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El vacío
El milagro del interser

Vacío significa estar lleno de todo pero vacío de una existencia separada.

Imagina, por un momento, una hermosa flor. Puede ser una orquídea, una rosa o la humilde margarita que crece al borde del camino. Contemplando la flor, podemos ver que está llena de vida. Contiene tierra, lluvia y luz del sol. También está llena de nubes, océanos y minerales. Incluso está llena de espacio y tiempo. De hecho, todo el universo está presente en esta pequeña flor. Si hubiéramos eliminado uno solo de estos elementos «no-flor», la flor no habría podido estar presente. Sin los nutrientes del sustrato, la flor no podría crecer; sin la lluvia o la luz del sol, la flor moriría. Si eliminásemos todos los elementos no-flor, no quedaría ninguna sustancia que pudiéramos llamar «flor». Así que nuestra observación nos indica que la flor está llena del universo entero, y al mismo tiempo está vacía de una existencia propia separada. La flor no puede existir de forma independiente y aislada.

Nosotros también estamos llenos de innumerables cosas y, sin embargo, vacíos de un yo separado. Al igual que la flor, contenemos tierra, agua, aire, sol y calor. Contenemos espacio y conciencia. Contenemos a los ancestros, a padres y abuelos, educación, alimento y cultura. Todo el universo se ha reunido para crear la maravillosa manifestación que somos. Si eliminamos cualquiera de esos elementos «no-nosotros», nos daremos cuenta de que no queda un «nosotros».

El vacío: la primera puerta de liberación

Vacío no significa inexistencia. Decir que estamos vacíos no quiere decir que no existamos. Independientemente de que algo esté lleno o vacío, es obvio que ese algo debe, ante todo, existir. Cuando decimos que una taza está vacía, la taza debe existir para poder estar vacía. Cuando decimos que estamos vacíos, queremos decir que hemos de existir para poder estar vacíos de un yo permanente, separado.

Hace unos treinta años buscaba una palabra en inglés que describiera nuestra profunda conexión con todas las cosas. Me gustaba la palabra togetherness, «unión», pero finalmente di con el término interbeing, «interser». El verbo «ser» puede dar lugar a error, porque no podemos ser de forma aislada, independiente. «Ser» es siempre «interser». Si combinamos el prefijo «inter-» con el verbo «ser», creamos un nuevo verbo: «interser». Interser refleja de forma más precisa la realidad. Inter-somos unos con otros y con todo lo vivo.

Aprecio mucho la obra de un biólogo llamado Lewis Thomas. Expone que el cuerpo humano es «compartido, alquilado y ocupado» por una infinidad de minúsculos organismos sin los cuales no podríamos «mover un músculo, levantar un dedo o generar un pensamiento». Nuestro cuerpo es una comunidad. Los billones de células no humanas que hay en nuestro cuerpo superan en número a las células humanas. Sin ellas no podríamos estar ahora aquí; sin ellas no podríamos pensar, sentir o hablar. Thomas afirma que no existe ningún ser que esté aislado. Todo el planeta es una única célula gigante, viva, que respira, hecha de partes que trabajan unidas en simbiosis.

La visión profunda del interser

En la vida diaria podemos observar el vacío y el interser en todos los lugares. Observando a un niño, veremos con facilidad a su madre, a su padre, a su abuela y a su abuelo en él: su aspecto, su comportamiento, su discurso. Incluso sus habilidades y talentos son los de sus padres. Si a veces no comprendemos el porqué del comportamiento de un niño, nos será de gran ayuda recordar que no es una entidad separada. Es una continuación, sus padres y ancestros están en él, en ella. Cuando camina, cuando habla, todos ellos también caminan y hablan. Al observar a un niño podemos entrar en contacto con sus padres y antepasados, pero, de la misma forma, al observar a uno de los progenitores podemos ver al niño. No existimos de forma separada: inter-somos. Todo depende de todo lo demás del universo para manifestarse: una estrella, una nube, una flor, un árbol, e incluso tú y yo.

Recuerdo una vez que, practicando la meditación mientras caminaba por las calles de Londres, vi en el escaparate de una librería un libro con el título Mi madre, yo mismo. No compré ese libro porque intuí que ya conocía su contenido. Es cierto que cada uno de nosotros es la continuación de su madre; somos nuestra madre. Por tanto, cada vez que nos enojamos con nuestra madre o nuestro padre nos enojamos también con nosotros mismos. Todo aquello que hagamos, nuestros padres lo están haciendo también junto a nosotros. Esto puede ser difícil de aceptar, pero es la verdad. No podemos decir que no queremos tener nada que ver con nuestros progenitores. Ellos están en nosotros y nosotros en ellos. Somos la continuación de todos los ancestros. Gracias a la impermanencia, tenemos la oportunidad de transformar nuestra herencia en una dirección hermosa.

En mi cabaña, cada vez que ofrezco incienso o me postro ante el altar no lo hago como un ser separado, sino como todo un linaje. Siempre que camino, me siento, como o practico caligrafía, lo hago con la conciencia de que todos mis ancestros están conmigo en ese instante. Soy su continuación. Sea lo que sea que yo esté haciendo, la energía de la plena conciencia me permite hacerlo como un «nosotros», no como un «yo». Cuando sostengo el pincel, sé que no puedo eliminar a mi padre de mi mano. Sé que no puedo excluir a mi madre o a mis ancestros de mí mismo. Ellos están presentes en todas mis células, en mis gestos, en mi habilidad para trazar un bello círculo. Tampoco puedo eliminar de mi mano a mis maestros espirituales. Están ahí en forma de la paz, la concentración y la atención que disfruto mientras trazo el círculo. Todos trazamos juntos ese círculo. No hay un yo separado que lo esté haciendo. Mientras practico caligrafía, experimento la profunda visión del no yo y ese acto se convierte en una profunda práctica meditativa.

