4. La gente parece empeñada en rebelarse contra las predicciones de los expertos
El escepticismo de la población frente a La Ciencia y los expertos tiene motivos. El fracaso de sus predicciones seguramente no es hoy superior que en el pasado –probablemente es mucho menor–, pero su grado de visibilidad es muchísimo mayor, así como el escándalo que producen sus yerros. Para quedarnos solamente en el plano local, son numerosos los casos donde las certidumbres creadas y diseminadas por los expertos se han desfondado.
Tomemos el caso más emblemático: el Transantiago. Este marcó «un antes y un después» en lo que se refiere a la fe pública en los técnicos. Tras este plan estuvo la crema y nata de la ingeniería de transportes chilena, apoyada en consultores internacionales de renombre. ¿Su resultado?: un estruendoso fracaso. Llevamos años buscando al responsable de los «errores de cálculo», para ver si, encontrándolo, podemos salvar el diseño; o a los creadores del diseño, para, hallándolos, salvar a los calculistas; o a los encargados de su implementación, para ver si son ellos los responsables, y con esto librar de culpa a los otros dos. Y junto con esto se han introducido múltiples correcciones, con distintos enfoques, diferentes líderes, nuevos gobiernos, siempre anunciando que por fin se le pegó el palo al gato, y nada: el sistema no muestra mejoras, al menos desde el punto de vista que importa, el de sus usuarios.
El Transantiago no es el único ejemplo de fiasco en el campo de las políticas públicas. Ahí está también el caso del sistema de provisión privada de educación superior, que en numerosas ocasiones resultó en un fraude; o del financiamiento compartido en la educación básica y media, cuyos efectos no fueron los pronosticados. A ellos se suman numerosos fracasos semejantes en el campo privado o empresarial, pero que tienen menos eco porque no afectan los recursos del fisco –aunque sí afectan, y mucho, la calidad de vida de la población.
Hasta 2011, la mayoría de los expertos en educación coincidían en que las medidas correctivas consensuadas en las postrimerías de la administración Bachelet eran las adecuadas, y que se había salido de la etapa del rediseño para entrar en la etapa de la ejecución de las nuevas políticas. Sin embargo, bastó con que los estudiantes salieran a las calles para que, de un día para otro, se ampliara el rango de las «soluciones técnicas» disponibles y se quebrara incluso el paradigma sobre el cual se actuaba hasta entonces. Nociones que parecían fuera de cuestión, pues estaban avaladas por los técnicos, se convirtieron sorpresivamente en palabras que nadie puede pronunciar sin ser automáticamente estigmatizado. Es el caso, por ejemplo, de términos tales como «mercado de la educación», «educación como bien de consumo», «libertad de elegir», «parásitos del subsidio». Al mismo tiempo, otras que estaban en el desván de los trastos viejos se volvieron cool y son defendidas transversalmente: «no al lucro», «educación pública y de calidad», «superintendencias», «acreditación», «subsidio», «gratuidad». ¿Fue esto, acaso, el efecto de nuevos hallazgos en la investigación científica sobre la educación en Chile o de un nuevo consenso al interior de la comunidad de los técnicos educacionales? No, esta mutación tuvo como origen las movilizaciones estudiantiles de 2011. La calle, no los técnicos ni los políticos, fue la que redefinió lo «técnicamente» posible.
El caso del Costanera Center es otro ejemplo ilustrativo de cómo se ha banalizado el rol de los expertos o planificadores. Primero fue la ansiedad que se produjo en los meses previos a la inauguración del mall que incluye este complejo. Si se leía la prensa, se encontraba que unos planificadores urbanos alegaban contra otros planificadores urbanos por no haber planeado cómo mitigar el caos vial que los primeros preveían que vendría. Pero ocurrió que se inauguró el mall y el caos no se produjo. Vino entonces el debate entre esos mismos expertos y planificadores para determinar por qué el caos previsto no había ocurrido. En el debate surgieron varias hipótesis de por qué se había evitado: i) porque la planificación había estado bien hecha, dijeron orgullosos los ejecutores del proyecto; ii) porque los planificadores-críticos habían sido unos alarmistas movidos por argumentos políticos y no técnicos, señalaron otros; iii) porque el debate previo había tenido un efecto performativo, induciendo a los usuarios –en aras de prevenir el desastre que anunciaban los planificadores-críticos o alarmistas– a modificar sus conductas eligiendo el transporte público; o iv) porque el apocalipsis aún no llega: va a venir, seguro, cuando se inaugure la torre de oficinas. Como se puede apreciar, aún no hay consenso entre los expertos sobre lo que realmente ocurrió; pero en cualquier caso, la fe de la opinión pública en la palabra de los técnicos sobre lo que va a ocurrir en el futuro se erosionó severamente.
