Todo parece más fácil de lo que realmente es
Daniel Kahneman la llama «falacia de la planificación». Eso que nos empuja a renunciar a nuestros instintos e intuiciones. Eso que empuja a tener una «visión del mundo más benigna de lo que es realmente, a creer que nuestros propios atributos son más favorables de lo que efectivamente son, y a imaginar que las metas que nos ponemos son más alcanzables de lo que son en verdad». En fin, eso que se traduce en que las cosas nunca resulten exactamente como fueron planificadas.
Albert O. Hirschman, con su proverbial optimismo y pragmatismo, transforma esa predisposición a creer que uno sabe y puede más de lo que realmente sabe y puede en una regla para la acción: el que asume «tareas nuevas [es] porque presume erróneamente que no implican un gran desafío, o porque la tarea le parece más fácil y manejable de lo que termina siendo»1; en caso contrario, señala, no las emprendería2.
Bueno, ahí radica la explicación de este libro.
Todo nació de una invitación hecha a mediados de 2012 por Patricio Meller, quien convocó a expertos de diversas disciplinas –entre los cuales me incluyó– para que identificáramos libremente los escenarios y tendencias que, a juicio de cada uno, marcarán Chile el año 2040, y que escribiéramos algo al respecto. Mi primer impulso fue declinar la invitación. Si alguna vez creí en este tipo de ejercicios, ahora he dejado de considerar que los expertos, sea que provengan de las ciencias físicas, económicas, matemáticas, biológicas o sociales, posean condiciones especiales para predecir el futuro. Lo que hacen, en rigor, es transformar sus propios deseos o intuiciones en «escenarios» y «tendencias» y, por esa vía, ejercen un rol performativo sobre aquello que dicen pronosticar.
No obstante esas aprensiones, acepté la invitación –a Meller me es difícil decirle que no–. Cada uno de nosotros debía elegir un campo o dimensión: economía, relaciones internacionales, comunicación, defensa, minería, educación, y otros similares. Elegí la democracia; cómo será (o, mejor dicho, cómo debería ser) a unos treinta años de ahora.
Las interrogantes iniciales eran obvias: ¿por qué la democracia –o sea, las reglas e instituciones de la política– cuenta con tan baja legitimidad, y hasta qué punto ello afecta la eficacia de las decisiones públicas?; ¿por qué la política y los políticos gozan de tan escasa reputación entre la población?; ¿por qué la ciudadanía dice sentirse mal o no representada en absoluto por los políticos?; ¿por qué las reformas institucionales destinadas a corregir todo lo anterior –pensemos en el voto voluntario y la inscripción automática, el sistema de financiamiento de las campañas o la ley de primarias– no dan los resultados esperados?
Hasta el día de hoy, el eje del debate ha estado en «cómo mejorar la representatividad» de la democracia. Está bien, siempre es necesario, pero no ataca, a mi juicio, el núcleo del problema. Para hacerlo hay que cambiar la pregunta. Mi intuición es que la interrogante pertinente es «cómo gestionar las incertidumbres y controversias propias de una organización compleja», como lo es la sociedad chilena de hoy.
Si se acepta esa pregunta, entonces hay que interrogarse sobre dimensiones que van más allá de los aspectos institucionales, y cuya respuesta permitiría entender el descrédito que padecen La Democracia y La Política; a saber: ¿por qué la población ha abandonado la fe que hasta hace poco depositaba en las elites, no solo políticas, sino también morales, económicas, religiosas, científicas y de cualquier orden?; ¿por qué no les creen cuando dicen saber lo que depara el futuro y piden a la población que las sigan u obedezcan?; ¿por qué los núcleos ilustrados dejaron de proveer a la población el alivio ante la incertidumbre que prestaban antaño?