Tanto en casa como en nuestro lugar de trabajo, podemos practicar para percibir que todos los ancestros y maestros están presentes en nuestros actos. Podemos ver su presencia cuando mostramos ese talento o habilidad que nos han legado. Podemos apreciar su mano en la nuestra cuando preparamos la comida o lavamos los platos. Podemos experimentar una profunda conexión y liberarnos de la noción de que somos un yo separado.

Eres un río

Podemos considerar el vacío como interser en el espacio: nuestra relación con todos y todo en rededor. También podemos considerar el vacío como impermanencia en el tiempo. Impermanencia significa que nada se mantiene igual en dos momentos consecutivos. El filósofo griego Heráclito de Éfeso dijo: «No podrás bañarte dos veces en el mismo río». El río fluye sin cesar, por lo que si salimos a la orilla y luego volvemos a sumergirnos, el agua ya habrá cambiado. Incluso nosotros hemos cambiado en ese breve espacio de tiempo. En nuestro cuerpo hay células muriendo y naciendo a cada segundo. Nuestros pensamientos, percepciones, sensaciones y estados mentales cambian también de un instante al siguiente. Por tanto, no podemos nadar dos veces en el mismo río y el río tampoco recibe dos veces a la misma persona. Nuestro cuerpo y nuestra mente son un continuo en cambio constante. Aunque parezca que nuestro aspecto no cambie y mantengamos el mismo nombre, somos diferentes. Por muy sofisticadas herramientas que empleemos, no podremos encontrar en nosotros nada que permanezca inalterado y que podamos llamar un alma, un yo. Una vez que hemos aceptado la realidad de la impermanencia, debemos aceptar también la verdad del no-yo.

Las dos concentraciones en el vacío y en la impermanencia nos ayudan a liberarnos de la tendencia a creer que somos entidades separadas. Son visiones profundas que pueden ayudarnos a salir de la prisión de nuestras opiniones erróneas. Debemos entrenarnos en mantener la visión del vacío mientras observamos a otra persona, un pájaro, un árbol o una roca. Esto es muy diferente de sentarse para limitarse a especular acerca del vacío. Debemos percibir realmente la naturaleza de vacío, de interser, de impermanencia, en nosotros y en los demás.

Por ejemplo: dices que yo soy vietnamita. Quizá pienses firmemente que soy un monje vietnamita. Pero, de hecho, desde el punto de vista legal, yo no poseo un pasaporte vietnamita. Desde el punto de vista cultural, hay en mí elementos franceses, así como elementos de la cultura china e incluso de la cultura india. En mis escritos y enseñanzas puedes descubrir aportes de diversas corrientes culturales. Y desde el punto de vista étnico no existe raza vietnamita alguna. En mí hay elementos melanesios, indonesios y mongoles. Así como la flor está hecha de elementos no-flor, así yo estoy hecho de elementos no-yo. La visión profunda del interser nos ayuda a alcanzar esta sabiduría de la no-discriminación. Nos libera. Ya no deseamos pertenecer únicamente a una sola área geográfica o identidad cultural. Vemos en nosotros la presencia de todo el universo. Cuanto más empleemos la visión profunda del vacío, más descubriremos y más profunda será nuestra comprensión. Y esto, de forma natural, genera compasión, libertad y ausencia de miedo.

Llamadme por mis verdaderos nombres

Un día, en la década los años setenta, mientras trabajábamos para la Delegación Budista por la Paz en París, recibimos una noticia terrible. Muchos vietnamitas había huido del país en barco, lo que suponía la certeza de emprender un viaje muy peligroso. No solo existía el riesgo de las tormentas y de carecer de suficiente combustible, agua o comida; también existía el peligro de ser atacados por piratas, que eran muy activos en la costa de Tailandia. La noticia que nos llegó era muy trágica. Los piratas habían abordado un barco, habían robado los objetos de valor y habían violado a una niña de once años. Su padre intentó defenderla y lo arrojaron por la borda. Tras el ataque, aquella niña se lanzó a su vez por la borda y ambos se ahogaron.

Después de recibir estas noticias, fui incapaz de conciliar el sueño. Mis sentimientos de tristeza, compasión y piedad eran demasiado fuertes. Pero, en tanto que practicante, no podía dejar que aquellos sentimientos de ira e impotencia nos paralizaran. Así que practiqué la meditación caminando, la meditación sentada y la respiración consciente para contemplar profundamente la situación, para intentar comprender.

Me vi como un niño nacido en el seno de una familia pobre en Tailandia, hijo de un pescador analfabeto. Generación tras generación, mis antepasados habían vivido en la pobreza, sin educación, sin ninguna ayuda. Yo mismo había crecido también sin educación y, quizá, rodeado de violencia. Un día, alguien me propone que salga al mar a hacerme rico como pirata y acepto sin pensarlo demasiado, desesperado por romper el terrible ciclo de pobreza. Luego, presionado por mis compañeros piratas y sin que haya ninguna patrulla costera que me lo impida, fuerzo a esa hermosa niña.

