Superventas, sacerdote del Caupolicán, ídolo de las radios gangosas, ministro en visita de los circos pobres que los wikends tienden sus carpas en el barro de las poblaciones, gurú de las boîtes bravas, catalizador de las lágrimas proletarias chilenas, es un hombre treintón y de buen apetito que se suspira Ramón Aguilera.
— Antonio Skármeta
El Día de la Madre, en Chile se toca “El día más hermoso”. No hay más. Me han pedido componer algo que le haga collera, y es imposible. A esa canción nadie ha podido destronarla porque ahí a Ramón se le nota la pena. Y Ramón todo lo que fuera triste lo hacía una obra de arte.— Tito Fernández
Ramón Aguilera pertenece a ese grupo de artistas cuyos temas son éxitos en todas partes, pero que jamás aparecen en los rankings. ¿Por qué será?
El Musiquero, 1971
Cantar con pena no es cosa sólo de un mal día cuando al bolero se le lleva encima también en silencio, incluso sin escenarios ni audiencia. La voz triste de Ramón Aguilera iba con él a todas partes; a reuniones de amigos y familiares; a las fábricas y talleres donde se empleó desde joven, titulado ya como tornero mecánico de la Escuela Industrial de Melipilla. Fue empleado de Cic, Socometal y Philips, e incluso en su adultez la estrella del bolero popular complementaba sus ingresos con encargos como ajustador matricero y herrero soldador.
Nunca relacionó su definición del canto al éxito que podía obtener con él; sino, simplemente, a su «deseo de cantar»:
—Lo del canto siempre lo tuve conmigo, desde niño. Siempre, siempre, siempre. Al bolero lo llevo en el alma, en la sangre, en mis sentimientos, en mi espíritu.
Parecía estar hablando de una causa.
No está en la biografía de Ramón Aguilera la línea habitual de ascenso de quien surge desde un origen humilde para deslumbrar a las masas con su talento y terminar sus días al fin lejos de su atribulada cuna. Su vida es más bien el entramado zigzagueante de esfuerzos, conquistas, pérdidas y abandonos, y aun así su impronta en la música popular chilena es hoy la de un héroe popular.
A diferencia de quienes hacen de la música una pista de alta competencia, Aguilera fue un hombre entregado a su destino, que si alguna vez calculó conveniencias para su ascenso como figura musical, al poco andar se resignó a que había demasiadas cosas que no dependían de él:
«Quien cree que con el puro canto un artista vive está muy equivocado», decía.
Hasta su muerte, a los 64 años, nunca dejó de cantar, pero los espacios que fue dándole a esa vocación tuvieron, por mil razones, audiencias de tamaño variable, recompensas cambiantes y acuerdos intermitentes.
Forjó alianzas de trabajo junto al cineasta Raúl Ruiz y el grupo Congreso. Cantó frente a un Teatro Caupolicán lleno y a presos emocionados en cárceles de provincia. En estudios de radios de Buenos Aires y en reuniones de chilenos en Australia.
El recorrido del sanantonino en la música incluye episodios tan inesperados como su participación en el décimo Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, en la ex RDA, en agosto de 1973, como parte de una gran delegación encabezada por Gladys Marín, y que incluyó entre otros músicos a Inti-Illimani, Isabel Parra y Valentín Trujillo.
Tuvo períodos de residencia al menos en San Antonio, El Monte, Melipilla, Cerrillos, Santiago, Valdivia, Sidney y Nueva York; solo, en pareja o junto a alguno de sus nueve hermanos.
En diferentes momentos, lo alejaron del escenario representantes deshonestos, mujeres demandantes y militares con el poder de su lado.
Pero nadie lo separó jamás del canto.
El de Ramón Aguilera fue un trayecto esencialmente fiel a las desventuras de aquel bolero popular que él aseguraba abrazar como una causa, y en cuya entrega llegó a convertirse en el más importante de los cantores «cebolla» nacidos en Chile. Pese al estatus de leyenda que hoy alcanza para sus seguidores, con él no se aplica la norma jerárquica entre estrella y fan: su canto fue el modo que el sanantonino encontró de mostrarse al mundo en una inescapable melancolía, y alimentar el sentimiento sencillo mas profundo de aquellos a quienes nunca dejó de ver como a iguales.
