Capítulo 2

La comitiva

 

 

 

 

 

Todos los asistentes al Consejo de Sabios tomaron asiento en un lugar de la plaza. Estaban algunos pescadores de las marismas y los cazadores y leñadores de las estribaciones del norte. También algunos granjeros, los pastores y los artesanos. Gran parte de los representantes del valle, sin embargo, habían preferido huir o esconderse en sus hogares.

—En realidad —carraspeó el miembro más anciano del Consejo— no sabemos cuál es la naturaleza de Gran Bestia.

—Ni siquiera cuál es su nombre —le secundó otro integrante del Consejo—: ¿Gran Bestia? ¿Gran Bestia Legendaria? ¿Acaso no tiene un nombre normal?

—Por no saber, ni siquiera sabemos si es real —interrumpió un tercero, y justo después de pronunciar esas palabras todo el terreno volvió a sacudirse ligeramente.

El que había hablado en primer lugar tomó la palabra nuevamente:

—Es cierto, ese temblor podría haber sido un simple terremoto. Algo completamente natural. Y…

Raligg se puso en pie. No estaba dispuesto a permitir que se dudara de la existencia de aquella amenaza.

—Yo lo he visto con mis propios ojos, y conmigo cientos de soldados.

Mantonegro y Dafne, que estaban junto a él, también se pusieron en pie, confirmando la versión de Raligg.

—Uhm —vaciló el anciano—, podemos concluir, entonces, que estamos razonablemente seguros de que Gran Bestia no es una leyenda.

—Aunque ello no es impedimento para que se llame Gran Bestia Legendaria —le interrumpió otro sabio.

Raligg gruñó. Estaba perdiendo la paciencia.

—De lo que podemos estar razonablemente seguros es de que estamos perdiendo un tiempo precioso. Mientras discutimos sobre la existencia o el nombre de Gran Bestia ella está propagando el horror por el mundo. No sé cuánto tardará en reducirlo todo a cenizas, pero lo hará en muy poco tiempo si no contraatacamos.

El sabio se removió inquieto en su asiento, ligeramente molesto por aquella réplica.

—Uhm —murmuró frotándose la barbilla y entrecerrando los ojos—, ¿y qué sugieres que hagamos? Somos pocos y llevamos mucho tiempo sin entrar en guerra.

—Propongo que huyamos a las montañas y nos escondamos en las cuevas —gritó una voz entre el público.

Raligg buscó el rostro de quien había hablado, pero fue incapaz de localizarlo, así que se dirigió a todo el auditorio en bloque:

—Sé que tenéis miedo y que la idea más prudente parece esconderse. Pero nadie logrará ocultarse de esa criatura. Creedme. Su poder será suficiente como para reducir a polvo las montañas, las cuevas, los bosques. Salir corriendo solo servirá para retrasar lo inevitable.

Mantonegro habló a continuación:

—Lo que dice es verdad. Yo también he sido testigo de ello.

—Solo podemos luchar —añadió Dafne, aunque en su voz había un ligero temblor de miedo. Sabía tanto como Raligg que esconderse no era una opción, pero tampoco le apetecía ser quien se enfrentara a aquella amenaza apocalíptica.

Raligg avanzó con paso seguro hasta situarse junto al Consejo de Sabios y, con voz alta y clara, expuso su plan.

—Las leyendas cuentan que Gran Bestia ha destruido el mundo cada vez que ha despertado. En otras palabras, estamos condenados. Todos nosotros. La buena noticia es que, en tal caso, tampoco tenemos nada que perder. Podríamos escondernos, pero eso solo nos permitiría vivir unas jornadas más. Sin embargo, si decidimos luchar, puede que nuestra esperanza de vida vuelva a ser la misma que antes de que Gran Bestia despertara.

El auditorio asintió ante a aquellas cabales palabras. El razonamiento de Raligg no tenía ninguna fisura. Ahora todos le prestaban todavía más atención que antes, así que el gigante continuó:

—Pero si vamos a presentar batalla, tendremos más posibilidades de ganar si trazamos un plan estratégico.

