Baltasar Gracián nació en los primeros días del mes de enero de 1601, lo que explica el origen de su nombre de pila. De su ambiente familiar se sabía muy poco hasta fechas recientes, en que Belén Boloqui ha aclarado datos oscuros de su biografía: hoy sabemos que fue hijo de Francisco Gracián, médico, y de Ángela Morales. El padre llegó a Belmonte de Calatayud, hoy Belmonte de Gracián, contratado como médico durante seis años (1596-1602), para pasar más tarde a la villa de Ateca, donde será requerido nuevamente, hasta 1620. Con año y medio, pues, inicia Baltasar su primer viaje, el primero de una larga serie en una vida itinerante como será la suya.
En las escuelas comunes de Ateca, o tal vez en su propia casa, debió de iniciarse en las letras en torno a los siete años. Quizá entonces acompañó a su padre en las visitas médicas: lo que es seguro es que en toda su obra —y el lector lo podrá comprobar en alguno de los fragmentos recogidos en este volumen— la profesión de médico aparecerá siempre caracterizada negativamente, satirizada, lo que le acerca al otro gran prosista del siglo XVII, Francisco de Quevedo. Con diez o doce años sale de allí para empezar lo que hoy llamaríamos estudios de enseñanza secundaria, por aquel entonces etiquetados como «humanidades» o «bellas letras». Los datos más probables apuntan hacia algún colegio de jesuitas: no se puede descartar que cursase humanidades en Calatayud durante cinco años, para pasar después a Toledo, donde aprendería lógica y mejoraría su latín durante uno o dos años. Él mismo reconoce, en una de sus escasas referencias personales (Agudeza y arte de ingenio, Discurso XXV), haberse criado en la ciudad del Tajo con su tío, el licenciado don Antonio Gracián, beneficiado de San Pedro de los Reyes.
Pese a las dudas, parece evidente que estudió con los jesuitas: recibió por tanto una educación de élite en la España del siglo XVII. En alguno de sus colegios, ya mayor para los usos de la época, debió de sentir la vocación religiosa, porque el 30 de mayo de 1619 entró en el noviciado tarraconense de la Compañía de Jesús. Allí pasa los dos años reglamentarios del novicio, dedicado íntegramente a esa formación religiosa, que deja huella perenne en su personalidad. El joven apunta maneras: debido a su preparación anterior, se le dispensa de los dos cursos preceptivos de humanidades en el seminario de Gerona, lo que es más de valorar si se tiene en cuenta que el general de la Compañía, el padre Vitelleschi, insistía a alguno de los provinciales para que no se diese esa dispensa con facilidad.
Quizá a causa de la muerte de su padre, en 1621 pasa de nuevo al Colegio de Calatayud, donde cursará dos años de filosofía (1621-1623). Se ha hablado bastante de la importancia de este colegio en la formación de Gracián: primero como estudiante de filosofía, a los veinte años, y más tarde como profesor «en prácticas» —diríamos hoy—. Por ello habría que evaluar su biblioteca para calibrar la impronta en la prosa de Gracián. La crítica, ante la falta de datos concretos, dista de estar de acuerdo, aunque parece que los fondos bibliográficos no debieron ser tan malos como se ha supuesto. Comoquiera que fuese, lo cierto es que de aquellos años le quedará un extraordinario aprecio por la filosofía moral que permeará toda su producción literaria (también lo comprobará el lector de este volumen). Otros cuatro cursos de teología en Zaragoza completarán su formación religiosa. Si los datos son exactos, pues, la formación de Gracián se adecua al sistema jesuítico de la Ratio studiorum: cinco años de humanidades; uno o dos para perfeccionar el latín; tres de filosofía, y cuatro o cinco de teología. En la ciudad del Ebro parece que ya había adoptado el carácter retraído y aislado que le va a caracterizar el resto de su vida. Entre la primavera y el verano de 1627 se ordena sacerdote.