Nunca, en toda mi vida he aprendido a amar, a comprender. Nunca recibí una educación, nadie me mostró un futuro. Si tú hubieras estado allí, en aquel bote, con una pistola, podrías haberme disparado. Podrías haberme matado, pero no hubieras podido ayudarme.

En aquella noche de meditación en París vi que cientos de bebés seguían naciendo en circunstancias similares y que crecerían para convertirse en piratas a menos que yo hiciera algo por ayudarlos. Vi todo eso y mi ira se disolvió. El corazón se me llenó de energía de compasión y perdón. Podía tomar en mis brazos no solo a aquella niña de once años, sino también al pirata. Podía verme a mí mismo en ellos. Ese es el fruto de la contemplación sobre el vacío, sobre el interser. Podía ver que el sufrimiento no es exclusivamente individual: es también colectivo. El sufrimiento puede sernos transmitido por nuestros antepasados o puede existir en la sociedad que nos rodea. Cuando mi ira y mis reproches se disiparon, tomé la determinación de vivir mi vida de forma tal que pudiera ayudar no solo a las víctimas, sino también a los perpetradores.

Así que si me llamas Thich Nhat Hanh, diré: «Sí, ese soy yo». Y si me llamas niña, diré: «Sí, esa soy yo». Y si me llamas pirata, también diré: «Sí, ese soy yo». Estos son mis nombres verdaderos. Si me llamas niño empobrecido de una zona en guerra, sin futuro alguno, diré: «Sí, ese soy yo». Y si me llamas traficante de las armas que sustentan esa guerra, diré: «Sí, ese soy yo». Todas esas personas son nosotros mismos. Inter-somos con todos los demás.

Cuando somos capaces de librarnos de la idea de separación, brota en nosotros la compasión, nos llenamos de comprensión y tenemos la energía necesaria para ayudar.

Dos niveles de verdad

En el habla diaria decimos «tú», «yo», «nosotros» y «ellos» porque estas designaciones son útiles. Identifican al hablante o a aquel o aquello de lo que se está hablando. Pero es importante darse cuenta de que son meras designaciones convencionales. Son solo verdades relativas, no la verdad última. Somos mucho más que esas etiquetas y categorías. Es imposible trazar una línea firme entre tú y el resto del universo. La visión profunda del interser nos ayuda a conectar con la verdad última del vacío. La enseñanza sobre el vacío no trata sobre la «muerte» del yo. El yo no necesita morir. El yo es solo una idea, una ilusión, un punto de vista erróneo, una noción: no es una realidad. ¿Cómo puede morir algo que no existe? No tenemos ninguna necesidad de matar al yo, pero podemos eliminar la ilusión de una entidad separada mediante la adquisición de una comprensión más profunda de la realidad.

Sin dueño, sin dirigente

Cuando nos vemos como poseedores de una entidad separada, de una existencia separada, nos identificamos con nuestros pensamientos y con nuestro cuerpo. Quizá pensemos: «Este es mi cuerpo» o «Esta es mi mente» de la misma forma en que podemos decir: «Esta es mi casa. Este es mi automóvil. Estos son mis títulos. Estas son mis sensaciones. Estas son mis emociones. Este es mi sufrimiento». En realidad, no deberíamos estar tan seguros.

Cuando pensamos, trabajamos o respiramos, muchos creemos que debe haber una persona, un actor, tras esas acciones, que debe existir «alguien» que realiza la acción. Pero cuando el viento sopla no hay nadie soplando el viento. Solo existe el viento, y si no sopla ya no es viento. Cuando decimos: «Está lloviendo», no se requiere de un «llovedor» para que exista la lluvia. ¿Quién es ese «algo» que está lloviendo? Solo existe el llover. La lluvia sucede.

De la misma forma, fuera de nuestras acciones no hay persona alguna, nada que podamos llamar «yo». Cuando pensamos, somos nuestros pensamientos; cuando trabajamos, somos el trabajo; cuando actuamos, somos nuestros actos.

Recuerdo que una vez vi una viñeta que representaba al filósofo francés René Descartes delante de un caballo. El filósofo, con un dedo levantado, decía: «Pienso, luego existo». Detrás de él, el caballo pensaba: «Luego, ¿qué eres?»

Descartes intentaba demostrar la existencia del yo. Según su razonamiento, si pienso, debe haber un «yo» existente que realice ese pensar. Si yo no existo, ¿quién está pensando?

No podemos negar que hay un pensamiento. Está claro que el pensar está teniendo lugar. La mayor parte del tiempo, el problema suele ser que se da un exceso de pensamiento —pensamiento sobre el ayer, preocupación sobre el mañana— y todo este pensamiento nos aleja de nosotros mismos y del aquí, del ahora. Cuando estamos atrapados en pensamientos sobre el pasado y el futuro, la mente no está con el cuerpo, no está en contacto con la vida que late en nosotros y a nuestro alrededor en este momento presente. Por lo tanto, quizá fuera más acertado decir:

Pienso (demasiado), luego existo (no aquí, no viviendo mi vida).

La forma más precisa de describir el proceso del pensamiento no consiste en afirmar que hay «alguien» pensante, sino que el pensamiento se manifiesta como resultado de la extraordinaria, asombrosa conjunción de ciertas condiciones. No precisamos de un yo que piense: hay un pensar, tan solo el pensar. No existe una entidad adicional separada que realice el pensar. Si es que existe un pensador, ese pensador surge al mismo tiempo que el pensamiento. Es igual que izquierda y derecha. Una no puede existir sin la otra, pero tampoco puede existir antes que la otra: se manifiestan al mismo tiempo. En el mismo instante en que hay una izquierda, hay también una derecha. En el mismo instante en que hay un pensamiento, hay un pensador. El pensador es el pensar.

