…nunca debe concederse importancia a un zulú. Si un blanco se muestra afable y demasiado pronto en la acogida, al instante el zulú sospecha que está tratando con una persona de escasa consideración.
Las minas del rey Salomón
La primera vez que Henry Rider Haggard vio la costa de África del Sur todavía le faltaban unos meses para cumplir los veinte años. Mientras desde la cubierta del barco contemplaba la gran montaña conocida como Table Montain sobre la que se asienta Ciudad del Cabo pensaba que, como muchísimos jóvenes de su generación para Inglaterra y su reina Victoria —entonces en el clímax de su esplendor—, él tenía la responsabilidad de añadir su granito de arena para la consolidación o ampliación del mismo.
Su familia había tenido cierto éxito empresarial y su padre era un jurista de gran prestigio, mucho más ambicioso que el propio Henry, el cual le impulsó a presentarse a las oposiciones de la oficina de asuntos extranjeros tras ser denegado su ingreso en la academia militar de Woolwich1. En la vieja Inglaterra todo el mundo sabía que si no provenías de sangre noble la única posibilidad de triunfar en la sociedad era vestir la llamativa chaqueta roja del ejército victoriano, sobre todo sirviendo en ultramar en alguna de las continuas campañas, o hacer carrera en la política, independientemente de que fueras conservador o liberal. Sir Henry Bulwer2, al que el gobierno de Benjamin Disraeli, por recomendación de lord Carnavon, había nombrado gobernador de la colonia de Natal, llamó al muchacho para que se uniera a su gabinete y le ayudara en las difíciles tareas administrativas, secretariado y asesoramiento jurídico.
Cuando Haggard pisó el suelo de África, a principios de la década de los años setenta del siglo XIX, su corazón se aceleró y, desde entonces, supo que su destino quedaba unido, para bien o para mal, a este continente. La euforia aumentó cuando apenas una semana después vio la costa de Natal y desembarcó en Durban. Su vida jamás volvió a ser igual.
Por aquel entonces, Natal vivía en permanente alerta por la posibilidad de una guerra con la tribu más guerrera de África, los zulúes, junto al permanente conflicto con los granjeros bóers (sobre todo aquellos que estaban asentados en la república del Transvaal). Pero, aunque su trabajo se desarrollaba en Pietermaritzburg, sus ojos continuamente se llenaban de emoción cuando contemplaba la naturaleza salvaje de África, la inmensidad de la sabana, las colinas y los valles de Zululandia, el majestuoso Índico y los caudalosos ríos —como el Búfalo, que era la frontera natural con el poderoso reino zulú—. Precisamente, los zulúes dejaron una honda impresión en él, desde su estructura social hasta su fama de guerreros. Haggard fue uno de los pocos blancos afortunados del siglo XIX que asistió a una de las grandes celebraciones anuales del reino zulú. Lo que ocurrió después lo dejó escrito para la posteridad. Aproximadamente mil hombres de piel de ébano realizaron, en honor del gobernador, una danza de guerra al ritmo de tambores confeccionados con piel de gacela, mientras miles de mujeres les animaban con sus gritos. Cuando el espectacular baile y las melódicas canciones terminaron, un guerrero3, cuyos ojos brillaban como los de un halcón y, con su cuerpo todavía temblando por la tensión producida por el enorme esfuerzo físico realizado, pasó junto a Haggard y las miradas de ambos hombres se cruzaron. Por entonces ninguno de los dos había cumplido el primer cuarto de siglo de vida, y pertenecían a dos mundos totalmente diferentes. El joven británico servía a una reina cuyos dominios imperiales se extendían por todo el planeta. El zulú, a la nación más poderosa de África y, además, al regimiento más agresivo y temerario que era el favorito de su rey: Cetshwayo KaMpande. Haggard nunca olvidó a aquel hombre:
Era un guerrero espectacularmente salvaje que llevaba puesta toda su indumentaria de guerra. Con su mano derecha sujetaba sus lanzas, y de la izquierda colgaba su gran escudo de piel negra de buey, en cuyo interior llevaba una azagaya de repuesto. Rodeando la cabeza de aquel hombre surgía un alto penacho gris, adornado con una pluma de grulla. Sus amplios hombros estaban al aire, y bajo las axilas tenía unas cortas tiras de piel de buey que sujetaban rabos de buey entremezclados en colores diferentes. De su cintura colgaba como una falda escocesa, hecha principalmente con piel de cabra, mientras alrededor de su pierna derecha estaban sujetos un puñado de rabos de buey negros. Cuando estuvo de pie delante de nosotros, levantó su lanza y se cubrió parcialmente con su escudo; su penacho se dobló por la brisa, y su aspecto salvaje aumentó aún más al acompañarse de una postura llena de estilo y con los ojos dilatados. El guerrero se marchó golpeando la parte interna de su escudo con la azagaya.
