Aries

SIGNO DE FUEGO


Flotamos deliciosamente en líquidos tibios, con nuestro corazón latiendo pacíficamente. Asimilamos sin problema el más saludable alimento; teniendo suficiente edad, practicamos movimientos, explorando, nadando. Reímos cuando sentimos a Mamá contenta, nos encogemos enteros cuando se ha sobresaltado. Bailamos con las vibraciones de la música, si nos gusta. Reconocemos muy bien la voz inconfundible de Papá. 

Sólo nos falta respirar.

Y nacer. Estamos adentro de Mamá, fundidos en un abrazo infinito, disfrutando del goce de ir creciendo día a día. Pero, cuando llega la hora, una intensa urgencia se apodera de nosotros. Todo ha de cambiar. El impulso es incontenible: atravesar el túnel, saltar al vacío, ¡y nacer!

Nacer es salir al mundo y respirar, por primera vez. Respirar, primera función independiente. Hasta el minuto, Mamá se encargaba de todo; respirar, en cambio, ya es asunto nuestro.

Desde la perspectiva astrológica, el instante de la primera inhalación es el instante en que hacemos conexión cósmica. El momento inconcebible cuando se imprime en el alma un especie de software trascendental que contiene una promesa y un desafío para esta vida. Un instante sincrónico en el cual una semilla celeste sería incorporada al vehículo físico, sembrada para echar raíz en la tierra genética de nuestro cuerpo.

Nada más ariano que ese momento de destino. Podríamos resumir el arquetipo completo de Aries, el signo que da comienzo a la Rueda, con ese impulso que inicia toda nueva vida: saltar al vacío y nacer. Un impulso de intensa autoafirmación que proclama: ¡Éste soy yo! 

El nacimiento, como símbolo, resulta lleno de sentido ariano: el potente desafío de atravesar esforzadamente el túnel del parto, la irrupción en un mundo vibrantemente nuevo. Mejor aún, la fortuna de ser ungido en ese instante con un patrimonio metafísico que nos proyecta a una misión significativa de aporte a la humanidad… Esta es la épica que ansía el fuego interior de Aries. Presente, por lo demás, en cada uno de los seres humanos, porque la Rueda está completa en todas nuestras almas.

La especialidad de Aries es esta energía espiritual, esta chispa primera que enciende la vida, activando una irrupción entusiasta en la existencia. Desde un todo indiferenciado, un océano primigenio, la individualidad despierta a diferenciarse. Aries es la primera llamada. Una palabra bella que tiene que ver con Aries es vocación, llamado. Sin haber hecho todavía nada, estamos siendo llamados a algo. Aries representa esa primera y última vocación de todo ser humano: el llamado a ser sí mismo.

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La vida experimentada con la energía de Aries es una gran aventura, un gigantesco desafío, una hazaña renovada todas las veces. Un apasionado romance con la existencia. 

Aries es muy rápido y muy simple. Aries va. Se necesita simplicidad y fuerza para salir de la inercia y entrar en acción. Aries no quiere la complejidad, la rechaza; desea penetrar no más la realidad, sin esperar, sin analizar. Puro impulso, pura fuerza. Aries ve algo, cree en ello, y para allá va, sin otra consideración. 

Enérgicamente, con ardor, el color simbólico de Aries es el rojo de la sangre, el brillo de Marte, su regente: el astro rojo reina en este signo con resplandor de fuego. El rojo palpitante de la emoción imperiosa, caliente, urgente, llegando al músculo para hacernos saltar. El desafío de ganar la competencia o la batalla le hierve la sangre. La indignación con el atropello o el agravio. La ambición de conquistar la cumbre inaccesible, o el objeto sexual de deseo, mientras más inaccesible, más hierve. 

Encontramos una sobrecogedora experiencia de realización de este impulso incontenible de Aries, el impulso a expresar un llamado interno saltando al vacío con total convicción, en la vida heroica de Vincent Van Gogh. Un pintor ariano completamente ignorado en su época, pero triunfalmente famoso en nuestros días.

El trágico holandés transmite como nadie la pasión con que Aries puede incendiarse. Reparar por primera vez en su pintura abre los ojos a otra realidad: una realidad donde las cosas palpitan de pura energía, los árboles se elevan al cielo como llamas, el cielo alumbra con el pulso de los astros, los rostros se iluminan desde adentro, incandescentes. Su genio abrió, de un solo portazo, las puertas de la percepción que por siglos estuvieron cerradas en Occidente. La realidad dejó de ser mera forma, geometría mental; nuestros sentidos despertaron, alucinados, a la energía que da vida a todo lo que hay. Con Van Gogh, la sangre roja de Aries comenzó también a circular dentro de las cosas.

Para que podamos ir a donde hemos de ir, el arquetipo ariano incita a desarrollar la fuerza y la intuición. Cuando Aries percibe algo con el ojo intuitivo, recibe de inmediato imágenes del potencial positivo de ese algo, cree instantáneamente en ello, y para allá se lanza, sin obstáculo racional alguno. Porque Aries no puede estar bien ni actuar con todo su empuje sin una certeza emocionada. Los jóvenes hoy saben que para echar a andar acción poderosa hay que creer. “Tienes todo para que te vaya bien, lo que te falta es creértela”, “Eres linda, sensual, atrayente, pero no te lo crees…”. Creer es la magia de los signos de fuego, y Aries se encarga de esa chispa que enciende los motores de partida.

