La tradición del escritor (y del artista) que se desdobla en productor de imágenes simbólicas y, a la vez, en productor de análisis críticos suscitados por sus mismas imágenes o las de otros escritores (y artistas), o por el entorno social y cultural al que tales imágenes articulan su sentido, es tan vieja como la modernidad literaria (y artística) misma. Y lo es porque, precisamente, constituye uno de sus signos inaugurales. La abren los románticos alemanes a fines del siglo XVIII, pero será un poeta francés de mediados del siglo XIX, Baudelaire, quien fije una de sus modalidades más atractivas: el carácter de fuerte actualidad, contingente, tanto de los temas de análisis crítico como de los medios de publicación (revistas, periódicos), modalidad esta que rebrota (con otras mediatizaciones, desde luego) en la escritora chilena de la que aquí voy a ocuparme: Diamela Eltit.
Las vanguardias de la primera mitad del siglo XX no solo prolongan esta tradición: la exacerban y la confirman como una de las constantes de las prácticas discursivas del escritor (y del artista) contemporáneo. Son conocidos algunos nombres de escritores latinoamericanos por los que pasa esa tradición en su fase contemporánea, al margen de cuál sea la modalidad específica de su realización en cada uno de ellos: Vicente Huidobro, Jorge L. Borges, Alejo Carpentier, Ernesto Sábato, Octavio Paz, Severo Sarduy, por ejemplo1.
Ya lo sugerí: en la tradición del desdoblamiento de que hablo se inscribe Diamela Eltit, autora de varias novelas (Lumpérica, Por la patria, El cuarto mundo, Vaca sagrada, Los vigilantes, Los trabajadores de la muerte) que instalan otro modelo narrativo en la historia chilena del género (un modelo provocativo –sobre todo para un público de lectores como el chileno, mayoritariamente conservador en su adicción crónica al cumplimiento de expectativas literarias convencionalizadas, que a lo más admite algunas osadías sin consecuencias–, pero en sí mismo seductor por la finura de su inteligencia y los efectos de verdad de su estética), y de libros que problematizan su propio género discursivo (como El infarto del alma), pero también de un gran número de textos críticos. Son estos últimos el tema por ahora de mi interés. O más exactamente: el tema de estas páginas es el discurso crítico que tales textos van estructurando frente, y en diálogo implícito, o mejor, cómplice, con los textos narrativos de la autora, de producción paralela.
Para empezar, desde la perspectiva del discurso crítico de Diamela Eltit resaltan de inmediato, en su diferencia, algunos rasgos dominantes, hasta él, en la tradición del desdoblamiento, tal como la realizan los narradores chilenos contemporáneos. Si se piensa en escritores como Manuel Rojas, José Santos González Vera, José Donoso, el listado (tal vez muy parcial en número, pero a mi modo de ver no tanto en su «representatividad») pone en evidencia una versión bastante magra de la tradición en cuestión: el polo crítico de su dualidad (de él estoy hablando) se nos aparece como de configuración episódica, discontinua, con limitaciones importantes en el abanico de los temas movilizados, privilegiando los enfoques biográficos dentro de un registro de insistentes tendencias memorialísticas y autobiográficas, que prefiere para su comunicación la vía del libro (mucho más distanciada, menos «expuesta»)2, y no la cotidianidad, la actualidad del periódico, de la revista, y que nunca llega a convertirse en un universo de diversificaciones temáticas, conceptualizaciones y puntos de vista, suficientemente desarrollado y consistente en sí mismo como para erigirse en un referente necesario en el «otro» imprescindible de cualquier diálogo crítico con los textos narrativos de cada escritor. Me atrevería a decir por eso que las características mencionadas, evidentemente deficitarias, encuentran en Diamela Eltit una excepción, tardía, es cierto, pero que cancela una larga continuidad.
