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SÓCRATES Y PLATÓN:

DEL POZO A LA FOSA

LA RISA DE LA ESCLAVA TRACIA

Una de las fábulas más conocidas de Esopo (600-564 a. C.) cuenta que un astrónomo se había impuesto como norma salir de su casa todas las noches para observar las estrellas. Una vez, cuando merodeaba por los alrededores de la ciudad con toda la fuerza de su espíritu concentrada en el firmamento, no se percató de que había un pozo en su camino y cayó en su interior. Entonces gritó de dolor y pidió socorro. Una persona que pasaba por allí oyó sus lamentos, se acercó y, viendo lo que había sucedido, le dijo: «¿Así que eres uno de esos que por querer ver lo que hay en el cielo se olvida de lo que hay en la tierra?». Esopo escribe estas palabras contra aquellos pensadores que, ensimismados en el conocimiento de las estrellas, son incapaces de atender los asuntos de la vida práctica. Expertos en lo teórico, se adentran en los misterios de los cielos, pero carecen de la habilidad necesaria para manejarse con las cosas de este mundo. Tras su reflexión se halla, pues, la crítica a quienes no se permiten descender a lo más cercano y palpable. Lo que Esopo no podía figurarse es que estaba describiendo a todos los que en el siglo V a. C. recibirían el nombre de filósofos.

En el diálogo Teeteto, Platón (427-347 a. C.) reproduce la misma anécdota. Pero la historia no se refiere ya a un sabio cualquiera, sino concretamente a Tales de Mileto, y su caída provoca ahora la risa de una sirvienta tracia, alegre y burlona, que no duda en ridiculizarlo. Lo que nos sugiere Platón es que quienes se dedican a la filosofía son unos tipos de lo más estrafalario: tienen una ambición teórica desmesurada (quieren preguntarlo todo: «¿por qué?», «¿por qué?» y más «¿por qué?»), pero sus resultados prácticos son más bien escasos (casi todas sus respuestas valen lo mismo que sus preguntas y no suelen servir para nada «eficaz»). No es extraño, pues, que los filósofos sean el hazmerreír de las jóvenes esclavas. Sus razonamientos no sólo chocan frecuentemente contra las evidencias del sentido común o las respetables tradiciones que la gente decente rara vez cuestiona. Por lo general, se hacen preguntas que no tienen respuesta, se creen superiores al resto de los mortales y, para colmo, todo lo que aseguran pensar carece de «realismo». Esto es lo primero que se pierde cuando se alza la vista, con terrible arrogancia y banal pedantería, hacia las estrellas mismas. Y las criadas lo saben perfectamente: cualquiera que camine de noche tiene que asegurarse bien de dónde pone los pies. Por eso, los filósofos resultan tan torpes: ellos, que pretenden atrapar lo que no está a nuestro alcance y están dispuestos a iluminar lo que se encuentra por encima de nosotros, son incapaces de iluminarse a sí mismos y saber por dónde andan.

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Cuando comenzamos a hacer filosofía conviene tener en cuenta esta perspectiva. Siempre hay una joven esclava que nos está mirando, que nos está recordando lo terriblemente grotesco que puede llegar a ser el filósofo cuando, pretendiendo tener una vista más aguda y penetrante que los demás, ignora que hay un mundo mucho más cercano por explorar. Esta es la primera lección del Teeteto: pertrechado únicamente con el conocimiento de las cosas de arriba, el filósofo no puede iluminar las cosas de este mundo. Hacer filosofía no es solamente plantearse las «grandes cuestiones de la vida», el senti­do profundo de la existencia, formular preguntas trascendentales del tipo: ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi origen? ¿Cuál es mi destino? ¿Cuál es el sentido y el trasfondo de la vida? El problema de este tipo de interrogantes es que nos obligan a mirar en una dirección que con frecuencia nada tiene que ver con las cosas concretas de este mundo. Hacer filosofía no significa trascender, liberarnos de la triste materialidad, aproximarnos al misterio insondable de la existencia, como si el objetivo de la filosofía fuera levantar el velo que cubre el verdadero significado de las cosas. Esta es la principal advertencia que la muchacha tracia nos plantea con el eco permanente de su risa. El filósofo debe tener cuidado, si no quiere que la distancia entre los dos mundos (el de allá arriba, el de las grandes preguntas, y el de aquí abajo, el de las cuestiones concretas) se vuelva absolutamente insalvable.

LAS NUBES DE ARISTÓFANES: LA CARCAJADA SE HACE VIRAL

Hay un momento en el que la carcajada de la joven esclava se transforma en una burla colectiva. Un personaje cómico por naturaleza como es el del filósofo no podía pasar desapercibido para los humoristas de la época. En Las nubes, una de las comedias más célebres de la Atenas de finales de siglo V a. C., Aristófanes (444-385 a. C.) se ríe con desvergonzada crueldad de todos sus pensadores, pero especialmente de Sócrates: parodia sus aptitudes intelectuales hasta el ridículo y le presenta como el dueño de una academia que se dedica a maquillar la verdad mediante la retórica y la tergiversación deliberada de los discursos. En ese centro formativo hay de todo: alumnos que investigan cuánto puede saltar una pulga por sí sola, Sócrates mismo colgado en lo alto de una cesta para estudiar mejor las estrellas, una deidad llamada las Nubes a la que se adora como única divinidad realmente existente... El Sócrates de Aristófanes discursea sobre los cielos y enseña a la gente a ganar cualquier pleito, aunque sea empleando métodos deshonestos. Probablemente sea un hombre capaz de aunar la vida contemplativa con la enseñanza de la retórica, pero se comporta como un idiota ejemplar. Hoy representaría un tipo muy característico de estupidez: el del individuo aparentemente inteligente que «no se entera de nada», que puede saber muchas cosas, pero que es incapaz de captar el contexto que habitualmente acompaña cualquier situación.

