Él se fijó en mí, y en ese momento, creo, se enamoró.
Eso fue lo que me salvó.
HELENA CITRÓNOVÁ,
en una entrevista para la BBC, 2005
«El pecado contra la sangre y la raza es el pecado original de este mundo y el ocaso de una humanidad vencida», decía Adolf Hitler en su Mein Kampf. Durante el Tercer Reich, las relaciones sexuales entre alemanes y judíos estaban completamente prohibidas. Constituían un «crimen racial»1 y, por tanto, quien se atreviese a perpetrarlo acabaría siendo ejecutado.2 Sobre todo, si el «criminal» no pertenecía a lo que el Führer estableció como raza aria.
Tal fue el veto impuesto que, cuando el 15 de septiembre de 1935 se promulgaron las famosas Leyes de Núremberg, entre ellas se encontraba la «Ley de Protección de la Salud Hereditaria del Pueblo Alemán»,3 que además de revocar la ciudadanía del Reich a los judíos, les negaba la posibilidad de casarse o tener relaciones íntimas con personas de «sangre alemana o afín». De hecho, esa «infamia racial» se convirtió en un delito penal.
La semilla del antisemitismo y del racismo empezó a germinar en los ciudadanos arios, que comenzaron a ver a la población judía como una constante amenaza. Judíos, polacos, eslovacos, gitanos, homosexuales… Fueron apartados de la vida social y pública de las ciudades donde Hitler, imparable, arribaba con su ejército.
Sin embargo, las transgresiones se seguían produciendo, aunque en la clandestinidad. Mientras que de cara a la galería, las «relaciones mixtas», como se las denominaba, estaban muy mal vistas, en la intimidad la cosa cambiaba. La desobediencia a los preceptos nazis era un continuo entre las filas del propio ejército. Fueron muchos los guardias de las SS que infringieron las normas impuestas por el Estado, sobre todo en los campos de concentración. Porque no solo hubo hambre, enfermedades, palizas, torturas y muerte. También se dieron momentos para la intimidad, y no únicamente entre presos, como se ha explicado en varias ocasiones, sino también entre los carceleros y sus prisioneros. Algunos utilizaron a los confinados como meros objetos con los que satisfacer sus necesidades más básicas: «Los miembros de las SS solían agredir sexualmente a las mujeres judías y luego las asesinaban. Estaban obligados a asesinarlas».4 En cambio, otros se enamoraron perdidamente, poniendo en peligro su cargo en el KL y su propia vida por salvar la integridad de su ser amado.
Uno de ellos fue Franz Wunsch, SS-Unterscharführer (sargento segundo) y supervisor de clasificación en el barracón «Canadá» de Auschwitz-Birkenau, que quedó prendido de la eslovaca judía Helena Citrónová.
En la primavera de 1942, dos mil mujeres solteras procedentes de Eslovaquia fueron deportadas en dos trenes hacia el campo de concentración de Auschwitz. La excusa: realizar trabajos forzados en las partes más orientales del país.5 Solo había sido una cuestión de tiempo que las deportaciones comenzasen. La postura del Estado eslovaco había sido completamente antisemita desde 1939, aunque su población fuese en un 85% de eslovacos y el resto de judíos, gitanos y alemanes. Los gobernantes del país estaban siguiendo a rajatabla el Judenfrei (libre de judíos), y trasladaban a la población judía a guetos. La idea era debilitarlos y empobrecerlos, para así proceder luego a su expulsión.
Eslovaquia aprobó leyes raciales similares a las de Núremberg, con las que prohibió los matrimonios mixtos. Y en septiembre de 1941, unos quince mil judíos de Bratislava fueron enviados a campos de trabajo. Al mes siguiente, Hitler se reunió con el presidente Jozef Tiso y el primer ministro Vojtech Tuka para comentar el problema judío en la zona. Acordaron deportar a todos los judíos alemanes a campos de concentración nazis en Polonia. Ya solo faltaban los eslovacos que residían en Alemania.6
Solo se puso una condición ineludible para que la deportación de los judíos alemanes se llevase a cabo: el gobierno eslovaco se quedaría con todos los bienes de los prisioneros. No hubo pega alguna. Eslovaquia pasó a administrar las pertenencias de los deportados. Todos sabían cuál era el verdadero destino que les esperaba.7
En los siguientes meses se perfilaron los detalles de cada expulsión. Si bien, el destierro masivo de judíos pretendía reubicarlos «en territorios del este», como reemplazo de los trabajadores eslovacos que tenían que marcharse a Alemania, el Estado eslovaco consiguió que el Reich accediera al envío a Auschwitz de todos los judíos «sanos y fuertes», unos veinte mil.
Finalmente, el inicio de esas deportaciones fue en marzo de 1942, fecha en la que Helena Citrónová partió hacia el campo de Auschwitz sin conocer realmente su futuro. Los nazis les habían asegurado que trabajarían en fábricas de armamento alemán, al norte de Eslovaquia, pero la realidad fue otra. Los condujeron a Polonia y la mayoría fueron ejecutados.8
Helena, junto a otras compañeras como Helen Zippi Tichauer, sufrieron «brutalidad, humillación y degradación» por parte de la Guardia Hlinka, equivalente a las SS en Checoslovaquia, que las custodiaba, incluso mucho antes de llegar a su destino.9
Cuando Citrónová arribó al campo de concentración de Auschwitz se encontró con un grupo de guardias de las SS distribuyendo a las prisioneras en cinco largas filas. Habían llegado en un primer transporte procedente de Eslovaquia completamente «exhaustas, desorientadas, hambrientas, sedientas y sucias».10 Una vez dentro, se encontraron con dos letreros. Uno de bienvenida, Arbeit Macht Frei («El trabajo os hace libres»), aunque ninguna de ellas podía imaginarse el horror que se escondía tras aquel «inofensivo» lema; y el segundo, más pequeño, blanco y con solo una palabra: Konzentrationslager.