Ocurre lo mismo con el cuerpo y el acto. En nuestro cerebro, millones de neuronas trabajan conjuntamente, en constante comunicación. Actúan de forma sincronizada para producir un movimiento, una sensación, un pensamiento o una percepción. Sin embargo, no hay ningún director de esa orquesta. No hay nadie que tome las decisiones. No podemos localizar un lugar concreto en el cerebro o en ninguna parte del cuerpo en donde se controle todo. Se dan las acciones de pensar, sentir y percibir, pero no hay un actor, una entidad propia separada que lleve a cabo el pensar, sentir y percibir.

En 1966, en Londres, viví una experiencia muy intensa en el Museo Británico al contemplar un cadáver que se había conservado en la arena de forma natural, tumbado en posición fetal, durante más de cinco mil años. Permanecí allí, en pie, durante largo tiempo, muy concentrado, contemplando aquel cuerpo.

Unas semanas más tarde, en París, me desperté de repente en medio de la noche con un deseo de tocarme las piernas para comprobar que no me había convertido en un cadáver como aquel. Eran las dos de la mañana. Me incorporé y contemplé el cadáver y mi propio cuerpo. Después de permanecer así cerca de una hora, me sentí como lluvia cayendo sobre una montaña: fluir, fluir, fluir. Finalmente, me levanté y escribí un poema. Lo llamé «El rugido del gran león». La sensación era muy clara; las imágenes brotaban libremente, manaban con fuerza, como agua vertiéndose desde un contenedor gigante. Aquel poema empezaba con estos versos:

Una blanca nube flota en el cielo.

Las flores de un ramo florecen.

Nubes flotantes.

Flores florecientes.

Las nubes son el flotar.

Las flores son el florecer.

Vi con gran claridad que si una nube no flota, no es una nube. Si una flor no florece, no es una flor. Sin el flotar, no existe la nube. Sin el florecer, no existe la flor. No puedes separar ambos. No puedes extraer la mente del cuerpo y no puedes extraer el cuerpo de la mente: ellos inter-son. Así como descubrimos la flor en el florecer, así descubrimos al ser humano en la energía de la acción. Si no hay energía de acción, no hay ser humano. El filósofo francés Jean-Paul Sartre lo expresó en una frase hoy famosa: «El hombre es la suma de sus actos». Nosotros somos la suma de todo lo que pensamos, decimos y hacemos. Del mismo modo en que un naranjo produce bellas flores, hojas y frutos, nosotros producimos pensamiento, habla y acción. E, igual que en el caso del naranjo, nuestras acciones siempre maduran con el tiempo. Solo podemos descubrirnos en nuestros actos de cuerpo, palabra y mente, una continuación de energía a través del espacio y el tiempo.

No en una estupa

Hace más de diez años, una de mis discípulas en Vietnam hizo construir una estupa —un monumento funerario budista— para mis cenizas. Le dije que no necesitaba ninguna estupa para mis cenizas. No quiero quedar atrapado en una estupa, quiero estar por todas partes. «Pero —alegó— ¡ya está construida!» «En ese caso —le dije—, tendrás que hacer grabar delante una inscripción que diga: “Yo no estoy aquí”».

Es cierto, no estaré en la estupa. Aunque se incinere mi cuerpo y mis cenizas se entierren en ese lugar, ellas no son yo. No estaré ahí. ¿Por qué querría estar ahí dentro habiendo tanta belleza fuera?

De todas formas, por si se creaba un malentendido, le dije que quizá deberían añadir otra inscripción que dijera: «Tampoco estoy fuera». Nadie me encontrará ni dentro ni fuera de la estupa. Pero aún podría darse un malentendido. Así que quizá sería necesaria una tercera inscripción con esta leyenda: «Si me hallo en algún lugar, ese lugar es tu forma pacífica de respirar y caminar». Esa es mi continuación. Aunque nunca nos hayamos visto en persona, si al inspirar encuentras paz en tu inspiración, estoy ahí, contigo.

A menudo cuento una historia de la Biblia, del Evangelio según san Lucas, sobre dos discípulos que viajaban a Emaús tras la muerte de Jesús. En el camino, se encontraron con un hombre y se pusieron a hablar y a caminar junto a él. Después de un tiempo, se detuvieron en una posada para comer. Cuando los discípulos vieron la forma en que aquel hombre partía el pan y servía el vino, reconocieron a Jesús.

Esta historia nos muestra que ni siquiera se puede descubrir a Jesús únicamente en su cuerpo físico. Su realidad viva se extiende mucho más allá de su cuerpo físico. Jesús estaba plenamente presente en la forma en la que se partió el pan y se sirvió el vino. Ese es el Cristo viviente. Por eso, Jesús puede decir: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». No solo Jesús, Buda o cualquier otro gran maestro espiritual permanecerán con nosotros tras su muerte: todos nosotros continuamos como energía mucho tiempo después de que el cuerpo físico haya cambiado de forma.

La persona amada no es un yo

Cuando nos postramos ante Buda o nos inclinamos ante Jesucristo, ¿nos postramos ante el Buda que vivió hace 2.500 años? ¿Ante el Cristo que vivió hace 2.000 años? ¿Ante quién nos inclinamos? ¿Nos inclinamos ante un ser? Sabemos que Buda y Jesucristo fueron seres humanos como nosotros. Todo ser humano está hecho de cinco ríos que cambian y fluyen sin cesar: el cuerpo físico, las sensaciones, las percepciones, las formaciones mentales y la conciencia. Tú, yo, Jesucristo y Buda, todos estamos cambiando constantemente.