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Para ilustrar todo esto, las comedias de Aristófanes se sirven tradicionalmente de dos personajes fundamentales: el eiron y el alazon (lo que llamaríamos «el chico listo» y «el chico tonto»). El primero tiene una forma de actuar muy característica: se hace preguntas a sí mismo y pregunta igualmente a los demás. El segundo, por el contrario, actúa como un fanfarrón, un sabiondo. Mientras el primero disimula su conocimiento, el otro lo finge y alardea. Aristófanes tiene muy claro qué papel representa Sócrates: es el chico que se hace pasar por listo cuando en realidad es bien tonto. El problema de las personas como Sócrates es que se empeñan en saber más que nadie acerca de todo lo imaginable, aunque en realidad no son más que unos charlatanes. Vendedores de palabras huecas, los filósofos no se privan de dar lecciones sublimes de moral: fingen conocer la vida humana, pero detentan un saber que no se preocupa ni lo más mínimo de ella. Especialistas en un conocimiento que no sirve absolutamente para nada, son la viva encarnación del alazon por excelencia. Esta es la visión general que la comedia ateniense nos ofrece de la filosofía.

APOLOGÍA DE SÓCRATES: EL CHICO LISTO SE HACE PASAR POR TONTO

Hacia principios del siglo IV a. C., Platón escribe la Apología de Sócrates, un discurso sencillo y lleno de orgullo en el que trata de defender a su maestro de las acusaciones de impiedad y corrupción a la juventud que amenazan con condenarlo a muerte. Estamos en el año 399 a. C., en la ciudad de Atenas. Sócrates se defiende, sin rodeos ni artificios, dispuesto a decir la verdad y a exponer su inocencia ante el tribunal formado por los ciudadanos. Ahora ya no se representa ninguna comedia. El filósofo se ha hecho insoportable en un grado máximo y se le debe castigar con la muerte. Hace tiempo que le tienen ganas a Sócrates: por fin va a ser juzgado, por fin han encontrado la excusa perfecta... Se dice que es un sabiondo, un maestro de la oratoria, un experto en el dominio del lenguaje, capaz de conocer los múltiples significados de las palabras, de destacar­las y ocultarlas en un juego cuyas reglas maneja a la perfección. Se comporta como el líder de una secta, persuade en pro de su propio interés, se aprovecha de los jóvenes... En Las nubes, Aristófanes podía aún ridiculizar al filósofo porque no se lo tomaba en serio. Pero el Sócrates que nos describe Platón se ha convertido en un personaje peligroso para el orden de la ciudad. Aquí ya nadie se ríe: Atenas quiere librarse de Sócrates, de este terrible y despreciable alazon que corrompe a los jóvenes y emponzoña la ciudad contaminándola con falsos dioses.

Pero ¿qué es lo que hace Sócrates para suscitar esta reacción tan airada? Sócrates molesta porque pregunta, pero no acerca de las cosas del cielo, sino sobre las cosas de la ciudad. Pone así de manifiesto hasta qué punto nuestras convicciones son contradictorias y nuestras creencias, insostenibles. Con Sócrates al lado, todas esas opiniones que creemos tener bien arraigadas se desvanecen con sólo ponerlas en duda. Su pasión por la pregunta nos deja inermes, desposeídos de nuestros puntos cardinales, sin anclas ni rumbo. Eso es lo que hace Sócrates cuando se pone a interrogarnos: nos hace pasar por el duro trance de perder nuestras certezas más firmes, como si nos arrebatasen todo lo que nos proporciona seguridad. No es extraño que la relación entre el filósofo y la ciudad se haya tensado. Sócrates no se limita a aceptar las cosas como son: es un tipo irritante que no deja de preguntar y de ponernos en evidencia. Se comporta de la única manera que sabe. Así lo cuenta Platón en la Apología:

 

En efecto, atenienses, yo he adquirido el renombre de sabio por una razón distinta a la que se me atribuye. De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. Una vez Querefonte estuvo allí y tuvo la audacia de preguntar al oráculo si había alguien más sabio que yo. Apolo le respondió que nadie era más sabio. Así pues, tras oír yo estas palabras reflexionaba así: «¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente, no le es lícito». Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en alguna parte era posible, allí demostraría que el oráculo no era verdadero. Ahora bien, cuando lo hice, experimenté lo siguiente: me pareció que otros muchos atenienses creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes.[1]

 

Apolo le dijo a Sócrates que era el hombre más sabio de la ciudad. Aunque en ningún momento se plantea la posibilidad de que el dios mienta, nada resulta más oscuro que sus palabras. De ahí que, para Sócrates, el único modo de descifrar el mensaje de Apolo sea el de confrontar su propia sabiduría con la de quienes, en un aspecto u otro, son reconocidos como sabios por la ciudad. Si Sócrates quiere saber si es sabio, tiene que interrogar a los que supuestamente saben. De entrada, resulta obvio que muchos atenienses saben más que Sócrates: hay artesanos que dominan con maestría su oficio, poetas que disponen de una extraordinaria capacidad lírica, políticos sumamente hábiles en dirigir los asuntos de la ciudad. Muchos de ellos se creen sabios. Ahora bien, todo eso que dicen saber, ¿tiene algo que ver con la sabiduría?