Siempre que llegaba un convoy de prisioneras, el ritual de las SS era el mismo: les confiscaban las pertenencias; las obligaban a desnudarse y a ducharse, a lo que llamaban proceso de desinfección; les afeitaban la cabeza al cero y también el vello púbico; les daban un uniforme de rayas, que se asemejaba más a un pijama por su fina tela; les tatuaban un número de registro en el brazo y después les asignaban un barracón y el puesto de trabajo que tendrían durante su estancia.11
Uno de los testigos de aquel procedimiento fue el SS-Rottenführer (cabo primero) Oskar Gröning, que pasó de realizar tareas administrativas como contable en Berlín a trabajar en el campo de Auschwitz clasificando y haciendo recuento de los bienes materiales de los deportados durante el proceso de selección. Tenía veintidós años.
Sin embargo, algunas tareas que tenía que realizar le impactaron, como el registro del dinero de los prisioneros. «La gente [que trabajaba] allí nos hizo saber que no todo se devolvía a los prisioneros: al recinto llegaban judíos que recibían un trato diferente. A ellos se les arrebataba el dinero sin intención alguna de restituírselo.»12
«Así es como funcionan las cosas aquí —le decían sus camaradas al ver a Gröning sorprenderse por los ajusticiamientos entre los recién llegados—. Cuando llegan los trenes cargados de judíos, la institución se deshace de los que no pueden trabajar.» Aquella frase impactó sobremanera a este joven cabo primero: «No fui capaz de aceptarlo plenamente hasta que me encontré vigilando los objetos de valor y las maletas durante el proceso de selección». Aquel duro golpe, «difícil de asimilar», como aseveraba a la BBC, concordaba con:
… la propaganda que había recibido desde niño, en la prensa y otros medios de comunicación, así como en general en la sociedad en que vivía, [que] nos informaba de que los judíos habían provocado la Primera Guerra Mundial y «apuñalado por la espalda» a Alemania al final de la contienda.
Para Gröning y el resto de los miembros de las SS, ellos [los judíos]:
Eran la causa de todas las desgracias que afligían al país. […] Existía una gran conspiración hebrea en nuestra contra, y ese era el pensamiento expresado en Auschwitz: debía evitarse lo que sucedió en la Primera Guerra Mundial; debíamos evitar que los judíos nos volviesen a hundir en la miseria. Debía asesinarse, exterminarse si era necesario, a los enemigos del interior de Alemania.
En definitiva: «No estábamos haciendo otra cosa que exterminar al enemigo».13
Aquellos primeros meses en Auschwitz discurrieron entre el hambre, los golpes y unas tareas forzadas que tenían como cometido debilitar a los presos. Helena, según explicó en una entrevista con el periodista Laurence Rees de la BBC:
Trabajó en un comando exterior demoliendo edificios y cargando escombros. Dormía sobre paja infestada de pulgas y miraba aterrorizada cómo las demás mujeres que la rodeaban comenzaban a abandonar toda esperanza y a morir.14
La muerte pasó ante Helena cuando su mejor amiga, al darse cuenta de «todo lo que la rodeaba», no pudo contener un grito histérico que decía: «No quiero vivir un minuto más». Aquellos alaridos, desgarrados, provocaron que los guardianes del campo acabasen con su vida.
La faena en el comando era tan exigente que tenía a las prisioneras exhaustas y al borde de la muerte. Así que Helena tuvo claro que, si quería sobrevivir allí el mayor tiempo posible, debía conseguir un trabajo «físicamente menos exigente».15

Helena Citrónová.
«No hubo Dios en Auschwitz —llegó a afirmar la superviviente judía Libusa Breder sobre su confinamiento—. Las condiciones fueron tan horribles que Dios decidió no ir allí.»16 El olor de los cadáveres quemándose en los hornos se mezclaba con el de la vida diaria en los barracones de trabajo, con la falta de higiene y salubridad, con el hambre y la disentería, con los malos tratos y las salvajes palizas. En definitiva, con la muerte.
Sin embargo, sí hubo un lugar en Auschwitz que daba un pequeño respiro a los que trabajaban en él. Lo denominaban «Canadá», porque se pensaba que este era un país de grandes riquezas. Se encontraba a unos cientos de metros de las cámaras de gas y los crematorios de Birkenau.17 Allí se llevaban las pertenencias de los internos, para después ser ordenadas, clasificadas y enviadas de vuelta a Alemania.
Para los prisioneros que tenían la suerte de formar parte del «Canadá», la vida era diferente, como Kitty Hart explicaba que podía...
ponerme ropa interior limpia, estrenar ropa nueva y zapatos todos los días. En nuestro bloque, dormíamos en camisones de seda pura e, incluso, con sábanas de contrabando, uno de los lujos más chocantes en Auschwitz. Cuando nuestros vestidos y nuestra ropa interior se ensuciaban, simplemente los arrojábamos a una gran pila.18
La limpieza y el exceso que se vivía en el «Canadá» distaba mucho de lo que ocurría a escasos metros, en otros barracones de prisioneros. Mientras que los segundos veían ennegrecerse su piel por la suciedad y la fatal de higiene, Kitty recuperaba su tez blanca y veía cómo sus abscesos sanaban y cicatrizaban. «Allí teníamos comida, agua e incluso podíamos ducharnos»,19 relataba la también eslovaca Linda Breder.
