina, contenta de poder disfrutar de unos minutos de paz. Faith ya me presentaría cuando llegara el momento.

Y llegó unos diez minutos después. Los niños entraron en tropel en la cocina junto a una Faith ruborizada, y Eric venía detrás. Llevaba un uniforme azul marino, con muchos remates dorados, y era ligeramente más alto de lo que me esperaba. El pelo, casi negro, empezaba a encanecer en las sienes, lo cual le hacía todavía más atractivo, como un ídolo de la pantalla: Charles Boyer o Herbert Marshall.

–Ésta es la joven que ha conseguido instaurar el orden donde antes reinaba el caos, cariño –anunció triunfalmente Faith–. Kitty, querida, éste es Eric, mi marido.

–Tengo mucho que agradecerte, Kitty. –Eric me estrechó afectuosamente la mano. Nunca antes había visto a un hombre con las manos tan blancas y cuidadas; parecía que se hubiera hecho la manicura–. Gracias a ti, ahora tengo a mi mujer como era antes. Hacía mucho que no la veía tan espléndida. –Besó a Faith en la mejilla y la estrechó con el brazo–. Cómo me alegro de estar en casa.

Para mí, aquello sonaba un poco ofensivo. Faith tenía que ocuparse de una casa y dos niños pequeños, y aun así él esperaba encontrar una modelo al llegar.

–Kitty y su novio se ocuparán de los niños mañana por la noche –exclamó Faith–, y cualquier otra que queramos salir.

Eric sonrió y me dijo que era un ángel venido del cielo y que no sabía cómo darme las gracias. Parecía muy confiado y seguro de sí mismo, como correspondía al capitán de un barco.

A la noche siguiente, Faith nos abrió la puerta. Estaba muy glamurosa con aquel vestido de terciopelo y el collar de perlas de tres hileras con pendientes a juego. Me sorprendió verla algo decepcionada, aunque logró esbozar una sonrisa cuando le presenté a Con.

–Te habría reconocido en cualquier parte –comentó–. Kitty me dijo que te parecías un poco a Van Johnson.

–A mí no me lo ha dicho nunca –respondió Con indignado.

–Bueno, pues te pareces. Vamos, sentaos en el salón y os prepararé algo de beber. Oliver y Robin están dormidos; esperemos que sigan así. Eric ha reservado mesa en el George a las ocho, así que nos iremos en cualquier momento.

Le indiqué a Con dónde estaba el salón, pero no me quedé con él. En vez de eso, seguí a Faith hasta la cocina.

–¿Qué te pasa? –pregunté.

–Vaya, ¿se nota? –Se llevó las manos a las mejillas–. Quiero hacer como que no me importa.

–¿Que no te importa el qué?

–Que Hope venga a cenar con nosotros. Se lo preguntó a Eric y me parece que él no se sintió cómodo diciendo que no. –Parpadeó furiosa, intentando contener las lágrimas que se amontonaban en sus ojos–. Es la primera vez que estamos juntos en Dios sabe cuánto, los dos solos, y tenía muchas ganas.

Sentí deseos de insultar a Hope hasta quedarme seca, pero lo único que dije fue:

–Lo siento mucho, Faith.

–Yo también –convino amargada–. Ha arruinado la noche incluso antes de empezar.

Diez minutos después, los tres se marcharon en el coche de Hope. Eric iba en el asiento del copiloto y Faith en el de atrás, sola. En cuanto el coche hubo desaparecido, Con y yo nos arrojamos el uno en los brazos del otro, en el salón, satisfechos de tener unas cuantas horas para nosotros solos. Le estaba contando cómo Hope había echado la noche a perder cuando se abrió la puerta y entró Oliver, con la cara resplandeciente y recién lavada, mirada maliciosa y totalmente adorable con su pijama a rayas. Soltó una poderosa risilla y se tiró encima de nosotros.

–Vamos a jugar al fútbol, Kitty.

–De ninguna manera –dije indignada–. Tu madre me prometió que estarías dormido.

Soltó otra risilla.

–Sólo me hacía el dormido.

–No está bien engañar, Oliver. La próxima vez le diré a tu madre que te clave una aguja para comprobar si estás dormido o si finges.

–No servirá –respondió bravucón. Miró a Con (de alguna manera, había conseguido meterse entre nosotros)–. ¿Y tú quién eres?

–Soy el novio de Kitty, pequeño. –Con pestañeó–. ¿Y quién eres tú?

–Me llamo Oliver Knowles y vivo aquí.

–¿No crees que deberías volver a la cama, Oliver Knowles? En todo el país, los niños pequeños como tú están ya dormidos.