Otro ejemplo del descalabro de los expertos fue lo ocurrido con la administración Piñera y su «nueva forma de gobernar». El gobierno con el mayor número de PhD en ingeniería y economía por metro cuadrado en la historia de Chile no logró infundir confianza y adhesión en la ciudadanía. Otra prueba de que los expertos, su lógica, su lenguaje y su figura, hasta hace poco sagrados, ya no gozan de la reputación de antaño.
La erosión de la confianza no está reducida a los expertos de las llamadas disciplinas «duras», como la ingeniería de transporte, la planificación urbana, la economía o las políticas públicas. Afecta también a las disciplinas «blandas», como la sociología y la ciencia política. Ocurrió con la rebelión de los estudiantes en 2011 y de la población de Aysén en 2012. Irrumpieron sin que nadie lo advirtiera o pronosticara, y en los dos casos la pregunta que surgió fue la misma: ¿cómo fue que nadie lo vaticinó?; ¿dónde estaban aquellos expertos entrenados, precisamente, en detectar las fuerzas subterráneas que sacuden a las sociedades, y advertir de su ocurrencia?
Un ejemplo quizá más complejo es lo que ha ocurrido en relación con La Democracia. Los expertos coinciden en que la decadencia de su legitimidad tiene que ver con su baja representatividad. Por consiguiente, la pregunta que ha guiado gran parte del debate de expertos y políticos ha estado vinculada a «cómo mejorar su representatividad ». Se han ensayado diversas fórmulas, todas ellas avaladas por enjundiosos estudios de expertos, y todas ellas han fracasado –al menos con la evidencia reunida hasta ahora.
Fue lo que ocurrió, por ejemplo, con la inscripción automática y el voto voluntario, que, se dijo, pondrían fin a la declinación de la participación electoral, devolviendo a los jóvenes el interés en la política. Al momento de su inauguración en la elección municipal de octubre de 2012, sin embargo, el resultado fue exactamente el opuesto: nunca la participación había sido menor. Lo mismo ocurrió con la ley de primarias, que se presentó como la solución para gran parte de los problemas de legitimidad que afectan a las elecciones parlamentarias, en las que las candidaturas son resueltas por los partidos entre cuatro paredes: a la hora de su estreno para las elecciones parlamentarias de 2013, los mismos que la habían propuesto y aprobado prefirieron no ocuparla y seguir empleando el método tradicional. Un bochorno. Algo semejante ha ocurrido con la legislación para el financiamiento de las campañas políticas, aprobada hace diez años, y que, según se anunció, terminaría con la relación malsana entre dinero y política: pasado el tiempo, es obvio que esa reforma tampoco ha funcionado.
En suma, tres reformas que parecían cruciales para devolver a la democracia algo de su credibilidad perdida, que fueron ampliamente respaldadas por técnicos y políticos de todos los colores, no han dado –por ahora, al menos– los resultados que se esperaban. ¿Es que estuvieron mal diseñadas? ¿O es que los parlamentarios las aprobaron solo para agradar a la galería, pero con la certeza de que no serían aplicadas? Me temo que no es un asunto exclusivamente de diseño, de ejecución o de cinismo. El problema parece ser más de fondo.
Lo que muestran los ejemplos anteriores –y como estos hay una infinidad– es el descalabro de predicciones que se presentaron como infalibles, dado que estaban respaldadas por el estado del arte del conocimiento científico-técnico. Esta experiencia es la que ha dado origen al extendido recelo que se propaga actualmente en la población frente a La Ciencia y sus voceros, y más en general hacia todos quienes declaran conocer y controlar las variables que darán forma al futuro.
«Podemos ser ciegos a lo obvio, y somos asimismo ciegos de nuestra ceguera», escribe Kahneman. De esto no se salva nadie: ni los expertos.