Esto es precisamente lo que va descubriendo Sócrates. A medida que pregunta a los artesanos, a los poetas y a los políticos, se da cuenta de que aquellos que se creen más sabios, no lo son. Y al mismo tiempo, parece comprender mejor el mensaje de Apolo: en el fondo, los sabiondos son ellos. Esos hombres se las dan de sabios, pero jamás se han preguntado qué significa saber. No tienen idea de lo que hablan cuando dicen que saben; en cambio, Sócrates dice: «Sólo sé que no sé nada». Esto es lo que diferencia la sabiduría de Sócrates de la del resto de los ciudadanos, lo que hace que se describa una y otra vez como «ignorante», recordando en todo momento que el único conocimiento que le caracteriza es su propia ignorancia. No es casualidad que Platón invierta las posiciones de Aristófanes: Sócrates se hace pasar ahora por el chico tonto (alazon) que no sabe hacer otra cosa que preguntar, cuando en realidad es el chico listo (eiron): al reconocer su propia ignorancia, muestra la ignorancia de los demás con respecto a la auténtica sabiduría. Lejos de impartir un conocimiento verdadero, la interrogación socrática nos enfrenta con la incoherencia de nuestros propios saberes, cuestiona aquellas creencias compartidas que usamos cada día sin pensar y sacude todas nuestras contradicciones hasta el punto de hacernos estremecer. Como un tábano para una manada de caballos poderosa pero indolente, así es Sócrates para la ciudad:

 

En efecto, si me condenáis a muerte, no encontraréis fácilmente, aunque sea un tanto ridículo decirlo, a otro semejante colocado en la ciudad por el dios como un tábano a un caballo que, aunque grande y noble pero un poco lento por su tamaño, necesita ser despertado con aguijón. Según creo, el dios me ha colocado junto a la ciudad para una función semejante, y como tal, despertándoos, persuadiéndoos y reprochándoos uno a uno, me posaré en todas partes durante todo el día.[2]

 

Sócrates ataca a los que creen que saben y lo hace sin ofrecer a cambio ninguna creencia u opinión alternativa. No puede descartarse que esta sea una de las principales razones por las cuales Sócrates no dejó en vida ningún escrito. Al fin y al cabo, Sócrates no tiene nada que explicar, no tiene teorías que presentar. Es el tábano que arroja sobre la ciudad la manzana de la discordia. Su aguijón provoca el estallido de una ira salvaje. Pero también puede despertar a la ciudad de su largo letargo, del embotamiento en que se encuentra sumida, y envolverla en ese deseo tan irresistible y acuciante por volver a alcanzar la sabiduría.

Lo que Platón nos enseña con el símil del tábano es que las cosas no son tan simples. La filosofía puede ser una cuestión de amor o de ira. No hay modo alguno de resolver esa ambivalencia. Su carácter puramente destructivo convierte a Sócrates en el mejor amante de la ciudad, pero también en su peor rival. Al filósofo se le ama o se le odia hasta la muerte. Para la mayoría de sus conciudadanos, Sócrates era una dificultad que debían eliminar. Optaron por la vía más directa y lo condenaron a muerte. El famoso pozo del que nos hablaron Esopo y Platón se ha convertido en una fosa. No deja de ser triste que, sólo después de la muerte de Sócrates, algunos de sus amigos y seguidores inventasen un nombre en el que albergar lo que había significado su figura. La ciudad podía matar a Sócrates, pero algo había nacido con él y ya no iba a morir. A eso le dieron el nombre de filosofía.

DATO CURIOSO

Las obras completas de Sócrates

Se cuenta que en una ocasión se le preguntó al expresidente argentino Carlos Menem acerca de sus gustos literarios. Es sabido que, cuando a alguien se le formula una pregunta de estas características, siempre cabe el recurso de declararse profundo admirador de los escritos griegos clásicos. Ahora bien, el exmandatario argentino no contaba con que el entrevistador quisiera concretar su respuesta y conocer cuál era su autor favorito. Ante lo cual, y sin el más mínimo titubeo, dijo: «Sócrates, me encanta leer las obras completas de Sócrates».

Menem cometió un desliz bastante cómico, puesto que Sócrates no escribió ninguna obra a lo largo de su vida. Sin embargo, la cuestión es más seria de lo que parece. Si hemos podido reconstruir la figura histórica de Sócrates, llegar a adivinar quién era ese hombre llamado Sócrates (porque no había modo de conocerlo sino a través de otras personas), es sólo porque Platón lo ha dejado por escrito y lo ha hecho en la única forma que sabía recordarlo. Platón pudo haber redactado tratados o manuales de filosofía, pero prefirió escribir sus impresiones en forma de diálogo, convencido, al igual que su maestro, de que la verdad es algo que siempre debemos buscar. En muchas de sus obras, Sócrates es el protagonista; en otras, ni tan siquiera aparece. Pero lo más importante es que se trata de un personaje de ficción, con el que Platón no tiene por qué simpatizar en cualquier circunstancia. En realidad, no resulta nada fácil saber cuáles son las doctrinas que defendió Platón. Nunca, en ninguna parte, expone de forma explícita y completa, afirmativa y razonada, en qué consiste su enseñanza filosófica. En sus diálogos, Platón jamás se representa a sí mismo: se oculta a sus lectores como el autor de un inagotable teatro de pensamientos.

