Como es sabido, Hernán Cortés y Francisco Pizarro guardaban un parentesco lejano, pues la familia paterna de Pizarro estaba emparentada con la materna de Cortés, compartiendo unos rebisabuelos, Hernando Alonso de Hinojosa y Teresa Martínez Pizarro. Ahora bien, la mayor parte de la historiografía ha dicho que ambos conquistadores eran primos segundos.1 Sin embargo, nadie se ha percatado de que la línea de Hernán Cortés había corrido una generación más que la de Francisco Pizarro. Y ello por un motivo muy simple: el abuelo de este último, Hernando Alonso Pizarro, había sido el hijo menor y hasta póstumo de Hernando Alonso de Hinojosa, y se llevaba casi veinte años de diferencia con su hermano mayor Martín Pizarro de Hinojosa, bisabuelo materno de Hernán Cortés. En el árbol genealógico que reproducimos en el apéndice I se aprecia con una gran claridad que no eran exactamente primos sino tío y sobrino, pues Francisco Pizarro era primo segundo de Catalina Pizarro Altamirano.2
Hay quien dice que coincidieron en España, según unos en La Rábida, mientras que otros afirman que en Toledo o en Sevilla.3 Las fechas no coinciden ni para La Rábida ni para Toledo ni tan siquiera para Sevilla, en los primeros meses de 1530 cuando ambos gestionaban su reembarque, uno rumbo a Nueva España y el otro a Nueva Castilla.4 Por tanto, todo parece indicar que no coincidieron personalmente, lo que no es óbice para que después de la caída de Tenochtitlán todos soñaran con encontrar un gran estado y emular las hazañas del metellinense. Y el trujillano era el primero que no quería ser menos, soñando con hallar un monarca lo suficientemente poderoso como para conquistar la gloria. Pudo haber marchado mucho antes a España a pedir una gobernación en cualquier lugar de Tierra Firme, pero no quería ser como Pedrarias Dávila, Cristóbal de Olid o Diego Velázquez sino como Hernán Cortés. Por ello, en cuanto tuvo la certeza de la existencia de un riquísimo y poderoso estado supo que había llegado su oportunidad, marchando con toda presteza a la corte, con el objetivo de obtener una capitulación.5
En torno a la figura de Francisco Pizarro ha existido siempre una enorme polarización entre detractores y defensores. Entre los primeros destacaron los escritores cortesianos, que consiguieron perpetuar una huella negativa sobre su figura para así ensalzar aún más la de Hernán Cortés, y los almagristas.
Empezando por los primeros hay que decir que Hernán Cortés y los suyos ganaron la batalla de la propaganda, logrando ampliamente sus objetivos. Y ello por dos motivos: uno, por la habilidad diplomática de Cortés, muy superior a la de Pizarro, y otro, por el simple hecho de que tanto el metellinense como sus principales hagiógrafos sobrevivieron al trujillano, por lo que tuvieron tiempo suficiente para manipular la historia a su antojo. El de Medellín se encargó personalmente de crear toda una literatura en torno a su persona, utilizando su oratoria, sus dotes de escritor y rodeándose de biógrafos oficiales de la talla de Francisco López de Gómara o de Francisco Cervantes de Salazar. Forjó su propia leyenda y, como buen político, tuvo una capacidad excepcional para tergiversar los hechos, para presentar como éxitos sus propios fracasos, y para culpar a otros de sus males.6 En cambio, el trujillano jamás se preocupó en exceso por la posteridad. Contó con algunos cronistas, como Francisco de Jerez o Sancho de la Hoz, que hicieron las veces de pajes o secretarios y que fueron algunos de los encargados de redactar los sucesos que él protagonizó. Pero las dotes literarias de estos no eran comparables con las del sabio y erudito Francisco López de Gómara o con la pluma directa y siempre aguda del propio metellinense. El resultado ha sido la perpetuación hasta fechas muy recientes de dos leyendas infundadas: la del porquero bastardo, analfabeto y cruel, despreciado por todos, y la del vulgar imitador de las estrategias cortesianas.7
Empezando por la leyenda porcina diremos que fue creada y divulgada por Francisco López de Gómara, quien no dudó en atacar y ridiculizar a todo aquel que pudiera hacer sombra a su héroe. Según su testimonio, no solo se pasó su infancia y juventud rodeado de piaras a las que cuidaba, sino que en el momento de su nacimiento fue amamantado por una cerda.8 Aquello guardaba parentescos con el origen legendario de Rómulo y Remo, pero obviamente las leyendas lupina y porcina no eran exactamente equivalentes. La primera trataba de ensalzar a sus protagonistas y la segunda justo de lo contrario. Y aunque el Inca Garcilaso ya advirtió que esta leyenda no tenía ninguna verosimilitud, desgraciadamente se ha perpetuado hasta el mismísimo siglo XXI.9
La segunda patraña, perpetuada por el propio Hernán Cortés, decía que el trujillano fue un mero imitador de las estrategias de su sobrino. Efectivamente, la literatura se ha encargado de vincular la conquista del Perú con la de México y de convertir a aquella en deudora de esta. Desde el mismo siglo XVI se generalizó la idea de que lo tuvo presente en todo momento, entre otras cosas por la mayor antigüedad de la obra cortesiana que, desde mediados de los años veinte del siglo XVI, todo el mundo conocía. Y se aducía que Pizarro admiraba tanto al Gran Capitán como a su pariente Hernán Cortés, pues además de usar zapatos y sombreros blancos como el primero, en ocasiones especiales, como en su entrada en Cusco tras la ejecución de Almagro, le gustaba ponerse «un ropaje de martas» que le había regalado el segundo.10 En las siguientes páginas trataré de demostrar que esta supuesta deuda no es más que otro apartado de la leyenda cortesiana.
Es cierto que en el proceso de conquista se observan paralelismos que han llevado a pensar a la historiografía que el trujillano se inspiró continuamente en las estrategias de su sobrino. Sin embargo, como ha recordado Matthew Restall, existía una forma de hacer la guerra indiana que comenzó en La Española en 1493 y que se basaba en tres premisas: primero, en el uso de la caballería, arma contra la que sus oponentes tenían pocos recursos defensivos. Segundo, la guerra psicológica, impresionando a las tropas indígenas con prácticas aterrorizantes. Y tercero, la captura del jefe local para conseguir el sometimiento del resto de la población. Estas estrategias se usaron ya en 1493 con el cacique Caonabo, que fue apresado, torturado y ejecutado para someter a todo su cacicazgo.11 Esta misma táctica fue usada por los españoles de forma reiterada hasta el final de la conquista.
Así, por ejemplo, se ha dicho que los sucesos de la isla del Gallo, en plena segunda empresa del Levante, estuvieron inspirados en el casi legendario desguace de los barcos en Veracruz.12 Sin embargo, es obvio que ambos hechos ocurrieron en circunstancias muy diferentes y cualquier paralelismo es mera coincidencia. De vuelta en el Perú, en su tercera y definitiva expedición, lo primero que hizo fue fundar la ciudad de San Miguel, en la retaguardia, para dejar a los enfermos. Y nuevamente se dice que emuló a su pariente, pues esta localidad fue algo así como la Veracruz peruana. Sin embargo, nuevamente hay que decir que la fundación de un campamento o núcleo poblacional en la retaguardia era una estrategia ampliamente usada en la guerra desde la antigüedad.
Los tratos con Atahualpa y el intento de apresarlo sin disparar ni un solo tiro también se han vinculado con los hechos de Nueva España, como destacara ya en siglo XIX William Prescott13 y en la centuria siguiente otros muchos historiadores. Incluso a Guillermo Lohmann Villena le parece indubitable que en la captura de Atahualpa, Pizarro tuvo presente la forma en la que Cortés aprisionó a Moctezuma. Y ello a pesar de las diferencias, pues mientras el inca ofreció resistencia el mexica prácticamente se entregó.14 Sin embargo, ya hemos dicho que esta misma estrategia la había usado el trujillano en sus cabalgadas por el istmo de Panamá, por lo que no le hacía falta inspirarse en su sobrino.
Otra idea mil veces repetida, y no por ello cierta, es la que afirma que su afán por conseguir adhesiones dentro de los indígenas fue inspirado igualmente por el proceso de conquista de Nueva España. Y obviamente tenía antecedentes cortesianos, como no podía ser de otra forma, porque la conquista de México precedió más de una década a la del Tahuantinsuyu. Sin embargo, nuevamente hay que recordar que eran tácticas ampliamente usadas en la guerra desde hacía varios milenios. Efectivamente, el trujillano se encargó de establecer alianzas con pueblos indígenas que habían sido sometidos tan solo unas décadas antes por los incas y que añoraban su antigua libertad. Es conocida la alianza con Martín Cajacimcim, curaca del valle de Moche, en el corazón del antiguo reino Chimú.15 Este reino había sido sometido entre los años 1460 y 1470 y vieron en la llegada de los extranjeros una oportunidad para recuperar una parte del poder perdido. El trujillano estableció con ellos lazos fraternales que le ayudaron en la conquista y a los que, a cambio, concedió cierta autonomía y algunos privilegios.16 Así, pues, tanto la conquista de México como la del incario fueron en buena parte una guerra entre indios, aunque eso sí, premeditada, dirigida y planeada por los hispanos.