—Uhm —dijo uno de los sabios—, sí, estratégico, me gusta esa palabra.

—Es una palabra que destila inteligencia —subrayó otro.

—Sí, estratégico —continuó Raligg—. Y para ello debemos crear una alianza, la mayor alianza que haya conocido la historia.

—¿Una alianza? —preguntó una voz desde el público—. ¿Con todos los pueblos?

Raligg asintió con firmeza.

—Con todos los pueblos, todas las culturas, todas las criaturas que estén dispuestas a luchar por este mundo.

Entre los presente se levantaron murmullos de desaprobación. El mundo era muy grande, cada región tenía sus propias costumbres y manías, tradiciones y formas de hacer las cosas. Y cuando una región desarrolla costumbres y manías propias acostumbra igualmente a mirar con suspicacia las del resto de regiones. Era una pauta que cualquier viajero experimentado había podido comprobar en cualquier rincón del mundo.

—Sé que será difícil que todos colaboremos —continuó Raligg sin perder aplomo—, pero, a medida que los primeros pueblos se unan a nosotros, la esperanza renacerá y los más remisos acabarán por ser convencidos.

—Vamos a necesitar a alguien muy persuasivo para lograr que todas las culturas que pueblan las diferentes regiones del mundo acepten ese plan —señaló el sabio más anciano.

—Efectivamente —confirmó otro—, muy persuasivo e inteligente.

—Y que sea capaz de usar los términos apropiados —terció otra voz—, términos como estratégico.

Raligg dio un paso atrás, un tanto abrumado. Aquellas palabras parecían sugerirle a él como líder de la comitiva que debía negociar con otros pueblos. Si bien ahora se sentía más fuerte, grande y resistente, aquellos atributos no eran precisamente los más útiles para convencer a nadie. Jamás había sido adiestrado en las artes de la política y la oratoria.

—Yo… —vaciló Raligg.

—Sí, tú, muchacho —se levantó una voz entre el público.

—¡Es un héroe! —dijo alguien más.

—Quizá podríamos enviar mensajes con un puñado de cuervos —trató Raligg de buscar una alternativa—. Los cuervos son muy rápidos, llegarían antes que yo a todos los rincones del mundo.

Mantonegro dio un par de zancadas y se colocó junto a su amigo antes de hablar:

—Pero los mensajes no son tan convincentes como las personas. Ni siquiera conocemos a nuestros interlocutores. Debemos negociar. Y tú eres la persona adecuada para ello porque tus propósitos son nobles. Naturalmente, si aceptas, yo te acompañaré.

—¡Yo también lo haré! —exclamó Dafne, que al mismo tiempo de hablar se puso en pie.

Raligg se ruborizó. Estaba dispuesto a incorporarse a la comitiva que negociaría la formación de un ejército destinado a plantar batalla a Gran Bestia, pero en ningún momento se había imaginado liderándola. ¡Él solo era un chico joven e inexperto! Sin embargo…

Sin embargo, la confianza depositada en él por Mantonegro y Dafne le infundió una repentina seguridad en sí mismo. Finalmente, su mirada se cruzó con la de su tía Rega, que asentía desde la distancia.

Raligg estaba dispuesto a encabezar aquella delegación de negociadores para formar la Gran Alianza.

 

* * *

 

A nivel estratégico (una palabra que Raligg había adoptado ya en su vocabulario porque se había dado cuenta de que cada vez que la utilizaba la gente le prestaba mayor atención), debían reunir la mayor cantidad de fuerzas de combate en algún paraje remoto, alejado de las regiones más pobladas, a fin de evitar más bajas de las necesarias una vez desencadenada la batalla. El lugar escogido para el cónclave de la Gran Alianza fue el Desfiladero Negro.

—El Desfiladero Negro, además, es un enclave estratégico en sí mismo —continuó explicando Raligg al tiempo que hacía hincapié en el adjetivo estratégico—. Si logramos que Gran Bestia llegue hasta allí, podremos rodearla y dispondremos de posiciones elevadas para atacar.