El conflicto con los zulúes, que Bulwer intentó evitar a toda costa, terminó estallando gracias a las maniobras de Shepstone y el Alto Comisionado para África del Sur Edward Frere, y Haggard quiso alistarse entre las fuerzas coloniales que el teniente general lord Chelmsford estaba reclutando para invadir el reino zulú y apresar a su rey. Bulwer terminó convenciéndole para que no lo hiciera y, probablemente, con ello le salvó la vida, ya que la mayoría de los oficiales coloniales no comisionados de la columna central de lord Chelmsford murieron en la batalla de Isandlwana4.
Acabada la guerra zulú, Henry Haggard todavía tuvo que asistir, ahora como asistente de Theophilus Shepstone en el Transvaal, al desastre de la colina Majuba durante el transcurso de la Primera Guerra Anglo-Bóer. Un año después escribió:
Fue durante este periodo de la historia de Sudáfrica que muchas personas piensan que cometimos nuestro mayor error. Anexamos el Transvaal, a decir de ellos, seis meses demasiado pronto. Como han ocurrido las cosas, habría sido más inteligente haber abandonado el Transvaal a zulúes y bóers para solucionar sus asuntos y hacer todo lo posible para proteger nuestras propias fronteras. Sin duda esta consumación de los hechos habría limpiado maravillosamente la atmósfera política; los zulúes habrían tenido suficiente para luchar con ellos durante algún tiempo, y el resto de los bóers habría suplicado nuestra protección, se habría convertido en británicos satisfechos; y no habría ocurrido ningún Isandlwana y ninguna colina Majuba.
A principios de 1882 decidió dejar su puesto de funcionario en la administración y regresó a Inglaterra donde contrajo matrimonio y retomó la abogacía. Pero todo su empeño lo puso en una nueva vocación, en realidad su verdadera pasión desde niño: escribir. Ese mismo año, la experiencia acumulada en los preliminares del conflicto militar con los zulúes fueron su motivación para su primera obra: Cetywayo y sus vecinos blancos. Alternando la narrativa histórica con algunas pinceladas novelescas, narró los prolegómenos y posterior desarrollo de la guerra que había producido el mayor desastre militar a la Inglaterra victoriana por parte de un ejército nativo. Por aquel entonces, como todavía hoy, los enfrentamientos con los zulúes habían provocado un aluvión de libros, y el trabajo de Haggard fue simplemente uno más entre muchos pero, tres años después, se produjo el éxito comercial que desde entonces le ha convertido en uno de los referentes de la literatura universal al publicar Las minas del rey Salomón.
La mayoría de los personajes de Haggard en su novela estaban inspirados en personas reales, como Frederick Courtney Selous —un hombre con un magnetismo personal increíble5 al que Haggard conocía personalmente y cuya fama de cazador utilizó para introducirlo en la trama cambiando su nombre original por el de Allan Quatermaine—. Dos años después, mantuvo el personaje con la continuación de la saga con otra novela de éxito mundial. En apenas unos meses se vendieron decenas de miles de ejemplares en los países de habla anglosajona y, aunque Quatermaine había muerto al final de la segunda novela, con gran maestría y gracias a su rédito comercial —que lo convirtió en apenas unos años en millonario—, Haggard lo resucitó para continuar con la saga.
La trama de la novela, escrita en una prosa sencilla, pero enormemente cautivadora, trata las memorias de un aventurero cazador de cincuenta y cinco años natural de la colonia del Cabo de Buena Esperanza quien, animado por sus compañeros de aventuras —el barón Curtis y el capitán de la armada real, John Good— le aconsejan que mientras se recupera de las heridas producidas por su sexagésimo sexto león abatido, las escriba para la posteridad.