LA REPÚBLICA: LA SALIDA DE LA CAVERNA

Como era previsible, la condena a muerte de Sócrates constituyó, a juicio de Platón, un escándalo supremo para los propios atenienses. Ver morir al hombre más sabio por orden de aquellos que se hacían pasar por sabios supuso un duro golpe para su joven discípulo. Podría haberlo interpretado como una señal de que, en adelante, la filosofía deberá alejarse de la ciudad y dedicarse nuevamente a mirar los cielos, tratando de adoptar una posición que resulte lo más contemplativa y menos incómoda posible. No deja de ser irónico que Platón extraiga la lección radicalmente opuesta: si la filosofía quiere seguir haciendo lo que hace, no puede prescindir de la ciudad. Esto es lo que Platón escenifica en el libro VII de La república, mediante la famosa alegoría de la caverna. Un mito decisivo por dos rasgos esenciales. Primero, porque nos permite ver el modo en que Platón funda la teoría de los dos mundos; y segundo, porque descubrimos que la actividad del filósofo sólo tiene sentido en la ciudad.

En este mito, Sócrates comienza describiéndonos a unos «extraños prisioneros» que son «parecidos a nosotros». Desde su infancia, están encadenados en el interior de una caverna oscura y miran al frente, sin poder volver la cabeza. A su espalda, bien lejos, arde un fuego que hace de proyector luminoso. Lo que están obligados a mirar en la pared de la caverna es una proyección. Como si estuviéramos en una sala de cine, los prisioneros son los espectadores de una película que toman por la realidad. Estos habitantes subterráneos, en el relato de Platón, no parecen preguntarse jamás de dónde vienen las imágenes, cómo se forman, por qué están allí y se ven obligados a mirarlas. No tienen necesidad de saber dónde se encuentra la verdad. Ahora bien, en un momento dado, uno de esos prisioneros es desatado. Sin saber muy bien adónde dirigirse, logra encontrar la salida de la caverna y subir hacia el exterior. Una vez fuera, un sol cegador le deslumbra completamente. Cuando sus ojos logran acostumbrarse a la luz, contempla las realidades (y no sólo su reflejo sobre una pared) y así descubre que lo que hasta entonces había conocido no eran más que simples sombras.

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En este primer momento del mito, el de la ascensión, Platón da a entender que este mundo en el que estamos es el reflejo de otro, mucho más real. Para comprender qué quiere decir Platón con el mundo de las ideas, podemos partir de la geometría. Cuando pensamos en un círculo, por ejemplo, no necesitamos saber si es azul o rojo, de qué material está compuesto o sobre qué superficie se ha representado. Lo único que importa ahí es la idea de círculo, tener la forma perfectamente clara y delimitada que podamos asociar a cualquier círculo: en este caso, una curva plana, cerrada, cuyos puntos son equidistantes al centro. Es evidente que esa idea no podemos verla con nuestros ojos. Pero si logramos percibir cosas circulares es porque vemos en ellas una correspondencia con esta «forma» de la que tenemos conocimiento (hay que recordar que para un griego «forma» se designa con la palabra eidos, vocablo del que se deriva justamente lo que hoy llamamos «idea»).

Cuando en geometría hablamos de círculos, lo habitual es que tengamos en mente una cierta forma y que la definición de círculo sea lo más clara posible para todos. Pues bien, lo que nos dice Platón es que debemos conseguir una certeza similar cuando hablamos del resto de las ideas. Lo que ocurre con el círculo tiene que poder extrapolarse a las ideas de belleza, de valor o de justicia. Para ello, es preciso un cambio de actitud, una auténtica conversión de la mirada. En nuestra vida cotidiana podemos percibir cuerpos bellos, comportamientos valerosos o decisiones justas. Pero lo que habitualmente pasamos por alto es que detrás de esos cuerpos bellos y esas acciones valerosas o justas se encuentra una idea (la belleza, la valentía, la justicia) y, lo que es más importante, solemos olvidar que para poder discernir qué cuerpos son bellos o qué acciones son valerosas o justas, es necesario saber previamente en qué consiste la belleza, el valor o la justicia. Si no conociéramos de antemano esas ideas-forma, difícilmente podríamos hallar en esos cuerpos concretos o en esas acciones reales las cualidades que les atribuimos.

DATO CURIOSO

«Que nadie entre aquí sin saber geometría»

Se cuenta que en torno al año 430 a. C. se declaró en Atenas una epidemia de peste de una virulencia desconocida hasta entonces. Abatidos por aquella calamidad, los atenienses mandaron mensajeros a los oráculos. Querían preguntar de qué modo podrían detener la ruina que se les venía encima. Como suele ocurrir en estos casos, los oráculos ofrecieron una respuesta imposible de entender. Según decían, debía duplicarse el tamaño del altar de Apolo si querían poner fin a sus males. La obra en cuestión entrañaba una dificultad geométrica sin precedentes, ya que el altar de Apolo era cúbico. Sin duda, los atenienses se dejaron llevar por las prisas y no se detuvieron a resolver adecuadamente el problema geométrico de la duplicación del cubo. Construyeron un nuevo altar que, en lugar de ser dos veces más grande que el anterior, lo era ocho veces.

Los resultados de ese error enfurecieron a Apolo, que no dudó en multiplicar la pestilencia y los horrores sobre la ciudad de Atenas. Fue tal el espanto y el impacto de aquella peste que quedó reflejada para la posteridad en los versos del historiador Tucídides. No hay que descartar que, con el recuerdo todavía presente de las desdichadas consecuencias de aquel infame cálculo, Platón se animara a fundar una escuela de filosofía y pusiera a las puertas de su Academia aquel cartel famoso que decía: «Que nadie entre aquí sin saber geometría».