No era de extrañar que Helena se decantase por trabajar en este lugar. Lo consiguió gracias a una compatriota eslovaca, que le aconsejó utilizar el vestido de rayas y el pañuelo blanco de una interna del comando que acababa de fallecer. Si lo hacía, podría comenzar al día siguiente clasificando la ropa del «Canadá».20
Pese a que Helena cumplió a la perfección con su cometido, la Kapo descubrió que aquella joven era una mera «infiltrada». La orden era clara: en cuanto regresaran al campo principal sería trasladada inmediatamente al Comando Penal. Es decir, que la condenarían a muerte. Aun así, «no me importó, porque pensé: “Bueno, al menos pasaré un día bajo techo”».
La casualidad quiso que el primer y último día de Helena Citrónová en el «Canadá» coincidiese con el cumpleaños de uno de los guardias de las SS que supervisaba los trabajos de clasificación del barracón. El nazi en cuestión era el austríaco SS-Rottenführer (cabo primero) Franz Wunsch.
Durante la hora de la comida —cuenta Helena—, ella [la Kapo] nos preguntó si alguna de nosotras sabía cantar o recitar algo bonito, pues ese día era el cumpleaños del hombre de las SS. Una muchacha griega llamada Olga dijo que ella sabía bailar y que podía hacerlo sobre una de las grandes mesas donde doblábamos la ropa. Y como yo tenía una voz muy hermosa, la Kapo quiso saber si de verdad podía cantar en alemán. Pero yo dije que no, porque no quería cantar allí. Sin embargo, me obligaron a hacerlo. Así que canté para Wunsch con la cabeza gacha, sin atreverme a mirar su uniforme. Yo lloraba mientras cantaba y de repente, al terminar la canción, lo oí decir: «Bitte». En voz baja, me pidió que volviera a cantar. […] Y las muchachas decían: «Canta, canta, tal vez así te deje quedarte aquí». Y entonces volví a cantar la misma canción, una canción alemana que había aprendido [en la escuela]. Fue así como él se fijó en mí, y en ese momento, creo, se enamoró. Eso fue lo que me salvó.21
El oficial se quedó absolutamente prendado de Helena. La eslovaca tenía razón al describirlo de esa manera, porque tras cantarle aquel «cumpleaños feliz» reticente y entre lágrimas, Wunsch ordenó a la Kapo que aquella joven de hermosa voz volviese a la mañana siguiente para trabajar en el «Canadá». Sin pretenderlo, no solo había impedido que se la llevasen al Comando Penal, sino que acababa de salvarle la vida.
Además, Citrónová pasó a ser una de las empleadas fijas en ese centro de clasificación de los efectos personales de los confinados, bajo la atenta y dulce mirada de su supervisor. Esta difería mucho de lo que sentía Helena. Lo «odiaba», llegó a reconocer. Porque la mala fama de Wunsch le precedía.
Según algunos testimonios, el cabo primero era un guardia violento que, incluso, había terminado matando a uno de los presos después de pillarle haciendo contrabando.
La violencia en el campo era la tónica habitual entre los miembros de las SS. Wunsch no era distinto de otros camaradas que trabajaban en el campo, más tarde de exterminio, de Auschwitz. Antes de que se pusiese en marcha la política de la «solución final», con el gaseado masivo por medio del Zyklon B, los fusilamientos se utilizaron como medida especial de exterminio. Hans Friedrich, 1.ª Brigada de Infantería, en aquel período, y miembro de las SS, justificaba en una entrevista ante la BBC aquella barbarie: «La orden decía: deben ser fusilados. Y para mí eso era obligatorio».22 El arrepentimiento de este nazi brilla por su ausencia, y cuando tuvo oportunidad de pedir perdón o retractarse de los asesinatos perpetrados, sus respuestas a la periodista de la BBC dejaron clara su postura sobre las matanzas:
—¿Qué pensaba mientras disparaba a los judíos? —pregunta la entrevistadora.
—Nada —responde Friedrich.
—¿Nada? —insiste la periodista.
—Solo pensaba en apuntar con cuidado para acertar. Pensaba en eso —responde el SS.
—¿No sentía nada por aquellos civiles judíos? —repite ella.
—No. Porque mi odio hacia los judíos es demasiado grande —termina confesando ante la cámara de la cadena británica.23


Franz Wunsch.
Ese desgarrador testimonio ponía sobre la mesa una problemática importante: los nazis veían el exterminio como una orden política que debían cumplir; al margen de eso, no importaban los sentimientos que pudiesen producirles los ajusticiados. De hecho, según el estudio de Aleksander Lasik, «Historical-Sociological Profile of the SS», en el que aporta una visión histórica y sociológica de los guardias de Auschwitz desde un punto de vista estadístico: «La dotación de las SS a cargo de los campos de concentración no destacaba en lo tocante a estructura ocupacional o nivel de educación. El personal de los recintos no divergía demasiado de la sociedad a la que pertenecía».24 Una sociedad alemana, por cierto, embebida en el odio acérrimo de Adolf Hitler hacia lo no ario. Hasta tal punto llegó el poder de dominación de los nazis en los campos de concentración, que Friedrich no se avergonzó al asegurar que los presos: «Estaban tan traumatizados y asustados que podías hacer con ellos lo que quisieras».25
Cuando los confinados cruzaban el gran portalón de Auschwitz, sus enseres pasaban a ser propiedad del campo y por tanto del régimen nazi. Incluso los dientes de oro que algunos de ellos llevaban, les eran arrancados de cuajo por dentistas al morir. Había casos como el del polaco Benjamin Jacobs, que siempre «lamentó»26 aquella grotesca labor de la que no se sentía orgulloso, pero que justificaba así: «En ese momento carecía de emociones y solo quería sobrevivir. La vida siempre es algo a lo que deseas aferrarte, incluso cuando esa vida no resulta muy aceptable».27
Todas las propiedades de los prisioneros se enviaban al «Canadá» para ser clasificadas. Helena Citrónová fue una de las encargadas de ordenar aquel material robado —los nazis se apropiaban de aquello sin consentimiento de su propietario y esperaban obtener con ello un beneficio económico—, para después elaborar un informe que pasaba al centro de mando; en este caso, a su admirador, Franz Wunsch.