–Pero es que no estoy cansado, novio de Kitty.

–Aun así sigo pensando que deberías volver a la cama –concluí.

Lo cogí en brazos, lo llevé al piso de arriba y lo acosté.

–Vamos, duérmete –dije bien seria mientras remetía las sábanas–. Mamá se enfadará si le cuento que has bajado.

Cerró los ojos y murmuró:

–No, no se enfadará.

Salí del cuarto de puntillas.

Con y yo no nos habíamos dado más que un beso cuando volvió a bajar, esta vez con Robin. Decidimos rendirnos y esperar que se cansaran pronto. Para ello, Con los llevó a caballito por la habitación, jugamos al escondite, al pilla pilla e hicimos carreras alrededor del sofá. Pasó una hora antes de que empezaran a cerrar los ojos. Le preparé una taza de leche caliente a cada uno y accedieron a irse a la cama, no demasiado convencidos.

Cuando volvimos al salón, Con y yo caímos rendidos en el sofá, muertos de risa.

–Parece que Faith no es la única a quien le han arruinado la noche –dije–. Estoy destrozada.

–Y yo también, pero no tanto como para no hacer esto. –Estiró los brazos–. Ven aquí, Kitty McCarthy.

Me hundí entre sus brazos y nos quedamos allí sentados, respirando violentamente y recuperando energías para poder hacer por fin lo que teníamos pensado hacer cuando entró Oliver. Aquella noche me tocó los pechos por primera vez y sentí un fuego interno cuando me frotó los pezones con los dedos. Me estremecí de placer, y él susurró con voz ronca:

–Te quiero, Kitty.

–Yo también te quiero –contesté con voz temblorosa.

Minutos más tarde me acariciaba el muslo, y entonces oímos cómo un coche aparcaba en la entrada. Se apagó el motor y alguien dio un portazo. Me abroché rápidamente el sujetador, y me estaba abotonando la blusa cuando se abrió la puerta y entró Faith. Todavía no la tenía bien puesta, pero creo que Faith no se habría fijado en mí ni aunque hubiera estado desnuda. Su gesto era torcido y la mirada, febril.

–Hemos venido antes. Tengo un dolor de cabeza insoportable. –Se llevó la mano a la frente, como si intentara contenerlo–. Espero que no te importe que me vaya directamente a la cama.

–¿Quieres que te suba una aspirina y algo caliente para beber?

–Gracias Kitty, sería estupendo. ¿Se han portado bien los niños?

–Perfectamente –le aseguré–. Ni el más mínimo ruido.

–Bien.

Al subir las escaleras se tambaleó ligeramente, con su elegante y delgada figura vestida de azul oscuro.

Con entró en la cocina mientras yo esperaba a que se calentara la leche, comprobando con el dedo para no pasarme. Me abrazó por la espalda y me respiró en la nuca.

–Eso no es muy higiénico. Sabe Dios dónde habrá estado ese dedo.

–Me lo he lavado antes.

–No me he dado cuenta.

–Pues es verdad.

Me eché hacia atrás, apoyándome en él, y se puso a acariciarme los pechos. Antes de darme cuenta, la leche había hervido y se había desbordado, y tuve que tirar un poco y mezclarla con leche fría. Le dije a Con que era culpa suya y le mandé limpiar la cocina mientras yo le llevaba a Faith la leche y las aspirinas.

Ella había dejado la ropa en una silla y se había metido en la cama, en la penumbra. Por algún motivo, sólo una de las cortinas estaba echada, así que dejé la taza y las tabletas en la mesilla de noche y fui a correr la otra.

Faith se irguió, se echó tres tabletas en la mano y las tragó con la leche. Entonces se dejó caer entre las sábanas y se las echó por encima de la cabeza sin decir nada. Ni «gracias» ni «buenas noches».

Estaba segura de que, cuando había corrido la primera cortina, había visto exactamente lo mismo que yo al echar la segunda: a su marido y a su hermana besándose apasionadamente frente a la entrada.

Eché en falta a Marge. Quería contarle lo que había visto al mirar por la ventana del dormitorio de Faith. Habríamos hablado de ello durante horas, incluso días, habríamos intentado imaginar qué pasaría después, lo que habríamos hecho de estar en su lugar, y yo habría comentado que no me fiaba de Eric desde que vi su fotografía.

Pero al pensarlo un poco mejor, me dije que no podría haberle contado nada. Era demasiado personal, demasiado íntimo, demasiado horrible para explicárselo a nadie, excepto a Con cuando volvimos a casa en autobús y sólo porque estaba en estado de shock y no me terminaba de creer lo que había visto.