Prendiendo el fuego del entusiasmo, esa energía arquetípica que da poder a invitaciones populares como: ¡Tira para arriba!, ¡Echa p’adelante!, ¡Juégatela! Entusiasmo viene del griego entheus, llenarse con lo divino. Entusiasmo es el don de compartir con los dioses esta energía de fuerza, vitalidad, visión, pasión… 

En Aries, la persona se relaciona con su mundo interno en una forma activa, pionera, intuitiva, buscando siempre en lo alto, orientándose a lo más noble, los valores. Toda persona, en sus temporadas arianas, necesita verse a sí misma en una luz heroica, en una luz épica. Mucho más, los Aries de nacimiento. Intuir un sentido en su vida, una dimensión de epopeya; visualizar alguna exploración de territorios nuevos y significativos, la búsqueda de algún grial, una piedra filosofal o más allá. Los arianos necesitan mitologizarse a sí mismos, vivirse a sí mismos como seres míticos salvando un reino, destruyendo un maléfico anillo de poder, instaurando una era de paz. Todos necesitamos esa mirada visionaria que sabe intuir nuestra naturaleza divina, esa percepción que confirma nuestra identidad trascendental de seres galácticos, manteniendo incógnito en el planeta; pero en Aries, esta necesidad es imperativa.

Pues se trata de un signo de causas, de grandes causas; anhela con fervor que la vida tenga un sentido superior. La razón no es su fuerte: necesita acompañarla de una convicción del corazón, creer en algo. Sentir que la existencia está iluminada por una causa noble, elevada. O en formas más primitivas, por la simple y entusiasta necesidad de ser el mejor, la mejor. Aries no puede ser del montón, intuyéndose único, única, con tanta fuerza; ha de destacar esa individualidad en lo concreto. Un Aries seductor nos sonríe, picarón: Ser primero es lo mejor, ser segundo no es igual, Miguel Bosé.

Por su parte, la señora Edelmira, de Villa Alegre, sabe que hace la mejor cazuela de la comarca. Y todo Villa Alegre se lo reconoce. Ella experimenta con eso un delicioso fuego en el alma: la comprobación de la calidad única de su ser. 

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La palabra campeón refleja, rotunda, esta llama que quiere subir al cielo. Porque la energía de Aries es una energía tan inquieta, que exige acción intensa para alcanzar pronto estallido en algún clímax liberador. ¡Ganar! ¡Vencer! ¡Triunfar! 

Estamos hablando, a todas luces, de una energía centralmente masculina. De ninguna manera esa masculinidad significa energía exclusiva de los varones. Todas las mujeres la contienen, algunas en triunfal medida. Energías masculinas y energías femeninas constituyen el tesoro de la humanidad; encontrándose por igual en hombres y mujeres, con variaciones en el grado de expresión, según la diversidad individual y la etapa de desarrollo. Arquetípicamente, cada uno de nosotros está diseñado con dos mitades exactas, una femenina, otra masculina, una por dentro, otra por fuera.

Aries, impaciente, es ese fuego interior instándonos a penetrar, a desplegar nuestra individualidad en el mundo, quemándonos con una espontánea urgencia por expresar algo apasionadamente personal, inconfundiblemente propio.

Esta energía quemante puede expresarse con el cuerpo o con la mente: arde tanto en el karate como en el ajedrez. Aries puede ser también un signo muy mental. Gráfica es la imagen ariana del héroe de poderosos músculos, victorioso en el deporte y en el fragor de la batalla, o la atlética heroína que lanza el dardo más lejos que nadie; pero muchas veces la energía del signo se da en lo mental. Igualmente pujando, saltando vallas, compitiendo, llegando al límite.

Naciendo de nuevo cada día.

Para llegar a expresarse a sí mismo, cada uno de nosotros tiene que atravesar, como guerrero o guerrera que esencialmente somos, a un temible dragón. Debemos vencer al dragón simbólico de la sociedad y la familia. Aries despierta a ese guerrero, a esa guerrera. 

La familia, el ámbito amoroso y nutritivo en el cual nos desarrollamos, sin el cual no podríamos existir, en cierta hora del desarrollo de la individualidad se vuelve un dragón involutivo que devorará nuestra vocación personal. Porque, si nos vamos a quedar en la protección, en el cariño uterino de la familia, jamás vamos a ser nosotros mismos. Si no enfrentamos, si no atravesamos cueste lo que cueste el dragón de las expectativas creadas, y el control afectivo ejercido por nuestra familia de origen, la llama de Aries se va a apagar en el interior. Pues la familia, representante inevitable de la sociedad, nos ordena adaptarnos a lo conocido. Soñó para nosotros sueños que no son los nuestros, proyectando nuestra vida según modelos que miran para atrás. El poderoso llamado que sentimos, en cambio, mira hacia adelante. El primer momento de individualidad del viaje humano, el momento ariano, se encuentra en este despertar del sí mismo al llamado superior: ¡Voy!

Llamamos adolescencia a la edad incierta, tormentosamente ariana, en que ese saludable proceso adquiere casi intolerable intensidad. Pues el gran propósito que despierta en la adolescencia exige a cada cual, sin términos medios, ser apasionadamente sí mismo. Por supuesto, nadie sabe qué es ser sí mismo, pero en el camino de la experiencia podemos reconocer intuitivamente qué no lo es. “No sé quién soy, pero sé muy bien qué no soy. ¡No soy una niña buena, no soy la hijita de mi papá, no soy inofensiva, no soy mascota, no soy adorno!” A medida que van creciendo y desplegándose, las personas que nacen con Aries desarrollan un sentido profundo de lo genuino en sí mismas: la senda de Aries tiene que ver con aprender a no aceptar nada que no tenga el sabor absoluto de lo propio. 