Pizarro fue un experimentado guerrero, un hombre de armas que se había curtido a sí mismo. Cuando inició la campaña del Perú, conocía específicamente la forma de hacer la guerra indiana, practicada en el Darién, cuando pacificó a los indios cuevas. Era lo que entonces se llamaba un baquiano, es decir, un veterano, aclimatado a la tierra, frente al chapetón, que era el recién llegado, carne de cañón para engrosar el listado de muertes prematuras.17 Realmente, su capacidad estratégica era fruto de un proceso de acumulación de conocimientos que comenzaron en el Caribe y continuaron en Panamá y el Perú. La combinación de estas experiencias no pudo ser más letal para los quechuas. El propio Pizarro confesó al padre fray Vicente de Valverde que, por su experiencia de dos décadas de lucha con los nativos, era conocedor que la clave de la victoria era apresar al señor principal.18 Bastaba con identificar al líder, que solía estar en un lugar muy visible, acometerlo y capturarlo para que su ejército se sintiese derrotado. Fernández de Oviedo le preguntó a un hidalgo de la hueste de Hernando de Soto que por qué arrestaban siempre a los curacas, a lo que respondió que lo hacían para que sus súbditos se quedasen quietos y no estorbasen sus robos. Todo ello le permitió capturar a Atahualpa, rodeado por decenas de miles de soldados, con menos de doscientos efectivos y sin ninguna ayuda de naturales aliados.
Los contactos con su pariente Cortés fueron muy esporádicos y es posible que ni tan siquiera se llegasen a conocer personalmente.19 Obviamente, no tuvo oportunidad de aprender nada del metellinense, más allá de las historias de sus hazañas que circulaban por allá y por acá.
El trujillano tuvo muchos detractores en vida, fundamentalmente entre las filas de los cortesianos y de los almagristas. De los primeros ya hemos hablado, mientras que de los segundos hay que decir que gozaron de una cierta influencia en la corte, perjudicando seriamente su imagen ante la corona. A fin de cuentas, el enfrentamiento entre unos y otros fue a muerte, pues desde la concesión de la capitulación ambos sabían que la gloria solo sería para uno. Hay una extensa relación de Diego de Almagro, el Mozo, narrando su versión de la conquista y de los sucesos posteriores.20 Contraponer ambas versiones, la almagrista y la pizarrista, resulta fundamental para comprender el proceso.
También Gonzalo Fernández de Oviedo arremetió duramente contra los hermanos Pizarro, en esta ocasión por una cuestión meramente personal: su simpatía por Diego de Almagro. Y es que el cronista, pese a que estuvo avecindado en Santa María del Darién y mantuvo una amistad con ambos, siempre tuvo un favoritismo a favor del manchego. De hecho, del trujillano destacó su condición de bastardo y su nula formación para gobernar.21 De la ruptura entre los socios acusa a sus hermanos, especialmente a Hernando, pues la amistad entre ambos, a su juicio perfecta, duró hasta la llegada al escenario indiano del legítimo de los Pizarro.22 Ahora bien, Oviedo, que no era ningún deudo de Cortés, sí que destacó la riqueza del Perú que había empequeñecido los logros del metellinense en Nueva España.23
Otros cronistas, como Girolamo Benzoni o fray Bartolomé de Las Casas, también lo desacreditaron pero no por una cuestión personal sino porque lo hicieron así con todos los conquistadores. De hecho, el primero de ellos dijo del trujillano que era de «constitución robusta, valiente y animoso, pero falso, cruel, negligente e iletrado».24
Pero lo más sorprendente es que en pleno siglo XX, escritores como Carlos Pereyra han continuado ensalzando tanto al de Medellín como ridiculizando y difamando hasta extremos insospechados al trujillano. Por citar solo algunas de sus afirmaciones más llamativas, se refiere a Pizarro despectivamente, atribuyéndole los calificativos de «porquero, analfabeto, bastardo y delincuente convicto», fundamentando esta última opinión en su encarcelamiento en 1528 por antiguas deudas.25 Justifica Pereyra la actuación de Hernán Cortés con Moctezuma pero no la de Francisco Pizarro con Atahualpa,26 del que dice que simplemente era «un símbolo de esa Europa sedienta de metales preciosos».27 Asimismo defiende que este nunca pasó de ser un vulgar imitador del talento cortesiano, pues en toda la conquista del Perú no hubo «ningún episodio comparable al de la Noche Triste o a los del sitio de la Gran Tenochtitlán».28 Y por supuesto minimiza la leyenda de los Trece de la Fama, aunque reconoce que fue el acto de mayor altura moral que protagonizó a lo largo de su triste vida.29 Los enfrentamientos entre Almagro y Pizarro se debieron al mal gobierno y al despotismo de este último frente al primero, que poseía, cómo no, una calidad moral muy superior. La ingratitud a su amigo Diego de Almagro fue lo que provocó a medio plazo la muerte prematura de ambos.30 Los ataques de Carlos Pereyra parecen tan excesivos como pueriles en tanto en cuanto los contrapone al carácter magnánimo del metellinense. Y no parece justo porque, aunque ambos tuvieron personalidades muy diferentes, los dos compartieron obsesiones, talantes y sueños de engrandecimiento. De hecho, en el propio proceso conquistador de la confederación mexica y del incario se observan paralelismos evidentes y actuaciones similares por parte de ambos caudillos.
Caso aparte es el de Antonio S. de Larragoiti, que en su biografía sobre Núñez de Balboa, responsabiliza de su muerte a Francisco Pizarro, a quien califica de «traidor, usurpador, granuja, asesino y mentiroso».31 Para él, su asesinato en Acla fue fruto de la conjura del trujillano, quien le usurpó el mérito del descubrimiento del Perú. Pero digo que es un caso aparte, porque equivocó la diana, pues el responsable directo y único fue el segoviano Pedrarias Dávila, sin que aquel tuviese la más mínima capacidad decisoria.32 Otra cosa diferente es que la desaparición del jerezano le sirviese para quitarse de encima al más importante rival que tenía en su sueño de encontrar una gran civilización navegando al Levante. Además, hablar de usurpación del descubrimiento del Tahuantinsuyu parece anacrónico, pues cuando el jerezano fue ajusticiado en Acla todavía faltaba más de una década para que ese hecho se produjese.
Incluso biógrafos más o menos asépticos, como Rosa Arciniegas, persuadida por los biógrafos cortesianos, se refirió a él como un miserable trujillano, «sin la genialidad militar o política» de Hernán Cortés.33 Toda esta prensa antipizarrista pone de manifiesto una vez más el poder de manipulación que la imprenta poseía ya por aquel tiempo. Tanto Cortés como Pizarro ganaron un imperio, pero el segundo perdió la batalla de la propaganda, siendo todavía en pleno siglo XXI una espada de Damocles sobre su biografía.
Hay que esperar al siglo pasado para encontrar los primeros grandes defensores de su figura, entre ellos Carlos F. Lummis, que lo incluyó entre los «cuatro césares del Nuevo Mundo», junto a Hernán Cortés, Pedro de Valdivia y Jiménez de Quesada.34 Su principal valedor ha sido también su más importante biógrafo, el ya citado Raúl Porras Barrenechea. El problema es que se empeñó tanto en destacar sus valores humanos que resulta absolutamente inverosímil. Por negar negó hasta la crueldad de la conquista, pues a su juicio, fue «la más humana de todas» las realizadas en América pues, salvo el paréntesis de Cajamarca, se ocupó pacíficamente sin derramar ni una sola gota de sangre.35 Incluso llegó a escribir que «no hubo cacique mejor tratado que Atahualpa», ensalzando la cálida acogida al cautivo.36 Y para colmo, todo lo malo que ocurrió en el proceso se debió ¡cómo no! a Diego de Almagro. Para Raúl Porras el causante de la ruptura fue única y exclusivamente este último, que pretendía ser socio a medias pese a su ausencia en los momentos más decisivos de la conquista, como los episodios del puerto del Hambre, la isla del Gallo o Cajamarca. Para el historiador peruano, el manchego siempre jugó un papel subalterno, por lo que no merecía más de lo que recibió.37 Lo cierto es que este fue siempre despreciado por la mayor parte de la historiografía, en parte, por ser de baja estatura, feo y posteriormente tuerto y, en parte, porque finalmente fue el fracasado. Encarnó el prototipo del perdedor frente a los Pizarro, que se convirtieron en la otra cara de la moneda, es decir, en el imaginario del ganador. Señalar a un finado como el causante de todos los excesos fue un recurso usado por casi todos. Incluso cronistas que no simpatizan especialmente con los Pizarro, como Girolamo Benzoni, destacan su vileza, su baja condición, su analfabetismo, e incluso, su ilegitimidad.38 También José Antonio del Busto, quizás el más completo biógrafo del trujillano, destacó de sus orígenes que él entroncaba con la realeza goda, así como su filantropía, su caridad fraterna y su lealtad a sus amigos.39 Y finalmente, habría que citar a Bernard Lavallé, que reconoce seguir de cerca la biografía de Del Busto, y que destaca su «envergadura excepcional» dentro de la historia universal.40
En realidad, la personalidad de Diego de Almagro tenía mucho en común con la de Francisco Pizarro. Los dos tenían orígenes oscuros, aunque Almagro más, una nula o escasa formación académica y ambiciones similares.41 Eran razonablemente ricos antes de emprender la empresa del Perú y los dos aspiraban a poseer una gobernación. Existieron rencillas desde la primera jornada en el Levante, pero el enfrentamiento llegó a un punto de no retorno cuando apareció en escena Hernando Pizarro. Si la bicefalia era difícil de manejar cuanto más la tricefalia que apareció en 1531 y que acabó con la muerte de dos de ellos y el encarcelamiento del tercero.
