1. Ya no es posible hacer planes cuyos costos los pagan otros, en otro tiempo y en otro lugar
En Pensar el siglo XX, el historiador Tony Judt afirma que «el pecado intelectual del siglo» fue «emitir un juicio sobre el destino de los demás en nombre de un futuro tal y como tú lo ves, un futuro en el que puede que tú no hayas realizado ninguna inversión, pero referente al cual afirmas poseer una información exclusiva y perfecta». Este pecado es imputado corrientemente a Karl Marx, pero es en rigor el pecado de los modernos; de aquellos que, como escribe Latour, se sienten impulsados como una flecha, que creen ir dejando atrás un pasado donde todo estaba mezclado –la naturaleza y lo humano, las creencias y la razón– y que «tienen delante suyo un futuro más o menos radiante donde la distinción entre Hechos y Valores será por fin clara y nítida».
Marx fue un fiel exponente de aquella aspiración, que se basaba en la convicción de que La Ciencia aportaba la certidumbre, y el proletariado, la salvación. Tenía una fe incombustible en el futuro. Tenía también una confianza infatigable en La Ciencia como herramienta para entender las leyes de la historia y ayudar a encauzarla hacia un destino que se puede conocer de antemano. Esto es lo que conduce a Edgar Morin, en su libro Mis filósofos, a sostener que «Marx integraba en su pensamiento la necesidad de conocer, la necesidad de actuar, la necesidad de esperar».
Marx otorgó el predominio incontestable a un «modo de existencia » particular: La Economía, que se mueve siguiendo dictados ineluctables, tan naturales como la diaria salida y puesta del sol. Así lo escribe en el prólogo de su obra máxima, El Capital: La «ley natural que preside el movimiento de la sociedad» es La Economía, pues es «la ley económica [la] que mueve la sociedad moderna»; y concluye: «Mi punto de vista enfoca el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso histórico-natural». A su juicio, «la clave del poder de la sociedad está en la apropiación de las fuerzas de producción» (Morin): todo lo demás (la Nación, el Estado, las ideas) estaba subordinado y era dependiente de aquello.
Marx gozaba con las paradojas. Así, por ejemplo, la emergencia y el dominio burgués (en otras palabras, el capitalismo), no obstante ser una fuente de miseria y dolor, terminan siendo, a su juicio, el «precio necesario» para «un futuro mejor». Esa misma fuerza redentora, no obstante, llegado a un cierto momento se convierte en una fuerza conservadora, y en vez de empujar el progreso lo reprime. Y así una y otra vez, como enseña su famosa «dialéctica».
Es indubitable que Marx ofreció un relato poderosísimo, según el cual el cambio es inevitable y progresivo, sin importar las rupturas y tragedias que ocurran en el camino. Como indica Judt, sus efectos, por dañinos que resulten, son «el precio necesario y en todo caso inevitable que pagamos por un futuro mejor. Son lo que son, pero merecen la pena». Esto queda magníficamente ilustrado en la que para muchos es la obra más perfecta –y desde luego más apasionada–: su Manifiesto Comunista.
La influencia intelectual de Marx ha tenido un largo recorrido y se ha prolongado en el tiempo, incluso entre quienes están en la vereda política opuesta. La noción de «destrucción creativa» es un buen ejemplo. Esta fue introducida en 1913 por Werner Sombart (1863-1941), en su obra Guerra y capitalismo, inspirándose en Marx. La misma fue hecha suya por el nazismo, el que la utilizó –igual como lo hizo Stalin o Mao– para «justificar los crímenes presentes en función de unas ganancias futuras» (Judt).
El influjo de Marx no brota meramente de su genio, como afirman tanto adherentes como detractores, sino de la profunda tradición filosófica de la que se nutre. Según Judt, esta parte con la filosofía alemana poshegeliana, pero se entronca con la escatología judeocristiana. Su «juguetona autoindulgencia dialéctica», como la llama el mencionado historiador, es algo propio del «relato tradicional judío» que Marx absorbió en su infancia. De ahí nace también la noción de que el sufrimiento es el camino de la redención, hacia el cual conduce la inminente llegada de un mesías, que en este caso está representado por el proletariado1. Todo esto hizo del marxismo una suerte de «religión secular» capaz de dar un sentido a la historia y de otorgar un sentido salvador a sus peores miserias.