En la aventura juvenil de descubrir identidad original para construir la persona que queremos ser, los ídolos del colectivo crecen hasta cielos míticos, porque necesitamos participar de su ser heroico para modelar nuestra propia valía. Nada más ariano que un héroe o heroína inspirándonos visionariamente a trascender las definiciones recibidas, a saltar al excitante misterio de lo que podemos llegar a ser.

El héroe natural de la infancia es papá. Más todavía si nos lleva entusiasmado a subir cerros, o nos enseña audazmente a nadar entre las olas del mar. Pero se hace difícil, para los niños de hoy, estar cerca de papá en su trabajo, cuando está expresando sus mejores talentos y se dignifica como hombre consagrado a ser útil. No siempre fue así en la historia de la humanidad: de niños acompañábamos a papá a recolectar al bosque, o a pescar, sembrar, construir, crear. Nuestro héroe tenía vibrante realidad, y la inevitable idealización infantil iba con la edad gradualmente transformándose en una apreciación del hombre de carne y hueso. Sin embargo, la complicación de nuestros hormigueros urbanos impide esa educativa intimidad con un papá en acción.

Por cierto, podemos compensar. Están apareciendo papás devotos, convencidos que proveer es sólo una parte de su compromiso, dedicando mucho tiempo y creatividad para estar con sus hijos. Porque lo decisivo con papá es conocerlo mucho. Tocarlo, olerlo, sentirlo, compartir el juego y el ensueño, saberlo triste cuando está triste, feliz cuando está feliz. Descubrir que también llora, y que puede pedir perdón. Mirar por sus ojos para descubrir un mundo nuevo, el mundo de los grandes.

Los papás de antes creían que lo decisivo era mostrar a sus hijos una imagen modelo. Censurando cuidadosamente todo lo discrepante, ofrecían entonces una fachada de pocos milímetros de espesor donde estaba dibujado un hombre serio, ocupado de cosas importantes, de intransable altura de miras e impecable racionalidad y consistencia: un prócer de mármol blanco. 

Para preservar esta imagen imposible, debían mantenerse alejados, inalcanzables en su Olimpo de varones impecablemente responsables. Ciertamente, esta era la imagen que creían proyectar. Pero por los resquicios del diario vivir se escapaban todas las emociones censuradas: la irritación, el agobio, los entusiasmos sexuales, la agresividad, la depresión. Una realidad extraoficial contradictoria, sumamente desorientadora para los niños, todavía crédulos de la versión idealizada. Porque, por supuesto, nos demoramos mucho en dudar de nuestro padre. Primero dudamos de nosotros mismos.

De esta exacta manera se nos echó a perder la inteligencia emocional, esa percepción certera de lo que está pasando, para ser reemplazada luego por esquemas lógicos, deductivos, que sólo existen en nuestra cabeza. Papá, nuestro héroe, dios supremo de la infancia, ha explicado cómo son las cosas: él hace todo lo que hace movido únicamente por el interés superior de velar por la familia. Lógicamente, entonces, estoy equivocado. No es cierto que él haya cometido un error, o se haya portado injusto, excesivo, o inseguro; son ideas mías. Tengo que dejar de sentir estas cosas que siento, porque son falsas y malas, y yo no quiero ser falso ni malo. 

Así comenzamos a desconfiar de nuestro sentir. 

Muy distinto le pasa al alma cuando tiene intimidad con papá. Lo humano, en vez de quedar reprimido, se nos muestra en multidimensional riqueza, validada por un papá que quiere ser siempre sincero, transparente, verdadero. Que se comunica con nosotros. Un papá que expresa por igual lo mamífero y lo sublime, lo noble y lo inconsistente. Capaz de dejarnos ver su ternura y su rabia, sus vacilaciones y su grandeza, su cansancio, su fuerza, sus gustos, sus ganas, sus miedos, sus sueños. Un papá tamaño natural, tan humano como yo mismo. 

Las nuevas generaciones están practicando esta nueva y liberadora paternidad, revolucionariamente posible desde que aceptamos que lo masculino no excluía lo femenino y estamos ejerciendo, aliviados, de seres humanos completos. 

Pero el modelo del padre intachable, sosteniendo con autoritarismo una imagen sin defecto, sigue demasiado vigente. Incluso en ausencia, porque el niño/niña sin papá cotidiano recibe igualmente, por vía del mundo, esta descripción del padre “como debe ser”. Sin experiencia de primera mano, además, que contrapese tanta irrealidad. 

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Naturalmente, esa irrealidad estalla en mil pedazos en la adolescencia. Los seres humanos estamos diseñados para escuchar y creer a nuestros papás y mamás hasta exactamente los doce años. Después de eso, la individualidad comienza a tomar distancia, para observarlos con ojo crítico y pasarlos con el tiempo de dioses a simples y queridas personas. 

Cuando en la familia ha predominado la imagen y la doctrina sobre la intimidad sincera, la rebelión adolescente se desata con extrema violencia, ya sea en contra de la autoridad y creencias de los padres, o, mucho peor, cuando se atora esa necesaria revolución, manifestándose como un grave desequilibrio emocional / mental / físico en el hijo o hija. 