–Faith parecía muy simpática.

–Lo es. No se merece un marido como ése..., ni una hermana como Hope.

–¿Qué vas a hacer?

–Nada. A menos que Faith lo mencione primero.

El domingo por la tarde fui al hospital a ver a Claire y a Bobby, el recién nacido. Me llevé a Con; ya iba siendo hora de que conociera a mi familia. Me di cuenta de que a papá y a mamá les caía bien, y Claire, ruborizada y feliz, lo examinó lentamente, de la cabeza a los pies, y después asintió satisfecha, como si dijera: «Nos valdrá». Liam ya lo había conocido, y se dieron la mano con tal intensidad que parecía que se hubieran encontrado en mitad del desierto del Sáhara.

Mamá, Norah y Aileen estaban ya allí. Ahora que Claire acababa de tener un hijo y Norah y Marge esperaban los suyos, Aileen no debía de estar de muy buen ánimo.

Entonces entró Marge con un ramo de crisantemos. Hubo un breve e incómodo silencio, y mamá se levantó y le dio un caluroso abrazo y un beso. Claire se esforzó para soltar un educado:

–Gracias Marge, son preciosas.

Yo me limité a quedarme de pie al otro lado de la cama y a ignorarla.

Llegó una enfermera, un marimacho con abundantes cejas y un asomo de bigote.

–Las madres sólo pueden recibir a dos visitantes al mismo tiempo –gruñó–. El resto tendrán que marcharse y volver después.

Liam, que nunca desperdiciaba una oportunidad de ir a la taberna, invitó a Con a tomar una copa, «para bautizar al niño con algo».

–Ya lo has bautizado unas cien veces –observó Claire, severa pero con una sonrisa.

Marge señaló que sólo había venido para dejar las flores, y Aileen, que ella y Michael iban a cenar con la madre de éste y ya debían marcharse.

–No tengo demasiadas ganas –dijo no con mucho tacto–. Se pasa el día criticando.

De sus labios nunca salía nada bueno sobre su suegra.

La enfermera seguía rondando por la sala, por lo que fui a la maternidad a echarle un nuevo vistazo a Bobby con la esperanza de que se hubiera ido al volver. Cuando llegué, había media docena de personas mirando por el cristal.

Bobby Quinn, de cuatro días, estaba en la segunda fila, llorando desconsolado, y con la cara tan roja que me preocupaba que se le fuera a reventar una vena.

–¿Está bien? –pregunté a una enfermera que pasaba por allí, señalando a mi último sobrino.

–Están todos bien –dijo casi sin aliento–. Algunos tienen hambre, otros están cansados, otros quieren que les cambien los pañales. Pero, aparte de eso, están bien.

Y se marchó con prisa. Miré a Bobby, poco convencida. No parecía estar bien. Golpeaba el aire con los puños cerrados y movía violentamente los piececitos. Quería entrar corriendo en la maternidad, recogerlo y llevárselo a Claire, pero no creía que ella fuera a agradecer tal muestra de preocupación.

–Bobby está bien –dijo una voz–. En cuanto se vayan las visitas, se lo darán a Claire y ella le cambiará el pañal, le dará de comer y le hará unos mimos. Ahora mismo, el pequeño se está desahogando.

–¿Y cómo lo sabes? –gruñí.

Marge estaba a mi lado. Se la veía muy triste y algo perdida. No llevaba maquillaje, para variar, y por lo tanto parecía mucho más joven.

–Simplemente lo sé –suspiró–. El año que viene, por estas fechas, yo misma tendré un bebé. Tendrá unos seis meses.

–Qué te crees, ¿que no lo sé?

Tardó un buen rato en responder.

–Lo siento Kitty. Tenías razón, se la jugué a Danny. Le dije que usaba algo y era mentira. Pero aquél fue el mayor error que he cometido en mi vida. No me habla, no me toca; somos como dos desconocidos.

Yo miraba a Bobby otra vez. Me pareció que sus movimientos eran cada vez más lentos. Se estaba cansando. De pronto dejó de llorar y se quedó dormido ante mis propios ojos, convirtiéndose en un bebé completamente diferente.

–¿Quién es el chico que ha venido contigo al hospital? –preguntó Marge.

–Con Daley. Llevamos saliendo unas cinco semanas.

–Parece simpático... Y te quiere mucho. Se le notaba en la mirada.

–Yo lo quiero a él.

Nos apartamos para dejar que dos ancianas vieran a los bebés. Por la conversación que mantenían, deduje que una de ellas acababa de ser abuela por primera vez.