El trujillano fue un auténtico prototipo del hombre de armas, un caballero entre el medievo y la modernidad, encarnando mejor que nadie el papel de guerrero del siglo XVI. Raúl Porras lo ha calificado con acierto como el «arquetipo del conquistador, heroico, codicioso, fanático, ignorante, cruel, anárquico, Francisco Pizarro es la figura más arrogante que ha cruzado por la historia del Perú».42 No se podía comparar a Cortés en sus dotes diplomáticas, pero lo superaba en experiencia militar y lo igualaba al menos en tesón y valentía. Precisamente su larga trayectoria previa como guerrero —de la que carecía totalmente Cortés— le permitió someter un estado mucho más poderoso que el mexica con una cuarta parte de las fuerzas de que dispuso el metellinense. Y con respecto a su tesón, era él quien animaba a sus hombres a seguir adelante y mantener la esperanza. Cuando en la segunda expedición sus hombres divisaron los Andes, le dijeron que era una barrera infranqueable, a lo que él contestó con dos interrogantes muy elocuentes: «¿No atravesó Aníbal primero los Pirineos, y después los Alpes?... ¿Es que acaso vamos a ser nosotros menos que aquel pagano?»43
Como otros muchos emigrantes de primera generación, Francisco Pizarro amó profundamente la tierra que le vio nacer. Pese a sufrir en su infancia el estigma de la ilegitimidad, nunca se olvidó de su ciudad natal, ni tampoco de su familia. Es más, demostró una gran generosidad con sus parientes, tanto paternos como maternos. Y en el caso de los paternos no dejaba de tener mérito, sobre todo teniendo en cuenta que, antes de la aventura indiana, nunca vivió bajo el mismo techo que ellos y no había recibido una educación adecuada a su condición de hidalgo. Cuando el 24 de mayo de 1503 su padre, Gonzalo Pizarro, se desposó con Isabel de Vargas, el futuro conquistador del incario había salido ya de Trujillo. Por tanto, es muy posible que no conociera a ninguno de sus diez hermanos paternos44 y acaso tampoco al único materno, Francisco Martín —o Martínez— de Alcántara, hasta que recaló en Trujillo a finales de los años veinte con la capitulación bajo el brazo. Es decir, el hijo ilegítimo, el adoptado pero también ignorado por Gonzalo Pizarro, el Largo, y probablemente por Hernando Pizarro, acudió a compartir con los suyos su ya prometedor futuro. Y consiguió la adhesión incondicional de sus cuatro hermanos varones, los tres paternos: Hernando, Gonzalo —a quien sus allegados llamaban Gonzalete—, y Juan, y por el materno, Francisco Martín de Alcántara.45 Mantuvo una relación fraternal hasta el final, incluso con Hernando, que tanto le importunó con su actitud arrogante.
Pese a las desgracias que sufrieron todos los hermanos, muertos trágicamente o encarcelados, está claro que aquel niño ilegítimo que acabara con la mayor estructura política de la América prehispánica vio cumplido su sueño de ennoblecimiento, ganando honra y fortuna para él y los suyos. Un marquesado concedido el 10 de octubre de 1537,46 además de los títulos de gobernador y capitán general de un nuevo reino llamado nada más y nada menos que Nueva Castilla. El trujillano se convirtió en uno de los personajes más ricos y valorados socialmente de su tiempo, por lo que, pese a su prematura muerte, llegó a ver cumplido su sueño de ascensión social. El apellido Pizarro, que a finales del siglo XV no pasaba de hidalgo, se encumbró entre lo más granado de la nobleza titulada, perpetuándose a través de los mayorazgos de los cuatro hermanos.47
Francisco Pizarro lo organizó todo para enviar numerario a su ciudad natal. Ya el 4 de julio de 1534 otorgó un poder a sus hermanos Hernando e Inés Pizarro para que, en su nombre, percibiesen las cuantías que enviase y las invirtiesen en rentas.48 Asimismo, tres años después, en su testamento, dispuso la construcción de una iglesia y una capellanía en la collación de San Martín, en el lugar más cercano a la casa de su familia paterna.49
Ahora bien, dicho esto, el trujillano se enamoró aún más de la tierra que conquistó. De hecho, fue el único de los hermanos que jamás pensó en un posible retorno. Quiso ser recordado en su tierra natal pero solo eso, allí quedaría el jefe legítimo de la saga, Hernando Pizarro, encargado de encumbrar hasta lo más alto a su linaje. El marqués, en cambio, quería vivir y morir en la tierra que con tanto esfuerzo usurpó. Su sitio estaba en el Perú, disponiendo en su testamento su entierro en la catedral de Lima, donde todavía hoy reposan sus restos.50 Y en ello se comportó de manera muy diferente a sus hermanos, especialmente a Hernando, siempre deseoso de regresar rico y con honores a su ciudad de nacimiento.51
No cabe ninguna duda de que el gobernador era iletrado, como ha señalado toda la historiografía. Ya en su época, cronistas como Gonzalo Fernández de Oviedo, Garcilaso o Cieza de León lo afirmaron con toda claridad, siendo ratificada por todos sus biógrafos y con especial empeño, cómo no, por Carlos Pereyra.52 Se suele esgrimir como argumento las palabras del nieto de Hernando Pizarro, el comendador de Bétera, quien escribió que su abuelo era «el único letrado de los cuatro» hermanos. Lo cierto es que en algunos documentos sí que aparece una bonita rúbrica, que Raúl Porras atribuye a una destreza tardía que adquirió practicando en las soledades de la selva.53 Es posible que algunas las suscribiese él mismo, como la del primer pacto que firmaron en Panamá el 20 de mayo de 1524, mucho antes de sufrir aquellas supuestas soledades selváticas, pues su signo aparece junto a la firma de Pedrarias Dávila y a la del moronense Hernando de Luque, mientras que por Diego de Almagro firmó Juan de Balmaceda. Sin embargo, siempre se ha sospechado que el gran número de documentos que aparecen con su rúbrica en su etapa de gobernador eran en realidad obra de su secretario Antonio Picado.54 Según testimonio tardío de Agustín de Zárate, recogido posteriormente por otros historiadores, como el Inca Garcilaso y Antonio de la Calancha, el trujillano rubricaba dos señales a modo de garabato y en medio su secretario escribía su nombre.55
Y es que en la época en la que nació, las letras estaban destinadas exclusivamente a la élite nobiliaria, a la que el trujillano no tuvo acceso porque se había criado junto a la humilde Francisca González. Probablemente nunca tuvo más oportunidad en la vida que la de dedicarse a las armas, a diferencia de su hermano Hernando, que sí poseía una cierta cultura, acorde con su posición social. Por ello, la documentación que emanó de su grado de capitán y, luego, de su rango de gobernador, debió de estar redactada e inspirada por intelectuales laicos y seglares, como fray Vicente de Valverde, el bachiller Garci Díaz Arias, su capellán privado, el jurista Antonio de la Gama o su secretario Antonio Picado, entre otros.56 Dado que no podía escribir nada similar a unas Cartas de Relación, encargó dicha tarea a Francisco de Jerez, continuada, desde 1533, por Pedro Sancho de la Hoz.
Su nula capacidad para comunicarse por escrito y sus mediocres dotes como orador contribuyeron a ganarse la fama entre sus hombres de lacónico pues, a decir de Gonzalo Fernández de Oviedo, era «lento e espacioso... y de corta conversación».57 Además, no pudo leer textos sobre grandes guerreros del pasado, como Alejandro Magno, Escipión el Africano o Julio César. Su formación militar se debía exclusivamente a su propia experiencia personal en los campos de batalla o a tradiciones y a noticias orales.
Ahora bien, el hecho de que no tuviese formación académica, ni tan siquiera básica, y que se comunicase con poca fluidez no significa que no tuviese ingenio y capacidad. En este sentido, hace casi un siglo, Alejandro Casona escribía que aunque analfabeto, «en su sabiduría latía un profundo sentido de gobernador».58 La verdad es que son difícilmente compatibles ambas virtudes —la de analfabeto y sabio—, pero lo que viene a decir este autor es que, aunque iletrado, no le faltaba capacidad y sentido común. De hecho, hay numerosos pasajes en su vida que demuestran un buen raciocinio a la hora de buscar soluciones a las dificultades que a cada paso se encontraba. En su tercera expedición, poco antes de llegar a Coaque —actualmente Guaques—, en el departamento de Cundinamarca, tuvieron que vadear un río. Pues bien, los hombres lo hicieron en balsas porque algunos no sabían nadar, mientras que los caballos lo debieron cubrir a nado, por lo que, para sortear la resistencia de los équidos, mandó soltar una yegua por delante, que fue inmediatamente seguida por los machos.59 Y dado que la estrategia le salió bien, no dudó en utilizarla con posterioridad en otras ocasiones. Asimismo, consciente de sus limitaciones académicas, se supo rodear de personas con formación, como Antonio de la Gama, licenciado en leyes, que se convirtió en su asesor jurídico o, sobre todo, su secretario Antonio Picado, el hombre más poderoso del Perú después del gobernador. Según Diego de Almagro, el Mozo, todas sus actuaciones estaban previamente aconsejadas por su secretario, «por cuya cabeza se regía», que era algo así como su alter ego, el verdadero gobernador en la sombra.60 El poder tan amplio que este acumuló le granjeó la antipatía y el recelo de todos.
Queda claro que no tenía formación académica pero sí talento. Y es que, como escribió un hagiógrafo suyo hace casi un siglo, un conquistador no necesitaba saber escribir, bastaba con que tuviese valor, coraje y ambición.61 Es decir, se podía ser un destacado guerrero sin poseer letras, y la prueba más evidente es el propio Pizarro. Ahora bien, otra cosa bien distinta era ostentar una gobernación; Pizarro no poseía la preparación adecuada, pero solventó parcialmente esta carencia rodeándose de buenos administradores.
