
25 de mayo
La peste bubónica llega a Chile
Eran los comienzos del siglo XX y en Chile se producía una situación delicada, ya que la sociedad se distanciaba de un sistema político de tipo parlamentario, que reproducía las fórmulas oligárquicas y excluyentes que se habían experimentado durante todo el siglo XIX. En un sistema político cerrado sobre sí mismo, existían escasos espacios para generar mayor participación y, sobre todo, para contribuir en la generación de condiciones de vida mínimamente aceptables para la enorme mayoría de la población. Eran los años de la llamada «cuestión social», en los que se comenzaba a expresar de manera paulatina, pero cada vez más generalizada, el descontento social que predominaba en el pueblo. En mayo de 1903 se había producido la huelga de Valparaíso, que sería recordada como uno de los tres grandes episodios sociales del inicio del siglo XX, junto a la huelga de la carne en 1905 y a la matanza de Santa María de Iquique en 1907.
Sin embargo, ese mismo mes ocurriría otro acontecimiento, que traería a la memoria vestigios olvidados de la historia europea y que, de algún modo, hacía viajar a los chilenos hacia las profundidades del mundo medieval.
Durante el mes de mayo de 1903, en Iquique comenzó a extenderse una epidemia que no podía ser identificada de forma certera. La enfermedad se expandía rápidamente y las autoridades y ciudadanos no lograban detenerla. La gravedad del asunto implicó que este llegara hasta el Ministerio del Interior, el que, a fin de ese mes, encargó al doctor Alejandro del Río que investigara el caso. El resultado fue aterrador: se trataba de la peste bubónica, y el 25 de mayo se comprobó el primer caso.
En el siglo XIV, la población europea se vio afectada por la llamada «peste negra», que hizo disminuir exponencialmente la población de ese entonces. Explicada desde los más diversos argumentos divinos y paganos, la epidemia causó tal impacto que se recordaría y relataría como un proceso inédito en la historia de Occidente.
Como gran parte de la historia de Chile del primer tercio del siglo XX, la epidemia de peste bubónica que se expandió por el norte de nuestro país, específicamente en Iquique, Pisagua y Antofagasta, enmarcándose en el problema de la «cuestión social». Desde finales del siglo XIX, el país experimentó un acelerado proceso de urbanización, en el que masas de trabajadores llegaron a instalarse a las ciudades que no tenían capacidad para recibir a ese volumen de población en condiciones aceptables. Además, esto se sumó a un sistema político oligárquico de tendencia liberal, en el que el Estado debía involucrarse lo menos posible en aspectos económicos y sociales. De este modo, no era plausible esperar una intervención directa del Estado que apuntara a regularizar ciertos procesos económicos y sus consecuencias sociales.
Parte de esas consecuencias eran las condiciones de vida de los sectores populares, lo que incluía problemas de vivienda, trabajo, y también salud. Eran la extrema pobreza y precariedad las que generaban condiciones apenas humanas de hacinamiento, desnutrición y una deplorable situación higiénica. En estas circunstancias, y sin instituciones sanitarias que pudieran intervenir, menos aun prevenir, se creó el escenario para la entrada de una nueva amenaza: las epidemias.
En términos de salud, las zonas rurales estaban abandonadas a su suerte, y solo contaban con la atención médica de los boticarios. La atención médica en minas y salitreras también era precaria; por lo general, no había médicos viviendo permanentemente en estos lugares, sino que las visitaban dos o tres veces a la semana. En cualquier caso, las enfermedades se propagaban especialmente en las ciudades, y con mayor intensidad en los barrios populares.
A principios de siglo XX, las ciudades no contaban con alcantarillado; las aguas servidas corrían por acequias abiertas en la calle, y era común que esas aguas se mezclaran con la escasa agua potable que estaba destinada para la población. A ello se sumaba una recolección y disposición de basuras extremadamente rudimentaria, lo que aumentaba los problemas sanitarios. En las casas era habitual el uso de letrinas, la higiene personal era mínima y la ignorancia popular era un fuerte aliado de las pestes, ya que las enfermedades generaban innumerables prácticas y creencias que no ayudaban a combatirlas. Quizás el ejemplo más conocido es la resistencia que generaba la incipiente vacunación. En ese escenario, los problemas de hacinamiento, desnutrición, alcoholismo, entre otros, no hacían más que contribuir al avance y propagación de diversas enfermedades y epidemias.
En este contexto, el Estado aún no se comprendía como responsable de resolver estos problemas, sin embargo, con el correr del tiempo fue tomando protagonismo en torno a diversos problemas sociales. Según Gonzalo Vial, a partir de 1891 se confió a las municipalidades la mayor parte de las tareas sanitarias, lo cual, con el tiempo, se mostró ineficaz, ya que apenas entregaban la atención médica que debían. En paralelo a las municipalidades actuaba la Beneficencia Pública. Estas juntas administraban hospitales, lazaretos, orfanatos, hospicios de ancianos, maternidades, etc., y funcionaban en tanto tenían cierta tradición de servicio, recursos propios y apoyo humano y financiero. Parte de las prácticas de la oligarquía de la época era destinar tiempo y recursos a acciones de beneficencia, sin embargo ni estas juntas ni las municipalidades lograban hacer frente a problemas como los que comenzaría a enfrentar una ciudad en un vertiginoso proceso de expansión.
Ante esta situación el Estado comenzó a tomar acciones al respecto. Por ejemplo, el año 1896 se creó el Consejo Superior de Higiene Pública y el Instituto de Higiene. Durante la presidencia de Germán Riesco se realizaron avances en agua potable y alcantarillado. Pedro Montt siguió en esta línea, expandiendo esta política a ciudades que tuvieran más de cien mil habitantes. Aun así, los avances en aspectos sanitarios eran mínimos en comparación con la gravedad del problema. En parte, esto se explica por la ineficacia legislativa y los diversos obstáculos a la generación de nuevas políticas públicas, a lo que se sumaba una mentalidad colectiva que aún no era capaz de dimensionar la urgencia de estos problemas.
El caso de la peste bubónica fue uno entre varias epidemias que asolaron nuestro país durante el siglo XX. Esta enfermedad apareció por primera vez en suelo americano el año 1899. Según Enrique Laval, «la epidemia se inició en Asunción y Santos, extendiéndose en forma brusca, a principios de 1900, a Rosario, Santa Fe, Buenos Aires y Río de Janeiro», y a pesar de los esfuerzos del gobierno de Chile por estudiarla en caso que se extendiera al país, la peste llegó en 1903.
Es probable que ninguno de los políticos o científicos de la época pensara que tendrían que enfrentar la misma epidemia que siglos atrás había devastado a la población europea. Sin embargo, la peste bubónica fue una realidad de los inicios del siglo XX en Chile, quizás, una de las primeras alertas sobre el rol del Estado y sobre las consecuencias que podía tener una gran masa de población en condiciones de vida apenas humanas.