3. Invocar a La Ciencia tampoco basta para aplacar la incertidumbre

«La doctrina de Marx es todopoderosa porque es exacta. Es completa y armónica y ofrece a los hombres una concepción del mundo íntegra, intransigente a toda superstición, a toda reacción y a toda defensa de la opresión burguesa». El marxismo era el epítome de La Ciencia: así lo presentaba V. I. Lenin a comienzos del siglo pasado. Hoy suena extravagante, pero la fe que el líder revolucionario ruso depositaba en el marxismo no era muy diferente de la que depositaron muchos de sus contemporáneos en otras «verdades científicas» predestinadas, como aquella, a liberar a la humanidad del dominio del oscurantismo y a volverla (por fin) dueña de su destino.

Somos herederos, en efecto, de un tiempo en que nos acostumbramos a invocar la autoridad de La Ciencia y de la técnica para zanjar todo tipo de dudas y aplacar cualquier asomo de incertidumbre. Los más diversos actores fundan su autoridad aduciendo estar alineados con el «estado del arte» de la investigación científica mundial, lo que prueban lanzando al ruedo rumas de papers y artículos en journals debidamente indexados que confirmarían sus preferencias, opciones o decisiones. Con esto, la producción de «informes técnicos» o «expertos », sean económicos, jurídicos, sanitarios, sociales o ambientales, se ha transformado en una industria altamente rentable.

Lo han hecho los gobiernos, los empresarios, los políticos, los ambientalistas, los jueces, las comunidades, los obispos. Se acude a La Ciencia y a los expertos sea para implantar o criticar un modelo económico, para justificar o rechazar un proyecto industrial, para respaldar o impugnar un fallo judicial; inclusive para fundamentar o refutar lo que debiera ser un dogma de fe. Se invocan desde la física a la psicología, desde la ingeniería a la sociología, desde la economía (sobre todo la economía) a la biología.

Tal estado de cosas condujo a un fenómeno que, por usual, dejó de ser llamativo: que ya ningún actor político, económico, moral o social hable desde sí mismo, desde sus deseos, creencias o intereses; todos lo hacen como portavoces de un saber técnico-científico ante el cual no cabe la duda, ni la deliberación, ni la resistencia. La gramática y el lenguaje se transfiguran. Se emplea de preferencia la tercera persona plural, pues quien se pronuncia sobre las cosas no es un actor humano preso de sus subjetividades y pasiones, sino La Ciencia.

Gobiernos, religiosos, ambientalistas, políticos, empresarios, sindicalistas, todos parecen movilizados por algo que es anterior y superior a ellos mismos: la verdad científica. Nadie afirma «esto es lo que yo o nosotros queremos», o «esto es lo que yo o nosotros pensamos»; dicen, en cambio, «esto ha de ser así, porque así lo indica...», y aquí empieza una retahila de nombres (y siglas): el Banco Mundial, la OCDE, la Universidad de Harvard, la ONU, el MIT... Por lo mismo, cuando los planteamientos o decisiones de un actor son rebatidos por otro (no importa quién ni desde qué posición), el primero se defenderá diciendo: «Lo lamento, pero esto no es un asunto que dependa de mí, es una cuestión técnica»; ante lo cual su contradictor, en vez de decirle: «A mí qué me importa, lo que me interesa es saber lo que usted quiere», le dirá: «Sorry, pero aquí tengo otro estudio técnico que dice lo contrario, así que escúcheme». El diálogo, si lo hay, será entonces entre voceros de estudios e informes científico-técnicos (que quienes los esgrimen generalmente no entienden muy bien, o los emplean parcial e interesadamente), no entre actores que tienen memorias, deseos y convicciones.

Es imposible pasar por alto la similitud entre todo esto y la invocación a los mitos y la religión, propia de los tiempos antiguos.