Pero no solo Marx se nutrió de la tradición judeocristiana. También lo hizo Freud. Ambos proponen un camino de sufrimiento, caída y declive antes del alumbramiento; y ambos depositan «una fe ilimitada en el inevitable éxito del resultado, si el proceso mismo es el correcto; dicho de otra forma: si has entendido correctamente y se ha superado el daño o el conflicto previo, se llega necesariamente a la tierra prometida» (Judt).
Como escribe Morin: «El uno y el otro se consagraron a poner al día una parte escondida de la humanidad. Marx quiso develar la crueldad de la historia y de la sociedad; Freud quiso descifrar el secreto escondido del alma humana». Marx se esforzó por comprender –como él mismo lo declaraba– la ley natural que preside el movimiento de la sociedad moderna, la que descubrió en la economía; Freud, por su parte, lo hizo para descubrir las leyes científicas que permiten comprender el funcionamiento del individuo, las que creyó hallar en esas pulsiones irrefrenables que pueblan el inconsciente.
Lo anterior da luces acerca de las coincidencias entre marxismo y psicoanálisis. Lo que en Marx es lucha de clases entre la burguesía y el proletariado en el campo de la economía, en Freud es lucha entre el yo, el ello y el superyó en el campo del inconsciente; la fe que deposita Marx en la revolución como paso previo al alumbramiento del comunismo, Freud la pone en la comprensión del inconsciente a través de la terapia psicoanalítica; el rol que Marx y sus seguidores otorgan al partido como «partero de la historia», Freud se lo asigna al analista; y así como Marx supuso haber encontrado en el proletariado alguien capaz de poner rienda y dirigir la energía destructiva de las fuerzas productivas, Freud creyó haber encontrado en el psicoanálisis el mecanismo para canalizar y controlar las pulsiones destructivas2.
Las convergencias entre Marx y Freud han sido y seguirán siendo objeto de sesudos análisis y debates, los que superan con creces las pretensiones de este ensayo y las competencias de este autor. Lo que se observa, en todo caso, es una larga, profunda y multifacética tradición que desemboca en seis premisas: a) que hay con certeza un futuro mejor; b) que existe una teoría o modelo que permite prefigurarlo y hasta anticiparlo; c) que hay expertos (el partido, el psicoanalista, el intelectual, el empresario) que conocen la ruta más corta para llegar a ese destino; d) si en el camino algunos tienen que hacer sacrificios, deben saber que ello es transitorio y que es por su bien; e) que si no lo aceptan y protestan, hay que resistir sus presiones hasta tener los resultados; ahí se darán cuenta de que estaban equivocados; y f ) que para soportar esas presiones, ahí están las instituciones, cuya misión es proteger a los expertos de la presión de quienes se sienten perjudicados por la marcha de la historia.
A ese conjunto de premisas le llamaremos en adelante la ideología de la «destrucción creativa» o, para abreviar, simplemente La Ideología; un «tipo de narración [donde] los costes siempre se asignan a otros y, por lo general, a otro tiempo y otro lugar» (Judt).
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1 Según Edgar Morin, Marx «concibió la misión histórica del proletariado como la llegada del Mesías-Proletariado. Él transportaba así, sobre nuestras vidas terrestres, la salvación judeocristiana prometida por el cielo».
2 Al respecto, Edgar Morin propone una teoría singular: que las coincidencias entre Marx y Freud provienen del hecho de que ambos son «post-marranos», como él llama a los judíos que ante la colisión entre sus creencias tradicionales y el cristianismo, terminaron por «sobrepasar tanto a una como a la otra, desarrollando una experiencia psicológica que les permitió desembarazarse de dogmas y de producir un pensamiento pleno de interrogaciones y de críticas». Marx, dice Morin, representa la corriente mesiánica del «post-marranismo», mientras que Freud representa la corriente no mesiánica, escéptica, en la misma línea de otros destacados «post-marranos», como Montaigne y Spinoza. De hecho, Freud tenía de su teoría psicoanalítica una apreciación algo menos altanera que Marx. «Usted sabe –decía en sus "Diálogos con un juez imparcial"– que la ciencia no es ninguna revelación; carece, aunque sus comienzos ya estén muy atrás, de los caracteres de precisión, inmutabilidad e infalibilidad tan ansiados por el pensamiento humano». Marx, en cambio, afirmaba sin rubor haber descubierto la «ley natural que preside el movimiento de la sociedad».