Hasta la década de 1650, pues, Gracián ha escrito y publicado varios libros que pueden incluirse bajo el marbete genérico del tratado. Sus pequeños volúmenes pueden calificarse, en efecto, como manuales tendentes a diseñar distintos tipos sociales con un peso específico claro en el sistema de ideas y creencias del jesuita: El Héroe, El Político, El Discreto establecen paradigmas tan evidentes desde el título que ni siquiera hace falta la glosa. El Oráculo manual podría haberse titulado El prudente, porque es ese el cuarto paradigma esbozado por el belmontino: si no acudió a ese rótulo fue porque a la altura de 1647 ya había sufrido un desplazamiento intelectual de tipo literario que lo llevó a rechazar la forma tratadística o manualística empleada hasta entonces para sustituirlo por un nuevo cauce literario, el que le proporcionaba el aforismo.
En Gracián casi todo tiene sentido. Por eso hay que repensar la segunda redacción de su tratado teórico sobre el ingenio, estampada en 1648: la primera versión, publicada en 1642, lleva por título Arte de ingenio. Tratado de la agudeza, y desde la portada se percibe la inserción del libro en la prosa didáctica del tipo citado: Arte de… es sintagma que venía remitiendo desde fines de la Edad Media a ese tipo de textos, por no hablar de la voz Tratado, que aparece por primera vez en un título de Gracián. Cuando reescriba el libro y lo publique nuevamente en 1648, el encabezamiento variará significativamente: Agudeza y arte de ingenio. Los contenidos teóricos pasan a un segundo lugar (el arte), mientras que lo literario, la agudeza, ocupa el primero. En este caso el orden de los factores no altera el producto, ya que la segunda versión agrega textos, ejemplos y nuevos capítulos a la original, pero sí anuncia un cambio significativo que preludia lo que será su próximo libro, El Criticón.
¿Qué había sucedido para que una potencia intelectual del calibre del jesuita abandonase la forma tratadística, para que apartase a un lado la prosa didáctica pura y dura, para dar paso a una forma de expresión más característicamente literaria, el relato que supone El Criticón? Cualquiera lo sabe, dado que seguimos sin disponer de una ventana en la frente y otra en el pecho para conocer los pensamientos y las intenciones de los humanos, como se expone en la novelita graciana. Pero, puestos a hipotetizar, vayamos con la explicación más plausible, si es que la brevedad de un prólogo lo permite.
Como se ha indicado en el apartado anterior, Gracián hizo dos viajes a Madrid, el segundo de ellos cuando está a punto de publicar la primera versión de su tratado sobre la agudeza. Probablemente en aquellos momentos, o quizá algo después y por distintas razones, el jesuita se hace con la edición de El Conde Lucanor que acababa de publicar Argote de Molina. La lectura de este libro, junto a las dos partes del Guzmán de Alfarache que el jesuita luchó por conseguir, debió de influir decisivamente en su concepto estético, desplazando así el interés desde la forma tratadística (que obligaba a distribuir la materia en capítulos que Gracián etiquetó ingeniosamente con otros nombres: primores, realces…) hasta el cauce del relato. La idea del libro ideal ya no era una acumulación de capítulos hasta alcanzar algún número perfecto conforme a la cosmovisión religiosa y medieval (veinte primores llevaba El Héroe, veinticinco realces El Discreto, trescientos son los aforismos del Oráculo manual), sino un relato que integrase de forma natural los mismos o parecidos contenidos que ya se habían expuesto en los libros anteriores, pero que ahora fuesen ensartados en una trama. La «arena sin cal» o los «granos de oro sin liga» que eran los primores, realces, aforismos o discursos anteriores se van a embutir ahora en una sarta de aventuras que los apelmace de principio a fin, como ocurría a su modo en los libros citados de don Juan Manuel y de Mateo Alemán. El Criticón es el resultado de ese intento a la vez unificador y totalizador.
Cumple aclarar que lo dicho hasta ahora no supone en modo alguno una renuncia del jesuita a sus anteriores costumbres literarias, pues parte de los contenidos de obras precedentes (El Discreto, Oráculo manual…) reaparecerá casi literalmente en las páginas de la novela, que no es sino una puesta en práctica de los preceptos teóricos recogidos en la Agudeza: entramos en el terreno de la agudeza compleja frente a los ejercicios de sencillez (entiéndase todo ello con una cierta ironía) que supusieron los primeros intentos textuales del jesuita.
Las tres partes de El Criticón aparecieron entre 1651 y 1657. Parece que, al publicar la primera (En la primavera de la niñez y en el estío de la juventud), el jesuita tenía la intención de dividir toda la obra en dos; pero lo que iba a ser el segundo tomo acabó dándole materia para otros dos volúmenes, las partes segunda (En el otoño de la varonil edad) y tercera (En el invierno de la vejez).