Haggard fue de los primeros novelistas en darse cuenta de que, por encima de todo, el lector lo que quería era evadirse de su mundo interno y entretenerse con aquello que le contaban y esto Haggard lo hizo como nadie. No pretendió ser el mejor, pero representó con su pluma mucho de la parte aventurera, romántica y atrevida que muchos, en mayor o menor medida, llevamos dentro; y triunfó con ello. No es en absoluto descabellado argumentar que los libros de Haggard, Rudyard Kipling o Joseph Conrad (de origen ucraniano-polaco, que adquirió la nacionalidad británica en 1884) contribuyeron tanto o más como los más míticos regimientos de chaquetas rojas a la defensa del imperialismo británico.
Durante su prolífica carrera literaria, Haggard supo trasladar la imagen de las largas caravanas de colonos que atravesaban las praderas de lo que hoy son los Estados Unidos de América al continente africano donde aventureros, cazadores y colonos blancos —inicialmente la mayoría de origen holandés y más tarde anglosajón—, vivieron una experiencia igual, aunque separados por los océanos, en la conquista de lo que ellos consideraban un nuevo Canaán bíblico. Allí, cambiando la pradera por la sabana, los rebaños de bisontes por cebras y ñus, el puma por el león, etc., se experimentó lo mismo, pero ahora con implacables tribus africanas que no estaban dispuestas a ceder la tierra que consideraban suya; entre ellos, los matabele.
Eclipsados por sus parientes cercanos los zulúes, los matabele, una escisión de los primeros, han quedado relativamente relegados a un segundo plano. A pesar de ello, en sus batallas contra el hombre blanco, demostraron un valor extraordinario atacando a pecho descubierto, oleada tras oleada, a un codicioso enemigo que, cegado por el oro y los diamantes, les quitó, al precio de mucha sangre, una tierra riquísima que, todavía hoy, sigue encarnando la estampa de África con sus grandes manadas de animales salvajes.
El reino matabele era el último territorio independiente gobernado por un monarca del África negra, cuya posición geográfica le situaba en medio del desarrollo de la línea de ferrocarril que uniría El Cairo con El Cabo. Por otra parte, los bóers ambicionaban el territorio para la expansión de sus granjas, junto con Portugal, que presionaba desde la frontera este. Al norte, los belgas querían extender sus dominios del Congo. Incluso Alemania, con Tanganica (ahora Tanzania), tenía también sus ojos puestos en Matabeleland. Pero sería finalmente el imperio británico quien los dominaría.
A finales del siglo XIX la tecnología militar había dado importantes saltos cualitativos, como con la invención de la ametralladora Maxim, que fue usada por primera vez contra un ser humano en Matabeleland. No obstante, esto no impidió que a la voz de su rey, Lobengula, miles de valientes guerreros se enfrentaran a esta nueva arma que les segaba por filas, como la hoz al trigo. La guerra matabele, especialmente la ocurrida entre los años 1896-1897, tiene también el derecho propio de ser llamada la primera guerra por la independencia en el continente africano, adelantándose a los violentos sucesos que convulsionarían África tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial y que, en muchos aspectos, todavía hoy varios focos continúan abiertos6.
Este libro es un acercamiento al pensamiento dominante del imperio británico en el África Austral y a varios de los sucesos históricos que inspiraron a Henry Rider Haggard para sus obras literarias, como los dos conflictos con los matabele, quienes intentaron infructuosamente qui tarse de encima el peso del colonialismo británico, encarnado en ese momento por un personaje cruel, ambicioso… y brillante: Cecil Rhodes.
Igualmente, de forma paralela, conoceremos la vida de uno de los cazadores más míticos del continente africano que durante la conquista de esta tierra al igual que mercenarios, aventureros, junto a uno de los primeros blancos en pisar su tierra, el misionero y explorador David Livingstone, además de oficiales británicos como Baden Powell, cuyas experiencias de combate y seguimiento de las partidas de guerreros en el país de los matabele le llevarían a fundar más tarde el movimiento de los célebres boy scouts. Una narración histórica de héroes y villanos con un recorrido por la formación del país matabele, su estricta vida militar desde niños, el enfrentamiento con los blancos colonialistas, el establecimiento de la racista Rhodesia blanca para terminar en el conflictivo Zimbabwe de nuestros días.