Esto es lo primero que descubre el filósofo al salir de la caverna: que hay una relación entre las ideas y las cosas. Hay algo anterior que me permite reconocer un conjunto de cuerpos bellos, de actos valerosos o decisiones justas (eso que tienen en común y que me permite hablar de la belleza, la valentía o la justicia). El filósofo es capaz de mirar aquello que en la caverna no puede mirarse de ningún modo, pues ahí no es posible separarse ni distanciarse de las cosas: se da por hecho que todo lo que se presenta ante los ojos es real y verdadero. Así pues, habría que volver a formular la pregunta «¿qué es...?» (la belleza, la valentía, la justicia) y no dar por descontado que sabemos de lo que hablamos. El problema de los prisioneros es que dirigen su mirada a las cosas creyendo conocerlas, cuando lo único que conocen son las sombras que se proyectan en la caverna. No ven a través de «los ojos del alma». Su visión no está orientada hacia el lado correcto: sólo ven reflejos y no las ideas-forma de las que ellos mismos proceden. Para conocer esa forma originaria, hay que pasar de las copias al original, de las cosas concretas (siempre expuestas al cambio) a las ideas-forma (eternamente idénticas a sí mismas). No están ahí esperándonos, pero eso no impide que, en determinadas circunstancias, se pueda llegar a contemplarlas, aunque sólo sea un atisbo.

EL REGRESO AL REINO DE LAS SOMBRAS

El ascenso al mundo de las ideas es extraordinariamente duro y repleto de penalidades. Sin embargo, una vez que el filósofo se ha acostumbrado a él, debe volver a bajar a la caverna. Es un retorno no deseable porque sabe que lo de abajo es mentira y que los prisioneros no saben de lo que hablan. Para el filósofo, supone abandonar un lugar en el que las almas «tienden a permanecer siempre en las alturas», cuando ya se han habituado a vivir en compañía de la verdad. Además, el regreso no está exento de riesgos: nada impide que al filósofo lo tomen por loco y sea castigado por la ciudad. ¿Por qué dejar entonces la vida contemplativa y embarcarse en un regreso incierto que no le importa a nadie? ¿Por qué abandonar la teoría, la pura visión de lo que es, para adentrarse de nuevo en las tinieblas de la caverna, en el mundo de la opinión? No hay ningún motivo para emprender la vuelta a la prisión. Y, pese a todo, el filósofo sabe que hay que bajar y sospecha que debe hacerlo por razones semejantes a las que le empujaron a subir.

Uno por uno, como dice Platón, tienen que bajar a la morada de los demás. No es en el monte de las ideas donde hay que situar el observatorio filosófico. Hay que volver a situarlo en el centro mismo de la ciudad, en el ágora, el mercado. Hay que azuzar a los que creen que saben, hacerles ver que no tienen ni idea de aquello de lo que hablan. Hay que repetir el gesto de Sócrates, pero sabiendo ahora que detrás de las opiniones, de las creencias infundadas, de los saberes ficticios, se perfila otro mundo que está por descubrir y al que hay que encaminarse. El filósofo no puede enseñarle a la ciudad qué es la verdad. A lo sumo, puede hacerla consciente de su propia ignorancia. La antorcha que porta el filósofo es radiante. Algunos de sus seguidores creen que la lleva para iluminarlos a ellos y obligarlos a compartir su viaje; muchos de sus detractores sospechan que lo hace para confundir a la ciudad. Sin embargo, la verdadera tarea del filósofo no es acceder a los lugares iluminados, ni a los que están excesivamente alumbrados: lo suyo es iluminar la ciudad. Este es el único modo de hacer que la ciudad pueda pensar las sombras y de esta manera «viva a la luz del día, y no entre sueños, como viven ahora». El trayecto filosófico no acaba en el monte de las ideas, sino en la caverna iluminada.

EL FEDÓN: APRENDER A PENSAR ES APRENDER A MORIR

Si La república es el diálogo en el que Platón asienta la diferencia entre las ideas y las cosas y trata de escenificar la re­lación del filósofo con la ciudad, el Fedón es el portal a través del cual se nos revela la enseñanza secreta más decisiva de Sócrates: el significado del alma. A diferencia de la Apología, aquí Sócrates ya no necesita defenderse de ninguna acusación. Ha sido condenado a muerte por la ciudad, es su último día antes de la ejecución de la sentencia y sólo le queda una cosa por hacer: convencer a sus discípulos de que, pese a todo, vale la pena vivir filosóficamente. Sin embargo, el argumento que emplea Sócrates es desconcertante. Según nos cuen­ta, todo el que aspire a comportarse como un filósofo debe estar dispuesto a aprender una sola cosa, quizá la más difícil de todas: que filosofar es desear la muerte, aguardarla pacientemente, saborearla sin precipitarla por medio del suicidio. «Vivir filosóficamente es aprender a morir», nos dice Sócrates.

Tan pronto como acaba de pronunciar estas palabras, la reacción de algunos de sus discípulos es una sonora carcajada. Es un gesto similar al de la muchedumbre ateniense, esa multitud que, con la sombra todavía presente de Aristófanes, se ríe de los filósofos. Es la misma masa incapaz de preguntar por qué el filósofo ama la muerte por encima de cualquier cosa. ¿Acaso no es inherente al deseo el tender hacia cualquier cosa salvo la muerte? Si uno se pone a desear la muerte, ¿no resulta eso contradictorio con la propia función del deseo? Querer morir no es un deseo tan obvio, y aún menos en la ciudad, donde el deseo está directamente ligado al cuerpo. A eso que los griegos llaman sôma, a sus cuidados y placeres, Atenas parece entregar una parte decisiva de su tiempo.