En esencia, la trama argumental es bien sencilla. El náufrago Critilo llega a las costas de la isla de Santa Elena, donde encuentra a un joven, criado entre las fieras, al que bautiza con el nombre de Andrenio y le enseña a hablar. Una flota española los rescata de la isla, lo que determina su entrada en el mundo de los hombres. Durante su estancia en el barco, Critilo cuenta su vida. Una vez desembarcados, los dos protagonistas comienzan un viaje alegórico por el camino de la vida en busca de Felisinda, periplo jalonado en diversas etapas en la corte de España, Aragón, Francia y Roma, hasta que llegan finalmente a la isla de la Inmortalidad. La analogía entre el principio y el final, que se sitúa en las dos ínsulas citadas, demuestra que Gracián tenía un plan perfectamente diseñado que fue rellenando con diversos materiales. La estructura externa presenta un paralelismo casi perfecto, ya que las dos primeras partes constan de trece crisi(s) cada una —nuevamente una denominación acuñada por el belmontino—, mientras que la tercera tiene solo doce. En ello continúa el principio aludido anteriormente, según el cual Gracián intenta organizar sus textos con arreglo a patrones numéricos.
Todo lo anterior no pretende transmitir la idea de que El Criticón es una novela sencilla. No podía serlo si su autor fue Gracián. El material narrativo se organiza en el relato con arreglo a una cronología que se ajusta al desarrollo de la vida del hombre en edades, asociadas a las estaciones del año. Es cierto que el progreso se desarrolla de manera lineal, pero con infinidad de digresiones y suspensiones que lo interrumpen momentáneamente. De hecho, El Criticón se plantea en principio como novela bizantina para terminar transformándose «en una meditación filosófica con ingredientes marcadamente cristianos que determinan el abandono de lo que parecía ser inicialmente su base argumental: el viaje en busca de la mujer amada».
Desde el punto de vista temático, los polos que se oponen son los de realidad e ilusión, o —si se quiere en términos plenamente barrocos— engaño y desengaño. La búsqueda de Felisinda (i. e., la Felicidad) que mueve a los dos protagonistas durante la mayor parte de la novela se presenta al final como un imposible, por lo que la actitud del desengaño viene a coincidir con la madurez personal de Andrenio.
Sobre la intención compositiva de Gracián pesan no pocos modelos que la crítica ha puesto de manifiesto en repetidas ocasiones. Algunos de ellos los declaró el mismo Gracián en el prólogo «A quien leyere» de la primera parte: la Odisea de Homero, cuando se interpreta esta como un cerco que los peligros y las virtudes ponen a Ulises durante su viaje, y en donde un único protagonista vivía distintas peripecias; la novela bizantina, la de Heliodoro sobre todo, cuyas digresiones de los más variados tipos, las narraciones intercaladas o los largos diálogos debieron de pesar no poco sobre el diseño del relato de Andrenio y Critilo; las novelas de John Barclay (Satyricon y Argenis), de amor, al estilo de las bizantinas, pero narradas en latín por el inglés con un fin bien claro: aludir en clave a sucesos y personas de la época, al igual que sucede a veces en Gracián.
En todo ese marco literario sitúa el jesuita su novela, adobándola a su vez con un grupo de géneros que ya practicó en El Discreto y enumeró de forma teórica en la Agudeza: emblemas, empresas, aforismos, apotegmas, apólogos, diálogos, fábulas, metamorfosis, etcétera. (De casi todos ellos hallará ejemplos el lector en esta antología.) Es el espíritu menipeo que los humanistas, con Erasmo a la cabeza, venían rescatando para el Renacimiento europeo desde comienzos del XVI. Se ha dicho que los ídolos de Gracián son los héroes de la menipea antigua: Luciano, Apuleyo, el Séneca de la Apokolokyntosis, Heliodoro, etcétera; de ahí que un buen modo de definir el género literario de El Criticón sea incluirlo dentro del marbete «epopeya menipea».
Eso no quiere decir que no haya otros modelos que pudieran haber tenido su peso específico en el diseño de la novela: al menos desde 1861 se vienen señalando algunas concomitancias con El filósofo autodidacta de Abentofail, sobre todo porque uno de los personajes del texto árabe, criado en una isla desierta entre las fieras, llega a las verdades metafísicas a través del ejercicio puro de la razón. El influjo se presenta, con todo, algo difícil de probar, porque el relato árabe se publicó por vez primera, junto con una traducción latina, en 1671. Hay que señalar, no obstante, que también se ha probado la existencia de un cuento morisco, semejante al anterior y con gran difusión entre los moriscos aragoneses, que pudo servir de fuente tanto a Gracián como a Abentofail.