Decir que hoy Jesucristo es exactamente el mismo que era hace 2.000 años es un error, ya que ni siquiera durante los treinta años que vivió permaneció exactamente igual. Cambiaba todos los meses, todos los años. Lo mismo es cierto para Buda. Cuando tenía treinta años, Buda era diferente del que era cuando tenía cuarenta. Y cuando cumplió ochenta años era también diferente. Buda, como todos nosotros, evolucionó, cambió sin cesar. Luego, ¿qué Buda queremos? ¿Buda a los ochenta años o a los cuarenta? Quizá visualicemos a Buda con un rostro o cuerpo concreto, pero sabemos que su cuerpo es impermanente y sujeto a perpetuo cambio. O puede que creamos que Buda ya no existe o que aquel Jesucristo pasado ya no está presente. Pero esa afirmación también sería errónea, porque sabemos que nada puede perderse.

Buda no es un ser separado: Buda es sus actos. ¿Cuáles son sus actos? Sus actos son la práctica de la libertad y el despertar en servicio de todos los seres, y estos actos continúan. Buda aún está presente, pero no bajo la forma en la que solemos imaginárnoslo.

Cada uno de nosotros puede ponerse en contacto directo con Buda, es una acción que podemos llevar a cabo. Cuando somos capaces de caminar felices sobre la Tierra, experimentando las maravillas de la vida (los hermosos pájaros, árboles y el cielo azul), sintiéndonos felices, en paz, en calma, nosotros mismos somos una continuación de Buda. Buda no es algo exterior a nosotros: es una energía que está en nuestro interior. Cada día, el buda viviente se desarrolla y crece, se manifiesta bajo nuevas formas.

¿Qué edad tendrás en el cielo?

En los años setenta, en nuestra Delegación Budista por la Paz en París, había una mujer inglesa que se ofreció como voluntaria para ayudarnos en la tarea. Aunque tenía más de setenta años, gozaba de una excelente salud y cada mañana subía a pie las escaleras hasta el quinto piso en el que estaba nuestra oficina. Era anglicana y poseía una sólida fe. Creía firmemente que tras su muerte ascendería a los cielos, donde se reuniría con su amable y atractivo esposo, que había muerto a los treinta y tres años.

Un día le pregunté: «Cuando mueras y vayas al cielo para reencontrarte con tu esposo, ¿tendrá él treinta y tres, setenta u ochenta años? ¿Y qué edad tendrás tú? Te parecería raro, ahora que tienes más de setenta años, encontrarte con un joven de treinta y tres». A veces nuestra fe es muy simple.

Ella se sintió confundida, nunca se había planteado esa cuestión. Se había limitado a asumir que se verían de nuevo. Gracias a la visión del interser —la profunda convicción de que inter-somos unos con otros y con toda forma de vida—, no necesitamos esperar a encontrarnos con las personas amadas de nuevo en el paraíso. Ellas están aún con nosotros aquí mismo.

Nada se pierde

Algunos creen en un ser eterno que sigue existiendo después de la desintegración del cuerpo. Podríamos calificar esta creencia como una clase de «eternalismo». Otros creen que no hay nada después de la muerte. Eso es una forma de «nihilismo». Debemos evitar ambos extremos. La profunda visión de la impermanencia y del interser nos enseña que no puede existir un ente eterno, separado, y la primera ley de la termodinámica —la ley de la conservación de la energía— nos dice que nada puede ser destruido o creado: solo puede ser transformado. Así que creer que no seremos nada tras la descomposición del cuerpo no tiene base científica.

Mientras estamos vivos, nuestra vida es energía, y tras la muerte seguimos siendo energía. Esa energía cambia y se transforma constantemente. Nunca se perderá.

No podemos afirmar que no haya nada después de la muerte. Algo no puede devenir nada.

Si hemos perdido a alguien muy cercano y estamos apenados por su pérdida, concentrarnos en el vacío y la ausencia de signo nos ayuda a observar profundamente y a descubrir las vías por las cuales esa persona aún continúa. La persona amada aún vive en nosotros y en torno a nosotros. Es muy real, no la hemos perdido. Podemos reconocerla aún bajo una forma diferente o incluso en una forma más bella que la del pasado.

A la luz del vacío y el interser vemos que no ha muerto, no ha desaparecido. Continúa por sus acciones y en nuestro interior. Aún podemos hablarle. Podemos decirle algo así: «Sé que estás ahí. Respiro para ti, sonrío para ti. Disfruto de mirar a mi alrededor con tus ojos. Disfruto la vida contigo. Sé que aún estás muy cerca de mí, que ahora continúas en mí».

Fuerza vital

Si no hay un dirigente, un amo, un actor tras nuestros actos ni un pensador tras nuestros pensamientos, ¿por qué tenemos esta sensación de un yo? En la psicología budista, la parte de la conciencia que tiene tendencia a crear la sensación de un yo se denomina con el término sánscrito manas. Manas equivale a lo que Sigmund Freud llamó el id en la teoría del psicoanálisis. Manas se manifiesta desde lo más profundo de la conciencia, es nuestro instinto de supervivencia. Siempre nos insta a evitar el dolor y a perseguir el placer. Manas no deja de decirnos: «Este soy yo, este es mi cuerpo, esto es mío», porque es incapaz de percibir la realidad con claridad. Manas intenta proteger y defender lo que cree, sin atisbo de duda, que es un yo. Pero esto no es siempre favorable para nuestra supervivencia. Manas no puede ver que estamos hechos únicamente de elementos no-nosotros y que lo que considera un yo no es, en realidad, una entidad separada. Manas no puede ver que su errónea noción de un yo puede llevarnos a padecer un gran sufrimiento e impedirnos vivir libres y felices. Al contemplar la interconexión entre nuestro cuerpo y nuestro entorno, podemos ayudar a manas a transformar su ilusión y a ver la verdad.