Además de doblar la ropa —explicaba Linda Breder—, nosotras teníamos que registrarla en busca objetos de valor. Cada pieza era examinada, incluso la ropa interior, todo. Y encontramos montones de diamantes, oro, monedas, dólares y divisas de toda Europa. Y cuando encontrábamos algo, teníamos que depositarlo en una caja de madera que se hallaba en el centro del barracón y que disponía de una ranura para tal fin.28
Esta joven de diecinueve años realizó las mismas tareas que Helena y otras seiscientas muchachas más en el barracón «rico» durante su estancia en el campo. Solo ellas y los guardias de las SS conocían la existencia de todo ese dinero y toda esa ropa que llegaba hasta el «Canadá». El resto no podía imaginarse la proximidad de aquellas fortunas. Así que las prisioneras jugaban también con ese desconocimiento para cometer robos. Hablamos de hurtos a pequeña escala y de objetos de primera necesidad, como ropa interior, zapatos o algún vestido, para regalárselos a otras compañeras que sí los precisaban. Además, contaban con los alimentos que encontraban entre las ropas y las maletas de los prisioneros. Gracias a ellos tenían una alimentación mejor que los otros confinados de Auschwitz.
Para nosotras era la salvación —explicaba Linda—. Queríamos vivir. Queríamos sobrevivir. ¿Deberíamos haberlos tirado? —se preguntaba ante las cámaras de la BBC—. Nosotras no matamos a nadie. Solo nos comimos su alimento. Para entonces, sus dueños ya estaban muertos. […] Tener alimento, agua y suficientes horas de sueño: esas eran las cosas que nos preocupaban.29
Las palabras de Linda Breder podrían corresponder perfectamente a las de Helena Citrónová y los cientos de mujeres que pasaron por el «Canadá». ¿Qué podían hacer, aparte de sobrevivir? ¿Robar a los muertos se consideraba robar? En el caso del Tercer Reich, acumular riqueza era uno de sus propósitos. Y los miembros de las SS no dudaban en personarse en ese barracón para robar. Allí podían «tenerlo todo». Aunque eso también acarreó una infinidad de problemas al personal, tal y como reconoció Rudolf Höss:
No tenían un carácter lo bastante fuerte para resistir la tentación de apoderarse de los bienes judíos. Ni siquiera la pena de muerte o de largos años de prisión surtían un efecto lo bastante disuasorio. Para los detenidos, los valores judíos ofrecían posibilidades inesperadas.30
Los días iban pasando y Wunsch cada vez se iba encaprichando más de Helena. La miraba con amabilidad, con cariño, sin un ápice del sórdido deseo sexual que mostraban otros camaradas, que no se contuvieron de abusar sexualmente de determinadas reclusas. Franz parecía distinto a los demás SS, aunque en aquellos momentos, la joven eslovaca solo veía a un asesino del que le habían contado auténticas atrocidades.
Los privilegios en el «Canadá» fueron numerosos y continuos. Dos músicos de la orquesta de Birkenau, Simon Laks y René Coudy, describieron con qué se encontraron en una de sus visitas al barracón: «Las chicas que trabajan allí tienen de todo —perfume, colonia— y parece como si sus peinados los hubiese hecho el mejor peluquero de París. Excepto libertad, tienen todo lo que una mujer puede soñar».31
Uno de los primeros regalos que Wunsch le hizo a Helena fue una caja de galletas. No se la entregó personalmente, para no ser descubierto, sino a través de lo que se conocía como pipel, los niños de los recados de los Kapos a cambio de comida extra. Después comenzaron a llegarle notas, una especie de cartas donde el SS le confesaba su amor.32
Cuando volvió al barracón donde trabajábamos, pasó a mi lado y me lanzó una nota, y yo tuve que destruirla enseguida, pero alcancé a ver que decía: «Amor. Estoy enamorado de ti». Me sentí miserable. Pensé que prefería estar muerta a estar con alguien de las SS.33
Helena aún no había experimentado lo que Eugen Kogon, por su experiencia en el campo de concentración de Buchenwald, denominó Dankbarkeits-Zwiespalt, «gratitud ambigua». Según este superviviente e historiador del Holocausto, esta consistía en un proceso de adaptación en el que las víctimas privilegiadas se acercaban a los SS.34 Como le pasó a Helen Zippi Tichauer que, pese a no sentir una especial simpatía hacia sus carceleros, creía que les debía «gratitud y lealtad», mientras ellos le otorgaban protección. De hecho, tras su liberación, la checoslovaca jamás acudió como testigo en los juicios de Auschwitz ni declaró contra ningún oficial de las SS o sus ayudantes.35
Citrónová no podía mirar a Wunsch como a cualquier otro hombre y menos en ese lugar. Diariamente, los gritos de dolor por los castigos, el olor a muerte, el hambre y la suciedad, minaban el optimismo de cualquiera de los prisioneros confinados en el campo. Helena sabía que tenía que aprovechar su situación para sobrevivir. Sin embargo, saber que Franz la perseguía, románticamente hablando, la incomodaba demasiado.