Alrededor de 1987, año en que se celebra en Chile (hacia el final de la dictadura militar) el Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, donde Diamela Eltit lee uno de los discursos inaugurales3, y cuando ya había publicado dos de sus novelas, Lumpérica (1983) y Por la patria (1986), esta escritora comienza a construir un discurso crítico que, visto desde hoy, es decir, ya abiertas y desplegadas sus líneas temáticas fundamentales, no puede sino sorprendernos por su falta de antecedentes en la historia chilena contemporánea del desdoblamiento en el campo de los narradores. Los textos que lo configuran fueron publicándose, primero, en el suplemento «Literatura y Libros» del diario La Época (fundado en 1988 como alternativa democrática a una prensa generalizadamente sumisa al proyecto ideológico de la dictadura), luego (desde 1990) en la Revista de Crítica Cultural, dirigida por Nelly Richard, y después en publicaciones periódicas latinoamericanas (Feminaria Literaria de Buenos Aires, Debate Feminista y La Jornada Semanal de Ciudad de México, y Nueva Sociedad de Caracas) y estadounidenses vinculadas a centros académicos (Hispamérica, Revista de Estudios Hispánicos, Mediations). O fueron escritos inicialmente como ponencias para seminarios y congresos, o para ser incluidos en publicaciones colectivas y en catálogos. Algunos han sido traducidos al inglés.
Del conjunto de estos textos pueden hacerse, por lo pronto, dos observaciones generales. Una (relacionada con su génesis, con aquello que incitó su escritura): casi en su totalidad responden a un gesto de apertura al mundo cotidiano y de compromiso con estímulos culturales del día tras día. Son, pues, textos en los que alienta, de algún modo, el espíritu de la crónica, de lo cronístico, que era el espíritu que alentaba también en los textos similares de Baudelaire. Y no solo por su objeto (inevitablemente huidizo, cambiante, pasajero): también por la modalidad de la escritura, lejos de la formalización metódica, inevitablemente contaminada de la vivacidad que le impone tanto la transitoriedad de su objeto como el destino de su recepción, eminentemente periodística. Dos (relacionada con el mapa temático que los textos trazan y recorren): el discurso crítico de Diamela Eltit se abre, ávido, a la reflexión suscitada y orientada por problemáticas muy diversas (pero en muchos puntos entrecruzadas): la memoria ensombrecida, traumada, de los tiempos de la dictadura y el modo (fraudulento) en que la asume la «transición» democrática, los secretos designios del neocapitalismo posmoderno (el de la glorificación del «valor de cambio» y la conversión del «valor de uso» en un arcaísmo) y sus implicaciones sociales, éticas y estéticas, los signos ofrecidos a su desciframiento por las propuestas provenientes del mundo de la plástica, del video, del cine, de la fotografía, del bordado artístico, y desde luego del mundo de la misma literatura, la propia y la de los otros (esta última explorada siempre desde códigos temáticos y de encuadres que remiten también, subrepticiamente, a la propia creación novelesca de la narradora). Un discurso crítico de esta envergadura, tanto en términos de la multiplicidad de esferas de prácticas culturales (sociales, políticas, literarias y artísticas) que cubre, como desde el punto de vista de su especial idoneidad para entrar en un diálogo mutuamente enriquecedor con la creación novelesca de la autora, simplemente no existe en la tradición chilena del desdoblamiento considerado dentro del campo del narrador contemporáneo4.
Como era previsible, el discurso crítico de Diamela Eltit se halla presidido en su desarrollo por diversas constantes, es decir, por diversos nudos temáticos recurrentes, a los que se interroga una y otra vez dentro de esferas culturales distintas. Quisiera subrayar dos de estas constantes, quizás, para mí, las más decisivas: el cuerpo y la política. En el objeto de su reflexión, no importa cuál sea la esfera de prácticas específicas de la inserción de ese objeto, el discurso crítico privilegia, por una parte, el espacio del cuerpo como un elemento estratégico de su configuración conceptual. Un espacio desde luego cultural, siempre poblado de signos que hablan del «poder» o lo delatan, en la conceptualización de Foucault5, y de su insistencia secular en colonizar al cuerpo, inscribiendo en él, soterradamente, sus códigos. En principio, se trata de un cuerpo sexuado, sometido por lo tanto a la problemática de las identidades, pero que admite diferencias, estratificaciones, en el sentido de que partiendo de que los cuerpos son siempre «cuerpos sociales», se puede hablar también, dentro de esa categorización, de «cuerpos populares», «subproletarios», por ejemplo. Pero en cualquier caso, cuando Diamela Eltit habla de cuerpo, siempre está pensando, por una parte, en una materialidad primigenia (determinante o fundante), en un significante de base, diría de primer grado, particularmente pertinente para desplegar un pensamiento como el suyo, abierto, desconstruido y desconstructor, desideologizado, solidario (pero no dependiente) de las directrices del pensamiento «postestructual» europeo (Lacan, Foucault, Derrida), que rehúye la mistificación de los «centros», siempre ideológicos, o sea, siempre encubiertos, pero que no renuncia (sino que los afirma) a sus anclajes latinoamericanos, que determinan su diferencia, su condición irreductible.