No necesitamos deshacernos de manas: manas es una parte integrante de la vida. La razón por la que manas llama a este cuerpo «yo» y «mío» es que una de las funciones de manas es preservar la fuerza vital. Esa fuerza vital es aquello que el filósofo francés del siglo xx Henri Bergson llamó élan vital. Al igual que las demás especies, poseemos el ansia de vivir y un fuerte deseo de aferrarnos a nuestra vida, de protegernos y defendernos ante el peligro. Pero debemos ser cautelosos y no permitir que nuestros instintos de autoconservación y autodefensa nos induzcan al error de pensar que poseemos un yo separado. La visión profunda del interser y del no-yo puede ayudarnos a emplear nuestra fuerza vital —lo que Freud llamó sublimación para realizar acciones en nuestra vida que tengan por fin ayudar y proteger a los demás, perdonar y reconciliar, y ayudar y proteger la Tierra.

Recuerdo una vez en que dejé olvidado un trozo de jengibre en una esquina de mi cabaña. Un día, descubrí que había germinado. De aquel tallo había brotado una planta de jengibre. Había vida en aquel trozo de tallo. Lo mismo puede pasar con una patata. Todo posee esta vitalidad que le lleva a buscar la pervivencia y a tener una sucesión. Es algo natural, todos los seres anhelan vivir. Así que puse el jengibre en un tiesto con algo de tierra y lo dejé crecer.

Cuando una mujer queda encinta, existe ya una fuerza vital que dirige el desarrollo del bebé. La fuerza vital de la madre y del feto no son ni la misma ni otra diferente. La fuerza vital materna penetra en el niño, y la fuerza vital del niño penetra en la madre. Son uno, y poco a poco se separan. Pero a veces creemos que el nacimiento del niño le otorga una entidad separada, como si su cuerpo, sus sensaciones, sus percepciones, sus formaciones mentales y su conciencia fuesen diferentes de las de su madre. Quizá creamos que podemos separar al hijo de la madre, pero lo cierto es que perdura una relación de continuidad. Al observar al niño vemos a la madre, y al observar a la madre vemos al niño.

Práctica: la mano de tu madre

¿Recuerdas las veces en que, en tu infancia, estabas enfermo con fiebre? ¿Recuerdas lo mal que te sentías? Pero entonces, tu madre, tu padre, quizá tu abuela o abuelo, te ponían su mano sobre la frente ardiente y notabas una sensación maravillosa. Podías sentir el néctar de amor en su mano, y eso bastaba para consolarte, para calmarte. El mero hecho de saber que estaban ahí, a tu lado, te proporcionaba gran alivio. Si ya no vives cerca de tu madre, o si tu madre no está ya presente en su habitual forma corporal, debes observar profundamente para ver que, en realidad, siempre está contigo. Llevas a tu madre en cada célula del cuerpo. Su mano está aún en la tuya. Si tus padres ya han fallecido y practicas esta mirada profunda, podrás llegar a tener con ellos una relación más profunda que la que tenga una persona cuyos padres aún vivan pero no tenga una comunicación fluida con ellos.

Ahora puedes tomarte un tiempo para observar tu mano. ¿Puedes ver la mano de tu madre en la tuya? ¿O la de tu padre? Observa profundamente tu mano. Con esta visión, y con todo el amor y cuidados de tus padres, eleva la mano hasta la frente y siente cómo la mano de tu madre, la mano de tu padre, te toca la frente. Deja que los padres que están dentro de ti te cuiden. Ellos siempre están contigo.

Seres vivientes

Tendemos a establecer una distinción entre formas de vida animada y formas de vida inanimada. Pero una observación más detenida nos muestra que existe fuerza vital incluso en esos objetos que llamamos inanimados. Hay fuerza vital y conciencia en un tallo de jengibre o en una bellota. El jengibre sabe cómo convertirse en planta, la bellota sabe cómo convertirse en roble. No podemos decir que sean seres inanimados, porque saben lo que deben hacer. Incluso una partícula subatómica o una mota de polvo contiene vitalidad. No hay una línea divisoria precisa entre lo animado y lo inanimado, entre materia viva y materia inerte. En la materia llamada inerte existe vida, y los seres vivientes dependen de la materia llamada inerte. Si extrajeran de ti y de mí esos elementos llamados inanimados, no podríamos vivir. Estamos hechos de elementos no humanos. Esa es la enseñanza del Sutra del Diamante, un antiguo texto budista que puede ser considerado el primer tratado sobre ecología profunda en el mundo. No podemos delinear una firme diferenciación entre los seres humanos y el resto de seres vivientes, o entre los seres vivientes y la materia inerte.

Todo contiene vitalidad. Todo el universo resplandece de vida.