Como dice Sigmund Freud en su Tótem y tabú, los humanos tenemos la tendencia a «concebir la totalidad del universo humano como una trabazón única, a partir de un solo punto». La humanidad, anota, ha producido «tres de estos sistemas, tres grandes cosmovisiones en el curso de las épocas: la animista (mitológica), la religiosa y la científica». Siguiendo a Freud podemos decir que los técnicos y científicos cumplen un rol equivalente al que en la cosmovisión animista ejercieron los brujos, y en la religiosa cumplieron los sacerdotes. Por su boca habla una autoridad que está fuera del alcance y comprensión de la gente ordinaria; una autoridad que se reviste de códigos, ritos y protocolos que le otorgan un halo sagrado y, por ende, protegido del cuestionamiento humano. Inhibido ante tal magnificencia, el saber profano, aquel basado en experiencias, en observaciones casuales, en creencias heredadas de generación en generación, no tiene otra opción que callarse y someterse.

«No es un problema de la ciencia –dirán algunos–, sino de los que la utilizan y abusan de ella para fines que le son ajenos. La ciencia es el campo de las interrogantes, no de las certezas; de las conjeturas, no de los dogmas». En rigor, ellos tienen razón; pero deben admitir que a los científicos, expertos y técnicos de toda especie, la situación descrita precedentemente no parece repugnarles. Mal que mal, les otorga el predominio sobre todos los demás campos o «modos de existencia», incluyendo La Política y La Empresa.

En los tiempos actuales, todos los días se producen desbordes que escapan a la previsión y al conocimiento de La Ciencia y los científicos, así como al control de los expertos y los técnicos. Esto ha hecho que su autoridad se vea severamente debilitada, lo que ha significado, a su vez, que el saber ordinario, ese de los vecinos, de los pacientes, de los consumidores, de los pueblos originarios, se libere de las estigmatizaciones a las que ha sido sometido por el saber científico y reclame su derecho a la palabra. Dicho de otra forma, con La Ciencia está pasando lo mismo que un día sucedió con la brujería, y en el último siglo con la religión: que los humanos dejaron de creer a pie juntillas en sus vaticinios y portavoces.

Todo lo anterior parece darle la razón a Hirschman, quien decía que «cualquier teoría o modelo o paradigma que proponga que hay solo dos posibilidades –el desastre o un particular camino a la salvación– debe ser prima facie objeto de sospecha. Después de todo, existe, al menos en forma temporal, ese lugar que llamamos purgatorio »5. Las ciencias sociales, sin embargo, en especial en América Latina, transformada en laboratorio de prueba de paradigmas y modelos que nadie se atrevería a ensayar en los países desarrollados, son particularmente renuentes a aceptar «such place as purgatory». Siempre, según Hirschman, están más interesadas en confirmar sus propios patrones, modelos y paradigmas, que en abrirse a nuevos conocimientos.

Al respecto cuenta un chiste muy ilustrativo sobre un tipo que se encuentra con alguien en la calle:

–¡Hola, Paul! –le dice entusiasmado.

–Hola –le responde el otro, sin ocultar su sorpresa.

–Increíble cómo has cambiado en tan pocos años sin vernos.

–¿Te parece?

–Cómo no, hombre. Si antes eras gordo y ahora estás flaco. Recuerdo que antes eras calvo y ahora tienes una cabellera que me da envidia. Estás incluso más alto de lo que eras antaño...

–Es que usted se equivoca, yo no me llamo Paul –dice el tipo medio compungido.

–¿Ves cómo has cambiado? –exclama el primero–. ¡Si hasta te cambiaste de nombre!

Ese, dice Hirschman, es el problema de las ciencias sociales: están poseídas por el deseo de probar que el mundo social se comprende a partir de leyes generales, lo que las conduce a cualquier cosa con tal de confirmar y no cuestionarse sus supuestos. Lo que él hace, en cambio, es adoptar el punto de vista exactamente opuesto: buscar y subrayar la novedad, el desorden, la singularidad; todo eso que queda en un rincón oscuro cuando la energía está puesta en «escribir una página enteramente nueva de la historia humana». Lo que a él lo mueve, declara, es «poner el acento en lo único antes que en lo general, en lo inesperado antes que en lo esperado, y en lo posible antes que en lo probable».

Quizás ahora, cuando los desbordes han diseminado el cuestionamiento de la capacidad de predicción y control de las ciencias, ha llegado la hora de retomar la curiosa y a la vez humilde mirada de Albert O. Hirschman.


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5 After all, there is, at least temporarily, such place as purgatory». Albert O. Hirschman, The Essential Hirschman (2013).