El hecho de que dos compañeros recorran juntos el camino de la vida, representando dos vertientes distintas de ella, ha llevado a parte de la crítica a buscar modelos en la dicotomía agustiniana entre el hombre viejo y el hombre nuevo, caracterizado el primero por el predominio de los sentidos, el segundo por el de la razón. El que los dos personajes tropiecen a cada paso con gente nueva, lo que permite al narrador estudiar el carácter de los personajes, ha llevado en ocasiones a pensar en Cervantes, sobre todo en el Quijote. La analogía es evidente, pero no lo son menos las diferencias: el hidalgo manchego y su escudero son dos tipos reales, y precisamente por ello terminan alcanzando un valor simbólico con vida propia; sin embargo, Andrenio y Critilo comienzan siendo símbolos, pero el racionalismo del jesuita termina por ahogar ese carácter, sobre todo porque el objeto de la peregrinatio es la lección moral directa. Aun así, son varios los pasajes de El Criticón que admiten la comparación con el libro de Cervantes.
Las conexiones de El Criticón con la novela picaresca no resultan tan dudosas. La narración de anécdotas conducidas por un protagonista común, así como la identidad de algunos de los modelos han hecho pensar en ese género típicamente español. Faltan, sin embargo, en la novela del aragonés al menos dos de los elementos más característicos del relato picaresco: la autobiografía, que se enfrenta radicalmente a lo que ofrece el narrador de El Criticón —el paso de los personajes por la vida—, y el punto de vista unificador que caracterizó siempre a la ficción picaresca auténtica, frente a las múltiples perspectivas que se pueden rastrear en Gracián. Ahora bien, ya se ha indicado que Gracián aprovechó bien las enseñanzas de una de las novelas picarescas más logradas, el Guzmán de Alfarache, que le aportó rasgos esenciales para el esquema de su libro, desde la propia arquitectura novelística hasta el concepto de «atalaya de la vida humana», con el que pudo analizar los vicios y hacer un contraveneno para llegar al hombre perfecto, a la persona.
A Gracián, lo que le interesó de la novela del sevillano fue lo que allí hay de apólogo, de alegoría. Y es que El Criticón es, por encima de todo, alegoría de principio a fin. Frente a las obras precedentes, Gracián se apunta ahora al relato alegórico. El salto hubo de producirse de forma efectiva entre 1642 y 1648, por más que algunos detalles lo venían anunciando desde años atrás. En ese muestrario de subgéneros didácticos que era El Discreto, ya aparecía una versión abreviada de la crisi(s), dado que así se calificaba entonces el realce VI («No sea desigual»). La idea sigue madurando y, en 1648, en la segunda redacción de la Agudeza, Gracián ya dispone de dos textos para ejemplificar el artificio de la crisis: un fragmento de la Filosofía secreta de Pérez de Moya y otro del citado Guzmán: los dos son alegorías. Es evidente que la forma de la alegoría, como procedimiento de la crisis, venía madurando desde atrás en el pensamiento literario del jesuita.
Alegoría es, dentro de la novela, encerrar la vida en cuatro estaciones. Alegoría es, y de las más viejas, representar la vida como un camino difícil, con amplia tradición desde la Biblia hasta los autores espirituales de los siglos XVI y XVII. Las dos citadas son las más evidentes, porque afectan a todo el relato, pero hay más, todas ellas bien avaladas por la tradición cristiana: la rueda del tiempo, la danza de la muerte, el castillo interior, el gran teatro del mundo, el mundo al revés… Así hasta sesenta y tres pasajes, según cómputo de Romera-Navarro que no deja de crecer.
Una extensión más del procedimiento alegórico son los nombres de la novela, desde los que identifican a los dos protagonistas hasta los de personajes aislados. Critilo es el hombre juicioso, en el que predomina la razón, prudente, sagaz, adiestrado por la experiencia, como atestigua la raíz griega kríno, ‘juzgar’, que le da nombre. Andrenio remite por igual a una voz griega (aner, andrós, ‘hombre’), que esta vez es símbolo del hombre natural, sin experiencia ni educación, víctima de sus pasiones y apetitos. Y no deja de ser significativo que Gracián reserve para este personaje la raíz griega de «hombre», porque este término, en la semántica jesuítica, tenía el sentido de materia prima, sin elaborar, frente a la «persona» (‘hombre bajo el control de la razón’), papel que encarna Critilo y, ya al final del libro, también Andrenio cuando descubre la imposibilidad de alcanzar a Felisinda.