—La de Ramón es la voz más triste que ha existido en la historia de la canción chilena —sentencia Tito Fernández—. En su canto había una tristeza infinita, como si su voz estuviese hecha para el repertorio que eligió. Pero no era su voz ni eran las canciones. Era él.
El joven mecánico, pintoso y de trato cálido, entusiasmaba a quien lo escuchase cantar en fiestas familiares y reuniones informales de trabajo. Su debilidad eran los boleros, aunque a veces también le dejaba espacio a valses peruanos y rancheras del repertorio de Javier Solís. Apenas llegó a Santiago desde El Monte, y por el puro gusto de la música, amplió su audiencia en presentaciones esporádicas en La Frontera, una quinta de recreo en Avenida Independencia con Negrete.
Ramón Aguilera tenía un horario fijo de trabajo como obrero y carecía de contactos en la industria de la música. De todos modos anotó un plan de visitas y comenzó a deambular por oficinas de programadores de radios capitalinas, cuando aún eran estas y sus auditorios los puentes de paso al triunfo.
Tuvo primero, en 1962, un turno frente al micrófono de Radio Del Pacífico. Pero fue al año siguiente que su aspiración pudo en verdad asomarse a un aliciente. En Radio Portales, consiguió una audición de mañana frente al reputado pianista y productor Roberto Inglez, quien, encantado con su voz, le pidió que volviese esa misma tarde a “El show de la Nueva Ola”.
Aguilera no esperaba algo así. Sintió pudor, primero, por no tener una tenida a la altura. Lo dijo.
“Me tiritaba la voz de susto pero salió bien. Al día siguiente me ofrecieron contrato por un año. Pero yo no tenía ropa. Entonces me dieron un vale para [la sastrería] Scappini y saqué un terno, zapatos, corbata y camisa. Estaba tan feliz, que si me hubieran cobrado por actuar me habría conseguido el dinero (en Ritmo, junio de 1971).
Si alguien cree que el talento de Ramón Aguilera se les develaba sólo a oídos toscos y corazones hipertrofiado, conviene recordar quién era y qué representaba en esos años Roberto Inglez. El músico y arreglador escocés había llegado a Chile como pianista de Lucho Gatica, luego de arreglar varios discos para el sello Parlophone, y ocuparse en los salones de baile de lujosos hoteles de Europa y Estados Unidos. En Londres tocó por un tiempo junto al trinitense Edmundo Ros, y en el Waldorf-Astoria, de Nueva York, acompañó por más de un año a Monna Bell, otra chilena proyectada al mundo.
Ocupado en los tempranos años sesenta como director artístico de radio Portales, Inglez reconoció de inmediato en la voz de Aguilera un potencial interpretativo de excepción, y estuvo dispuesto a apostar por él apenas lo tuvo al frente.
Lo llevó primero a RCA-Victor, donde, luego de una impecable presentación con guitarra, Aguilera quedó con contrato para comenzar a grabar en marzo de 1963.
«Era una voz diferente, decía en forma personal. Era emotivo, cantaba, no tenía nada que ver con lo que habitualmente llega a un sello grabador», iba a recordar más tarde un trabajador de esa compañía3.
Inglez puso luego su orquesta al servicio de “Cuatro paredes”, un debut precioso y, a la larga, también una rareza en la discografía del cantante. En el bolero del chileno Jorge Díaz, la voz del sanantonino suena más contenida de la que hemos llegado a reconocerle, y además los arreglos de violines, flauta y piano la adornan de una finura de salón que parece ajena, como una elegancia impuesta que le impide soltarse a sus anchas. El modelo de Lucho Gatica es evidente.
Te quiero
pero debo callarlo.
No es posible contarlo,
este amor de los dos.
Me pierdo
refugiado en mis sueños,
sólo así yo soy dueño
de tu amor y mi amor.
La vida
me cogió entre sus redes
como cuatro paredes
me separa de ti.
Te adoro
y no quiero perderte
desde aquí hasta la muerte
viviré nuestro amor.