La acusación más indignada que lanzan los adolescentes en rebeldía a sus horrorizados progenitores es la acusación de mentira. ¡Me han mentido toda la vida! ¡Ahora veo cómo me engañaron! ¡Nunca han hecho las cosas por mi bien, como quisieron convencerme! ¡Siempre han seguido sus intereses egoístas, y yo creyendo que les importaba mi felicidad! La sensación de haber sido estafados, lavados de cerebro con una doctrina bonita y mentirosa pone furiosos a los jóvenes en trance de consolidar su individualidad. Hay salidas sanadoras y creativas del enfrentamiento, pero más a menudo encontramos hijos y padres atrapados largamente en una guerra donde todos pierden, y el estado adolescente continúa a perpetuidad, tanto para unos como para otros.

El arquetipo de Aries es el héroe, el guerrero, la heroína, la amazona. Además del héroe cercano, íntimo, que constituye una dimensión tan esencial del arquetipo paterno, están los héroes legendarios que exaltan nuestra fantasía con hazañas de grandeza y resplandor inmortal. Estos ídolos de la mitología interior pueden erigirse desde lo público –campeones del deporte, paladines de la política, estrellas del espectáculo y la canción, líderes espirituales–, o desde la creatividad cultural –libros, cómics, películas–. Por igual, vivos o imaginados, todos los ídolos funcionan como personajes de ficción, porque su estatura legendaria proviene de una admiración colectiva que no admite las relatividades humanas que afloran en el contacto directo. Los ídolos tienen que pertenecer a un ámbito absoluto donde todo lo suyo es fabuloso, excepcional. En la imaginación mitológica, el máximo goleador no es simplemente alguien que ha llegado a jugar a la pelota con excelencia. Se ha convertido, por virtud de la proyección arquetípica, en un líder sobrehumano, un ser extra–ordinario investido del especial favor de los dioses. 

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Para encontrar sello ariano en héroes y heroínas, nos conviene acercarnos a los personajes de autor. La humanidad ha amado a muchos y muy distintos héroes en todas las épocas y culturas, pero sólo algunos ostentan la distintiva antorcha de Aries. Sin ir más lejos, reconocemos a Aquiles, quien, cuando le dieron a elegir, optó por morir joven, con gloria inmortal, en vez de vivir una larga y buena vida. Tan completamente diferente de Odiseo, de hazañas igualmente imborrables, que nunca dejó de querer retornar a la paz de su hogar con Penélope, lográndolo, por fin, después de veinte azarosos años. Para encarnar inconfundiblemente este arquetipo de osadía individual, nuestro héroe ariano ha de ser de aquellos que salvan, rescatan, liberan, redimen, vencen, solos. Por su cuenta. Triunfando contra lo imposible con la pura fuerza e inspiración de su individualidad, a diferencia de otros tipos de héroes, que conducen, organizan, vinculan, delegan, permanecen. 

En esta categoría de héroes unipersonales desfilan obviamente, el Llanero Solitario, Indiana Jones, todos los Rocky y los Rambo, tan duros de matar. El Príncipe Valiente, Kung-Fu, Conan el bárbaro, junto al sofisticado James Bond. Sumándole los innúmeros “jovencitos” de tantísimas narraciones de acción y de aventura que consume nuestro mundo. En la época en que los cines eran palacios inmensos de majestuosos cortinajes, y el cinemascope y el technicolor nos dejaban con la boca abierta, se estrenó una película épica de particular emoción ariana: Ben–Hur. El protagonista, un noble crecido en el privilegio y la despreocupación, cae bruscamente en desgracia, siendo encadenado como esclavo en una galera romana y condenado a remar hasta morir. Por supuesto, no es su destino acabar así, y las sincronías del acontecer lo llevan al naufragio, el heroísmo, una recompensa en la misma Roma. Pero aún falta el enfrentamiento decisivo, en su tierra natal, con quien traicionó su amistad. En este relato, el clímax épico no se da en un combate, como es tradición, sino en una carrera. Viene entonces una magnífica, ariana competencia, quizás la más espectacular del cine. Ben–Hur, guiando una cuadriga de caballos blancos, triunfa, en el límite mismo de su resistencia. Ha atravesado, con peligro de muerte, todos los arteros obstáculos puestos por sus oponentes, y aventajado sin trampa alguna al traidor, que lleva formidables corceles negros. Si hay un héroe que honre a Aries con transparencia, ese es Ben–Hur. Sólo se le compara Gladiador, con otro personaje ariano ungido de inmortalidad en el corazón colectivo: Maximus, interpretado por Russell Crowe, Aries de nacimiento. 

Entre todos los Aries que han sido guerreros, aventureros, pioneros, exploradores de tierras vírgenes, provocadores, hay un capitán inglés de los tiempos de la Reina Victoria que fue todas esas cosas y muchas más: escritor, lingüista, poeta, traductor, orientalista, etnólogo, esgrimista, diplomático, hipnotizador. En los retratos, la mirada de Sir Richard Burton, parangón de la acción unipersonal, confirma ardientemente el poder hipnótico de su pasión.

Con fascinación ariana por ser el primero, Burton fue el primer occidental en conocer la Meca. Arriesgando la vida, por supuesto, porque está prohibida a los infieles. Con su rostro inclasificable de himalayo o nómade de las estepas, y un inverosímil dominio de 29 idiomas en total, disfrazarse y convencer no fue tan arduo. Había sido espía británico en la India, especializado en camuflarse de nativo para conocer los secretos que se revelan incautamente en los burdeles.