Como casi todos los españoles de su época fue un cristiano practicante, aunque quizás menos fanático que otros conquistadores.62 Se encontraba inmerso en ese cristianismo intransigente que había provocado la expulsión de judíos y musulmanes y que compatibilizaba perfectamente la muerte de infieles con la salvación eterna. No extraña que escritores laicos o religiosos, como fray Juan Ginto, definieran al soldado cristiano como aquel que con los enemigos de la cristiandad era «animoso» en matar y «confiado» en morir.63 Esa religiosidad de la Baja Edad Media se prolongó en el siglo XVI para dar cobertura legal y ética al proceso de expansión de la cultura de Occidente y de sus valores cristianos.
Su ética religiosa era bastante rudimentaria. De hecho, sus reacciones fueron con frecuencia espontáneas y realistas, simplemente porque su religiosidad era básica y utilitarista. Al tener noticias en Túmbez, la puerta del incario, de la guerra civil entre Huáscar y Atahualpa, entendió que era una señal divina, pues ello suponía una ayuda excepcional para conseguir su objetivo.64 Pese a sus escasas fuerzas, interpretó que había llegado el momento de completar su misión, por supuesto, para mayor honra y gloria de Dios. Camino de Cajamarca, obtenidas noticias concretas sobre la presencia en los alrededores del ejército de Atahualpa, volvió a encomendarse al Creador. Según Cieza de León, «esforzaba a sus compañeros diciendo que confiasen en Dios, sin temer la potencia que decían que tenía Atabalipa».65
Antes de partir hacia el sur en su última y definitiva expedición conquistadora, estando en Panamá junto a sus socios Diego de Almagro y Hernando de Luque, oyeron misa, comulgaron y acordaron repartir a partes iguales el botín que arrebatasen a los supuestos infieles.66 Francisco Pizarro arengó a sus hombres, espetando que Dios les ayudaría a «desbaratar y abajar (sic) la soberbia de los infieles y traerlos en conocimiento de nuestra santa fe católica». Una vez en Cajamarca, momentos antes de la celada, les dijo a sus hombres que el Santísimo estaba de su lado y que, aunque por cada cristiano había quinientos oponentes, «tuviesen el esfuerzo que los buenos suelen tener en semejantes tiempos, y que esperasen que Dios pelearía por ellos...».67 Y es que en el imaginario colectivo la experiencia había demostrado que el Señor obraba el milagro de la derrota de ejércitos de «infieles» muy superiores en número.68 La señal para empezar las hostilidades siempre era el grito de «¡Santiago y a ellos!». Este santo matamoros había ayudado de forma decisiva a derrotar al islam en la península Ibérica y ahora reaparecía en el Nuevo Mundo para someter a los nuevos infieles.69 Era una buena forma de convencerlos de que luchaban por una causa justa, por la más justa, recibiendo de paso la ayuda divina para conseguir el ansiado triunfo. Fueron muchos los cronistas que vieron o creyeron ver a la Virgen, Santiago o algún otro espectro de la corte celestial, luchando al frente de las huestes en las batallas que libraban. Así, mientras Garcilaso de la Vega aseguró que en la toma de Cusco fue el apóstol Santiago quien peleó a favor de las huestes, el jesuita Blas Valera mantuvo que fue el mismísimo Jesucristo en persona quien los favoreció.70
Puso gran empeño en la construcción de la catedral de Lima y en la de los templos conventuales de la Merced y Santo Domingo, otorgando repartimientos de naturales para que colaborasen en su edificación.71 Y en su testamento, volvió a ratificar su sincera espiritualidad y su esmero por implantar la cristiandad en los nuevos territorios. De hecho, fundó una capilla en su tierra natal y declaró ser cofrade de la hermandad de la Concepción de Lima.72 Asimismo, se acordó incluso de la conversión de los naturales a los que él precisamente había sojuzgado.73 De hecho, dispuso cierta cantidad para asalariar a dos clérigos, uno en Lima y otro en Panamá, que los adoctrinasen en la fe «y les enseñen el Padre nuestro, el avemaría, el credo y la salve Regina».74 Esta actitud era relativamente frecuente entre los conquistadores, es decir, la de compensar en su escritura de última voluntad los excesos que habían cometido. Hubo casos más extremos donde el guerrero en cuestión dejó casi en la indigencia a sus herederos para devolver lo arrebatado ilegítimamente.75 Aunque se tratase de un cristianismo que podríamos llamar integrista, no dejaban de ser discípulos del hijo del carpintero, de aquel que predicó con su ejemplo la humildad y la caridad cristiana hacia sus semejantes, aunque fuesen enemigos. Francisco Pizarro, como los demás guerreros de su tiempo, había provocado la muerte de decenas de aborígenes, pero murió confiado porque creía firmemente que, de paso que se enriqueció, había servido a los designios de Dios, llevando la luz a los infieles. Y es que el espíritu de cruzada seguía vigente en la América de la conquista.
Fue asimismo un auténtico adalid, es decir, un guerrero experimentado que conocía perfectamente el modo de guerrear tanto europeo como americano.76 Con toda probabilidad había escuchado hablar del modelo de escuadrón de infantería que había puesto en práctica en Italia el Gran Capitán con enorme éxito.77 A estas ideas, seguramente más teóricas que prácticas, unía una amplia experiencia en la guerra indiana. Cuando se iniciaron las llamadas expediciones al Levante, era una de las personas más aclimatadas que había en el istmo.78 Su entrenamiento comenzó en Tierra Firme, a partir de 1509, curtiéndose en todo tipo de batallas, primero junto a Alonso de Ojeda y después al lado de Vasco Núñez de Balboa. Pasó hambre y sed, sufrió heridas y perdió a compañeros, pero cuando emprendió la campaña del Perú era un consumado baquiano.
Por tanto, conocía la eficacia de los escuadrones en las guerras de Italia pero también la superioridad de la caballería en la conquista. Por ello, optó con buen criterio por situar a la caballería en el eje central de su hueste.79 Sabía que esta era desequilibrante, tanto por su valor ofensivo como por el temor que inspiraba entre sus oponentes y que con frecuencia provocaba su huida.80 El hecho de que los caballeros, que no lo eran solo por montar a caballo, llevasen el doble de botín que los hombres de a pie evidencia su importancia.81
Gozó del apoyo de buena parte de su hueste, que lo respetaba por su liderazgo, por su tenacidad y por el trato respetuoso que les daba. No olvidemos que en un primer momento eran las huestes las que otorgaban el rango; es decir, Pizarro no tenía, antes de las capitulaciones de Toledo, más título que el que le reconocía su propia tropa. Sabía cuidar de sus hombres, y procuraba su bienestar cuando enfermaban, actuando no solo como jefe sino en ocasiones también como un padre.82 De hecho, aprovechó la fundación de San Miguel de Tangarara, a treinta leguas de Túmbez, para dejar allí en la retaguardia a los más enfermos, agotados o envejecidos.
Obviamente, la superioridad técnica, táctica y estratégica de su hueste era ostensible en relación con los ejércitos incas. Empezando por el aspecto técnico, el armamento era notablemente desigual, pues frente a lombardas, arcabuces, caballos, espadas, lanzas y rodelas, sus oponentes tan solo oponían piedras, garrotes, dardos, lanzas y tiraderas.83 Cieza de León subrayó esa diferencia cuando aludió al enfrentamiento de Sebastián de Belalcázar con los naturales de Riobamba, de los que dijo que no disponían de armas defensivas para guarecerse de lanzas y espadas ni menos aún ofensivas por lo que, «haciendo los pies ligeros, comenzaron a huir sin los osar aguardar».84 Por su parte, el Inca Garcilaso destacó asimismo esta ventaja técnica, frente a la cual el ardor guerrero de los naturales resultaba a su juicio infructuoso. Y decía más, si estos hubiesen dispuesto de armas similares a las de los invasores, su derrota hubiese sido más complicada «que la de los turcos».85
También eran muy superiores tácticamente, pues en esos momentos la capacidad de un estratega occidental mediocre era mucho más eficaz que la que podía desplegar el mejor de los caudillos quechuas. Ellos buscaban el cuerpo a cuerpo y el combate en campo abierto. Una estrategia que servía para combatir con otros grupos indígenas, aunque dispusiesen de arcos y flechas de los que ellos carecían, pero que no era eficaz frente a las armas de fuego hispanas, a los aceros toledanos o a la caballería.86
El trujillano conocía bien su oficio, siendo consciente de la importancia de mentalizar previamente a sus hombres antes del combate. Para empezar, siempre daba ejemplo de valentía y de fortaleza física y mental pues, según Fernández de Oviedo, nunca mostraba ante los demás signos de cansancio.87 Cuando había una situación peligrosa se situaba al frente, y los arengaba para la batalla, mentalizándolos de que luchaban por una causa justa, pues, «si sobrevivían ganarían honra y fortuna y si, por desgracia, perecían, ganarían la vida eterna por haberlo hecho en nombre de Dios y del emperador».88 Esta cobertura ideológica reforzaba la moral, convenciéndolos de que su lucha era justa. Pero no era suficiente; para contar con el apoyo de la hueste había que ofrecerles periódicamente pruebas verosímiles de futuras compensaciones económicas en forma de oro y plata. En 1529, estando en la isla de Puná, manifestó a sus hombres que en la tierra que buscaban había más metal precioso «que hierro en Vizcaya».89
Su mesnada reunía dos características: una, estaba formada por personas de muy distintos oficios; algo menos de la mitad podían ser hombres de armas, incluyendo a los marinos, mientras que entre los demás había un poco de todo, desde artesanos a labradores pasando por profesionales liberales —especialmente médicos—, pajes y clérigos.90 Y otra, ninguno iba asalariado, sino que su remuneración era exclusivamente en especie. Por ello no se puede hablar de soldados sino de hueste o mesnada, como se le denominaba habitualmente en la Edad Media.