Marge se mordió el labio.

–Es una pena que lleves tanto tiempo con novio y yo no me haya enterado.

–¿Y de quién es la culpa, Marge?

–Mía. –Asintió con rabia–. Todo es culpa mía. He causado un lío enorme. Le he arruinado la vida a Danny, por no hablar de la mía. Tus hermanas me odian, he perdido tu amistad y les he causado un disgusto a tus padres. Quiero mucho a tu madre, Kitty. Es una mujer excepcional. –Dejó escapar un largo y estremecedor suspiro–. La verdad, a veces me entran ganas de meter la cabeza en el horno de gas. Sería lo mejor para todos.

–No para el bebé –señalé–. Y mis hermanas no te odian. –Pero sabía que podrían llegar a odiarla si se enteraban de que había engañado a Danny para quedarse embarazada–. No saben toda la verdad, y el enfado se les pasará pronto.

Ella parecía ligeramente aliviada.

–Pensaba que tú les habías contado que..., ya sabes.

–Pues no lo hice, ni tampoco Danny.

–Bueno, algo es algo. En fin, me voy. Hasta luego, Kitty.

Se dio la vuelta y se marchó, ella, la chica que hasta hacía pocas semanas había sido mi mejor amiga. Viéndola de espaldas me fijé en que había perdido bastante peso, cuando en su estado lo normal era que ganara.

–Marge –la llamé, y ella se dio la vuelta tan rápido que se tambaleó. Me acerqué a toda prisa y le cogí el brazo–. ¿Por qué no vienes conmigo a la sala un rato?

La enfermera debía de haberse ido ya.

Le brillaron los ojos.

–Me encantaría. En el apartamento me siento muy triste. Los fines de semana, Danny desaparece, no tengo ni idea de adónde va.

Volvimos juntas a la sala. No la cogí del brazo como habría hecho en otros tiempos, pero había dado el primer paso para recuperar mi amistad con Marge, aunque sabía que nunca volvería a ser como antes.

El lunes le pregunté a Faith si estaba mejor del dolor de cabeza y ella se rio.

–Cuando me levanté a la mañana siguiente se me había pasado ya. No sé qué me pasó, Kitty. Casi nunca me duele la cabeza, pero no llevábamos ni una hora en el restaurante cuando empecé a notar una palpitación bastante dolorosa. Salí fuera un rato, pero al final no me quedó más remedio que volver a casa. Propuse coger un taxi y dejar que Eric y Hope terminasen de comer, pero insistieron en traerme. Pobres –se rio–, les he arruinado la noche.

Según recordaba, ella ya había afirmado que la noche estaba arruinada antes de salir de casa, pero no volvió a mencionar a Hope, y me dijo que Eric iba a ir al centro más tarde, «para hacer unas compras. El barco atraca en toda clase de ciudades mientras están de crucero, pero apenas tiene tiempo de pisar tierra firme».

–¿Quieres que cuide de Oliver y Robin para que puedas ir de compras con él?

–Eres muy amable, querida, pero la verdad es que no me apetece.

Se rio de nuevo.

Hablaba demasiado deprisa y se reía sin motivo. Tenía ganas de contarle que había visto a Eric y a Hope besándose frente a la casa el sábado por la noche. Le sentaría bien hablarlo, pero era ella la que tenía que tomar esa decisión.

Los papeles del servicio militar de Jamie habían llegado ya. Tenía que irse a Aldershot, Kent, el 3 de diciembre, dos días después de su decimoctavo cumpleaños, para tomar parte en un cursillo de entrenamiento. Planeamos una gran fiesta. Todos sus compañeros de clase y del trabajo estaban invitados, además de la familia. Me daba la impresión de que a Jamie le parecía bastante emocionante eso de ser llamado a filas, pero se esforzaba en no demostrarlo por el bien de mamá. Y precisamente por el bien de mamá, todos evitábamos mencionar las palabras «Aldershot» y «servicio militar». En cuanto a la guerra de Corea, nadie había oído hablar de ella, al menos en lo que a la familia McCarthy respectaba.

Mamá no hablaba más que de la fiesta de cumpleaños; la comida, la bebida, si sería la clase de fiesta en la que hay juegos o si la gente se limitaría a hablar...

–Le preguntaré a Aileen si nos deja su gramola –dijo animada–. Michael y ella tienen muchos discos modernos: Frank Sinatra y Perry Como. Estará bien tener algo de música de fondo.

Nos aterraba pensar en lo que pasaría después de la fiesta, cuando Jamie tuviera que irse.