Exploró todo lo que quiso. Recorrió íntimamente el Medio Oriente, que amaba; estuvo en Matto Grosso y el Gran Cañón, casi murió en un asalto atravesando Los Andes. Pero su fama mayor proviene de la increíble expedición africana, cuando buscando las fuentes del Nilo descubrió los Grandes Lagos en el corazón del continente.

La leyenda de Richard Burton corría mano a mano con el escándalo. Sir Richard, entre sus muchas pasiones, tenía una muy central: la investigación desprejuiciada de la sexualidad humana. Una investigación empírica, desde luego, con observación participante, pero también teórica y erudita. Para la época, demasiado.

De este universal interés por lo erótico provienen sus traducciones pioneras de los clásicos orientales. La suya fue la primera traducción sin censura de las monumentales Mil y Una Noches, maravillosos cuentos cargados con la sensualidad exótica de los oasis y harenes de la Media Luna, y la carnal crudeza de los entusiasmos amorosos de sus habitantes. Luego tradujo dos manuales de perfeccionamiento sexual: el detallado Kama Sutra de la India y El Jardín Perfumado, de la tradición árabe. Podemos imaginar su impacto en la pacata Inglaterra victoriana.

Sorprendentemente, Richard Burton tuvo una larga y contenta vida de pareja. Con Isabel, extraordinaria mujer que compartió a pie firme las extravagancias de su extraordinario marido. Cuando él murió, ella hizo una pira con sus diarios íntimos y últimos escritos –un tratado sobre homosexualidad–, considerando prudente que nunca vieran la luz pública. Hoy se estila dejar los documentos sellados en una Universidad para ser abiertos cuarenta años después, cuando ya no importa, pero en el tiempo de Isabel no existía esa costumbre. Generaciones de estudiosos –y curiosos– la han odiado por ese holocausto, pero, dada la unión de los esposos, probablemente ella prefirió quemar papeles a provocar un incendio social que podía oscurecer más de la cuenta el controvertido legado de su marido.

Encontrar heroínas que encarnen la búsqueda ariana resulta bastante más complejo. El arquetipo del héroe, fundamentalmente masculino, no se integra fácilmente con las energías femeninas, relacionadas con arquetipos muy distintos. De hecho, a la mayoría de las mujeres no les interesa el heroísmo. Pero hay muchas, por supuesto, que han asumido desafíos de fuerza y audacia, al estilo ariano.

Están las amazonas del Ponto, con Pentesilea a la cabeza; las reinas guerreras de las Islas Británicas, como Boudica, heroína celta que a punto estuvo de expulsar a los romanos tras derrotarlos en históricas batallas; Inés de Suárez, que salvó Santiago. 

En la ficción, destaca inolvidable Brunhild, la valquiria del círculo de fuego en los mitos nórdicos del Anillo; Ayla, entrañable e intrépida protagonista de las novelas de la saga Los Hijos de la Tierra, que atraviesa la Europa prehistórica desde Crimea hasta las cuevas francesas siguiendo el curso del Danubio, descubriéndose a sí misma en la apasionante travesía. Más en la retina de los grandes públicos, esa desgarrada guerrera cuya misión de venganza se llamó Kill Bill –matar a Bill; un personaje conmovedor en magistral combinación de poder marcial y feminidad herida. Tarantino, autor de esta película desmesuradamente ariana, nació bajo el signo pertinente. 

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Para el lenguaje crudo y directo del inconsciente, en que las imágenes simbólicas son siempre primarias, conectadas a la experiencia del cuerpo, la representación de Aries, el símbolo que encarna su pasión, es el falo. La sangre roja, hirviente, incontenible, irrumpe en la blanda y eficaz manguera con que los varones eliminamos orina y la transforma sin demora en un órgano completamente distinto. Un instrumento de penetración, vibrante, explosivo de deseo, con poder de atravesar obstáculos y de generar increíble placer para sí mismo y para compartir, descargando en su clímax millones de posibilidades de fecundación. La carrera de los espermios por fecundar al óvulo hace espejo también a la epopeya ariana: triunfa sólo uno, el más rápido, el más fuerte, el mejor.

Pene es la manguerita; falo es el pene erecto, poderoso, con una fuerza de la naturaleza llenándonos más allá del control de la voluntad. En todas las épocas e idiomas, el falo se nombra con un repertorio favorito de nombres intensos, vernáculos, impublicables. Los romanos colgaban de su cuello un talismán para la protección y la abundancia, el fascinum, un falo en miniatura; las palabras fascinación, fascinante, provienen de allí. El milagro natural de la erección ha provocado siempre la misma absorta fascinación.

Ariete se llamaba, en los tiempos correspondientes, a un inmenso falo bélico usado para derribar la puerta de las fortalezas enemigas.

Para Aries, la erección espiritual constituye el objetivo de la vida. Pues el falo es, antes que nada, potencia y dirección; en términos internos, la energía inagotable de la convicción plena, la decisión irrevocable: clara luz proyectada poderosamente hacia una meta. Hombres y mujeres conocemos muy bien esa fuerza que nos hace titanes.

La energía ariana es intensamente extrovertida. ¿Hay, en verdad, algo más extrovertido, más exhibicionista que el falo mismo? Los antiguos honraron siempre este exhibicionismo intrínseco, no sólo con obeliscos y santuarios erectos, sino con teatro y procesiones donde los celebrantes se colgaban gigantescos falos de las caderas para fascinarse, pavonearse, reírse, o ritualizarlo. Hoy, esa exhibición se ha solapado en forma de despliegue de hipermúsculos en los hombres o hiperbustos en las mujeres, pero más comúnmente, por vía simbólica: el auto, la billetera, el status, el poder. Observemos cómo el pavo real exhibe sus plumas; la pava, discreta, no lo necesita. Sabe que su aroma la vuelve irresistible.