Pero fue en verdad la siguiente sociedad de grabación entre Aguilera e Inglez la de la fortuna. Los versos de “El viento entre las hojas” combinaban mejor con una voz de nostalgia para amores idos («el alma estremecida / recuerda las ternuras / que el cariño dejó»). Resultó un éxito, y le regaló a un joven soldador de entonces 25 años de edad la perspectiva de hacer de su anhelo en la música un camino para el resto de su vida.
El formato de trío de guitarras y requinto —molde inmortal exportado al mundo por Los Panchos—, ajustó sobre Ramón Aguilera el traje más cómodo para dar a conocer su voz. En tríos de acompañantes como Los Sagitarios, Los Luceros y Las Guitarras Viajeras, el cantante pudo afirmar en los años sesenta un estilo de bolerista popular que le permitía concentrarse en la interpretación sentimental y la empatía con la audiencia, apoyado en socios cuidadosos en la ejecución técnica, las armonías de coros y la elección del repertorio.
Ya sus primeros discos para RCA-Victor (La voz del corazón, Cuando canta el corazón, El día más hermoso) muestran la acertada apuesta por una lectura doble del canto popular, a la vez respetuosa de la tradición romántica latinoamericana y osada para acercarla a las vivencias y sensibilidad de la audiencia chilena.
—En eso había que ser decidido, porque si no quedabas a merced del criterio de otros —dice Willy Segovia, guitarrista de Los Sagitarios4—. Recuerdo que nadie daba un peso por “El día más hermoso” cuando la grabamos. Por supuesto, nos dijeron que era demasiado cebolla. Pero le insistí a Ramón en que teníamos que hacerla. El desprecio quedaba luego desmentido por la popularidad. Y ese fue un disco superventas.
De las muchas canciones de homenaje a la madre que han nutrido el género melódico chileno5, “El día más hermoso” es la más conocida y versionada. La composición de Ernesto Acevedo Hernández —amigo suyo, connacional, empleado de notaría—, tenía para Ramón Aguilera el añadido sentimental de su propia devoción de hijo, y sus versos de orgullo de clase trabajadora se ajustaban a varios otros temas de su repertorio que defendían ambos valores como fundamentos de su estilo.
La letra no es sólo el saludo a una madre que se adora, en un sentimiento que se asume es el de todos («perdone si la suya / tal vez, haya partido / pero una madre vive / siempre en el corazón»), sino también una confesión de la amargura adulta que instala no contar con la abundancia que sería justo prodigarle.
[…] De niño
le prometí riquezas,
tenerla como reina
con lujos y esplendor.
Mi vida
ha sido siempre dura
y sólo mi ternura
le llevo y mi canción.
Camino hacia su casa
con un pequeño obsequio
(aunque ella se merece
el mundo y mucho más).
En este día hermoso
yo quiero saludarla,
decirle con el alma:
¡Felicidad, mamá!
El impulso de Rosamel Araya —sanantonino, también, que entonces disfrutaba de una asombrosa fama en Argentina como cantante6—, le permitió a Aguilera coordinar en 1966 un largo viaje a Buenos Aires, aunque la falta de apoyo de parte de RCA hizo de esa primera gira casi sólo un desgaste. Fueron ocho meses de actuaciones en radios y programas televisivos que, aunque apoyadas por el impecable trío Los Playeros, dejaron al cantante contrariado.
“No podría decir, como dicen otros, que triunfé en Buenos Aires. Allí nadie triunfa salvo que tenga dinero para mantenerse unos tres años por lo menos en la lucha. Yo no pude hacerlo […]. Actué en televisión, en Belgrano, en El Mundo, e hice bailes y festivales, pero he preferido regresar. Creo que me debo a mi público fundamentalmente, y ese público tiene un gusto que, por el momento, no es la onda de Buenos Aires. Podría haber permanecido allí, ganando más dinero que en Chile, pero llegar ser estrella era muy largo, por ahora (en El Musiquero, 1966).
