Prefacio

Mi querido sir Henry:

Han pasado alrededor de unos treinta y siete años, más de una generación,desde que viéramos por vez primera las costas de África del Sur alzándose sobre el mar. Desde entonces, cuántos acontecimientos han ocurrido: la anexión del Transvaal, la guerra zulú, la primera guerra bóer, el descubrimiento del Rand, la conquista de Rhodesia, la segunda guerra bóer, y otros muchos sucesos que en estos tiempos tan convulsos se consideran hoy día como historia antigua…

H. Rider Haggard.
Ditchingham, 1912.

A finales de noviembre de 1975, el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón fue coronado rey de todos los españoles. Acompañado del resto de mi familia, yo seguía por televisión el acto y la posterior intervención del ya monarca y, todavía hoy como si fuera ayer, recuerdo la escena en el salón con total nitidez. Palabras como modernidad, participación etc., eran sin duda de una enorme importancia en la voz de quien ya era Juan Carlos I. Un hombre, y una nación, que en buena medida se estaba jugando su destino. Pero, para ser sincero, en aquel momento, mi interés por todo aquello era nulo. De hecho, mi deseo interior era que acabara cuanto antes para poder seguir leyendo una novela que mi padre, con motivo de mi décimo cumpleaños, también en noviembre de ese mismo año me había regalado unos días antes.

Casi treinta y cinco años después, con sus tapas desgastadas, aquella edición original de 1952 tiene un lugar especial en mi biblioteca y en mi vida. Cuando apenas unas semanas más tarde, también en televisión, se proyectó la película Zulú, protagonizada por Michael Caine y Stanley Baker, fue la puntilla final para el impresionable corazón de un niño que quedó fascinado para siempre con África y esta nación de guerreros.

La novela me permitió conocer por primera vez en mi vida, romanticismos y aventuras aparte, que existían los campos de diamantes sudafricanos, las cataratas del Zambeze, que los zulúes y los británicos habían combatido en una montaña llamada Isandlwana, que igualmente los segundos habían sido masacrados, que existió un regimiento llamado iNgobamakhosi de un rey negro muy poderoso —del que ahora sabemos que su verdadero nombre era Cetshwayo— y que, en algún lugar del África Austral, se decía que existía un fabuloso tesoro oculto que un avezado cazador encontró entre la tierra de los kakuanas, hoy conocidos como matabele.

Dicen que a todos, para bien o para mal, un hecho ha marcado algún área de su vida de manera muy determinante. El mío, después de leer aquella extraordinaria novela de aventuras, en gran medida me ha llevado a publicar, especialmente en los últimos veinte años, artículos en prensa y revistas de historia, dar conferencias, escribir media docena de libros, exponer dioramas en museos militares, viajar a los lugares allí relatados y, hoy, plantearme de manera literaria hasta qué punto lo que leí era solo fruto de la imaginación de un genio de la literatura universal o si su autor vivió y conoció algunos hechos que, también para él, fueron determinantes a la hora de su inspiración. Por cierto, todavía no lo he dicho, la novela se llamaba Las minas del rey Salomón.

Carlos Roca