Si consideramos la Tierra un mero bloque de materia exterior a nosotros, no hemos visto realmente la Tierra. Necesitamos ser capaces de ver que somos parte de la Tierra, ver que toda la Tierra está en nosotros. La Tierra está también viva. Posee su propia inteligencia y creatividad. Si la Tierra fuese materia inerte, no podría dar origen a tantos grandes seres como Buda, Jesucristo, Mahoma o Moisés. La Tierra es también una madre para nuestros padres, para nosotros. Si miramos con ojos que carezcan de discriminación, podremos establecer una relación íntima con la Tierra. Miramos la Tierra con el corazón, no con la mirada del frío razonamiento. Tú eres el planeta, y el planeta es tú mismo. El bienestar de nuestro cuerpo es imposible sin el bienestar del planeta. Por eso, para proteger el bienestar de tu cuerpo debes proteger el bienestar del planeta. Esa es la visión profunda del vacío.

¿Eres alma gemela de Buda?

En el tiempo de Buda existían incontables religiones y maestros y maestras espirituales, cada cual defendía su propio camino y práctica espiritual, cada cual declaraba que sus enseñanzas eran las mejores, las más acertadas. Un día, un grupo de jóvenes vino a ver a Buda y le preguntó: «De todos estos maestros y maestras, ¿a quién debemos creer?»

«A ninguno, ni siquiera a mí —contestó Buda—, por muy antigua que sea esa enseñanza, por muy excelso y reverenciado que sea el maestro que la predica. Deben emplear su inteligencia y su mente crítica para examinar con cuidado todo lo que oigan o vean. Después, pongan esa enseñanza en práctica y observen si les ayuda a liberarse del sufrimiento y de las dificultades. Si lo hace, pueden creer en ella.» Si queremos ser alma gemela de Buda, debemos contar con ese espíritu cultivado y crítico.

Si no permitimos que nuestras creencias evolucionen, si no conservamos la mente abierta, corremos el riesgo de despertar un día y descubrir que hemos perdido la fe en aquello que creíamos. Esta puede ser una experiencia desoladora. En tanto que practicantes de meditación, no deberíamos aceptar jamás nada con fe ciega, como si fuera una verdad absoluta, inalterable. Debemos investigar y observar la realidad con plena conciencia y concentración para que nuestra comprensión y fe puedan ser cada día más y más profundas. Esa es una fe que no podemos perder, porque no se basa en ideas o creencias, sino en la experiencia de la realidad.

¿Existe la reencarnación?

Muchos rechazamos la idea de que tengamos que morir un día. Y al mismo tiempo, queremos saber qué ocurre cuando morimos. Algunos creemos que iremos al cielo y viviremos allí, felices. Para otros, la vida es demasiado corta y buscan una nueva oportunidad para actuar mejor la próxima vez. Esta es la razón por la que resulta tan atractiva la idea de la reencarnación. Puede que esperemos que en una próxima vida las personas que han cometido actos violentos serán llevadas ante la justicia y que pagarán por sus crímenes. O quizá tengamos miedo de la nada, del olvido, de no existir nunca más. Por eso, cuando vemos que el cuerpo comienza a envejecer y a desintegrase, es tentador creer que puede que tengamos la oportunidad de comenzar de nuevo con un cuerpo joven y sano, como si nos deshiciésemos de ropas gastadas.

La idea de la reencarnación implica que existe un alma separada, un yo o un espíritu que, de algún modo, abandona el cuerpo al morir y emprende el vuelo para reencarnarse más tarde en otro cuerpo. Es como si el cuerpo fuera un hogar para la mente, el alma o el espíritu. Esto supone que mente y cuerpo pueden ser separados uno del otro; que, aunque el cuerpo sea impermanente, la mente y el espíritu son, en cierta forma, permanentes. Pero ninguna de esas ideas se ajusta a las enseñanzas primordiales del budismo.

Podemos hablar de dos tipos de budismo: el budismo popular y el budismo profundo. Diferentes públicos necesitan diferentes enseñanzas; las enseñanzas deben adaptarse siempre a fin de que sea adecuadas para quienes la escuchen. Por ello hay miles de diferentes puertas de acceso a las enseñanzas, lo que permite que todo tipo de personas puedan beneficiarse de ellas y experimentar una transformación, un alivio de su sufrimiento. En la cultura budista popular se dice que existen innumerables ámbitos infernales en los que podemos sumirnos al morir. Muchos templos exhiben vívidas ilustraciones de los horrores que podemos padecer en los ámbitos infernales. Por ejemplo, si hemos mentido en esta vida, en la próxima nos cortarán la lengua. Esto es una muestra del uso de «medios hábiles» para motivar a todos a que lleven una vida más ética. Es una estrategia que puede ser útil para algunos, pero que puede no serlo para otros.

Aunque estas enseñanzas no se ajusten a la verdad primordial, mucha gente puede sacar provecho de ellas. De todas formas, empleando compasión, habilidad y comprensión podemos ayudarnos mutuamente a abandonar gradualmente esas ideas y profundizar nuestra comprensión. Si queremos abrirnos a una nueva forma de contemplar la vida, la muerte y lo que ocurre al morir, necesitamos abandonar nuestras ideas actuales para permitir que surja una comprensión más honda. Si queremos ascender por una escalera, debemos levantar el pie de un escalón para poder alcanzar el siguiente. Si nos apegamos a las opiniones que mantenemos ahora, no podremos progresar.

