2. No bastaba con matar a Marx para enterrar la «destrucción creativa»
En buena parte del siglo XX, La Ideología dominó tanto el campo de la izquierda como el de la derecha. Su versión de izquierda, sin embargo, se comenzó a erosionar con el movimiento hippie y con Mayo del 68. Entró en crisis, luego, con el hundimiento de los socialismos reales, y se fue a pique con la caída del Muro de Berlín. En los tiempos actuales, ni China –que aún se declara marxista– se mantiene fiel a ella. La mejor prueba de esto es que en 2006, el Partido Comunista sustituyó la invocación a la «destrucción creativa», propia de los tiempos de Mao y Deng, por la apelación a crear una «sociedad armoniosa» (hexie shehui).
En el último cuarto del siglo XX, los voceros del optimismo sin límites y de las bondades de la «destrucción creativa» se trasladaron de campo: pasaron desde el de la izquierda al de la derecha. La «destrucción creativa» dejó de ser la condición para alcanzar el comunismo, sino la condición para acceder al reino de la libertad que promete el capitalismo. De hecho, basta entrar a Google para confirmar que este concepto está enteramente identificado con el capitalismo, en especial en su expresión poskeynesiana o neoliberal, que la asocia a la «innovación» y el «emprendimiento».
¿Cómo se explica que un concepto cuyo origen se remonta a Hegel y Marx se transformara en piedra angular de la justificación del capitalismo? Tony Judt, en el libro que hemos mencionado, Pensar el siglo XX, lo explica de una manera que suena plausible.
La Ideología de la «destrucción creativa», en su versión capitalista, se creyó sepultada después de la devastación que acarreó la Segunda Guerra Mundial. De hecho, ella fue dejada de lado en la reconstrucción europea de la posguerra en Europa y en los EE.UU. del New Deal. Por entonces la influencia intelectual de John M. Keynes se hizo incontestada. Su obra se dirigía justamente a destronar de su pedestal la ideología de la «destrucción creativa», a la que imputaba ser soporte de los edificios conceptuales que habían desembocado en dos guerras mundiales. Para los círculos conservadores, sin embargo, las ideas de Keynes terminarían por inclinar a las sociedades hacia el socialismo. Para combatirlas, grupos de negocios ultraconservadores de los Estados Unidos decidieron acoger a un grupo de intelectuales vieneses que se oponían a Keynes, quienes emigraron a EE.UU., donde obtuvieron posiciones en prestigiosas universidades. Entre estos estaban Joseph Schumpeter, Friedrich von Hayek, Karl Popper y Ludwig von Miess. Fue así, relata Judt, como la ideología de la «destrucción creativa» se transformó en el credo del establishment capitalista de tipo estadounidense. Fue así como en los años ochenta del siglo pasado, de la mano de instituciones como la Sociedad Mont Pelerin, la fe en la «destrucción creativa», en los animal spirits y en los mercados desregulados, renació desde la cenizas.
Contrariamente a lo que muchos creen, Marx no ha muerto; solo que su influencia es hoy mayor en el campo capitalista que en el socialista. Aún sigue vivo ese «pecado intelectual del siglo XX», como lo llama Judt, según el cual un agente determinado (el partido, el empresariado, los planificadores, los expertos) puede llegar a tener una información exclusiva y perfecta a partir de la cual se justifica someter a otros y sacrificar su presente en aras de un futuro radiante. Esto ha conducido, lo sabemos, a las pesadillas más atroces que vivió la humanidad durante el siglo XX. Es lo que ha hecho exclamar al Premio Nobel de Literatura Imre Kertész, un húngaro de origen judío que sabía en carne propia de aquello de lo que hablaba, que «la mera idea de la "necesidad histórica" basta para conducir a Auschwitz».
Hay que decir, sin embargo, que ese «pecado intelectual del siglo XX» reposa sobre una creencia aún más fundamental, y que goza de muy buena salud: aquella según la cual el crecimiento económico, medido como incremento del Producto Interno Bruto (PIB) «sería la clave de la prosperidad y del progreso, y debiera mantenerse como el objetivo principal de nuestras sociedades», como señala Dominique Méda en su libro La mystique de la croissance3.