Apreció la necesidad de contar con intérpretes —llamados entonces lenguas— que le permitieran entenderse con los naturales. Así, en su segunda expedición se encargó de reclutar a varios jóvenes indígenas apresados por el piloto Bartolomé Ruiz, que fueron bautizados con los nombres de Fernando, Francisco y Felipe, aunque los tres fueron conocidos con el diminutivo illo. A ellos se sumaría Martinillo de Poechos, un sobrino del curaca Maizavilca. Este último aprendió muy rápidamente el castellano, jugando un papel clave en el proceso, pues permitió un relativo entendimiento entre los conquistadores y los conquistados.91 Y digo que relativo, porque el problema de la incomprensión mutua estuvo presente desde el primer momento. Además del quechua, lengua oficial del incario, se mantenían otros idiomas y con ellos otras sensibilidades no siempre captadas por los traductores, todos ellos, por cierto, al servicio de los conquistadores.92 Del propio Felipillo decía Garcilaso que, siendo natural de la isla de la Puná, había aprendido el quechua en Túmbez, donde se hablaba «como extranjeros, bárbara y corruptamente».93 Si a ello unimos su limitado conocimiento del castellano, nos podemos hacer una idea de su capacidad como intérprete, máxime cuando se trataba de cuestiones dogmáticas y legales, que a veces no entendían ni los propios hispanos.
Asimismo, supo apreciar y utilizar a los grupos nativos resistentes a la estructura imperial quechua. Ya hemos comentado que el Tahuantinsuyu era un estado relativamente joven y muchos pueblos todavía guardaban un resentimiento contra los incas por haberles privado de su antigua independencia. En el fondo, la mayoría de los curacas soñaban con recuperar algún día su añorada libertad y solo se sometían por la política de terror desplegada por el estado.94 El trujillano valoró adecuadamente los dos puntos débiles del estado que pretendía someter, a saber:
Primero, la existencia de grupos, como los cañaris, chachapoyas y lambayeques al norte del actual Perú y los chimúes en la costa norte, que estaban deficientemente integrados en la estructura estatal.95 Tampoco los naturales de la región de Huamanga estaban totalmente asimilados, pues habían sido sometidos también entre 1460 y 1470, siendo aún frágil su lealtad.96 La mayoría de ellos habían sido sometidos durante el reinado de Túpac Yupanqui (1438-1471), sufriendo deportaciones masivas, como mitimaes, es decir, como desterrados.97 En el caso de los chachapoyas, se trataba de una cultura desarrollada en la selva, al noroeste del Perú, y que mantuvieron una resistencia encarnizada hasta su derrota final en torno a 1470.98 Por su parte, los cañaris fueron sometidos igualmente por Túpac Yupanqui y Huayna Cápac, quienes deportaron a más de treinta mil personas a la zona de Cusco.99 El sojuzgamiento total de los pueblos del actual Ecuador culminó asimismo con Huayna Cápac quien, pese a su resistencia, venció a los cayambes y a los caranquis.100
Cuando estalló la guerra civil, los cañaris se vieron obligados a unirse al bando huascarista seguramente para evitar el exterminio de los mitimaes residentes en Cusco. De hecho, Atahualpa masacró a varios miles de cañaris, por lo que, cuando aparecieron las huestes, estos vieron la oportunidad de vengarse.101 Por ello su fidelidad a los hispanos fue inquebrantable y su actuación decisiva tanto en la conquista de Quito por Sebastián de Belalcázar como en la ofensiva contra el alzamiento de Manco Cápac. De hecho, sabemos que abastecieron de provisiones y vituallas a los españoles sitiados en Cusco.102 Por todo ello, fueron favorecidos por los hispanos, eximiéndoles del pago de tributos y de la mita de Huancavelica durante casi toda la época colonial.103 A mi juicio, jugaron un papel similar al de los tlaxcaltecas en México, pese a que algunos cronistas silenciaron sistemáticamente su participación.
Y segundo, la división fratricida facilitó sobremanera su derrota. Francisco Pizarro jugó en todo momento con esas bazas, lo que permitió que los huascaristas le vieran en un primer momento con cierta expectación, pensando que venía a reponer en su trono al legítimo inca. Huelga decir que la utilización de estas fracturas en beneficio propio fue una constante en el arte de la guerra, al menos desde la antigüedad, y la usaron, incluso, los propios incas.104 Como es bien sabido, la guerra no era solo entre españoles e indígenas sino que en ocasiones parecía más una guerra entre los propios naturales en la que los hispanos se acoplaban a un bando o al contrario según sus intereses.
El de Trujillo sabía bien que la mejor forma de controlar a los nativos era mantener a sus autoridades locales. Los curacas se convirtieron en el nexo de unión entre los conquistadores y los conquistados, los mismos que se encargaron de recaudar los tributos y de fijar los turnos de los servicios personales.105 Durante la época prehispánica se habían ganado la confianza de sus respectivos pueblos, gracias a un equilibrio de buena gestión y redistribución de excedentes entre los distintos ayllus.106 Estos jefes locales, por temor a perder sus privilegios, obedecieron ciegamente lo que les ordenaban los nuevos señores, en unos casos voluntariamente y en otros por miedo.107 Fue el caso de Taulichusco, el curaca huascarista de Límac, que acogió pacíficamente a los hispanos para conservar sus privilegios. Como ha ocurrido casi siempre en los procesos expansivos, las élites locales terminaron por acomodarse a los nuevos dueños para mantener sus privilegios, y en el Tahuantinsuyu esta premisa no fue una excepción. Una defección que sumada al arrojo de las huestes y a las diferencias bélicas entre unos y otros, permitió que un grupo reducido de europeos dominasen un vasto territorio en muy pocos años.
Todos los imperios, todas las naciones, todos los gobernantes y, por supuesto, todos los caudillos han tratado siempre de legitimar ante los suyos sus actuaciones y de asegurarse su continuidad en el poder.108 Huayna Cápac justificó su expansión imperialista en la necesidad de civilizar a los pueblos bárbaros de la frontera que tenían prácticas para ellos repulsivas, como el incesto o el canibalismo.109 También Atahualpa sintió la necesidad de justificar éticamente su actuación frente a su hermano Huáscar. De hecho, contó a Pizarro que su padre le dejó el norte del Tahuantinsuyu y que su hermano, no conforme con el reparto, le hizo la guerra. Su beligerancia era defensiva y, por tanto, justa.110 Obviamente, su versión de los hechos no se corresponde exactamente con la realidad, pues él también ambicionaba el dominio de todo el imperio. Pero, en cualquier caso, resulta curiosa la coincidencia de los argumentos éticos de los incas con los esgrimidos por otros imperios a lo largo de la historia, incluido el hispánico.
Francisco Pizarro no fue en ese sentido una excepción, pues también sintió la necesidad de justificar sus actos ante los suyos y ante el emperador. Trataba así de fortalecer la moral de su hueste, al darle motivos ecuánimes por los que luchar, al tiempo que argumentaba sus actuaciones ante la corona. Por ello, además de explicar todas y cada una de sus actuaciones, se encargó de que sus cronistas oficiales, Francisco de Jerez y Pedro Sancho de la Hoz, recogiesen minuciosamente los sucesos que él y sus hombres protagonizaban. Así, por ejemplo, antes de entrar en Cajamarca, arengó a su mesnada, proporcionándole una justificación ética que de paso reforzaba las convicciones colectivas: la misión era sagrada porque su objetivo era la expansión de la fe y, por tanto, contarían con la ayuda divina.111 De esta forma daba legalidad a sus actos, al tiempo que preparaba psicológicamente a sus hombres para la lucha, convencidos todos de que, en una guerra santa como la que se libraba, Dios obraría el milagro de la victoria.112 Y asimismo, pensaban que si en este justo proceso de expansión misional se cometían excesos las propias víctimas lo merecían por sus pecados, como paganos al servicio de Satanás.113 La mayoría de los hispanos veía en dicho enfrentamiento la mano de la providencia divina que allanó el terreno y favoreció su ocupación y cristianización.114 Además, no solo se trataba de reforzar la moral de las huestes sino también de minar la de sus oponentes. Estos se sentían igualmente ayudados por sus dioses, especialmente en la guerra. De hecho, Atahualpa, que era tenido como hijo del Sol, pensaba que sus divinidades peleaban por él, de ahí que hubiese encadenado una victoria tras otra frente a su hermanastro.115 Pizarro sabía que la mejor forma de debilitarlos era arrebatarles la fe en sus dioses, es decir, en su cosmovisión. Por ello, en una conversación con el inca, justo después de su apresamiento, le dijo que sus ídolos no eran dioses verdaderos, pues detrás de ellos estaba el diablo. El argumento que esgrimió para dar credibilidad a su afirmación no pudo ser más significativo: que mirase «cuán poca ayuda le había hecho su dios... cuando fue desbaratado y preso de tan pocos cristianos».116 Atahualpa quedó traspuesto por estas palabras, acentuándose desde ese momento su soledad y su desazón por su cautiverio.
En el fondo, veían a los naturales como bárbaros a los que era legítimo someter y civilizar. El vocablo bárbaro tenía remotos orígenes grecolatinos, pues estos últimos llamaban así a todo el que no dominaba el griego, es decir, a todos los extranjeros. Se caracterizaban porque obedecían a un tirano y porque no reconocían la humanidad de los demás grupos.117 Es decir, que un bárbaro se definía sobre todo por su incapacidad para reconocer la humanidad del resto de los mortales, a diferencia de lo que hacían los grupos civilizados. Obviamente, si aplicamos el concepto a los conquistadores concluiremos que eran al menos tan bárbaros como aquellos a los que pretendían someter.