Pero Diamela Eltit emplea también la palabra «cuerpo» en un sentido metafórico: lo hace para referirse a la escritura. Piensa la escritura, en efecto, con los mismos atributos esenciales del cuerpo: como materialidad significante, portadora de significados nunca ajenos y siempre «orientados» desde el punto de vista de las sutiles dialécticas detrás de las cuales se juegan las alternativas y las inflexiones del poder. Para mi propósito, es especialmente interesante este espacio cultural (el de la escritura asimilada al cuerpo): creo que es en él, precisamente, donde se hace visible de la manera más propia la operatoria de la segunda constante del discurso crítico de Diamela Eltit: la política. Desde la perspectiva que exige la noción que intento determinar, no se trata para nada, en principio, de la política en términos institucionales, como lucha de proyectos sociales representados por partidos y conocidos de antemano. La política de que hablo, aquella en la que piensa Diamela Eltit cuando su discurso crítico la involucra asociada a la escritura, es, para empezar, una dimensión inherente a la escritura como cuerpo, por lo menos en la concepción de escritura que maneja esta escritora.
La escritura literaria, en tanto cuerpo, es una red de signos que en su disposición y en sus efectos de sentido, revela la presencia, la intervención activa e inevitable del «deseo». «Hambre», llama también Diamela Eltit al deseo. Y agrega: hambre de «historia». O sea: la escritura literaria contiene de alguna manera, una manera simbólica por supuesto, los elementos con los cuales el lector puede armar una determinada imagen de hombre, de sociedad, que no existe pero que sería bueno que existiera. Dice Eltit: «Cualquier obra literaria, pues, pone en marcha su hambre y la calidad de su hambruna. Ávido y devorador, deseante y mítico, el texto habla del texto, pero también alude al espacio en el cual su hambre será saciada. Espacio de goce estético y social. Sitio político»6. ¿Sitio político? Este «sitio» es sin duda ese «espacio de goce estético y social», un espacio que la escritura literaria arma y proyecta más allá de sí misma, sobre un horizonte de posibilidad, utópico pero indispensable, cierto y gratificador, liberador, enriquecedor (si no, no sería el espacio de un «goce»). Ahora bien, ¿por qué este espacio salvador, en la medida en que es el espacio donde el deseo se sueña, y reclama el cumplimiento de su propia imagen ausente, puede ser definido, como lo hace Diamela Eltit, como un «sitio político»?
Es «político» porque es el espacio de una verdad (literaria, ética), pero no domiciliada aún en la historia, solo deseada, solo objeto de un «hambre» que la postula, y que, para abrirse camino y hacerse realidad, «historia», exige modificar lo que hay, lo establecido, lo conocido. Es «político» en definitiva porque es subversivo: no puede hacerse historia su verdad sino cambiando el orden que la excluye y la convierte en ausencia. Está claro entonces por qué toda auténtica escritura instala siempre en el espacio que abre una política, entendiendo por tal las sutiles maniobras significantes mediante las cuales la escritura hace posible que el lector construya la imagen de una verdad ausente y cuyo deseo lo testimonia el «goce» de su contemplación, o de su intuición, el mismo que, por ser lo que es, el goce de una ausencia, debería inspirar toda suerte de conspiraciones para desbaratar el orden de las condiciones de vida existentes que condenan un bien semejante al ostracismo. Casi está de más decirlo: el concepto de cuerpo y el de política, tal como aquí he intentado presentarlos, y que es como parecen operar en el pensamiento de Diamela Eltit, hacen del discurso crítico de esta un discurso profundamente historizado: abierto al cambio, solidario de un «más» (humano, social, cultural, ético), de una búsqueda incesante de equilibrios, que lucha contra los desmanes del poder, y que se enuncia (rebelde) asumiendo siempre como lugar de enunciación el «menos» que representan los sectores sociales y culturales subordinados, los marginados e instrumentalizados por el poder7.