En términos simples, mi hipótesis puede ser planteada del modo siguiente: La Política debe transitar desde una actividad destinada a conseguir la «licencia ciudadana» para ejecutar proyectos brotados desde el seno de la comunidad científico-técnica, a una labor volcada a gestionar las incertidumbres y las controversias y a facilitar el diálogo entre diferentes tipos de saberes –científicos y filosóficos, humanistas y religiosos, racionalistas y artesanales– con la finalidad de componer entre todos ellos un «mundo común». Este es el norte que debiera guiar las reformas de La Democracia, que es el encauce institucional de La Política. Así lo que pretendo argumentar en las páginas que siguen.
Progresivamente, en la medida en que escribía, me encontré interrogándome si acaso las tensiones de La Democracia –que era la motivación original de esta reflexión– no están asociadas a una cuestión aún más de fondo: con el hecho de no reconocer los límites de nuestro conocimiento, lo que nos conduce a creer que sabemos más de lo que realmente sabemos, que lo que funcionó en el pasado funciona en el presente y funcionará en el futuro, y que podemos pronosticar lo que viene apelando a la experiencia histórica. Me preguntaba si acaso la historia no se encarga siempre de traicionar a aquellos que, como dijera Albert O. Hirschman, depositan demasiada confianza en sus seudoleyes. Si el problema no está en que aún no asumimos que ya no vivimos esos «buenos viejos tiempos» (BVT) cuando La Ideología, y más recientemente La Ciencia (presentándose juntas o por separado), nos proveían de respuestas incluso a las preguntas que aún no nos habíamos atrevido a formular. Si no habrá llegado la hora de renunciar a «la explicación de procesos multicausales a partir de un principio único», como lo proponía Hirschman, y prestar atención, en cambio, a «les petites idées». En fin, si no será el momento de renunciar al culto moderno hacia La Ciencia y reponer el valor de la intuición.
Todo indica que entramos a una era que se rebela ante las certidumbres provistas por La Ciencia y los expertos, y que devuelve carta de ciudadanía a lo que Kahneman llama «pensamiento intuitivo»; ese proceso automático e inconsciente que permite hacer juicios y tomar decisiones en contextos de alta complejidad e incertidumbre. Este doble movimiento vuelve caducos muchos de los conceptos que teníamos incorporados acerca del funcionamiento de La Democracia, como también de otras muchas instituciones altamente dependientes de los expertos, como es el caso de La Empresa. Esto obliga –como escribe Edgar Morin– a la conciliación y complementariedad de ideas que parecían antagonistas o estaban separadas unas de otras3. Y fuerza a revisar, asimismo, la noción que tenemos del liderazgo, sea de orden político, empresarial, gremial y hasta espiritual.
Lo que sucede con La Política y La Democracia es lo mismo que están viviendo en los tiempos actuales La Empresa y El Capitalismo. Hay una relación simbiótica: estos también han depositado su justificación y su legitimidad en La Ciencia y los expertos, en particular en los economistas. De ahí que con el fracaso ostensible de sus seudoleyes, ellos también sean objeto de la desconfianza y el descrédito.
Para salir de este atolladero en que se encuentran tanto La Democracia como La Empresa necesitan algo más que abordar la gestión de las «externalidades». Ambas construyeron con La Ciencia y la figura de El Experto un vínculo de dependencia. Ambas edificaron su justificación en base a sus «leyes», e hicieron descansar su legitimidad enteramente sobre sus espaldas. Ese ciclo –los BVT– ha terminado. Ni La Democracia ni La Empresa, ni La Política ni El Capitalismo, podrán arrancar del desprestigio que hoy encaran si no rompen ese vínculo perverso, si no reponen su relación con otras formas de conocimiento; en fin, si no reconocen el valor de las intuiciones.
Lo anterior me condujo a preguntarme –para colocarlo en un lenguaje un poco rimbombante– si acaso no estamos frente a lo que Louis Althusser denominó un corte o ruptura epistemológica, para referirse al quiebre entre el joven Marx y el ya maduro. O a lo que el filósofo de la ciencia Thomas Kuhn llamó «revoluciones científicas», para aludir a «aquellos episodios de desarrollo no acumulativo en que un antiguo paradigma es reemplazado, completamente o en parte, por otro nuevo e incompatible»4. Cuando aquí aludo al fin de los BVT, me estoy refiriendo a una ruptura de esta naturaleza.