Una de las situaciones más tensas que protagonizaron ocurrió en la oficina que el SS tenía en el «Canadá». Helena recuerda, en su entrevista de 2005 para la cadena BBC, que él se inventaba cualquier pretexto para lograr que ella acudiese a verlo, por ejemplo, que le hiciese la manicura.
Estábamos solos y entonces me dijo: «Arréglame las uñas para que pueda verte durante un minuto». Y yo le dije que no: «En absoluto. He oído que mataste a alguien, a un joven, junto a la alambrada». Él siempre sostuvo que eso no era verdad. [...] Y le dije: «No me traigas a este lugar, [...] ni manicuras, nada. Yo no hago manicuras». Entonces me di la vuelta y le dije que me marchaba: «No puedo verte nunca más». Pero él me gritó, y de repente se había convertido en un SS: «Si pasas por esa puerta, no vivirás». Sacó la pistola y me amenazó con ella. Me amaba, pero su honor y su orgullo habían sido heridos: «¿Qué pretendes al marcharte sin mi autorización?». Entonces le dije que me disparara: «¡Dispárame! Prefiero morir a jugar este doble juego». Y él, por supuesto, no lo hizo, y yo abandoné la habitación.36
Pero podría haberlo hecho. Wunsch podría haberle disparado para que no hablase sobre lo que acababa de suceder tras las cuatro paredes de su oficina. Aquella situación podría poner en peligro su carrera en Auschwitz. Otros camaradas no dudaron en ajusticiar a sus amantes judías para evitar ser trasladados de destino o encarcelados. Karl Hölblinger, por ejemplo, recordaba cómo un colega llamado Koch le había pegado un tiro a una presa después de mantener un idilio con ella. O Maximilian Grabner, jefe del Departamento Político, que aseguraba que su subordinado Wilhelm Boger había asesinado a otra mujer polaca por el mismo motivo.37
Y no hay que olvidar las violaciones. Físicamente, las mujeres del «Canadá» no se veían desnutridas ni delgadas, ni enfermas, y ni siquiera llevaban la cabeza afeitada. Eso las hacía más apetecibles y el blanco perfecto para que algunos miembros de las SS se olvidasen, por un momento, de su ideología y se decantasen por el placer carnal, contraviniendo las leyes impuestas por el Reich. Tenían prohibido mezclarse con mujeres no arias. Las relaciones sexuales con judías, polacas, gitanas y demás, se consideraban delito. Pero en los barracones, los guardias desterraban cualquier convicción ideológica para dar rienda suelta a sus depravados deseos sexuales, pasando por encima del «no» rotundo de las prisioneras y con el consiguiente abuso físico y sexual. Las internas no tenían escapatoria ante dicha superioridad, tal y como rememoraba Linda Breder:
En una ocasión, una muchacha que había llegado al campo procedente de Bratislava estaba duchándose. Era una mujer bonita, no flaca como las demás. Y un oficial de las SS se le acercó mientras estaba allí y abusó de ella; la violó.38
El castigo que recibieron tanto él como otros guardias que cometieron violaciones en el «Canadá» fue el mero traslado a otro campo de concentración. Aunque no fue el único barracón de Auschwitz donde se produjeron este tipo de agresiones. En el conocido como «campo familiar», donde se encontraban los deportados desde el campo de Theresienstadt (Checoslovaquia), los SS irrumpieron borrachos en los barracones: «Las muchachas regresaban llorando. Habían sido violadas, y su estado era terrible».39
Tras encararse con su carcelero y salir indemne, Helena sabía que con Franz había algo distinto. De no ser así, aquel día en su oficina hubiese terminado con un tiro en la cabeza para, después, ser arrojada al horno. Y los oficiales de las SS hubiesen apoyado su acción. Así que llegó a sentir cierta «sensación de seguridad». En el fondo sabía que «esta persona no permitirá que me pase nada».40
Quizá fuera de locos pensar que su verdugo podía ser su protector, pero cuando se enteró de que su hermana Rózinka y sus dos hijos habían sido conducidos al crematorio, pudo comprobar la compasión de Wunsch.
El exterminio en masa de los judíos estaba en sus inicios; la «solución final» ya era una de las políticas más infames del nazismo, y Auschwitz se tornó «una fábrica de muerte». Aquel campo en suelo polaco se convirtió en el símbolo del crimen. Supervivientes como el judío Dario Gabbai explicaron perfectamente lo que supusieron aquellas cámaras de gas entre los años 1944 y 1945: «Había gente gritando —todo el mundo— porque no sabían qué hacer: rascaban las paredes y lloraban hasta que el gas les hacía efecto. Si cierro los ojos, lo único que veo es a mujeres con sus hijos en brazos, permaneciendo allí de pie».41
Cuando Helena supo el terrible destino que les esperaba a su hermana y sus sobrinos, no pudo menos que correr hasta el crematorio. Quería impedir la tragedia. Allí la interceptó Wunsch, que se enteró de sus intenciones. Al oírla gritar a los guardias de las SS que era «una excelente trabajadora en su almacén», no pudo por menos que castigar su actitud y su desobediencia al toque de queda, golpeándola. La tiró al suelo y la emprendió a golpes. No quería levantar sospechas ante sus camaradas. Helena quiso reaccionar de la misma forma, pero sus fuerzas decayeron cuando le oyó decir en voz baja: «Rápido, dime el nombre de tu hermana antes de que sea demasiado tarde». Dijo que la salvaría, aunque no podía hacer nada por sus hijos.42 «¡Los niños no pueden vivir aquí!», dijo Wunsch antes de entrar al crematorio. Finalmente, logró salvar la vida de Rózinka, pero no la de los dos pequeños, que perecieron en la cámara de gas. Como recuerda Helena, el oficial entró al edificio, encontró a su hermana y convenció a los superiores de que era una de sus trabajadoras. A partir de entonces, las dos hermanas trabajaron juntas en el «Canadá», pero sin que Rózinka entendiese realmente lo que estaba pasando en aquel lugar ni lo que les había ocurrido a sus hijos. La excusa que le dieron para tranquilizarla por no poder ver a sus niños fue que «los habían llevado a un jardín infantil». Un lugar donde jamás pudo visitarlos.