El liderazgo ariano surge espontáneo, natural, tal como lo expresa su ícono del carnero, representando al macho líder de la manada. El carnero dirige el rebaño de terneros y ovejas, igual que el rey ciervo dirige la manada de ciervos. En los momentos decisivos, todos giran la cabeza y miran al rey ciervo o al carnero buscando guía. Es el gran macho del reino animal, el más fuerte, el más sano, el más potente, quien mejor guía al colectivo en la acción. Instintivamente, los demás se orientan hacia él. 

En los animales esta fuerza masculina, el desarrollo máximo del poder instintivo, coincide con la responsabilidad de guiar, de dirigir, de encabezar. En los hombres y mujeres en que Aries está muy activado, este impulso a encabezar irrumpe con frecuencia, para bien o para mal.

Pero nadie puede erigirse en líder por su cuenta. El liderazgo es una investidura que viene del colectivo, de la manada, de una comunidad intuyendo ese don en el individuo. En realidad, todos tenemos misiones de liderazgo. Cada uno, en su propia tribu, es potencialmente líder de alguna dimensión, de un ámbito específico de expresión humana que le está prometido. El ámbito que mejor corresponde a su naturaleza. Hay poderosos liderazgos introvertidos, decisivos liderazgos implícitos. Basta consultar nuestras experiencias de grupo, de grupo auténtico, democrático, libremente conformado por iguales. Recordemos lo importante que es allí la voz de cada uno, la experiencia de cada uno, el sutil e intransferible liderazgo que el grupo pide a cada cual en su singular especialidad. 

Para liderar con éxito a seres humanos, además de la fuerza y el empuje masculino, es menester desarrollar talentos femeninos. Si no sabemos escuchar –lo más difícil–, esperar, palpar la necesidad de los demás, no vamos a poder inspirar jamás la confianza indispensable para que los demás nos sigan. Para seguir a un líder, se cuenta irreemplazablemente con su entusiasmo y compromiso, pero también con su sensibilidad. Necesitamos confiar en que sea capaz, no sólo de asumir representación colectiva, sino también de empatizar con el bien común.

A Aries, el signo más simple de todos, le cuesta tolerar complicación o contradicción. Porque justamente su especialidad es simplificar; despejar contradicciones y obstáculos, alinear el vector que llamamos intuición–acción. Aprender a percibir certeramente el imperativo de acción y conectarse con la fuerza para realizarlo; saber reconocer, siguiendo una brújula interna, hacia dónde hay que proyectar la energía. Una vez más, saltar al vacío confiando en la intuición. Aries proclama: “¡Aquí voy!… el que quiera seguirme, ¡que me siga!”. Y salta sin esperar.

Aries llegará a ser legítimo campeón, legítimo líder en su particular talento, o desarrollará artimañas para llamar la atención y destacar su condición especial, incluyendo aquella forma distorsionada conocida como buscar el odio. 

Cuando la necesidad humana de reconocimiento, de valoración, se distorsiona hasta obsesionar, el afán por ser especial puede convertirse incluso en un aparente opuesto, como, por ejemplo, el convencimiento de ser una víctima especial, excepcional, de la injusticia de los demás. Insistiendo, obviamente, en ser reconocida como tal. Más comúnmente, el deseo de destacarse lleva a la inflación fálica, diametralmente diferente de la verdadera erección espiritual. La inflación fálica, la obsesión por creerse especial, locura repartida por igual entre hombres y mujeres, se manifiesta, arrolladora, de esas maneras que a nadie le gustan: agresividad, rivalidad, arrogancia, crueldad, prepotencia para pasar por encima del otro sin pestañear. El patio del colegio, tristemente, es a menudo uno de los primeros lugares en que se desata esta terrible locura, dañando a agredidos y agresores.

La inflación fálica, en cualquier ámbito de acción que no sea el payaseo, constituye literalmente un peligro público. A punta de arietes entusiasmados, sordos a todo lo que no sea el propio ardor, hemos devastado el planeta y destruido mil veces las alternativas felices de convivencia para nuestra humanidad. Si no hay una inteligencia emocional escogiendo cursos de acción, alineada con el fluir de las cosas, receptiva a los contextos, sensible a las consecuencias, la erección mental resulta desastrosa. Los humanos podemos contaminar casi todo, y este arquetipo masculino es uno de los más contaminados. Abusa de su poder, mostrando demasiado a menudo una cara monstruosa, inmensamente destructiva. 

Un poder diseñado para hacer el amor con el otro y con la realidad se ha desequilibrado hasta lo irreconocible. No danza con lo femenino, como hace el Universo entero. El Universo, en todos los niveles, fluye entre la energía masculina y la femenina, a la manera del símbolo matemático del infinito, ese ocho horizontal que une a las polaridades en igualdad dinámica. Como un tango, o un vals. En vez de danzar, el poder masculino contaminado protege su inflación fálica separándose, cortando la comunicación, encerrándose en hostil narcisismo. 