Apenas estrenado el ministerio, la Compañía lo envía a enseñar humanidades en el Colegio de Calatayud (1627-1630). El ambiente le será a buen seguro grato, frente a su estancia conflictiva en la ciudad del Turia (1630-1631), donde se enfrenta por vez primera con los jesuitas valencianos. De allí pasó a Lérida (1631-1633) para encargarse de las clases de teología moral. Más tarde, a Gandía (1633-1636) para enseñar filosofía en el colegio jesuita de la villa, donde se renovarán las enemistades valencianas que había dejado atrás años antes.
En el verano de 1636 vuelve a su tierra natal, concretamente a Huesca, como confesor y predicador. La ciudad tiene una importancia capital en la vida del jesuita: en su primera estancia (1636-1639) escribe y publica allí su primer libro (El Héroe, 1637), pero sobre todo lo que importa es que allí conoce e intima con el noble y erudito don Vincencio Juan de Lastanosa, unos seis años más joven que él. Lastanosa es el prototipo de mecenas barroco (como puede comprobar quien se tome la molestia de leer al completo la crisis segunda de la segunda parte de El Criticón): su casa fue un verdadero cenáculo literario, desde donde se dispensaba protección a escritores y artistas. Además, estuvo en contacto personal o epistolar con autores españoles y extranjeros. La casa del prócer era conocida por sus exquisitos jardines, por una estupenda armería, por la colección de medallas y por una magnífica biblioteca de cerca de siete mil volúmenes. Súmese a todo ello que el edificio estaba situado casi enfrente del colegio de los jesuitas, y se podrá comprender la facilidad (y la fidelidad) del sacerdote Gracián a la calle del Coso de la antigua Osca.
En las tertulias celebradas en el palacio de Lastanosa, Gracián traba contacto con la intelectualidad cultural de Huesca: con Juan Orencio de Lastanosa, hermano del mecenas; con el canónigo Manuel de Salinas; con visos de probabilidad, con el historiador don Juan Francisco Andrés de Uztarroz… (todos ellos dejarán huellas más o menos visibles en El Criticón). A la sombra de estos personajes, Gracián debió de comenzar a sentirse escritor, quizá a expensas en ocasiones del ministerio religioso. Y justo en ese momento empiezan los problemas…
Y es que en 1637 aparece en Huesca, en las prensas de Juan Nogués, El Héroe, publicado a nombre de «Lorenzo Gracián, infanzón». Durante mucho tiempo se ha especulado con esta atribución, y durante años se ha negado la existencia de este personaje. Hoy sabemos que Lorenzo Gracián no fue un ente de ficción: el nombre corresponde a uno de los hermanos del jesuita, que fue apadrinado por el sacerdote y en quien renunció a sus derechos de mayorazgo. Lo que no está tan claro es la razón que llevó a Gracián a amparar su obra bajo el nombre del hermano menor. Si se quiere una explicación desde lo literario, puede pensarse que, con el cambio, Baltasar jugó una de las tretas que propone en el aforismo 31 del Oráculo manual: saberse descartar. Si se opta por una justificación más práctica, lo que es innegable es que Gracián intentó así despistar a las autoridades de la Compañía, porque el santo de Loyola había estipulado de forma clara en las Constituciones que ningún jesuita debía publicar libro alguno «sin que primero lo vea el prepósito general». Claro que, dado lo reducido del círculo cultural oscense, la autoría no fue un secreto para nadie. Quizá por ello, el año siguiente el padre Vitelleschi aconseja mudar a Gracián de sitio por ser una «cruz» para sus superiores.
Pese a todo ello, permanece en Huesca hasta 1639. Hacia mediados de ese año está ya en Zaragoza como confesor del duque de Nocera, virrey de Aragón, con quien visitará la corte en un periplo que resultará determinante: como a tantos otros, poco tiempo le basta para transformar en desengaño la obnubilación inicial ante un Madrid que es «madre madrastra». Y de allí a Pamplona, donde recibiría las primeras informaciones de la guerra de Cataluña.