Les invito a dar un paseo por la parte más oscura y probablemente más desconocida del Imperio británico en África y que, por razones obvias, Haggard omitió en su novela, donde el hombre blanco y el negro sacaron sus más bajos y salvajes instintos. Pero este libro también es para aquellos que, independientemente de la generación que sean, les ha tocado vivir en la moderna, tecnológica y relativista sociedad occidental, ello no nos impide mirar al pasado y buscar, en medio de la historia, un tiempo en el que la exploración, la aventura, los ideales y, por qué ocultarlo, las grandes batallas, en este caso de la época colonial británica, son, y seguirán siendo, un espejo de vivencias humanas que nos tienen atrapados en un tiempo en el que, como es mi caso y por innumerables motivos, nos hubiera encantado estar presentes.
Lamentablemente el siglo XIX se ha marchado, pero algunos, con la complicidad de su lectura por parte de quienes tienen en sus manos un libro como este, nos esforzamos en contarlo para no olvidar que un continente como África no solo fue la cuna de la humanidad, sino también el sitio donde unos guerreros anclados en el neolítico pudieron demostrar al imperio más grande que haya existido hasta la fecha que ellos no estaban dispuestos a ser derrotados tan fácilmente. Una historia de oro, diamantes, lanzas, fusiles, ametralladoras, misioneros, exploradores, leones, tierra… y sangre; la auténtica y verdadera historia de Las minas del rey Salomón.
Agradezco muy sinceramente la colaboración prestada por el Museo de Historia Militar Sudafricana, a mi asesor histórico y colaborador sudafricano de mis libros Terry O’Connor Logan, Librería del Congreso de los Estados Unidos, Archivo Nacional de Zimbabwe en Harare, National Gallery of Zimbabwe, Museo Nacional del Ejército de Londres, Museo de Historia Natural de Londres, Museo Africano de Johannesburgo, Universidad de Cambridge, Archivos de El Cabo, personal del Parque Nacional Gorongosa en Mozambique, Universidad de Oxford, Museo Americano de Historia Natural, Universidad de California, Librería Nacional de Sudáfrica, Ministerio de Turismo de la República de Mozambique en la provincia de Sofala, Departamento de la Vida Salvaje y Parques Naturales de Botsuana en Gaborone, South African Gold Panning Association, Paola Roca, Ángel Aledo, Trinidad Saura, Ministerio de Asuntos Exteriores de España, Sociedad Bíblica, José y Eva de lamueladecortes.com, Antonio Pérez Henares y al personal de los archivos de la Colección Campbell en Durban.
1 Apenas por unos meses no pudo beneficiarse de las reformas militares impulsadas por Edward Cardwell que, entre otras cosas para ayudar al reclutamiento, la altura mínima que antes se exigía para entrar en el ejército de 1,70 m fue rebajada a 1,64 m. Haggard medía 1,66 m.
2 Haggard le veneró el resto de su vida y nació entre ambos una gran amistad. Treinta y siete años después de que vieran las costas de Sudáfrica, Haggard, ya en la plenitud de su carrera literaria, le dedicó en 1912 el quinto volumen de la saga de Allan Quatermain: La guerra zulú.
3 El guerrero nunca supo que su exhibición serviría para que de la imaginación de Haggard naciera Umslopogaas, uno de los principales personajes nativos de sus novelas
4 El 22 de enero de 1879 un gigantesco impi zulú de 25 000 guerreros acabó con más de 1 300 tropas imperiales y coloniales al pie de la colina llamaba Isandlwana. El coronel Pulleine distribuyó a sus hombres de manera inadecuada para defender el campamento y, tras varias horas de duros combates, incluyendo un salvaje cuerpo a cuerpo, fueron derrotados por los zulúes. Paradójicamente, su gran victoria significó el fin de su independencia, ya que los británicos buscaron tras varias cruentas batallas limpiar su prestigio militar y la completa destrucción del reino zulú.
5 Su elevada altura, sus ojos azul claro, y su físico delgado pero fuerte fueron descritos por algunos escritores como la imagen perfecta de masculinidad caucásica.
6 Desde 1945, y hasta el momento, casi 40 nuevas naciones independientes han surgido en África y en 12 países se mantienen conflictos armados dentro o fuera de sus fronteras.