¿No es la historia conocida de la humanidad una sucesión interminable de guerras, violencia, opresión, abuso, destrucción de la naturaleza y de todo lo vulnerable? El principio fálico ha sido invadido por el lado oscuro de la fuerza, y en vez de entregarse a la vida y al deseo de la vida, se enardece con deseos compensatorios: dominación, poder, superioridad. En vez de hacer el amor, se obsesiona en frenesí de conquistar, vencer, poseer, someter, explotar, arrasar. Con la misma violencia, muchas veces enmascarada de helada superioridad, no ceja en una guerra a muerte por tener la razón y poseer la verdad. ¡Como si la razón y la verdad fueran trofeos!

En las investigaciones sobre la personalidad defensiva, construida para sobrevivir a las heridas de amor –raíz de la inflación–, se ha descubierto un hecho psicológico de consecuencias incalculables. Se ha constatado que, si no aprendemos a confiar en el amor recibiendo amor incondicional en la infancia, compensamos esa desnutrición íntima manejando un temible instrumento: el poder sobre los demás. Al estar dañada la confianza natural en que los demás nos amen, no confiamos que puedan darnos libremente lo que necesitamos, o quieran compartirlo. Buscamos entonces otro camino para obtener lo mismo: obligarlos. En la convivencia humana en el planeta no han prevalecido las relaciones de amor, espontáneas y sanadoras, sino las de poder, en que unos obligan a otros forzándolos de múltiples maneras.

Se obliga por la fuerza brutal que somete con amenaza de armas o violencia; se obliga con la fuerza sofisticada que esgrime argumentos “objetivos” para no dejar al otro escapatoria; se obliga comprando o contratando algún servicio para luego abusar de quien sirve. Son variadas formas en que quien maneja poder explota, esclaviza, descalifica, humilla, aplasta. 

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El poder de obligar asume una forma subterránea en las relaciones más cercanas: la manipulación. Manipular a otro significa obligarlo a hacer nuestra voluntad sin que se evidencie que lo estamos forzando. Si pedimos algo, nos exponemos a recibir una negativa, porque el otro está libremente eligiendo acceder o no. Manipularlo, en cambio, es tenderle una trampa que lo obliga. Una trampa cargada con la amenaza de algún potente explosivo emocional, generalmente la culpabilidad, para que no pueda dejar de hacer lo que queremos. Muchas madres, por ejemplo, se preguntan por qué sus hijos, llegada la edad de la libertad, reaccionan contra ellas con tanto encono. No se dan cuenta que han hecho una costumbre de obligarlos a través de manipulaciones. Porque nada le cuesta a una mamá hacer sentir a su hijo que ella va a sufrir mucho, pobrecita, si él no obedece a su voluntad encubierta. Igual hace el novio que controla todos los movimientos de la novia manteniendo implícita la amenaza de encerrarse en el mutismo o desatar rayos y truenos cuando no esté complacido. 

Con este desequilibrio profundo del arquetipo masculino, que sustituye el amor por el poder, la sexualidad deja de ser erótica, gozosa, y se atasca o se vuelve compulsión narcisista. Deja de estar en el cuerpo, para volverse obsesión mental, avidez de dominar y someter, o someterse, como es a veces el caso. Se pervierte en la cabeza; el otro ha dejado de ser compañero de juegos para volverse juguete, objeto, cosa. La crueldad sadomasoquista –obtener placer a través de poder inflingir dolor o de someterse al dolor– asoma su horrible cabeza en las relaciones afectivas y en todos los ámbitos de relación humana, en miserable compensación por la falta de contacto y goce genuino.

Quizás no haya en lo humano expresión más oscura y significativa de este feroz desequilibrio de lo masculino que el deseo de violar. Desde luego, la violación no existe en el reino animal, desmintiendo de fondo la larga justificación histórica de los incontrolables “instintos bestiales”. En los animales, el macho responde al celo de la hembra, y el sexo se da siempre como voluntario encuentro de dos. Es decir, exclusivamente entre adultos que lo eligen en libertad… 

Cuando en los humanos la contaminación del arquetipo fálico genera el perverso placer sucedáneo de dominar y someter, lo erótico da paso a la violencia. Pensemos bien. ¿Cómo puede un ser humano sano estar sexualmente excitado con otro ser humano estremecido de angustia y terror?

Violar es la negación misma de Eros, el principio de la unión y del placer. La disposición natural del alma a la empatía y el encuentro se ve drásticamente bloqueada por un impulso opuesto, narcisista, anestesiado, abierto sólo a su propia fuerza. La violación sexual ha sido trofeo masculino por milenios; hoy, al menos, no tiene el respaldo social que tuvo. Pero la práctica simbólica de la violación sigue predominando en el planeta, donde todavía es costumbre violar de mil maneras a quienes se considera inferiores. Se viola todos los días dentro de las relaciones jerárquicas y de rivalidad que han reemplazado a la confianza. Se viola sin cesar en la abusiva relación con la naturaleza. 

Esta distorsión colectiva, sombría expresión del arquetipo ariano, nos daña de muerte el alma y el mundo. No hay culpables; este virus espiritual es un flagelo milenario asolando el planeta. Hombres y mujeres vivimos la frustración y el dolor de no poder amarnos en paz. La tecnología al servicio de este falo mental enloquecido ha producido armamento suficiente para masacrar en breve a la especie completa, además de ir destruyendo la biosfera hasta el extremo actual: no hay garantía de poder seguir por mucho tiempo comiendo o respirando.