Todos los textos críticos de Diamela Eltit, no importa cuál sea la esfera en la que se inscriba su objeto, levantan y definen su pensamiento sobre la base de estas dos grandes constantes, cuerpo y política, necesariamente comunicadas entre sí. Pero constantes, ¿solo de su discurso crítico? ¿No son también, y exactamente en el sentido declarado, constantes de su discurso narrativo? Con lo cual, por lo demás, no estaría yo diciendo nada nuevo, sino reafirmando lo dicho al comienzo: la complicidad de los dos discursos, el crítico y el simbólico. En otras palabras: la especularidad, la simetría del desdoblamiento del escritor moderno.
Por último, una observación imprescindible, a propósito de la cual el desdoblamiento vuelve a repetirse, y por lo mismo a confirmarse. El pensamiento desplegado por el discurso crítico de Diamela Eltit, debido a la naturaleza de los dos pilares que lo sostienen y lo orientan (las nociones de cuerpo y de política tal como han sido aquí determinadas), no puede sino ser «resistente» a toda «normalización», es decir, a toda lógica subsidiaria del poder hegemónico, de sus centros y de sus estrategias de dominación, como es propio de todo poder, siempre solapadas y encubiertas. Pero si el discurso crítico no es reductible como estructura de pensamiento a esa lógica, paralelamente como lenguaje, como estilo de verbalización tampoco es reductible a un modelo más o menos normativo, es decir, de cumplimiento de previsibilidades. Al revés, el modo del desarrollo de la prosa de los textos críticos de Diamela Eltit frustra las expectativas o previsiones sintácticas y semánticas del lector, las esperables continuidades discursivas, revelando así una empecinada vocación por el giro inesperado y desviado, por la construcción inusual. En la medida en que tales procedimientos aparecen como decisiones cuya finalidad es esquivar, burlar o transgredir consensos y lugares comunes en este terreno, se está frente a una prosa que reedita, y revitaliza, un estilo evidentemente barroco. Se puede aplicar a los dos aspectos subrayados del discurso crítico de Diamela Eltit (pensamiento y verbalización) lo que ella misma decía refiriéndose a su escritura narrativa: «deposito mi único gesto posible de rebelión política» en una escritura «refractaria a la comodidad, a los signos confortables»8.
1Desde el punto de vista de los grupos, a la manera vanguardista, tal vez uno de los casos latinoamericanos más interesantes del desdoblamiento a que me refiero lo constituye el que se produjo durante el período de eclosión de la poesía venezolana contemporánea, décadas del cincuenta y del sesenta, un fenómeno simultáneo con el desarrollo de un activo debate público en revistas y periódicos (debate a la vez político y social) en torno a la forma y al sentido de esta poesía. Véase mi libro Ensayo crítico-bibliográfico sobre poesía venezolana contemporánea (décadas del 50 y del 60). Santiago, Departamento de Literatura, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, 1999. Especialmente, pp. 69-74.
2Véase, por ejemplo, de Manuel Rojas, Imágenes de infancia; de José Santos González Vera, Algunos, Cuando era muchacho, y de José Donoso, Historia personal del boom.
3«Las aristas del congreso». En Carmen Berenguer, Eugenia Brito, Diamela Eltit y otros, Escribir en los bordes. Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana 1987. Santiago, Editorial Cuarto Propio, 1990 (2ª ed. 1994). pp. 15-16.
4El trabajo crítico periodístico de Juan Emar en las décadas del veinte y del treinta del siglo XX, fundamentalmente sus «notas de arte», restringen de una manera parcial (si bien importante) la generalización de esta afirmación, pero no la invalidan porque si bien Emar incursiona en una zona (el arte) extraña a la dominante en el pensamiento crítico del resto de los narradores contemporáneos chilenos, a su vez omite o silencia los demás contextos comprometidos en el desciframiento de una obra literaria, esos que justamente Diamela Eltit detecta y explora.
5Diamela Eltit, en sus textos críticos, ha referido explícitamente su concepción del poder a la teoría de Foucault, especialmente a su libro Vigilar y castigar.
6«En este límite». En el suplemento «Literatura y Libros» del diario La Época. Santiago, 14 de julio de 1996, p. 5.
7«Mi solidaridad política mayor, irrestricta, y hasta épica, es con esos espacios de desamparo, y mi aspiración es a un mayor equilibrio social y a la flexibilidad en los aparatos de poder». Afirmación de Diamela Eltit en «Errante, errática». En Juan Carlos Lértora (comp.), Una poética de literatura menor: la narrativa de Diamela Eltit. Santiago, Editorial Cuarto Propio, 1993, p. 22.
8En «Errante, errática», art. cit., p. 21.