No había día que Rózinka no preguntase a Helena cuándo podría ver de nuevo a sus dos pequeños. Nunca obtenía una respuesta concreta, hasta que una de las prisioneras del barracón le soltó la verdad: «¡Deja de dar la lata! Los niños se han ido. ¿Ves el fuego? ¡Es allí donde queman a los niños!». El impacto fue brutal. Su hermana perdió «todo deseo de vivir» y si no hubiese sido por Helena, jamás hubiera sobrevivido a la vida en el campo de concentración.
Pero una nueva traba apareció en su camino. Su tranquilidad no era completa, aun teniendo a su lado a Rózinka. Entre sus compañeras había sentimientos contrapuestos: alegría por la salvación de Rózinka y resquemor por no ser sus familias las salvadas del crematorio. Citrónová se llegó a sentir culpable porque Franz hubiese librado a su hermana de morir.
¿Por qué semejante milagro no les había ocurrido a ellas, que, en cambio, habían perdido todo su mundo, a sus hermanos, sus padres, sus hermanas? Incluso las que se alegraban por mí, no se alegraban tanto. No podía compartir lo que sentía con mis amigas. Les tenía miedo. Todas sentían envidia, me envidiaban. Una de ellas, una mujer muy hermosa, me dijo un día: «Si Wunsch me hubiera visto antes que a ti, se habría enamorado de mí».43
Era inevitable que se diesen casos en los que no solo imperara el deseo de posesión sexual del verdugo sobre su víctima, sino en los que surgiera el verdadero amor.
La proximidad entre Helena y Franz fue en aumento. Los detalles del oficial para con la prisionera la fueron conquistando y ablandándole el corazón, que se le había curtido a base de miseria y barbarie. «Es asombroso lo que el cuerpo y el alma pueden soportar si tienen que hacerlo. Uno puede acostumbrarse a casi cualquier cosa»,44 decía la superviviente Kitty Hart. Los que no supieron adaptarse a Auschwitz, no sobrevivieron. Pero Helena fue aguantando, gracias, también, a la amorosa supervisión de su oficial.
«Con el paso del tiempo, llegó un momento en que de verdad lo amé. Arriesgó su vida [por mí] más de una vez.» Esa confesión de Helena distaba mucho de aquella primera afirmación de que «prefería estar muerta a estar con alguien de las SS». Sin embargo, las circunstancias fueron cambiando, a mejor, y Helena comenzó a tener sentimientos románticos hacia él. Nunca consumados, eso sí. Jamás llegaron a mantener relaciones sexuales, pese a que era lo habitual entre algunos prisioneros judíos. Estos se escondían tras una montaña de ropa para dar rienda suelta a la pasión, mientras alguien vigilaba que ningún SS les pillase in fraganti. «Yo no pude, porque él [Wunsch] era un SS.»
Recordemos que cualquier contacto entre un ario y una judía estaba prohibido bajo pena de muerte, según las leyes alemanas de Núremberg.45

Helena Citrónová (izquierda) con su hermana Rózinka y la hija de esta.
Un Estado nacional —decía Adolf Hitler— deberá, por lo tanto, evitar que el matrimonio favorezca la permanente ignominia de la raza, para ennoblecer esta raza, para ennoblecer esta institución que está llamada a procrear retratos fieles del Señor y no monstruosidades entre humano y mono.46
Efectivamente, para el Tercer Reich todo se reducía a «la idea de la raza». Una idea en la que Citrónová y Wunsch no encajaban, y que les impedía mostrar su romance en público. Así que su relación se limitó a un intercambio de miradas, palabras fugaces y notas cortas que se pasaban cuando se cruzaban en el barracón.
Se volvía a la derecha y a la izquierda, y cuando veía que no había nadie que pudiera oírnos, me decía: «Te amo». Él me hacía sentir bien en ese infierno. Me animaba. Eran solo palabras, muestras de un amor loco que nunca podría hacerse realidad. Ningún plan habría podido hacerse realidad allí. No era realista. Pero había momentos en los que me olvidaba de que yo era judía y de que él no era judío. De verdad [...] y lo amaba. Pero no podía ser real. Allí pasaban muchas cosas, amor y muerte, sobre todo muerte.47
Era imposible que nadie se percatase de las miradas y palabras de amor que se intercambiaban un día sí y otro también. Aquella tensión amorosa era bien conocida por «todo Auschwitz», así que solo era cuestión de tiempo que alguien los delatara ante las autoridades del campo.
Ocurrió un día al finalizar la jornada de trabajo. Una Kapo la sacó de la fila y la llevó al Bloque 11, el búnker de castigo.