Cesare Pavese, en El oficio de vivir, dice que «al leer no buscamos idas nuevas, sino pensamientos ya pensados por nosotros que adquieren en la página un sello de confirmación». Siguiendo este precepto, este libro no se priva de hacer referencia a las lecturas que me acompañaron en esta exploración. Entre estas, Daniel Kahneman, Bruno Latour, Tony Judt y Timothy Snyder y, por supuesto, el inagotable Sigmund Freud. En el camino me fui encontrando con Albert O. Hirschman, quien ha sido una compañía invaluable en esta travesía. A él le debo, entre otras cosas, el haberme introducido a esa fuente ilimitada de humanismo, escepticismo y sabiduría que es Michel Eyquem, más conocido como Montaigne. Él decía que «cuando se trata de hechos, aceptaré siempre la verdad proveniente de la boca de otro antes que de la mía»5. Esta máxima reafirmó mi decisión de dejar aquí el registro de mis lecturas.
El mismo Montaigne recomendaba no pretender ir al fondo de las cosas, pues el mundo es demasiado diverso y el conocimiento demasiado frágil para intentar tal propósito. Este libro es fiel a dicha limitación.
Escribí sin demasiadas pretensiones. Traté de emanciparme de la parsimonia propia del llamado razonamiento científico, hacia el cual las «ciencias sociales» hacen un esfuerzo denodado por demostrar fidelidad. He intentado predicar con el ejemplo y dejarme llevar libremente por mis intuiciones, sin pretender ir al fondo de las cosas. Advierto –como lo hiciera Montaigne– que «nadie está libre de decir sandeces. Lo malo está en decirlas con aire grave».
«Que aquellos que escriben lo piensen bien antes de publicar. ¿Quién los apura?»6. En esto, como es obvio, no he seguido la recomendación del bordelés. Tampoco obedecí a otro de sus consejos, el de no corregir, pues no es seguro que el hacerlo mejore lo que ya se ha escrito7. Me arrepiento de no haber seguido su recomendación. De hecho, aprovechando una larga estancia de profesor en París revisé el texto hasta llegar al resultado que el lector tiene en sus manos, que estoy seguro no es mejor que el original. En todo caso, el ejercicio me sirvió para confirmar lo que señalan Daniel Kahneman y Albert O. Hirschman: que jamás me habría embarcado en esta empresa si hubiese sabido que resultaría mucho más difícil de lo que imaginaba, y que su resultado sería totalmente diferente de lo que estaba planificado.
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1 De no indicarse otra cosa, todas las traducciones de citas textuales en otros idiomas son propias.
2 Sobre la «falacia de la planificación», véase Daniel Kahneman, Thinking, Fast and Slow (2011). De Albert O. Hirschman, «The Principle of the Hiding Hand», National Affairs, N° 6 (1967): «What this principle suggests is that, far from seeking out and taking up challenges, people are apt to take on and plunge into new tasks because of the erroneously presumed absence of a challenge, because the task looks easier and more manageable that it will turn out to be» (p. 13).
3 Edgar Morin, Mes Philosophes (2013).
4 Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas (2004): 149.
5 M. de Montaigne, Les Essais en français moderne (Paris: Gallimard, 2009): «j'accepterais toujours, en matière de faits, la vérité de la bouche d'un autre plutôt que de la mienne».
6 Montaigne, Les Essais...: «qu'ils pensent bien à ce qu'ils écrivent avant de le publier. Qui les presse?».
7 Montaigne, Les Essais...: «en ce qui me concerne je crains de perdre au change: mon intelligence ne va pas toujours en progressant, elle va aussi en reculons. Je ne me défie guère moins de mes idées parce qu'ils sont secondes ou troisièmes que lorsqu'elle son premières, ou lorsqu'elles sont présent moins que lorsqu'elles sont passées». Versión en español, según traducción de Enrique Azcoaga, en Ensayos escogidos (Madrid: Editorial Edaf, 1999): 280.