Lo que pide Sócrates es, pues, algo estrambótico. Desde el mismo momento en que el filósofo está dispuesto a renunciar a los placeres del cuerpo, convierte su vida en algo muy parecido a la existencia de un moribundo. En este sentido, corre el riesgo de ser percibido como si fuera un zombi, una especie de muerto en vida obsesionado con desligarse y purificarse de cualquier tipo de contacto con la realidad del cuerpo. La habilidad de Platón consistirá precisamente en mostrar lo contrario. En el Fedón nos dirá que los filósofos, esos que aprenden a morir, son los que realmente viven. Ellos son los únicos capaces de reconocer aquello que, por vez primera, hace su entrada oficial en el pensamiento griego: la psykhe, el alma.

Es verdad que del alma ya se había hablado en Grecia mucho antes. En un capítulo de la Odisea, Homero nos cuenta que Ulises desciende al reino de los muertos, al Hades, y que las sombras con las que se topa no sólo carecen de cuerpo, sino que tampoco tienen sentimientos, ni voluntad, ni conciencia: son como almas que no piensan ni sienten nada, duplicados casi idénticos del mundo real, pero sin ningún tipo de sustancia sólida que se pueda agarrar o tocar. Así pues, el alma que está en el Hades no es más que una imagen del muerto, una imagen sin vida ni conciencia. Hay que pensar, por lo tanto, que la psykhe de la que nos habla la Odisea está de alguna manera presente en cada ser vivo. Ahora bien, Homero no nos dice nada acerca de qué es la psykhe, ni qué hace en el hombre mientras está vivo. Nunca se la menciona como sede de la conciencia, como algo que piensa, es decir, como lo que será «el alma» para el Fedón y toda la tradición posterior.

Para Platón, en cambio, el alma es una realidad tan tangible como la del cuerpo, como si estuviera al lado de él (por dentro, atravesada, sin saber muy bien dónde se localiza): una entidad que tiende a concentrarse en sí misma y que, tal como nos dice el Fedón, no se alimenta de otra cosa que no sea el pensamiento. A eso consagran su vida los filósofos: se dedican a pensar, a ejercitar algo que no se agota en la realidad del cuerpo y que se distingue de él (anticipando así su propia muerte, lo que sucederá el día en que el cuerpo y el alma se vean obligados a separarse definitivamente). Y al tratar este tipo de vida, es cuando Sócrates se muestra en el Fedón como un alma pensante, en el instante previo a abandonar su cuerpo. Emblema de una vida infatigable, obsesionada con examinarse a sí misma y a los demás, Sócrates transmite en su último aliento, a los aprendices de filósofo, una verdad tan rotunda como imperecedera: si hay algo verdaderamente vivo e inmortal, es justamente el pensamiento.

EL BANQUETE: UNA NUEVA FORMA DE ATRACCIÓN AMOROSA

Podríamos pensar que la filosofía está entonces relacionada con un modo de vida ascético, un tipo de existencia caracterizado por su combate permanente con las pasiones y los deseos del cuerpo. Sin embargo, nada de eso se insinúa en un diálogo como El banquete. Platón nos sitúa en un festín en el que varios comensales, además de comer y beber en compañía, se han reunido para hablar del amor y elogiar aquellas cualidades que hacen del eros algo tan bello. Estamos muy lejos de la atmósfera sobria del Fedón y de sus sesudas reflexiones acerca de la inmortalidad del alma. En El banquete descubrimos, sobre un trasfondo de homosexualidad mascu­lina y de transmisión de saber entre individuos varones, los vínculos que mantiene unida el alma con el deseo. Pese a lo que dice el Fedón, no nos basta con reconocer la presencia del alma. Es preciso una fuerza que la ponga en movimiento. De nada nos sirve el alma si no existe el amor.

No es ningún misterio que Sócrates se siente atraído por la belleza de los jóvenes atenienses. Le encanta el encuentro amoroso con cuerpos bellos. Pero también nos recuerda que la búsqueda de la belleza no se reduce a una mera fascinación corpórea. Al filósofo le seducen una cara y un cuerpo concretos cuando ve que hay un alma que vale la pena conocer. Se enamora del alma de los jóvenes y hace el amor con ellas si son almas realmente bellas. Tampoco es ningún misterio que, a pesar de su fealdad, Sócrates lleva asociada una irresistible carga erótica que enloquece a muchos de sus amantes. Pero ¿qué es lo que resulta realmente seductor de Sócrates? ¿Qué es lo que admiran los jóvenes amantes que se le acercan? No hay más que observar el tipo de reacciones que despierta su presencia. Hay algo en Sócrates realmente bello, capaz de arrebatarnos de amor.

Situémonos al final de El banquete, cuando los presentes ya han disertado de muchas cosas bellas a propósito del amor. En ese momento, Alcibíades irrumpe en la fiesta, completamente ebrio. Poseedor de una gran fortuna y con una prometedora carrera política por delante, Alcibíades es conocido sobre todo por su extraordinaria belleza. Está tan orgulloso de ella que su arrogancia le lleva a rechazar a cuantos le persiguen. Sócrates, en cambio, es el único que se obstina en no perseguirle. Alcibíades está tan convencido de su belleza que no acaba de creérselo. Quiere desenmascarar a Sócrates y oír en boca del hombre más sabio de la ciudad que le ama. Esto es lo que se propone Alcibíades con el discurso que piensa pronunciar. Aparentemente se trata de un elogio a Sócrates, aunque pronto descubriremos sus verdaderas intenciones: quiere doblegar el deseo del filósofo.

