¡Pobre B. B. Cooper!

No sabemos por qué razón llegó B. B. Cooper a ser invitado a publicar semanalmente sus reflexiones —llamémoslas así— en la sección «Día a día» del principal diario nacional, El Mercurio. Por muchas décadas rincón privilegiado para el comentario agudo y breve, a veces pista de esgrima punzante, nicho para la alusión a temas mayores bajo apariencias menores. Y, cual en carnaval, bajo la máscara del seudónimo, propicio para que importantes personalidades dejen asomar facetas que no siempre desean entremezclar con la seriedad de sus vidas.

B. B. Cooper, sin embargo, no es una figura importante. Modesto profesor de lógica en alguna universidad, vive sin holguras ni estrecheces en un departamento en Ñuñoa. Solitario, solterón sin hijos, amigos ni grandes ilusiones, la lectura es su placer y refugio contra un desarraigo existencial: no es chileno, pues nació en Inglaterra y, huérfano, llegó a Chile a los catorce años, con una tía también inglesa, llamada Waverly, que entretanto ya es nonagenaria. Ambos cultivan recuerdos de sus lejanos tiempos británicos y suelen cotejarlos con sus vivencias entre nosotros, pero no son de allá ni de acá. Son inmigrantes aclimatados, pero no auténticos locales. Quizá a esa mirada un poco «desde fuera» quiso el diario darle una oportunidad de manifestarse.

Como fuere, para asombro de los pocos que lo conocen, de pronto B. B. Cooper comenzó a ver periódicamente publicadas sus meditaciones. Honorables, justo es admitirlo, y que no desdicen con la gran página editorial.

La sorpresa sobrevino cuando, a poco andar, tal vez por la escasez de afectos y contactos en la nada excitante vida de B. B. Cooper, y por su personalidad apagada y entendiblemente melancólica, sus escritos empezaron a dejar traslucir, sin advertirlo él mismo, el influjo arrollador de su tía Waverly. Renuente a concesiones, transigencias o convenciones, templada en los retos de pertenecer en su tiempo a la minoría católica inglesa, de su inconsolable viudez de un coronel británico, de otros amores contrariados, de dejar atrás la tierra natal y empezar de nuevo en suelo ajeno. No tiene saber libresco —eso queda para su deslavado sobrino—, sino sabiduría de vida. ¡Y cuánta vida! Una vitalidad llameante que, indiferente a sus noventa y tantos años, no trepida ante deportes, viajes, amores, excentricidades, novedades de toda suerte. Y, siempre inglesa, se ha construido a su modo una muy personal chilenidad.

No le interesa a tía Waverly injerirse en los escritos de su académico sobrino —«¡Qué tonteras escribes!», dice—, pero la irradiación de su energía es tanta, que se ha erigido en su inspiradora e incluso protagonista, sin buscarlo ni reparar en ello. La tía sabe bien que está al cabo de su camino, pero no se amedrenta por su partida, sino que, con toque ligero, prepara a su sobrino para el trayecto tras los adioses. Ciertamente merece ser conocida, mientras aún esté entre nosotros.

Por eso, el suscrito, ocasional partícipe del juego de espejos que es la sección «Día a día» —lo serio no lo parece, y lo no serio parece tal—, consultado al respecto respaldó con simpatía la idea de que tía Waverly perdure en la forma de libro. ¡Pobre B. B. Cooper! Le ocurrió lo contrario de la apócrifa frase endilgada a Flaubert. Si este dijo «Madame Bovary soy yo», la anciana podría decirle al autor «¡B. B. Cooper soy yo!».

En defensa de su yo, Cooper publica en este mismo volumen una selección de sus otros escritos en que la tía no aparece explícitamente. Vano intento: como se verá, el espíritu de Waverly se mueve también sobre la faz de esas aguas.

Kahr Donn