Lo cierto es que estas convicciones, la fuerza de las motivaciones, la creencia de que la invasión era legítima y estaba bendecida por Dios, tuvieron una responsabilidad directa en la victoria de los barbudos. Y en esta coartada ideológica colaboraron la Iglesia y el Estado; lo mismo el clero secular que el regular —franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios—, acompañaron en la labor pacificadora, entendiendo la palabra, claro, como un mero eufemismo. Cuando hablan de pacificar se refieren en realidad a conquistar y a someter a sangre y fuego, un concepto que comenzó a utilizar la Iglesia y que terminó adoptando el estado.118
Ahora bien, una cosa era lo que decían y otra bien distinta la realidad, pues sabían bien que su objetivo no era tan filantrópico. ¿Por qué luchaba realmente Pizarro? No tanto por dinero, pues ya en Panamá era un rico hacendado, como por honra y fama, que no es exactamente lo mismo. El propio Inca Garcilaso escribió que tanto Almagro como Pizarro cuando llegaron al Perú «eran hombres ricos y famosos por las hazañas que en otras conquistas habían hecho».119 Pizarro ambicionaba una gobernación, como la que disfrutaba Pedrarias Dávila, o mejor aún, como la de su sobrino —ya famoso en aquellos momentos—, Hernán Cortés. Sus hombres eran más realistas y menos ambiciosos políticamente, luchaban simplemente por un botín que les permitiese sacar de la pobreza a sus respectivas familias. No conviene sorprenderse por ello, pues el botín era necesario, tanto para los capitanes que habían invertido toda su fortuna, como para las huestes que interpretaban que el oro indígena era su legítima soldada.
Aunque una vez sobre el terreno el hambre podía ser el mayor acicate para el avance, no se puede obviar el peso del sueño áureo en toda la empresa conquistadora; sin contar con este componente es imposible explicar la conquista. Tanto era así que solo querían evangelizar el territorio si este era rico pues, en caso contrario, no les importaba que sus habitantes permaneciesen en el paganismo.120 De hecho, años más tarde, cuando fray Bernardino Minaya pidió al trujillano, antes de su encuentro con Atahualpa, que explicara a los nativos los motivos evangélicos por los que habían ocupado el territorio este se negó, diciendo que él había venido «a quitarles el oro». No menos claro se mostró al respecto Pedro Cieza de León cuando escribió con rotundidad que «el conseguir oro es la única pretensión de los que vinimos de España a estas tierras».121 Tanto era así que, según Huamán Poma, entre sueños los españoles decían «Indias, oro, plata, plata del Pirú». El oro y no la evangelización fue el verdadero revulsivo de la conquista; el poco metal que consiguieron en la primera expedición permitió realizar la segunda, y el obtenido en esta última les financió parcialmente el viaje a la corte para firmar la capitulación.122 Estaba claro que, aunque muy pocos lo reconocieran abiertamente, la inmensa mayoría solo estaba dispuesta a jugarse la vida bajo la fundada promesa de obtener un enjundioso botín. Máxime teniendo en cuenta que los capitanes habían invertido todos sus ahorros y que la hueste no llevaba más salario que lo que obtuviese mediante la rapiña o en posteriores compensaciones en forma de encomiendas. Ni unos ni otros estaban dispuestos a volverse con las manos vacías. Y es que la dura travesía y los rigores de las hambrunas eran capaces de transformar hasta al más caritativo. Ahora, bien, conviene insistir que todas las guerras, incluidas las llamadas de religión, tuvieron siempre un destacado componente económico.
Pero el botín no solo era pecuniario; también existía un codiciado trofeo carnal con el que hacer realidad sus deseos sexuales. Algo que desgraciadamente ha sido común en la historia de la humanidad, por eso las palabras que escribiera el Arcipreste de Hita en el siglo XIV siguen teniendo plena vigencia: «El mundo por dos cosas trabaja: la primera, por haber mantenencia, la otra cosa era por haber ayuntamiento con fembra placentera». Las mujeres, hijas y parientes de los incas, así como las vírgenes recogidas en los templos —mamaconas— eran muy codiciadas, habida cuenta de la escasez de féminas hispanas.123 Cuando entraron en Coaque no solo se repartieron el oro, la plata y las esmeraldas sino también 44 mujeres jóvenes y tres niños.124 En Caxas hubo problemas porque encontraron medio millar de ellas en una casa de escogidas, preparando alimentos, de las que el curaca entregó cinco o seis, pero la hueste exigió el reparto de las demás. De momento, Pizarro lo evitó, siguiendo su política de minimizar los desmanes entre los pueblos ya sometidos.125 Asimismo, tras el cautiverio de Atahualpa, se apresaron muchas nativas, la mayoría de ellas muy bellas.126
Usaron a las vírgenes del Sol y a otras mujeres de sangre real para satisfacer sus deseos carnales, lo cual llegó a escandalizar a una persona tan religiosa como Cieza. Según él, usaron de ellas como si fueran «mancebas, sin ninguna vergüenza ni temor de Dios».127 Y más adelante añade que el principal motivo por el que los naturales aborrecieron a los hispanos fue «porque usaban con sus mujeres e hijas sin ninguna vergüenza». Posteriormente, tras agarrotar al inca, fueron muchos los que se disputaron lo único de valor que aún conservaba, su harén.128 El pretexto era que las necesitaban para que les curasen sus futuras heridas en combate y para que les hiciesen de comer, aunque curiosamente solo las más jóvenes y bellas fueron separadas y repartidas.129 Eso sí, el gobernador se quedó para sí a la jovencísima Quispe Cusi —bautizada con el nombre de Inés—, hija del cacique de Huaylas, una de las mujeres de Atahualpa. Esta se la había entregado el inca poco antes de morir, pues era una tradición milenaria que el jefe de un ejército conquistador se quedase con una mujer de sangre real para procrear herederos de ascendencia regia.
Nuevamente, en 1533, estando en el valle que los españoles llamaron de Jauja, prendieron a varias féminas hermosas, entre ellas a dos hijas de Huayna Cápac, y se las repartieron.130 En Guayaquil, Sebastián de Belalcázar, antes de partir para Quito, dejó por capitán a Diego Daza junto a un destacamento de hombres. Pues, bien, tan solo unas semanas después, los naturales se rebelaron represaliando a la mayor parte de ellos, según Cieza, por «la gran codicia que tenían y la prisa con que les pedían oro y plata y mujeres hermosas».131
No obstante, en este aspecto hay que reconocer una sensible diferencia entre Francisco Pizarro y otros conquistadores mucho más promiscuos, como Hernando de Soto, Francisco de Montejo o Hernán Cortés. Ya el Inca Garcilaso destacó la moderación del trujillano tanto en el comer y el beber como «en refrenar la sensualidad, especialmente con mujeres de Castilla».132 No fue una persona pasional, pues de hecho tuvo la oportunidad de aprovecharse de muchas jóvenes y no lo hizo. En las cuestiones sexuales está claro que se comportó de manera mucho más comedida que otros. Se le conocen pocas relaciones, a saber: la de Quispe Cusi —rebautizada como Inés Huaylas Yupanqui—, princesa inca, hija de Huayna Cápac y de Contarhucho, hija del curaca de Huaylas. Tenía dieciocho años cuando la tomó el trujillano, dándole el tratamiento de esposa —sin estar casado con ella— y procreando dos vástagos: a finales de 1534, estando en la ciudad de Jauja, nació Francisca, y en 1535 vino al mundo Gonzalo. Posteriormente se la traspasó, como si de una esclava se tratase, a su amigo Francisco de Ampuero, con quien esta vivió hasta su muerte.
La segunda relación estable fue con otra mujer de la realeza, prima de Inés Huaylas, Cuxirimay Ocllo —bautizada y conocida como Angelina Yupanqui—. Pertenecía a la panaca del Inca Pachacutec y había sido la esposa principal de Atahualpa.133 Pese a que la muchacha apenas tenía unos dieciséis años cuando comenzó la relación, y se llevaban más de cuarenta años de edad, tuvo con ella otros dos hijos ilegítimos, traspasándosela después a Juan de Betanzos.
Y finalmente, mantuvo una íntima amistad con una tal Beatriz, una esclava morisca propiedad del veedor García de Salcedo, la cual ejerció un gran influjo sobre él en sus últimos años. Obviamente, solía hospedarse en el palacio del marqués y era público que obtenía numerosas prebendas y privilegios para sus conocidos y amigos.134 Ahora bien, no se casó oficialmente con ninguna de ellas, lo que evidencia que, como el resto de los hispanos, no las tenía en la misma consideración que a una dama española.135
¿Fue más cruel que otros conquistadores? Ni más ni menos que el resto porque, en general, el proceso se rigió por unos patrones en los que el uso de prácticas aterrorizantes fue usual para someter a grandes masas de población. La conquista se caracterizó por la diferencia bélica entre unos y otros pero también por la gran inferioridad numérica de los invasores. Por ello, el uso de este tipo de prácticas fue un componente fundamental en la consumación del proceso. A fin de cuentas, el terror no es otra cosa que un subtipo de guerra psicológica. El trujillano las usó para conseguir sus objetivos, aunque sin ensañarse gratuitamente. De acuerdo con Bernard Lavallé, no dudaba en matar cuando lo veía oportuno, pero sin disfrutar del placer sádico que mostraron otros guerreros de su tiempo.136 Ahora bien, actuó de la misma forma que sus propios hermanos, Hernando y Gonzalo, o que Diego de Almagro, Hernando de Soto y Sebastián de Belalcázar, por citar solo a algunos.137 Tampoco los incas eran ajenos a este tipo de prácticas, como se demostró durante la guerra civil por la sucesión de Huayna Cápac.138
En la conquista se cometieron todo tipo de prácticas aterrorizantes, con la idea de hundir moralmente y desanimar a un gran número de oponentes. Sin embargo, debemos insistir que estas estrategias se habían usado en la guerra, al menos desde la antigüedad, por asirios, persas, macedonios, cartagineses y, por supuesto, romanos.139 Y en la época de la conquista estaba generalizada, siendo de uso habitual no solo por parte de la Inquisición sino por cualquier tribunal ordinario.140
Cuando las circunstancias lo requerían sabía infringir castigos dolorosos y ejemplarizantes. Estando en la isla de la Puná, cuando los nativos urdieron a sus espaldas una rebelión, que de no haber sido descubierta a tiempo les hubiese costado muchas bajas, decidió propinar un castigo ejemplar: los cabecillas fueron todos ajusticiados, quemando a unos y decapitando a otros.141 Posteriormente se produjo una alianza de trece curacas de Chira, Amotape y Tangarara para acabar con ellos y, enterado el gobernador, mandó darles garrote y quemarlos, lo que causó tal estupor que en adelante nadie osó sublevarse.142 El horror fue tal que el obeso curaca Maizavilca huyó despavorido, ordenando el trujillano su persecución y captura. Cuando lo trajeron encadenado, resignado a su ejecución, el gobernador optó por dar una muestra de su indulgencia y perdonarle la vida.143 Así era la justicia en tiempos de la conquista, una persona decidía sobre la vida y la muerte de las demás, amnistiando o castigando, según le aconsejasen las circunstancias.