Alcibíades comienza su alabanza comparando a Sócrates con un sileno, una figura mitológica harto conocida por sus borracheras y su lealtad a Dioniso. Según nos cuenta, Sócrates es como uno de esos silenos que solían esculpirse en las cajas que contenían las estatuas de los dioses: tiene un embalaje, un continente, un aspecto externo, pero este nada tiene que ver con lo que oculta en su interior. De eso se ha enamorado locamente Alcibíades. Y por eso nos advierte que no nos dejemos engañar por las apariencias, porque Sócrates es un tipo que se hace pasar por tonto para enterarse de todo y se comporta como un niño que bromea sin cesar. Debemos ir con cuidado cuando estamos cerca de Sócrates porque hay algo en él que, una vez volcado en palabras, es capaz de producir un efecto cautivador, deslumbrante:

 

Por lo menos nosotros, cuando oímos a algún otro, aunque sea muy buen orador, pronunciar otras palabras, a ninguno nos importa, por así decirlo, nada. En cambio, cada vez que alguien te escucha a ti o a otro pronunciando tus palabras, aunque el que habla sea muy mediocre, ya te escuche una mujer, un hombre o un muchacho, quedamos estupefactos y posesos.[3]

 

Alcibíades cree que con su belleza conquistará a Sócrates y que le despojará de ese preciado bien que tan celosamente guarda en su interior. Así, nos cuenta cómo una noche le invita a cenar y, alegando que es tarde, le fuerza a quedarse y le encierra en su habitación para que duerma con él. Alcibíades desea que Sócrates le transmita aquello que puede convertirle en algo más que un cuerpo bonito, en alguien realmente bello. A Alcibíades le gustaría atraer a los jóvenes como lo hace Sócrates. Querría tener eso que tiene Sócrates para atraerlo de verdad. Tanto es así que está dispuesto a ofrecerle sus favores amatorios a cambio de ese saber que supuestamente sólo posee Sócrates. Sin embargo, sabemos por el relato de Alcibíades que aquella noche no sucede absolutamente nada. Esta es la respuesta de Sócrates:

 

Es probable que realmente no seas un hombre vulgar, si en efecto es verdad lo que dices de y hay en algún poder mediante el cual podrías hacerte mejor. En tal caso, estarías viendo en una belleza indescriptible y muy diferente a tu buen aspecto físico. Por eso, si al contemplarla quieres compartirla conmigo y cambiar belleza por belleza, no es poco lo que piensas obtener de , sino que intentas adquirir, a cambio de lo que es bello en apariencia, lo que es verdaderamente bello, y en realidad pretendes trocar oro por bronce.[4]

 

Alcibíades interpreta esta declaración como una especie de regateo amoroso. Cree que Sócrates se ha comportado como un seductor de lo más sofisticado, un jugador muy sutil que, con su debilidad fingida, le ha tendido una trampa mortal. Ahora bien, el verdadero error de Alcibíades es haber imaginado que Sócrates poseía una sabiduría que podía ser intercambiada. No entiende que aquello que hace de Sócrates alguien realmente bello no es algo que se pueda vender, del mismo modo que Sócrates no puede enseñar la belleza a quienes no están dispuestos a enamorarse de veras. Platón nos habla aquí de un tipo de amor muy distinto. Nos dice que si Alcibíades quiere aprender alguna cosa de Sócrates debe convertirse en un amante de la belleza. Pero esto es precisamente lo que no va a suceder en El banquete. Porque lo único que desea Alcibíades es ser deseado por Sócrates.

SÓCRATES, LA COMADRONA

Así pues, Alcibíades querría apoderarse del secreto que oculta Sócrates. Pero lo cierto es que Sócrates no tiene nada que ocultarle. No está en su poder hacer de Alcibíades alguien mejor y más bello. Ese saber no está en sus manos. Si así fuera, bastaría con acostarse junto a él y que fuera fluyendo la belleza de su alma hasta llenar la del joven. Pero la transmisión de la sabiduría no funciona de este modo. Esto se entiende muy bien en el Teeteto, cuando Sócrates se presenta a sí mismo como una comadrona. Parece ser que ese era el oficio de su madre y que Sócrates domina como nadie la técnica de esas mujeres, la mayéutica. Ellas saben si una mujer está embarazada, la ayudan cuando está de parto y, si es necesario, pueden provocarle un aborto. Esto mismo es lo que Sócrates hace con el alma de los jóvenes atenienses. Sabe qué es lo que sucede en su interior y si alumbrarán una mentira o una verdad. Pero Sócrates no da a luz. Como dice en el Teeteto: «El dios me fuerza a ser comadrón, pero me ha impedido que por mí mismo alumbre algo». Sería difícil imaginar a un héroe clásico diciendo algo remotamente semejante y, sin embargo, Sócrates se jacta de ello con toda naturalidad, descubriendo la singularidad de su erotismo.