De todos modos, su disquera intentó aprovechar ese fallido intento de internacionalización ilustrando la carátula del LP Cuando canta el corazón (1966) con una foto de Aguilera recortada sobre lo que parece ser la Avenida 9 de Julio. El texto al reverso alienta la ilusión:
No niega la inmensa satisfacción del éxito ya alcanzado, pero advierte que sus propósitos son más amplios. Ferviente admirador de un gran astro chileno consagrado internacionalmente, señala como su máxima aspiración estrechar la mano de Lucho Gatica, y, como él, llegar a actuar en México y otros países. «¿Es muy grande mi ambición?». Lo pregunta temeroso de parecer exagerado. Pero quienes lo conocen saben que Ramón tiene perfecto derecho a desear algo así.
Pero Aguilera nunca regresó a Argentina. Su contrato vigente con RCA le hacía imposible pensar en grabaciones trasandinas, y la filial local del sello no hizo mucho por exportar lo que aquí tenía.
«Digan lo que digan, Buenos Aires está en este momento en la onda colérica y folclórica. Lo melódico está aún verde y, cuando madure, espero estar allí», se resignó el cantante. Sin embargo ese cruce nunca llegó a producirse. Si el bolerista tuvo más tarde otros viajes al extranjero ya no fue con la ilusión de triunfo promocional que lo alentó en sus primeros años. Los tiempos y discriminaciones tácitas del mundo disquero lo habían puesto en su lugar, y ese lugar era Chile.
Un poeta enlazado a la avanzada intelectual, un compositor con cargo de planta en el Conservatorio de la Universidad de Chile y un bolerista con cupo fijo en boîtes porteñas: era una tríada improbable la que en 1968 se unió por gracia de Raúl Ruiz. En las letras, Waldo Rojas; en la música, Tomás Lefever; y Ramón Aguilera en la interpretación levantaron por encargo las tres únicas canciones que suenan en Tres tristes tigres (1968), filme afirmado a la chilenidad desde la dedicatoria de su inicio: «Esta modesta película está dedicada con todo respeto a don Joaquín Edwards Bello, a don Nicanor Parra y al glorioso club deportivo Colo-Colo».
Un lenguaje oblicuo, reconocible por cualquier chileno en su intención pasivo-agresiva, sostiene la historia que enlaza al irresponsable Tito, el codicioso Rudy y la poco confiable Amanda. En el deambular de todos ellos por Santiago la voz de Ramón Aguilera aparece para reforzar la idea del amor triste y la derrota como vocación, dos marcas distinguibles en el estilo del cantante que Ruiz supo ver con extraordinaria lucidez cuando el nombre del bolerista distaba de ser el de un consagrado.
Recuerda ese encuentro el poeta Waldo Rojas, colaborador del filme:
Raúl me contó que había escuchado casualmente en un restaurante popular de Valparaíso a un cantante, acompañado por dos guitarristas, que hacía la ronda en las noches de bares y restaurantes de algunos de los balnearios de la costa. Impresionado por la voz y por el personaje, así como por el desempeño instrumental de ambos guitarristas, Raúl les había ofrecido una copa y solicitado que cantaran un par de temas de su agrado, junto con preguntar al cantante cómo tomar contacto con él más tarde. El contacto era un restaurante en Cartagena, frente a la playa, en donde el cantor tenía sus entradas. Días después, Ruiz y yo partimos de viaje a ese lugar con la intención de cenar en dicho local y escuchar a quien resultaría ser Ramón Aguilera. Mi impresión, aparte de su calidad de intérprete, fue la de un hombre de palabra y modos sencillos, de abordaje franco y afable. No opuso ningún reparo ni condiciones a la proposición de Ruiz y, muy por el contrario, se mostró vivamente entusiasta.
Tuvimos rápidamente un primer encuentro en la oficina de Tomás Lefever y se decidió que en adelante ensayaríamos en mi casa todos juntos, en ambiente familiar, incluyendo a los guitarristas. Fueron tres o cuatro reuniones, largas, muy animadas, en las que todos pusimos empeño y humor, cada cual desde su lado, en los arreglos de música, ajustes de textos y otros detalles de la ejecución instrumental, bajo la mirada y oídos de Ruiz. En su inmediatez de trato, Ramón Aguilera se mostraba claramente agradecido de que Ruiz le hubiera confiado ese trabajo y de haber podido asociar su nombre al de un músico «culto», prestigioso como era «don Tomás», y al de un cineasta no menos célebre. Los boleros, me consta que fueron de su agrado personal. Dicho sea de paso, Raúl Ruiz se interesó de hecho en Aguilera, además de por sus méritos de intérprete, no porque fuera en ese momento una figura de gran éxito —puesto que no lo era todavía—, sino por lo que había en él de un verdadero «bolerista chileno», y un artista que se identificaba de lleno con su canto.