A fines de 1640 publica en Madrid su segunda obra, El Político. Otra vez sin censura, y ahora dedicada al duque de Nocera, que hizo aquí el papel de escudo que la vez anterior correspondió a Lastanosa. La suerte se alía esta vez con el jesuita: la guerra de Cataluña, que había estallado en junio de ese año, complicó lo suficiente el panorama de la Compañía en España como para que el librito de uno de sus miembros no se convirtiese en cuestión de gravísima importancia.
Gracián realizará un segundo viaje a Madrid, en donde, además de predicar, prepara la publicación de la primera versión de la Agudeza y arte de ingenio, titulada entonces Arte de ingenio. Tratado de la agudeza (Madrid, 1642). Allí debió permanecer al menos hasta el 11 de febrero de ese año, y esa estancia resultará crucial, a la postre, en su evolución literaria. Los cursos 1642-1644 lo verán de vicerrector del Colegio de Tarragona, donde auxiliará espiritualmente a los soldados leales a Felipe IV en la guerra de Cataluña. Cae enfermo, y se le envía a Valencia para reponerse. A orillas del Turia, al calor de la magnífica biblioteca del hospital, preparó una nueva obra, El Discreto, que verá la luz en Huesca en 1646.
En noviembre de ese año recibe destino como capellán castrense del ejército del marqués de Leganés, encaminado a socorrer una Lérida sitiada por el mariscal de La Mothe. Y en diciembre vuelve a Huesca como predicador y profesor de teología moral, donde permanecerá hasta 1650. Esta segunda estancia de Gracián en su patria literaria se caracteriza por una actividad febril. En la primavera del año 1647, aparece el Oráculo manual y arte de prudencia, esta vez «sacado de las obras de Lorenzo Gracián» y dedicado a don Luis Méndez de Haro, valido de Felipe IV. En 1648 publica una segunda versión del Arte de ingenio que ahora lleva por título Agudeza y arte de ingenio. Los años que median entre las dos redacciones de este tratado teórico-estético son básicos en el devenir literario de Gracián.
En el verano de 1650 lo destinan a Zaragoza, adonde llega con el cargo de maestro de escritura. No pasa ni un año completo antes de que Gracián publique una nueva obra, la primera parte de una novela muy especial, El Criticón, que lleva como subtítulo En la primavera de la niñez y en el estío de la juventud. Como en ocasiones anteriores, publica el libro bajo seudónimo: ahora el autor es «García de Marlones», anagrama imperfecto de sus dos apellidos, Gracián Morales. También por esas fechas rompe con un antiguo amigo, el canónigo Manuel de Salinas. El cargo que ocupa en Zaragoza, y probablemente también su carácter, junto con la costumbre de publicar sin permiso, paran en Roma, adonde llegan quejas sobre él en febrero de 1652.
En 1653 aparece en Huesca la segunda parte de El Criticón (En el otoño de la varonil edad), dedicado a don Juan de Austria. Algunos jesuitas valencianos interpretaron la crisis VII como un ataque, lo que le granjeó nuevas críticas. Gracián, previsor y precavido, ya tenía escudo, pues había tejido una red de elogios a altos personajes, además de la dedicatoria. Y también publica en 1655 (por primera vez a su nombre, con las debidas licencias y reconociéndolo como suyo) El comulgatorio, obra de devoción. La publicación en 1657 de la tercera parte de El Criticón (En el invierno de la vejez), a nombre, una vez más, de Lorenzo Gracián, determina la caída del sacerdote. El nuevo provincial de Aragón, el catalán Jacinto Piquer, recrimina públicamente a Gracián en el refectorio, le impone como penitencia el ayuno a pan y agua, lo priva de su cátedra y, a comienzos de 1658, lo envía a Graus.
Al poco tiempo, Gracián escribe al general de la Compañía para solicitar el paso a otra orden religiosa. No recibe respuesta, pero se le va rebajando la pena: en abril de 1658 ya está en el Colegio de Tarazona con varios cargos. La decadencia física se le aceleró, quizá a raíz de todo lo ocurrido anteriormente: aunque invitado, en junio no puede asistir a la congregación provincial de Calatayud, y muere el 6 de diciembre de 1658 en Tarazona.