A quienes recurren a Sócrates les sucede como a las parturientas que sufren dolores de parto. Llenos de contradicciones sufren día y noche, pero él, Sócrates, no fecunda a nadie. Sólo puede suscitar o calmar esos dolores, nada más. Sócrates es simplemente el que ayuda a alumbrar a esas almas. De este modo, el aprendizaje filosófico se nos presenta de una manera muy cercana a las contracciones previas al parto. Hay, pues, una parte de feminidad en el alma de la que habla Sócrates. Ahora bien, dado que parir no es una actividad placentera, lo habitual es que algunos abandonen a Sócrates porque comienzan a sentir los dolores de su perplejidad. Y, tal como se sugiere en el Teeteto, la perplejidad es la fuente de toda búsqueda. Sentirse desconcertado es el principio mismo de la filosofía.

UNAS ÚLTIMAS PALABRAS SOBRE EROS

Si volvemos a El banquete, la lección que pretende inculcarnos Platón se nos vuelve más nítida. No puede haber filosofía sin amor, y no puede haber amor sin ese deseo por interrogarlo todo y encaminarnos hacia el mundo de las ideas. Eso es lo único que tiene Sócrates. Y no puede transmitirlo a quien no esté dispuesto a dejarse arrastrar por él. Para ello, Alcibíades debería convertirse en un amante de la sabiduría y sentir el deseo de ser algo más que un cuerpo bello. Pero Sócrates no puede embellecer a quien no tiene esa clase de deseo. De ahí que no pueda obsequiarle con nada que esté a la altura de aquello que verdaderamente ama el filósofo. De hecho, no hay ningún objeto en el mundo que pueda satisfacer su deseo. Sólo le anima el deseo de contemplar las ideas y ser lo más bello posible.

En definitiva, el filósofo del que nos habla Platón no se vende, porque no tiene nada que vender. Diciendo que no tiene nada que intercambiar desvela lo que constituye la verdadera enseñanza de El banquete y, en general, de cualquier diálogo platónico: que amar la sabiduría significa reconocer que no la tenemos; que la filosofía es una pasión inagotable, el vacío de una interrogación continuamente ejercitada por quienes saben que no saben; que la búsqueda de las ideas y, en particular, de la belleza es una experiencia compartida (la de aquellos que se reconocen mutuamente como amantes de la verdad); y que si hay algo que es capaz de reanudar los dos mundos que nos presenta Platón, tan sólo puede merecer el apelativo del amor: eros.

¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?

Hemos visto que las criadas y los cómicos se burlan con saña de los filósofos. La tradición nos los presenta como unos tipos que se ocupan de cuestiones sumamente abstractas, pero completamente ineptos en los asuntos de la vida cotidiana. Sin embargo, ese carácter ridículo que acompaña la imagen del filósofo también presenta una dimensión trágica. Nos lo ha advertido Platón tras la condena de Sócrates por la pólis.

En la Apología dejamos definitivamente atrás la comedia. El comportamiento extravagante de Sócrates, su capacidad de entrometerse en los asuntos de la ciudad, su afán por dejar en evidencia a quienes se las dan de sabios...: nada invita a reírse del filósofo porque les ha robado a los cómicos su secreto más preciado: la ironía. Ahora el filósofo se hace pasar por tonto y dice que no sabe; pero, a fuerza de preguntar «¿qué es...?», enseña a los jóvenes atenienses a cuestionar las cosas y a no aceptar aquellas mentiras que la ciudad pretende hacer pasar por verdades.

En La república hemos visto que, detrás de la interrogación socrática, se dibuja además otro mundo. Un paisaje que sólo puede verse con los ojos del alma, el gran descubrimiento del Fedón. Esto no significa que el filósofo sepa qué es la belleza o qué es la justicia, como si hubiera en esas ideas un contenido claro y auténtico que pudiera ser transmitido. Nos invita simplemente a cambiar nuestra mirada, a no fiarnos de las realidades que se presentan inmediatamente ante los ojos, a darnos cuenta de que la vía para llegar a la verdad pasa por el conocimiento de las ideas.

En El banquete, Platón nos habla del amor como un deseo que impulsa a las almas a ser bellas. Sin la presencia de esta fuerza erótica no sería posible soldar los dos mundos que ha descubierto Platón: el eros es el puente que nos permite cruzar del reino de las cosas sensibles al de las formas inteligibles.

Sin embargo, ese concepto platónico del amor pronto se revelará problemático. Tanto Aristóteles como Epicuro se plantearán de nuevo qué es lo que quiere realmente la filosofía. En vez de examinar el mundo de las ideas, dirigirán su mirada a lo que ellos consideran el único mundo realmente existente. Mientras Aristóteles focalizará todos sus esfuerzos en la búsqueda de un principio firme y sustancial de las cosas, Epicuro decretará que no hay más realidad que la de los átomos y el vacío.

¿QUÉ EMPEZAR A LEER DE PLATÓN?

Sin duda, debes comenzar por la Apología de Sócrates. A par­tir de ahí, puedes degustar cuatro diálogos clave de lo que po­dría denominarse el período intermedio de Platón: La república, el Fedro, el Fedón y El banquete. Deja para el final un diálogo de la dificultad del Teeteto, donde aparece la referencia a la mayéutica socrática y la célebre anécdota de Tales de Mileto.

Otras lecturas recomendables

Brun, Jean, Platón y la Academia, Barcelona, Paidós, 1992.

Cornford, Francis M., La teoría platónica del conocimiento, Barcelona, Paidós, 2007.

Luri, Gregorio, El proceso de Sócrates, Madrid, Trotta, 1998.

Nussbaum, Martha, La fragilidad del bien, Madrid, La Balsa de la Medusa, 1995.

Strauss, Leo, «El problema de Sócrates: cinco lecciones», en ¿Progreso o retorno?, Barcelona, Paidós, 2004.