Encantado con las composiciones, el cantante grabó para RCA el disco Ramón Aguilera canta la música de Tres tristes tigres, impecable registro de canción cebolla en el que aparecen los tres boleros encargados para el filme7 más siete de otros autores (“El adiós”, que cierra el LP, es composición del propio Aguilera). El LP salió a la venta en simultáneo al estreno de la película, en noviembre de 1968. Su tono melancólico coincide sobre todo con el recuerdo del final del filme, cuando Tito (Nelson Villagra) mastica en una fuente de soda la constatación de su opaco devenir de macho herido y fracasado:
Hoy, cuando te encuentro,
no eres más que una antigua obsesión.
No se puede vivir tanta desdicha.
Tu crueldad me alejó de tu amor.
No puedo yo fingir amor que ya no hay
ni puedo darte más que mi sinceridad.
He de verte otra vez, pero no me veré en mí
El amor que te di y que en ti yo no hallé.
El cruce entre el mundo de Ruiz y el de Aguilera fue, según el texto que se imprimió en la carátula del LP, «una prueba de que los límites entre lo culto y lo popular no son infranqueables, y, es más, de que ellos pueden confundirse o apoyarse mutuamente cuando se trata de obtener un buen nivel de calidad».
“Esa película mostraba a tres tristes tigres, que eran tres bohemios de la clase media para abajo más bien, donde mostraban nuestra idiosincrasia, la verdad de la vida. En ningún momento mostraban riqueza ni cosas grandiosas, sino que las vivencias de nuestro pueblo, las vivencias que pasan, y yo creo que fue un éxito, y para mí fue un orgullo participar de esa película (La Quinta Rueda, 1973).
Para el cantante, su presencia en el cine fue, como casi todo, un asunto explicable desde la pertenencia de clase.
A la alianza que mantuvo con Las Guitarras Viajeras en los años setenta, Ramón Aguilera la calificó como su mejor época, pues fue aquella en la que difundió la mayor cantidad de canciones, la que le dio su éxito “Que me quemen tus ojos”, y en la que el trabajo se convirtió en sincera camaradería.
—La amistad que tuvimos fue mejor que la que tuvo con otros músicos, porque en nosotros jamás hubo oportunismo —sopesa en su casa de Melipilla Roberto Sagredo, el talentoso requinto del trío y el único integrante que sobrevive para recapitular su historia—. Ramón era alguien que arrastraba gente, pero nosotros no lo queríamos por eso, sino porque lo conocíamos de mucho tiempo antes de su fama. Nuestra unión iba más allá del trabajo. Usted sabe que la música une a las personas, y con Ramón podíamos pasar horas ensayando, sin jamás cansarnos, simplemente porque era algo que nos fascinaba hacer.
Tres LP y algunos sencillos en siete pulgadas registraron la colaboración entre el cantante y Las Guitarras Viajeras, que además de Sagredo incorporaban a Camilo Pailamilla (guitarra, percusión y primera voz), Luis Vera Cuevas (segunda guitarra) y Juan Aravena (segundo requinto). Las versiones que juntos grabaron para el bolero “Definitivamente”, la enorme ranchera de Cuco Sánchez “Qué manera de perder”, el grito desesperado “Toma como yo”, y un vals peruano presentado en disco como “Anita” (que no es otro que “Mechita”, rebautizado en homenaje a la segunda esposa de Aguilera) están entre sus grabaciones más conocidas.