Todos los días me sacaban —explicaba Helena—, y me amenazaban diciéndome que si no les contaba qué había pasado con este soldado de las SS, me matarían en ese mismo instante. Yo permanecía de pie e insistía en que nada había ocurrido.48
Se trataba del lugar más temido de todo Auschwitz. Una especie de prisión dentro de otra prisión.49 Un espacio en el que los reclusos eran interrogados, castigados, torturados e, incluso, ejecutados sin dilación. En las celdas del Bloque 11 había tal cantidad de gente que los prisioneros no podían casi respirar, y en algunas los encerraban para que muriesen de hambre.
La reputación de este barracón era conocida a lo largo y ancho de las instalaciones nazis, y nadie quería acabar sus días entre esas cuatro paredes. Así que, cuando encerraron a Helena allí, esta sabía lo que le esperaba. «El Bloque 11 significaba la muerte»,50 explicaba el preso político polaco Józef Paczyński. De hecho, fue en esta zona donde Karl Fritzsch, sustituto de Rudolf Höss durante un período en 1941, tuvo una de las ideas más radicales hasta el momento: utilizar Zyklon B.* No solo para matar los piojos de la ropa de los prisioneros, sino también, para asesinarlos a ellos. Con este propósito, selló las puertas y ventanas del barracón, metió dentro a prisioneros de guerra y procedió a soltar el gas.
En un primer momento, pareció que el gas no funcionaba bien, porque algunos prisioneros siguieron con vida. Así que aumentaron la dosis, y así fue como se percataron de la nueva solución a sus problemas. Ya no habría más fusilamientos que pudieran debilitar psicológicamente a los soldados. Incluso el propio Höss, cuando regresó a Auschwitz, reconoció: «Este gaseo me resultó calmante; siempre me habían aterrorizado las ejecuciones con pelotones de fusilamiento. Ahora, me sentí aliviado al pensar que nos ahorraríamos todos estos baños de sangre».51
De allí, los cadáveres eran trasladados al crematorio por otros presos en los conocidos como Rollwagons («carretillas»). Era un secreto a voces que el humo de la chimenea provenía de los cientos de víctimas gaseadas. Algunos supervivientes habían llegado a volverse indiferentes ante esta situación. «Hoy es tu turno, pero mañana será el mío»,52 aseguraba Paczyński.
En los cincos días que Helena estuvo arrestada en el Bloque 11, jamás confesó el tipo de relación que mantenía con el oficial Wunsch. Ni él tampoco, cuando también fue recluido e interrogado al respecto por sus superiores. Sin embargo, algunos historiadores aluden a una serie de «apegos emocionales» como el motivo principal del enamoramiento de la presa hacia su captor. Un documental sobre «amores anormales durante épocas anormales» especifica que la eslovaca: «Admite que había comenzado a albergar sentimientos por él hacia el final de la guerra. Por su parte, afirma que eso era amor verdadero y, él por la suya, que estaba dispuesto a “arriesgar su vida por ella”». Por lo que las relaciones que mantuvieron —nunca sexuales—, según el propio testimonio de Helena a la BBC, fueron «debido a las circunstancias del tiempo y del lugar».53
Los interrogatorios terminaron y la pareja fue liberada, pero no en las mismas circunstancias. Mientras que a Helena la castigaron a trabajar en solitario en una de las secciones del «Canadá», sin contacto alguno con el resto de sus compañeras, Franz continuó con su rutina, aunque poniéndose de nuevo en peligro al seguir protegiendo tanto a su amada como a la hermana de esta.
El comportamiento de Wunsch no fue aislado en Auschwitz, sino que se trataba de un patrón más de «corrupción», según Heinrich Himmler. Algunos oficiales robaban (oro, perlas, anillos y dinero)54 y otros mantenían relaciones sexuales prohibidas. «La conducta del personal de las SS estaba muy lejos del modelo de comportamiento que uno esperaría observar en los soldados. Dan la impresión de ser parásitos desmoralizados y brutales», llegó a afirmar el teniente y juez de instrucción de la policía criminal de Reich, Georg Konrad Morgen, cuando comenzó a investigar a sus camaradas en Auschwitz.55
La platónica historia de amor de Helena y Franz transcurría ajena a lo que acontecía fuera del campo de concentración. A finales de 1944, las tropas aliadas estaban preparadas para invadir Alemania, y las autoridades nazis, ante su derrota casi inminente, ordenaron que los prisioneros confinados fueran trasladados. Sin embargo, aquellas evacuaciones masivas, «marchas de la muerte», para evitar que los presos fueran interceptados por el ejército aliado, supusieron el fin de muchos de ellos.
Las largas distancias que tenían que recorrer bajo un frío glacial con solo sus finos uniformes a rayas, sumadas a las vejaciones perpetradas por los oficiales de las SS, hacían imposible la supervivencia. Un gran número de prisioneros fue pereciendo por el camino bajo unas condiciones extremas de agotamiento e inanición. Pocos días antes de que las fuerzas soviéticas liberasen Auschwitz, las autoridades ordenaron la huida.56
Helena, Rózinka y el resto de las mujeres del «Canadá», así como las miles de personas que vivían en el campo, fueron sacadas de los barracones para emprender una marcha. El pijama que llevaban apenas los cubría del viento invernal que los azotaba y las almadreñas de madera tampoco los protegían de la dureza del camino. Así que en un último gesto de amor hacia Citrónová, Franz le dio «dos pares de zapatos calientes: botas forradas en piel. Todos los demás, pobres, tenían zuecos rellenos con periódicos. Él ponía realmente en peligro su vida [al dárnoslas]».57 Además, le escribió en un papel la dirección de su madre, que vivía en Viena, para que pudiese ayudarlas al final de la guerra. Sin embargo, Helena acabó tirando el papel.