Obviamente, no había un afán de extermino porque eran conscientes de que necesitaban la mano de obra y los tributarios; no tenía sentido ser gobernador de un territorio despoblado. Tras la victoria en Cajamarca muchos de sus soldados le propusieron la ejecución de todos los prisioneros, sin embargo el gobernador se negó a cometer semejante acto de barbarie.144 Y con esa obsesión de dejar poblado el territorio siempre encargaba a los curacas sometidos que recogiesen de los campos a su gente y la compeliese a regresar a sus viviendas. Se trataba de causar el daño justo para sembrar el pavor entre los vencidos, sin ensañarse.
Una vez que entró en contacto con Atahualpa, ambos desarrollaron toda una estrategia de juegos y engaños que guarda cierto parecido con la desplegada poco más de una década antes entre Moctezuma y Cortés.145 Tanto el trujillano como el inca simularon la buena voluntad que tenían por conocerse, manifestando sus respectivos deseos de amistad y entregándose mutuamente diversos presentes. De hecho, cuando las huestes estaban cerca de Cajamarca, el inca les envió, a través de una comitiva, dos cargas de patos desollados, al tiempo que les hacían saber que su señor los esperaba de paz en la ciudad. El trujillano los recibió de la mejor forma posible, enviando con ellos ciertos presentes de Castilla, al tiempo que les transmitía sus deseos de hermanamiento. Periódicamente el soberano enviaba emisarios que insistían en que su señor los esperaba en Cajamarca amistosamente y «con poca gente».146 Uno y otro simularon creerse a su contrincante, pero se trataba de puro teatro. De hecho, antes de su llegada a Cajamarca, aparesaron en varias ocasiones a diversos naturales y el trujillano los presionó para que contasen los verdaderos planes del inca, a sabiendas de que mentía. Cuando, llegados a Cajamarca, le preguntaron a un emisario por qué estaba la ciudad casi vacía, este respondió que lo habían hecho por dejar sitio a los extranjeros para que se aposentasen cómodamente, algo que el trujillano aparentó creerse.147
Lo cierto es que Atahualpa estaba muy enojado por los robos y atropellos que habían cometido en la frontera norte y de los que había tenido puntual noticia. Por ello, esperaba pacientemente que cayesen en la encerrona de Cajamarca para capturarlos. Su objetivo estaba claro: pretendía que los hispanos entrasen en la ciudad y, tras quedar cercados y encerrados, aniquilarlos tranquilamente.148 Por tanto, mientras Pizarro pretendía apresarlo y conquistar su territorio, el inca planeaba capturarlos, ajusticiarlos y así consolidar definitivamente su poder omnímodo en todo el Tahuantinsuyu. En el fondo, ambos confiaban en sus respectivas victorias al tiempo que pensaban que solo uno de los dos podría sobrevivir. En Cajamarca se decidiría todo.
Consumado el regicidio de Atahualpa y ejecutado —por orden de este— Huáscar, el gobernador nombró como nuevo inca a Túpac Huallpa, otro hijo de Huayna Cápac, de la facción cusqueña, evitando siempre, con muy buen criterio, el vacío de poder. El candidato elegido era el idóneo ya que era el más pequeño de los hermanos de Huáscar, y por tanto, un joven inexperto que no poseía la capacidad ni la experiencia para oponerse a la voluntad de los extranjeros. Bastaba con darle las órdenes oportunas para que sus súbditos lo obedeciesen ciegamente, controlando así todos los confines del Tahuantinsuyu. Por ello, tras una ceremonia solemne, se ordenó a todos que «lo obedeciesen como antes obedecían a Atahualpa».149 Poco después, estando en Jaquijahuana, a una legua de Cusco, mandó quemar, sin juicio previo, al general yana Calcuchímac, lo que a muchos les pareció un nuevo exceso.150 Otra vez los biógrafos pizarristas atribuyen dicha ejecución a las presiones ejercidas tanto por Hernando de Soto como por Diego de Almagro.151 En mi opinión no hay que buscar excusas, pues la sentencia la dictó el gobernador porque estimó que su actitud era irreductible y no quería correr riesgos con el que había sido uno de los caudillos más brillantes de toda la América prehispánica.
Con el resto de la aristocracia indígena se estableció un pacto, similar al que estos habían mantenido con el estado inca.152 La estrategia la había aprendido de su larga experiencia en Tierra Firme.153 Si el curaca acataba no había ningún problema, se le convertía en vasallo y tributario de Carlos V y asunto terminado. Si por el contrario, como solía ocurrir, se resistía, se procedía al plan B, que consistía en infringir un castigo ejemplar, ajusticiando a una parte de la élite dirigente y amnistiando al resto. Nunca dejaba el territorio sin una autoridad indígena; si el curaca había sido ejecutado o había muerto en combate nombraba a un descendiente suyo o a alguien que legítimamente pudiese ser aceptado por los demás, haciéndole jurar fidelidad. La situación para los naturales se tornó más trágica después de la insurrección de Manco Cápac y posteriormente durante las guerras civiles. Y ello porque, como denunció fray Vicente de Valverde en una carta dirigida al emperador en 1539, los naturales vivían en la atonía permanente porque no sabían a quién contentar para evitar represalias.154
Como casi todos los conquistadores, cometió ocasionalmente actos de barbarie extrema y gratuita, como el asesinato de la princesa Curi Ocllo, hermana-esposa del inca Manco Cápac. Su hermano Gonzalo Pizarro estaba enamorado de ella, pero cuando el inca se alzó, huyó en su compañía. Cuando este, en 1539, atacó el campamento del soberano rebelde la capturó, trayéndola de vuelta a Cusco. El gobernador la usó para negociar con los rebeldes, pero el inca ordenó asesinar a los emisarios. En respuesta a dichos actos no dudó en azotar y asaetar hasta la muerte a la muchacha, arrojando su cuerpo al río Yucay.155 Un acto de brutalidad, no solo por el ajusticiamiento de una inocente sino por la forma en la que fue torturada. Un episodio muy similar a la ejecución de la bella cacica Anacaona, tres décadas antes, por el también extremeño Nicolás de Ovando.
En cuanto a sus propios hombres, solía recompensarlos adecuadamente cuando lo merecían. Fue generoso con aquellos que le ayudaron, tanto si se trataba de españoles como de naturales, algunos de los cuales fundieron importantes partidas de oro de rescate. De hecho, supo recompensar generosamente al indio Paulo Inca, hijo de Huayna Cápac, con una encomienda que heredaron sus descendientes. Pero, llegado el caso, también sabía castigarlos; en 1533 o 1534, estando en Jauja, un tal Pedro Calvo de Barrientos cometió un hurto y, de mutuo acuerdo con Diego de Almagro, ordenó cortarle las orejas.156 En lo relativo a la ejecución de Diego de Almagro, una buena parte de la historiografía pasada y reciente lo ha exculpado totalmente, alegando que fue una decisión personal de su hermano Hernando. Incluso, se dice que cuando lo supo se entristeció y hasta lloró.157 Sin embargo, estamos ante un nuevo intento del propio gobernador y de sus defensores posteriores de eximirlo del ajusticiamiento de nada menos que un gobernador real que hubiese tenido graves consecuencias para él, como de hecho las tuvo para su hermano. Es obvio que la ejecución se realizó con su consentimiento expreso. En esta ocasión, el gobernador actuó inteligentemente, consiguiendo desvincularse de tales hechos, a sabiendas de que le podían pasar factura. Ahora bien, aclarada su responsabilidad directa también conviene insistir, de acuerdo con el conde de Canilleros, que no hay que darle más importancia al acto, pues la ejecución de los cabecillas de cualquier revuelta o guerra civil era moneda común en la época.158 Se actuó según la ley no escrita de todo conquistador que no se caracterizaba precisamente por su misericordia.