—Fuimos quienes le dieron el éxito—, confirma sin arrogancia Sagredo, que ya en la adolescencia destacaba como un guitarrista excepcionalmente aplicado, admirador a muerte del estilo de Alfredo Gil en Los Panchos (a quienes conoció durante su gira a Chile de 1952, cuando el trío llegó hasta el legendario Teatro Serrano, de Melipilla). Su alianza junto a Aguilera lo alentó a ejercer también como curador musical, buscando y proponiendo nuevas canciones que incorporar a su repertorio
Así, ante su oído siempre atento, apareció una noche en una radio costarricense captada por él en onda corta una especie de cumbia-ranchera llamada “Que me quemen tus ojos”. Era un tema de cadencia irresistible y letra de coqueta visualidad, aunque avanzaba toscamente según la guía de un acordeón al borde del desbarranco8.
Bonita, no era. Pero Sagredo se la imaginó de inmediato a ritmo de bolero, con arreglos sobrios de cuerdas, una percusión sutil y en la voz de su amigo Moncho. Ideó entonces una ágil introducción de punteo sobre requinto que quedó tan bien tocada que hasta podría sostener por sí misma un tema completo. El resto lo puso el canto de Ramón Aguilera, comprometido con lo que parece auténtico arrobamiento hacia el recuerdo de una mujer de «mirada que quema».
—Ramón me lo escuchó en guitarra y dijo altiro que era un gol. Y así fue.
La versión abrió el disco Ramón Aguilera y Las Guitarras Viajeras (1971, RCA), y pasó a ser el gran título del cantante, una cumbre de la cebolla chilena a la vez bailable y nostálgica, en el que el amor se sufre no porque termine sino que por su fugacidad. Es el deseo arrebatador que despierta «sólo al parpadear» y que abre la condena de una espera de por vida.
Un ejemplar de El Musiquero del mismo año de publicación de ese álbum describe a Aguilera como «uno de los primeros superventas, después de los extranjeros Gabriella Ferri, Nicola di Bari y José Feliciano».
Había comenzado para el cantante una época de contrastes entre su popularidad y su prestigio, de alta demanda hacia sus shows pero exiguas ganancias. Para un intérprete que había alcanzado a conocer la mejor época de la radiofonía chilena —aquella de auditorios para los oyentes y contratos para los músicos, de acuerdos de palabra y caballerosos locutores—, el medio que aparecía de pronto delineado por la influencia de la televisión era de una precariedad incómoda; a veces, indignante. Aguilera captaba su esencial falsedad, la codicia de una nueva clase de productores a cargo y una apariencia de apoyo promocional en la que los músicos nacionales se quedaban —siempre— del lado estrecho.
Para cantantes melódicos como él, apegados a un repertorio clásico y a los arreglos austeros y tradicionales de un reducido conjunto de acompañamiento, las fuentes de trabajo se reducían, y las exigencias desde la competencia foránea—grandes orquestas, portadas en revistas, físicos de película— eran prácticamente irremontables. No era un asunto de talento, sino de modas y tendencias, de encandilamientos súbitos y atávica deslealtad hacia lo propio.
“Somos, quizás, los trabajadores más explotados; la diferencia es que el público no lo nota, puesto que hay que salir al escenario con brillantes trajes, pero muchas veces con el estómago y los bolsillos vacíos, y además plagados de deudas.
—¿Por qué afirmas hechos que otros no han mencionado?
—Porque alguien tiene que decirlos de una vez por todas. Yo no he afirmado nada por resentimiento ni por frustración. Tengo fe en mí y [en] mis cualidades. Yo tengo los medios que me permiten desechar las ofertas que están bajo lo que yo pido. Por eso puedo decir las cosas por su nombre, lo que otros tienen que callar por temor a las represalias de seudoperiodistas y empresarios (a El Musiquero, 1971).
Ramón Aguilera era un trabajador del espectáculo atípico por muchas razones; y entre ellas estaba su disposición a denunciar en público lo que el resto de sus colegas se guardaba. Era parte de una conciencia social mayor, sin cálculos, que consiguió mantener viva hasta el final de sus días pero que también se contrapuso a la estrategia de conveniencias con la que debe diseñarse el ascenso en el mundo del espectáculo.
«El artista nace, y no se hace ni se fabrica» era su convicción, pero fue quedándose cada vez más solo con ella, viendo pasar delante suyo primero el triunfo de los sets de televisión sobre los estudios radiales; más tarde la asfixia de la bohemia por el toque de queda militar, el alza de los festivales con invitados extranjeros y hasta la crisis del disco y la aparición de los reality-shows.
