Prólogo
Mester de fantasía

Confieso un secreto de infancia: el día que en un pueblo de La Mancha llamado Villanueva de los Infantes, donde está enterrado Quevedo, vi la película Las minas del rey Salomón, corría la década de los cincuenta y desde aquella fecha me enamoré de Deborah Kerr y coloqué a H. Rider Haggard como uno de los escritores de cabecera. Me endulzó a mis dos clásicos preferidos: Cervantes y Quevedo. Una advertencia preliminar, que es conveniente recordar en estos años de la LOGSE y de bigardos de maquinitas y cultura audiovisual.

En aquellos bachilleres humanísticos con profesores del ancien régime, revestidos de solvente autoridad, había disciplinas catalogadas como del mester de juglaría y otras como del mester de clerecía. Así, en el primer apartado, me topé con el Libro del buen amor o el Poema del Mio Cid y en el segundo, con Gonzalo de Berceo y con la literatura religiosa. Me merendé a los clásicos en la biblioteca de mi pueblo, pero empecé a disfrutar de la lectura cuando fui diseñando lo que yo llamo el mester de fantasía; escritores que te hacen soñar con aventuras en los mares del Sur, en la estepa africana o en los océanos procelosos de Asia. Así nace mi adición por las novelas de aventuras. Solo los relatos de los grandes escritores del XIX pueden ubicarse en este apartado: Moby Dick, La isla del tesoro, Robinson Crusoe, Las minas del rey Salomón. Ella, entre otras, juega la Champion de la literatura fantástica. Medio siglo después sigo fascinado por la odisea de un grupo de aventureros liderados por el héroe de mi infancia: Allan Quatermain en la búsqueda de uno de los hermanos de estos exploradores. ¿Cuánto debe Indiana Jones a este héroe literario?

EL RADIOFONISTA ENAMORADO DE
LAS MINAS DEL REY SALOMÓN

Fue toda una sorpresa el encuentro con Carlos Roca, nuestro director regional de Onda Cero en Murcia, en un viaje del programa Herrera en la Onda. Ya lo había descubierto en un libro anterior que tuvo gran difusión y conoció un éxito sin precedentes: Zulú, la batalla de Isandlwana. Carlos, a finales de noviembre de 1975, mientras escuchaba al príncipe Juan Carlos de Borbón en su coronación como rey estaba deseando que acabara cuanto antes para poder seguir leyendo una novela que lo tenía enganchado y que marcaría sus gustos literarios. Desde entonces, Las minas del rey Salomón guarda un lugar preferente en su biblioteca y le produce una perversa adición que no le ha abandonado desde hace treinta y cinco años.

La novela le permitió conocer que existían campos de diamantes sudafricanos, las cataratas de Zambeze, que los zulúes y los británicos se pelearon con bravura… y que en algún lugar de África Austral existía un fabuloso tesoro oculto que un avezado cazador encontró entre la tierra de los kakuanas, hoy conocido como los matabele.

Carlos Roca, sin ninguna duda, se ha erigido en una primera autoridad, solvente y erudita, del pueblo zulú, como asimismo de su cultura y sociedad. Su trabajo no desmerece a las aportaciones de aquellos antropólogos victorianos que con sus tratados han contribuido a que conozcamos esos pueblos primitivos que también han estudiado los ingleses.

En este último trabajo, rastrea la llegada de Henry Rider Haggard a la costa de África del Sur y narra con parsimonia zulú los avatares del novelista en la África fascinante y cómo gesta su novela universal.

Era un veínteañero con «mono» de África, como muchos jóvenes británicos y europeos. Fascinado por la llamada de este misterioso con tinente, llega como funcionario del Imperio británico a este her moso y desconocido territorio. Su vida cambiaría cuando se topó con el pueblo zulú. Fue uno de los pocos blancos afortunados del siglo XIX que asistió a una de las grandes celebraciones anuales de este pueblo. Lo que ocurrió después, lo dejó escrito para la posteridad:

Aproxi ma da men te mil hombres de piel de ébano realizaron en honor del gobernador una danza de guerra al ritmo de tambores confeccionados con piel de gacela, mientras miles de mujeres le animaban con sus gritos. Cuando el espectacular baile y las melódicas canciones terminaron, un guerrero, cuyos ojos brillaban como los de un halcón, se quedó fijo en su mirada. Hermosa descripción del choque de dos individuos depositarios de dos culturas diferentes.

Haggard se nutre de lo que ve en este entorno para ir diseñando a sus personajes literarios. Carlos Roca, como un sabueso antropólogo con el aliento en el cogote de Haggard, va olfateando los recovecos del escritor y su obra. Y va blindando a sus héroes de ficción. La importancia de esta obra universal y que ha cautivado a varias generaciones de lectores es que fue la primera novela de ficción de aventuras escrita por un anglosajón y en inglés. ¿Dónde radica el misterio de su éxito? Carlos Roca lo resume magistralmente:

Haggard fue de los primeros novelistas en darse cuenta de que, por encima de todo, el lector lo que quería era evadirse de su mundo interno y entretenerse con aquello que le contaba… No pretendió ser el mejor, pero representó con su pluma mucho de la parte aventurera, romántica y atrevida que muchos en mayor o menor medida llevamos dentro; y triunfó con ello. No es en absoluto descabellado argumentar que los libros de Haggard, Rudyard Kipling o Joseph Conrad contribuyeron tanto más como los más míticos regimientos de chaquetas rojas a la defensa del imperialismo británico.

Y sirvieron para que varias generaciones lectoras tuviéramos en ellos nuestro particular mester de fantasía.

El libro está narrado con una prosa clásica y atrevida. Nadie que se adentre en este libro quedará defraudado.

Lorenzo Díaz.

Sociólogo, periodista y escritor.