En aquel instante, recordó las palabras que su padre le había dicho antes de entrar en Auschwitz: «No olvides quién eres» y «Soy un judío y tengo que seguir siendo judío».
Pese al amor que sentía por Wunsch, la eslovaca miró hacia delante y luchó por sobrevivir junto a su hermana en aquella marcha infernal. «Los que vivían, vivían. Los que morían, morían.»
Lograron sobrevivir, pese a las violaciones que los soldados del Ejército Rojo perpetraron en su incursión por Alemania; algunas hasta la muerte. «Eran animales —exclamaba Citrónová—. Pensábamos que si no nos habían matado los alemanes, nos matarían los rusos.»58 En una ocasión, la propia Helena se salvó de que un joven ruso la atacase sexualmente: «Pateé, mordí y grité, y todo el tiempo él me preguntaba si era alemana. Al final le dije: “No, soy judía, de Auschwitz” y le mostré el número en mi brazo. Y en ese momento, él retrocedió».
Cuando la Segunda Guerra Mundial terminó, Wunsch emprendió una búsqueda desesperada de Helena. Fueron prácticamente dos años recorriendo cualquier lugar en el que la eslovaca pudiese estar, preguntando, informándose. Sin noticias.
El oficial de las SS regresó a Viena, donde lo esperaba su madre, y allí comenzó una nueva vida, se casó y formó una familia. Tuvieron que pasar cerca de veinticinco años para que, en 1972, las autoridades austríacas procediesen a su detención y posterior juicio debido a su vinculación con el nazismo. Su pasado había salido a la luz y la justicia reclamaba que pagase por las brutales acciones cometidas durante la contienda.
El juicio se celebró en Viena y supuso el tercer proceso sobre Auschwitz. En el primero, celebrado en Cracovia en 1947, se condenó a cuarenta y una personas, entre ellas María Mandel; el segundo se celebró en Fráncfort entre diciembre de 1963 y agosto de 1965.59
La vista tuvo dos protagonistas principales, Walter Dejaco, de sesenta y tres años, diseñador y constructor de las cámaras de gas y los hornos de incineración en Auschwitz-Birkenau, y su ayudante, Fritz Karl Ertl, de sesenta y cuatro años. Ambos, acusados por un delito de complicidad en el asesinato premeditado y «violento» de tres millones de judíos europeos entre 1941 y 1945.60 Pese a los más de sesenta testigos que aportaron su declaración, y los conocimientos y los argumentos presentados para condenar a los acusados por su responsabilidad en el Holocausto, los ocho miembros del jurado finalmente absolvieron a los dos arquitectos.61 Fueron declarados no culpables.
En el juicio, al que hacen referencia varios documentales,62 Wunsch fue descrito como «un enemigo de los judíos» que en ocasiones se encontraba en la famosa «rampa». Es decir, que participó en el proceso de selección donde se determinaba qué presos vivían y cuáles morían. Además, algunos supervivientes aseguraron que era un hombre violento que no dudaba en golpear brutalmente tanto a hombres como a mujeres. Incluso, al menos en una ocasión, estuvo al cargo de las cámaras de gas donde el Zyklon B mataba letalmente a los confinados.
En su defensa, Franz contó un episodio que vivió con una niña enferma de tifus. Si decidía llevarla a la enfermería, moriría; así que Wunsch, que «había sido educado de manera distinta»,63 la ayudó y la ocultó en un lugar que utilizaba a modo de escondite. También habló de Helena, e instó a que la encontrasen para que diese su versión de cómo le había salvado la vida y la de su hermana Rózinka. «Conocer a Helena cambió mi comportamiento. Me convirtió en otra persona»,64 afirmó durante el juicio.
Una de las personas que trataron de encontrar a Helena fue la mujer de Franz. Su hija, Dagma Wunsch, explicó que su madre había escrito una carta dirigida a la superviviente para pedirle que testificara a favor de él ante la Corte. La misiva, enviada el 21 de enero de 1972, decía:
Dear Mrs. Tahory. I hope my despair won’t shock you. I am turning to you in person. I learned from my husband Franz Wunsch, that you and he were very close during time in Auschwitz. That is why I believe that despite the horrible pain and anguish that you experienced in Auschwitz you would find it in your heart to understand my husband’s fate and condition and be willing to help him.* 65
Era verano cuando la eslovaca se personó en Viena. Se sentía alterada y tenía emociones contrapuestas. Su vida había cambiado mucho, estaba casada y era madre. Pero no había olvidado lo ocurrido en Auschwitz. «No olvidé ni un minuto, recuerdo todo. […] Yo era algo distinta, y todo el mundo conocía esta historia. Era una mancha en mi reputación; él era un hombre de las SS.»66
Ante la Corte, continuó su testimonio en defensa de Wunsch, explicando «todas las cosas buenas que él hizo por nosotras y que llevo siempre conmigo».67 Citrónová aseguró que: «Mi vida se salvó gracias a él. Yo no elegí esto. Simplemente, ocurrió. Era una relación que solo podía suceder en un lugar así, en otro planeta. Cuando era joven, estaba angustiada y no aceptaba mi pasado. Ahora, los recuerdos regresan a mí como un boomerang».68
Pese a que el juez encontró una «abrumadora evidencia de culpabilidad» en cuanto a su participación en los asesinatos en masa, Wunsch fue finalmente absuelto de todos los cargos.
Aun así, Franz y Helena jamás se volvieron a ver.

Helena Citrónová. Documental Auschwitz, los nazis y la solución final, BBC, 2005.