La nostalgia inscrita en sus canciones y en su voz hacia amores y afectos idos, era también la de un mundo artístico en descomposición, justo en un momento de cambio al que el bolerista no pudo ajustarse. Su vocación profunda por el canto persistía no por los resultados que pudiese obtener con él, cree su hija mayor, Alejandra Aguilera:
—No vivía de la música, sino para la música.
Su amigo Tito Fernández cree que su humildad le jugó en contra, y que nunca quiso acatar sus consejos por ser «más insolente, porque así es este mundo»
Roberto Sagredo, su amigo y socio musical, mide su total falta de arrogancia con la vara de una candidez que le impidió un ascenso bien dirigido:
—Fue ingenuo, ¡más que ingenuo! En temas de plata lo engañaban como a un niño chico. Si alguien venía a contarle un problema, podía pasarle todo lo que había ganado esa misma noche. Y así también fue cayendo en malos ambientes. «Cuidado, Ramón, que por ahí no vas bien», le decía yo. Tenía buena pinta, era muy inteligente, tenía una cultura que le permitía hablar de cualquier cosa. Como amigo, muy leal. Pero era inestable, y eso a veces impedía trabajar como a uno le hubiese gustado.
“Muchos me dicen, incluso familiares míos, «Ramón, tú tendrías que haber sido más orgulloso, más creído», pero para mí es imposible. Nunca he podido sacar esa humildad que hay en mí.
—Da una imagen de ternura infinita en cada uno de sus boleros. ¿Es realmente así en la vida real Ramón Aguilera?
—Mira, yo fui y creo ser una persona muy sincera, y creo en el ser humano, pero tuve muchas decepciones, amargas decepciones, como las tuvo por ejemplo Martín Vargas, de quien no soy amigo ni conocido, siquiera, pero vibré con su drama y lo sentí muy de cerca. Yo digo que a mí casi me sucedió lo mismo, porque uno con el éxito se va enredando con falsos amigos…
—…se envanece un poco. ¿Tú fuiste vanidoso, quizás, por el mismo éxito?
—Nunca, jamás, nunca. Yo si volviera a nacer de nuevo y volviera a tener las mismas oportunidades que Dios me brindó yo lo único que no haría sería beber, llevarle el tren a los amigos… A mí jamás nunca me ha gustado el alcohol, jamás me ha apetecido tomar un trago, lo digo de todo corazón.
—¿Y por qué lo mencionas?
—Porque muchas veces posiblemente me embriagué, pero por forma afectiva, por compartir con amigos, con malos amigos; por ponerme en onda, un poquito contento, tú sabes que el alcohol te alegra, pero es una falsa alegría que después de trae malas consecuencias […]. No me arrepiento de nada, porque todas estas caídas o malos pasos que diste son experiencias que tú tienes que capitalizar. Ante un problema moral, yo puedo dar un consejo con base porque yo me revolqué ahí, estuve en el infierno, en la mugre de la vida. Por eso yo ahora ayudo a los que puedo, y digo «esto no». Y yo sé que no, porque lo viví (entrevista con Carlos Sapag en radio Colo-Colo, 27/8/1985).
* * *
Ni la corbata rojinegra que viste esta mañana de otoño, ni el impermeable azul, ni siquiera el ondulado y vigoroso jopo con que domesticó sus mechas duras son signos que despisten de su origen. Toda su actitud es la que corresponde al cuerpo de un trabajador. Pero es en los ojos, en la dulzura de las pestañas sorprendidas de estar en la redacción de una revista cultural o en la manera delicada de no darse ninguna importancia donde su personalidad se boleriza.
El encuentro entre Ramón Aguilera y Antonio Skármeta en el primer semestre de 1973 quedó registrado en una pieza periodística atípica, de la que el anterior párrafo era sólo parcial descripción. Para entonces, el primero era ya un cantor de popularidad probada (venía de llenar hacía poco el Teatro Caupolicán), y que saboreaba los últimos meses de bohemia en libertad. Su entrevistador, en tanto, destacaba ya como cuentista, aún lejos del prestigio que lo volvería nombre internacional.