La sociedad moderna, en efecto, asumió como un matter of fact la asociación entre crecimiento, progreso y democracia, confió a ojos cerrados en que los problemas generados por el crecimientos económico (en especial en el plano medioambiental) serían resueltos con más crecimiento. Tales supuestos, sin embargo, han comenzado a tambalear. En parte porque cuando se pueda hacer frente a ciertos efectos perversos del crecimiento económico sin límites, quizá ya sea demasiado tarde, como ocurre con el cambio climático. Esta constatación empuja a romper con la creencia en que la maximización de la producción y el crecimiento son intrínsecamente positivos, tesis que gana cada vez más adeptos entre expertos, políticos y opinión pública en Estados Unidos y Europa.
Son muchos los expertos que sostienen que difícilmente se puedan mantener en el futuro las tasas de crecimiento económico de los dos últimos siglos. Es lo que señala, por ejemplo, Robert Gordon, un economista de la Universidad de Northwestern, en Estados Unidos4. De hecho, después de un alza espectacular y persistente, el crecimiento comenzó a declinar a mediados del siglo XX, y no hay signos de que vaya a recuperar el ritmo de expansión que alcanzó hasta entonces. La causa de esta declinación radica en que el impacto sobre la productividad de la revolución tecnológica que tuvo lugar a fines del siglo XX, la digital, es mucho menor que el efecto de las revoluciones tecnológicas anteriores, como la que dio nacimiento a comienzos del siglo XIX a la máquina de vapor y al ferrocarril, y la que se produjo a fines de ese mismo siglo con la introducción de la electricidad. La innovación tecnológica se concentra actualmente en las industrias del entretenimiento y la comunicación, y no en aquellos dominios que podrían introducir cambios fundamentales en la productividad. El mejor ejemplo de esto, dice Gordon, es lo que ha pasado en el transporte: desde 1958, con el lanzamiento del Boeing 707, la velocidad límite se ha mantenido constante, en circunstancias de que en los dos siglos previos se aceleró constantemente y de forma sustancial.
La tendencia a la desaceleración del crecimiento económico es reforzada, dice Gordon, por otros factores adicionales, tales como el envejecimiento de la población, el costo asociado a nuevas regulaciones ambientales y la degradación de la educación, entre otros. Todo esto lo conduce a sostener que la declinación del crecimiento no sería una condición excepcional ni pasajera. Lo realmente anormal fue el ciclo de constante expansión económica inaugurado a mediados del siglo XIX, y que se cerró a mediados del siglo XX. Lo normal, entonces, es lo que se vive hoy; lo que él llama la secular stagnation.
Como se ha visto, no bastaba con matar a Marx para enterrar La Ideología de la «destrucción creativa» y del «crecimiento económico ilimitado». Se requiere de un esfuerzo de aún más envergadura. A esto aludía Benedicto XVI en Caritas in Veritate: «La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad. Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres».
A esto se refiere Bruno Latour en su texto «An attempt at writing a "Compositionist Manifesto"», donde habla de la bancarrota de la narrativa que sostenía que «el flujo del tiempo tenía una –y solo una– inevitable e irreversible dirección», y que ella encaminaba hacia el progreso. Lo que propone es distinguir entre «progreso» y «progresión»; algo que recuerda la distinción de Hirschman entre lo «probable» y lo «posible». Así como este último sugiere adoptar el «posibilismo», Latour plantea «movernos desde la idea del progreso como algo inevitable, hacia la idea de la progresión progresiva, tentativa y precautoria». Quizás esta sea la única vía para que no se cumpla la profecía de Kertész. Para no regresar a Auchwitz.
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3 Dominique Méda, La mystique de la croissance (2013).
4 A juicio de este autor, la teoría según la cual el crecimiento económico es continuo, persistente e ilimitado, instaurada por Robert Solow y hecha propia por la inmensa mayoría de la comunidad de economistas y cientistas sociales y por los líderes políticos de izquierda y de derecha, solo es válida para los últimos 250 años: esta no se verificó antes de 1750, y es probable que no se verifique tampoco en el futuro. (Robert J. Gordon, «Is U.S. Economic Growth Over? Faltering Innovation Confronts the Six Headwinds», NBER Working Paper, N° 18315 (agosto 2012). En http://www.nber.org/papers/w18315).