Representan los protagonistas un primer tipo de alegorización, que consiste en la formación de nombres propios a partir de comunes, aunque conservando las connotaciones de estos últimos. Se pueden añadir muchos más, que coinciden generalmente con otros personajes no tan principales que van encontrando en las distintas cortes: Honoria (honor), Hipocrinda (hipocresía), Sofisbella («sofía», sabiduría), Vejecia (vejez), Artemia (arte), Falsirena (falso-sirena), Felisinda (Felicidad), Virtelia (virtud). En todos ellos, el nombre adquiere rasgos de verosimilitud por la semejanza que presenta con otros realmente existentes en castellano o en latín: Eugenio, Cirilo, Lucinda, Isabela, Vegecio, etcétera. Lo mismo sucede con otros personajes de menor categoría: Lucindo (‘varón de luces’), Egenio (del latín egenus, ‘pobre, necesitado’), Volusia (del latín voluptas, ‘placer’). Hay algunos que no necesitan ni siquiera aclaración: Pachorra, don Fulano de Mazapán, Buenas Entrañas, Juan de Buen Alma, Buñuelo de Viento, Raposo, etcétera.
Ese tratamiento de los nombres (Gracián lo habría llamado «agudeza nominal») lleva aparejada una ventaja en el tratamiento alegórico: mientras que el nombre común abstracto es susceptible de delimitaciones, el nombre propio queda al margen de ellas y representa solo el ente que designa (Hipocrinda es la hipocresía en general, sin ninguna restricción). Y si en bastantes casos Gracián convierte un nombre común en propio, en otros sucede exactamente lo contrario, y se produce una conversión metafórica de un apelativo en un sustantivo común. Se trata de la antonomasia, mecanismo expresivo que se incluye dentro de lo conceptuoso y que da buen juego en El Criticón. Gracián lo consigue sobre todo de dos maneras: mediante el plural de los nombres propios (los Belengabores o los Taicosamas, pero también los Nerones, Tiberios, Calígulas…) y mediante la anteposición del artículo un («un Catón», «un Séneca», «un don Alfonso el Magnánimo»…). Con estos procedimientos, el nombre pasa a ser una suerte de epíteto que conlleva un rasgo característico determinado (valentía, sabiduría, crueldad…).
Si a las dos anteriores se une ahora la técnica del anagrama («La biblioteca de Salastano», es decir, de Lastanosa), quedará medianamente completo el catálogo de los juegos nominales en El Criticón. Estos últimos, unidos a las alusiones también veladas a acontecimientos contemporáneos, lo convierten en una verdadera novela de clave, de manera que cuando se imprimió, cada una de las crisis debía tener todos los rasgos de un pasquín. Es el caso, por ejemplo, de la crisis séptima de la tercera parte («El yermo de Hipocrinda»), que los jesuitas valencianos interpretaron como una ofensa personal y a la Compañía de Jesús, y así se lo hicieron saber al general Goswin Nickel.
Gracián pone, por tanto, todos los elementos de que dispone al servicio de la alegoría. Hay que preguntarse entonces por el sentido último de esta técnica, dada la importancia que adquiere en la novela. Desde la Edad Media, el aparato alegórico tiene un sentido moral, y la explicación de cuál sea ese sentido queda clara al final de la última crisi de El Criticón. Cuando Andrenio y Critilo arriban a la isla de la Inmortalidad guiados por el Peregrino, los tres intentan entrar. El Mérito les pide la patente (el permiso), y les pregunta si esta venía legalizada por el Valor y autentificada por la Reputación. Las rúbricas que califican a los dos viajeros son todas sus peripecias a lo largo del viaje de la vida, las que permiten, en fin, que el guardián les franquee la entrada a la mansión de la Eternidad:
Lo que vieron allí, lo mucho que lograron, quien quisiere saberlo y experimentarlo, tome el rumbo de la virtud insigne, del valor heroico, y llegará a parar al teatro de la fama, al trono de la estimación y al centro de la inmortalidad.
Esa es la lección moral que propone Gracián como conclusión; pero no se han de olvidar los elementos que posibilitan el paso a la mansión de la Eternidad, y que el jesuita describe morosamente en un largo párrafo que precede al citado. Allí, los sustantivos remiten a dos realidades bien definidas: la razón con todas sus variantes (filosofía, razón, atención, conocimiento, circunspección, sagacidad, saber, juicio…) y el desengaño (advertencia, escarmiento, verdad, desengaño, cautela…). Si esos son los resultados de todo el viaje de la vida, resulta clara la intención de Gracián. El desengaño, presente en todas las obras del jesuita (y no podía ser de otra manera, dada su plenitud barroca), aparece reflejado mucho más claramente en su novela; y el ejercicio de la razón, del juicio (kríno, Critilo, Crisis, Criticón) es la única vía posible para desenvolverse en el mundo.