Los sabios asentían sin parar, embelesados con los planes de Raligg. Dafne, sin embargo, frunció el ceño.

—Me parece una idea estupenda, pero ¿cómo vamos a convencer a ese ser infernal para que marche hasta el Desfiladero Negro?

—Eso es cierto —apuntó Mantonegro—, Gran Bestia no parece una criatura muy razonable. Quiero decir que no es la clase de monstruo al que le puedes decir: «Oye, te esperamos a mediodía detrás de esos olivos».

Raligg se rascó la cabeza. Tenían razón. Su plan fallaba en ese punto. ¿Cómo iban a persuadir a Gran Bestia? ¿Usando alguna clase de señuelo? ¿Quizá la magia? Si al menos Mayisius estuviera allí, probablemente les ayudaría de alguna manera.

—Bueno —se rindió al fin—, creo que eso tendremos que resolverlo llegado el momento. Estoy convencido de que, si conseguimos reunir los suficientes efectivos en el Desfiladero Negro, Gran Bestia no tardará en venir a buscarnos. Al fin y al cabo su único propósito es acabar con cada vida de este mundo.

Aquellas palabras sonaron lo suficientemente convincentes como para que nadie más pronunciara una objeción. Sin embargo, Raligg se dirigió una advertencia a sí mismo: «Esperemos que Gran Bestia no decida destruir primero todo el mundo y dejar el Desfiladero Negro para el final».

 

* * *

 

Recortándose en el horizonte aparecieron las siluetas de quienes iban a acompañar a Raligg en aquel largo viaje de negociación. Dafne, su querida Dafne, le miraba con confianza y cariño. Mantonegro desprendía la honestidad de quien está dispuesto a seguir a un amigo hasta el fin del mundo.

Para muchos, la perspectiva de abandonar los límites de aquellos valles, los pueblos que fueron sus lugares de nacimiento, ya resultaba inquietante. Solo viajaban los buhoneros, los bandidos y los locos. La mayoría de la gente prefería nacer y morir en el mismo sitio, a poder ser sin ver demasiadas cosas del extranjero a lo largo de sus vidas. Sin embargo, los amigos del joven gigante estaban dispuestos a emprender un nuevo viaje con él, nada menos que el más largo de cuantos habían realizado hasta entonces, antes de que Gran Bestia lo arrasara todo. Solo unos locos sedientos de aventura serían capaces de hacer algo así.

Desde luego, Raligg estaba dispuesto a ello; optar por esconderse o esperar que otra persona resolviera aquel problema, supondría, sin duda, renunciar a ver el amanecer en un futuro cercano.

—¿Estáis preparados? —preguntó.

—Yo nací preparado —replicó Mantonegro mirando al horizonte.

Raligg sonrió. El mundo estaba a punto de acabarse, pero precisamente por ello no había que perder el sentido del humor.

—Cuando quieras —dijo Dafne colgándose el macuto con las provisiones al hombro.

Los tres empezaron a andar, dejando atrás el pueblo. Tenían por delante varias jornadas hasta alcanzar a distinguir en la distancia la enormidad del Desfiladero Negro.

Mientras, en el valle, ya habían comenzado los primeros movimientos estratégicos, ese calificativo que tanto les gustaba repetir al Consejo de Sabios… Ya se iniciaban los preparativos para formar el primer ejército de gigantes, uno de los que habría de acudir a la reunión en el Desfiladero Negro. Chasqueaban las espadas y las lanzas, se levantaban los escudos, se disponían las provisiones, los carromatos, los estandartes. Sorsha estaba dispuesta a capitanear la avanzadilla. Era el primer gran destacamento que se formaba en el valle desde hacía mucho, mucho tiempo.

Raligg necesitaba coronar con éxito su viaje, para lograr que aquel ejército de gigantes no fuera el único capaz de llegar hasta el punto de reunión.

—¿Crees que lo conseguiremos? —preguntó Dafne en cuanto tomaron el camino que serpenteaba hasta las montañas.

—Hemos de hacerlo —respondió Raligg con un aplomo que en realidad no sentía.