Queda claro que administró el terror a cuentagotas para que surtiese el efecto deseado, minimizando los costes humanos y económicos. Tenía muy claro que el mejor indio era el tributario, por ello bastaba con que los curacas aceptaran la sumisión para evitarles la guerra. Fue un auténtico guerrero de la frontera cristiana; sabía ser indulgente cuando las circunstancias así lo aconsejaban pero no dudaba en hacer rodar cabezas o quemar públicamente en la hoguera cuando creía que era necesario. En la conquista, la traición se pagaba con la muerte. Se movió habitualmente, como casi todos los conquistadores de su época, entre la compasión y el horror. Junto a Vasco Núñez de Balboa había sido testigo de las carnicerías que este infringía a los naturales, con la intención de aterrorizarlos y que se sometiesen al poder español.159 Bien es cierto que intentar presentar a Pizarro, como han hecho algunos hagiógrafos, como una persona compasiva es tan absurdo como ofensivo para su propia figura. No queramos pedirle peras al olmo; fue un conquistador y se comportó como tal. Como no podía ser de otra forma, nunca cuestionó la legalidad de la conquista, como hicieron algunos religiosos, especialmente los dominicos, ni reivindicó ideas como la libertad, la justicia social o el derecho natural. Más bien al contrario, recurrió a tormentos, ejecuciones y mutilaciones cuando los juzgó necesarios, exactamente igual que los demás guerreros de su tiempo. Su vida transcurrió en un mundo presidido por la violencia.
Francisco Pizarro ha sido presentado tradicionalmente como prototipo de conquistador y de extremeño. Lo primero es cierto pero lo segundo no tanto, porque no creo que existiera entonces ni tampoco ahora una forma de ser extremeña, diferenciada de la castellana.160 El trujillano fue un conquistador, con todo el tributo de horror y de sangre que eso conllevaba. Obviamente, su caso no era diferente al de otros guerreros como Alejandro Magno, Julio César, Atila, Aníbal, Carlomagno o Napoleón, por citar solo a algunos. Ahora bien, su principal mérito fue su incuestionable afán y hasta obsesión por poblar el territorio, mediante la fundación de urbes que a su vez hicieran florecer la forma de vida occidental. Ya el Inca Garcilaso valoró su preocupación por acrecentar la tierra, labrándola y cultivándola así como por construir templos y buenas casas en las ciudades que a cada paso iba fundando.161 Él no buscaba enriquecerse y retornar como tantos otros sino que anhelaba una gobernación, es decir, un territorio sobre el que mandar. Para ello se necesitaban familias, agricultores, artesanos y mercaderes, así como ciudades y cabildos. Ello le empujó a ir poblando el territorio al tiempo que lo sometía. Una actitud que hundía sus raíces en la tradición ibérica de la reconquista, siempre seguida de repoblación, que era la única forma de consolidar dicha ocupación. Sabía que poblar equivalía a someter definitivamente un territorio hostil.162 Por ello, la condición de vecino era requisito previo para recibir solares, tierras y encomiendas, así como para ostentar algún cargo concejil. Y el trujillano tenía poderes no solo para conceder solares, tierras y oficios sino también encomiendas, algo que no siempre era habitual.163
En los núcleos urbanos se aglutinó la minoría hispana, convirtiéndose en centros de control del espacio y de sujeción de los pueblos de indios del entorno. Al mismo tiempo evitaba los vacíos de poder, estableciendo, sin solución de continuidad, un nuevo orden sobre la antigua estructura política incaica. Un organigrama administrativo basado en pueblos de indios con sus curacas que se mantuvo intacto durante buena parte de la época colonial. De hecho, todos aquellos jefes locales que decidieron aceptar el nuevo poder permanecieron en sus cargos, manteniéndose durante varios siglos la nobleza local incaica y en ocasiones hasta preincaica.164
La mayoría de los núcleos se fundaron sobre nuevos emplazamientos pero otros sobre los antiguos asentamientos, como Cusco. Tanto fue así que a veces se tuvo que enfrentar con las élites locales que no querían que se mermase su jurisdicción con la erección de una nueva localidad.165 Bien es cierto que dejó abandonados numerosos núcleos indígenas, como Cajamarca que, en pocos años, se convirtió en un grupo de casas y cercas arruinadas.166 Además toleró el saqueo reiterado de Cusco y de otras ciudades que fueron ocupando. No obstante, sí habrá que reconocerle el mérito de haber refundado numerosas ciudades y de haber erigido otras nuevas.
Los incas habían poblado solo la sierra, pues era un pueblo que vivió siempre ajeno al mar. Pizarro, en cambio, necesitaba mantener la comunicación con Panamá y, a través de esta, con Santo Domingo y con la metrópolis. De ahí que estableciese fundaciones tanto en la costa como en el interior.167 Entre estas últimas destacaron Lima, muy cercana a la costa, y El Callao, puerto natural de Lima y conexión entre Perú y el imperio durante varios siglos.
La primera fundación fue la de San Miguel de Tangarara (1532), cuya erección respondía a la lógica de todas las conquistas, es decir, disponer de un sitio seguro en la retaguardia donde dejar a los enfermos y a donde poder replegarse en caso necesario.168 Las prisas fundacionales provocaron algo muy frecuente: que la elección del sitio no fue la más adecuada, por lo que se mudó de lugar en dos ocasiones.169 Por ello, este primer establecimiento tuvo una vida efímera, pues se trasladó en la segunda mitad de 1534, estableciéndose primero en San Miguel de Piura y, desde 1580, en San Francisco de Buena Esperanza de Payta. Antes de marchar de San Miguel distribuyó tierras y solares e hizo el primer repartimiento de naturales en régimen de encomienda.170
Posteriormente fundó o refundó, personalmente o a través de emisarios, un buen número de urbes, a saber: San Francisco de Quito (1534), Cusco (1534), Jauja (1534), Trujillo (1535), la Ciudad de los Reyes —actual Lima— (1535) , Santiago de Guayaquil (1537), San Juan de la Frontera (1538), San Cristóbal de Huamanga (1539), León de los Caballeros (1539) y Arequipa (1540). Inicialmente se estableció la capital en Jauja, un núcleo fundado por los españoles en el valle de este mismo nombre, el más fértil de todo el incario. Sin embargo, en breve trasladaron la capitalidad, que no estaría ni en la antigua Cusco ni en Jauja sino en la recién fundada Ciudad de los Reyes debido a la lejanía de la costa de las dos primeras.171 La nueva sede de la gobernación estaría pues en el valle de Pachacámac, en tierras del curaca de Rímac —o Límac—, justo en la ribera del mismo nombre. Según Alonso Borregán, el gobernador envió a la zona a Nicolás de Ribera y Laredo, para ver la posibilidad de poblar allí. Su informe positivo dio lugar a la fundación de la nueva urbe.172 Dado que el sitio fue descubierto el 6 de enero de ese año, se decidió ponerle la sonora onomástica de Ciudad de los Reyes, en honor a la fiesta de la Epifanía. La ceremonia fundacional, celebrada oficialmente el 18 de enero de 1535, estuvo presidida por el gobernador.173 Inmediatamente después, se estructuró el espacio urbano, situando la plaza en el centro y nada menos que 117 manzanas trazadas a cordel y dispuestas formando un rectángulo de nueve manzanas por trece.174 Inicialmente se asentaron poco más de sesenta vecinos, la mayoría procedentes de la isla de Sangallán y de Jauja.175 A sabiendas de que su sitio estaba en el Perú, contribuyó decisivamente en la construcción de su catedral, disponiendo en su testamento de 1537 su enterramiento en la capilla mayor cuya edificación sufragó.176
Pocas semanas después, el 5 de marzo de 1535, se fundó al norte de Lima una nueva localidad, con el nombre de Trujillo, en recuerdo de la ciudad natal del gobernador. Al igual que Lima, fue diseñada en cuadrícula, con manzanas de 130 varas de lado.
Para la fundación de Arequipa, al sur del Perú, envió al placentino Garci Manuel de Carvajal, quien la erigió en 1539, bautizándola con el nombre de Villa Hermosa. Sin embargo, al año siguiente decidió trasladar su emplazamiento, refundándola el 15 de agosto de 1540 con el nombre de Villa Hermosa de la Asunción del Valle de Arequipa.177
La fuerza laboral estaría formada inicialmente por los naturales. Pero para protegerlos y de paso evitar la despoblación dictó numerosas ordenanzas para su buen tratamiento, adaptando al Perú las disposiciones emanadas desde la metrópoli. Pero, como en otras ocasiones, una cosa fue la legalidad y otra la praxis. La población aborigen resultó muy mermada, primero en la conquista y luego en las guerras civiles. El sometimiento del territorio estaba obviamente por encima de cualquier consideración legal o moral. Permitió el uso de los naturales como porteadores, pese a las prohibiciones, porque entendía que las bestias no eran suficientes y las llamas no eran en ese sentido todo lo útiles que cabría esperar. Eso sí, limitó la capacidad de carga por porteador hasta un máximo de una arroba de peso y por un espacio comprendido entre un tambo y otro.178
Siguiendo una orden real, mantuvo los repartimientos a aquellos hispanos que salían del Perú, con la condición de que regresasen en un plazo de veinte meses y que su viaje estuviese justificado. Favoreció especialmente a aquellos que viajaban a España a recoger a su mujer e hijos.179 Asimismo, para aumentar la capacidad productiva de la tierra, además de repartir los indios en encomienda, solicitó el envío de esclavos africanos.180
Como gobernador se preocupó por el desarrollo de la agricultura y la ganadería con el objetivo de garantizar la alimentación de los colonos. En muy breve plazo se multiplicaron las piaras de cerdos de manera que, en Lima, ya en 1536 se sacrificaba un animal diario, pagándose el kilo de carne a 370 maravedíes, precio que bajó considerablemente en los años posteriores.181 También se introdujo el cultivo de trigo, obteniéndose pequeñas producciones ya en la segunda mitad de la década de los treinta. En los años posteriores el aumento de la cosecha fue paralelo al descenso del precio del grano, que disminuyó en dos tercios entre 1534 y 1543.182