Al principio, yo tenía algunas nociones sobre la plena conciencia, la meditación y el budismo. Después de practicar durante diez años, alcancé una comprensión más acertada. Tras cuarenta o cincuenta años de práctica, mi visión y mi comprensión son aún más profundas. Todos seguimos un camino, todos progresamos, y a lo largo del camino necesitamos estar dispuestos a abandonar las ideas que tenemos ahora para ser capaces de abrirnos a una visión nueva, mejor, más profunda, que nos acerque a la verdad; una visión que sea más útil para ayudarnos a transformar el sufrimiento y cultivar la felicidad. Cualesquiera que sean nuestras opiniones, debemos ser cautelosos para no quedar atrapados en la idea de que nuestra opinión es «la mejor» y que somos los únicos poseedores de la verdad. El espíritu del budismo es muy tolerante. Deberíamos mantener la mente abierta a todos aquellos que posean otros puntos de vista o creencias. La práctica de la apertura, del no-apego a puntos de vista, es fundamental en el budismo. Por eso, a pesar de que existan decenas de escuelas diferentes dentro del budismo, los budistas nunca han librado entre ellos guerra santa alguna.

La esencia de las enseñanzas de buda

El contexto espiritual de la India de aquel tiempo ejerció una fuerte influencia sobre las enseñanzas de Buda. El budismo está hecho de elementos no budistas, del mismo modo en que la flor está hecha de elementos no-flor. En Occidente se asocia a menudo el budismo a las ideas de reencarnación, karma y retribución; pero estos no son conceptos originariamente budistas. Eran principios que estaban ya muy bien establecidos cuando Buda empezó a enseñar. De hecho, no pertenecían en absoluto a la esencia de lo que Buda enseñaba.

En la antigua India, las enseñanzas de la reencarnación, el karma y la retribución partían de la base de la existencia de un yo. Había una extendida y arraigada creencia en la existencia de un ser permanente que se reencarnaba y era objeto de una retribución kármica por los actos realizados en esta vida. Pero cuando Buda habló de la reencarnación, el karma y la retribución, lo hizo a la luz del no-yo, la impermanencia y el nirvana: nuestra auténtica naturaleza de no-nacimiento y no-muerte. Enseñó que no es necesario poseer un ser separado e inmutable para que el karma —los actos de cuerpo, habla y mente— tuviera una continuación.

La mente no es una entidad separada, según las enseñanzas fundamentales de Buda acerca del no-yo, la impermanencia y el interser. La mente no puede abandonar el cuerpo y reencarnarse en otro lugar. Si se separa la mente o el espíritu del cuerpo, ese espíritu no existirá ya. Cuerpo y mente dependen uno del otro para existir. Lo que le ocurre al cuerpo repercute en la mente, y lo que le ocurre a la mente repercute en el cuerpo. La conciencia depende del cuerpo para manifestarse. Nuestras sensaciones necesitan de un cuerpo para ser sentidas. Sin un cuerpo, ¿cómo podríamos sentir? Pero esto no supone que desaparezcamos cuando el cuerpo muere. El cuerpo y la mente son una fuente de energía, y cuando esa energía no se manifiesta ya bajo la forma de un cuerpo y una mente, se manifiesta bajo otras formas: en nuestros actos de cuerpo, habla y mente.

No necesitamos un yo permanente y separado para cosechar las consecuencias de nuestros actos. ¿Eres la misma persona que eras el año pasado, o eres diferente? Incluso en una misma vida, no podemos afirmar que la persona que sembró buenas semillas el año pasado sea exactamente la misma que cosecha el beneficio este año.

Desgraciadamente, muchos budistas aún se aferran a la idea de un yo que les ayude entender las enseñanzas sobre la reencarnación, el karma y la retribución. Pero esto constituye un tipo de budismo muy diluido, ya que ha perdido la esencia de las enseñanzas de Buda acerca del no-yo, la impermanencia y nuestra verdadera naturaleza de no-nacimiento, no-muerte. Una enseñanza que no refleje esta sabiduría no pertenece a la enseñanza fundamental del budismo. Las tres puertas de la liberación —vacío, no signo, no objetivo— encarnan lo más granado de las enseñanzas de Buda.

En el budismo, si experimentas la realidad del interser, la impermanencia y el no yo, comprenderás la reencarnación de una forma muy diferente. Verás que es posible renacer sin un yo, que es posible un karma sin un yo, que es posible la retribución sin un yo.

Todos estamos naciendo y muriendo a cada instante. Esta manifestación de vida da paso a otra manifestación de vida.

Nuestros hijos, nuestros discípulos, cualquiera cuya vida hayamos rozado es nuestra continuación.

«Renacimiento» es una descripción más acertada que «reencarnación». Cuando una nube deviene en lluvia, no podemos decir que la nube se ha «reencarnado» en lluvia. «Continuación», «transformación» y «manifestación» son todas palabras adecuadas, pero quizá la mejor sea «remanifestación». La lluvia es una remanifestación de la nube. Nuestros actos de cuerpo, palabra y mente son un tipo de energía que estamos continuamente transmitiendo, y esa energía se manifiesta una y otra vez bajo diferentes formas.

Una vez, una niña me preguntó: «¿Qué se siente cuando estás muerto?» Esta es una muy buena pregunta, muy profunda. Utilicé el ejemplo de la nube para hablarle sobre el nacimiento, la muerte y la continuación. Le dije que una nube no puede morir jamás. Una nube solo puede convertirse en otra cosa, como lluvia, nieve o granizo. Cuando eres una nube, te sientes como una nube. Y cuando te conviertes en lluvia, te sientes como la lluvia. Y cuando te conviertes en nieve, te sientes como la nieve. Remanifestarse es maravilloso.