Pero también existe el lado luminoso de la fuerza. La crisis está llevando a la humanidad a darse cuenta, único y formidable remedio para el mal. Las redes de conciencia se extienden globalmente con la comunicación electrónica, y el proceso de detener el peligro, reciclar los daños, y sanar la locura avanza concreta y auspiciosamente. 

Dos parecen ser los cambios sociales que más favorecen la curación de esta afiebrada ceguera. Primero, magníficamente, el despertar de las mujeres. Después de enfocarse en la igualdad social, ellas se están conectando con el manantial interior de lo femenino, desarrollando sus poderes sanadores, su inteligencia emocional, su sabiduría erótica, desde donde están enseñando equilibrios.

Luego, sembrando futuro, está la presencia activa de los hombres en la crianza de los niños. La nueva paternidad. La distancia o ausencia histórica del padre perpetuó en el pasado una psicología de oscurecimiento del arquetipo masculino, que se manifestaba autoritario, controlador, aplastante, cerrado a los sentimientos y la comunicación. Dejarse conocer íntimamente produce un efecto formativo completamente distinto; la humanidad de papá, masculina y femenina a la vez, se comprueba similar a la nuestra. La imagen interna del varón –en hombres y mujeres crecidos en intimidad con papá– ya no tiene la dañina sombra que tuvo en el pasado, cuando carecía de la luz del amor compartido en piel y vida cotidiana. El arquetipo masculino se humaniza, alineado con la nobleza y la fuerza generosa de su fuente interna.

Aries, intenso, subjetivo, convencido con total pasión de estar en lo cierto, quiere ingenuamente que su impetuosa salida al mundo sea rápidamente reconocida. Que se perciba sin demora que él, o ella, es este ser irrepetible, inspirado, hijo único y predilecto del universo. Tras la inevitable frustración de esas ilusiones, puede comenzar, si quiere elegirlo, su trabajo de transformación interior. El trabajo de refinar estas energías creativas, depurándolas de su egocentrismo infantil. Descubrir que ser únicos y maravillosos es lo más natural del mundo. Que no significa privilegios especiales. Abiertos así los ojos, puede renunciar de buen grado al juego halagador de buscar inferioridad en los demás. Cuando el Aries o la Aries entran en humildad, comprenden para siempre y celebran que todos somos hijos predilectos del mismo Cosmos amoroso. Todos espléndidos héroes y heroínas, sólo que diversos, diferentes. De esa manera, la individualidad se transforma en regalo para la humanidad, y no en azote.

Recordemos a un hombre cuyo regalo a la humanidad fue, precisamente, una inesperada humanización del arquetipo masculino.

Se trata de uno de los personajes más amados del siglo veinte, nacido en Aries; su sola bizarra estampa artística ya llena de ternura y alegría nuestro corazón: Charles Chaplin, “Chaplín”. Hijo de un pareja de actores que muy pronto terminó mal, ya a los seis años sobrevivía solo en el Londres más mísero, apenas ayudado por la caridad estatal. Él y sus hermanos se abrieron camino en los escenarios de variedades, perfeccionando sus talentos para la música y la actuación. Con innato don de hacer reír, llegó joven al cine mudo, en el pionero Hollywood de los años 10, con sus frenéticas comedias de caídas, tortas en la cara y persecuciones desternillantes. Su estilo inmediatamente personal cautivó de inmediato a las audiencias.

En sus memorias cuenta como creó su personaje inmortal, ese Vagabundo encantador que hasta los niños más chicos reconocían de una ojeada. Relata que no traía ninguna idea preconcebida, convencido únicamente de su deseo de una imagen nueva, contradictoria con cualquier estereotipo. Tanteando, eligió del vestuario del set unos pantalones demasiado grandes, una chaqueta demasiado estrecha, un elegante sombrero hongo y un bastón de caña. A esta combinación de atorrante con fino caballero, agregó un bigotito de escobillón que no le tapaba las expresiones de la boca, y un maquillaje para realzar la intensidad de los ojos. Actuarlo fue simplemente natural. Había nacido el Vagabundo, que por generaciones haría reír, llorar y derretirse a personas de todas las edades y condiciones. Un antihéroe profundamente moderno, un campeón para el hombre común. Looser patético, clown ridículo, adorable caballero del alma, todo junto en un solo hechizo imposible de resistir.

En nuestro lenguaje, además del predecible adjetivo chaplinesco, surgió el verbo achaplinarse, es decir, hacer igual que el Vagabundo: atreverse, temerario, para en último momento perder el valor y echarse para atrás. Chaplín sabía reírse de sí mismo, y nos invita a reír también, con la misma ternura, de nuestro Vagabundo interior. 

Tal era la popularidad del personaje, que se hacían concursos públicos para elegir al mejor doble del Vagabundo. Chaplín, de incógnito, se presentó a uno, ¡y fue eliminado!

Chaplín ha sido elegido por expertos en cine como el mejor actor de todos los tiempos. Su impresionante expresividad corporal es hasta hoy analizada en el teatro moderno cuando se quiere aprender de un maestro. Pero “Charlie” no sólo actuaba. Pronto dirigió y protagonizó sus propias películas, además de componer la música. En su período mudo, creó al menos tres obras cumbre, uniendo siempre la hilarante comedia con la sensitiva empatía a la vulnerabilidad del alma, además de la incisiva crítica social: la asombrosa Quimera del Oro, la sentimental Luces en la Ciudad, la sátira a la mecanización de los Tiempos Modernos.

Su primera película parlante fue un potente manifiesto político. Europa se desangraba en la Segunda Guerra, y los Estados Unidos insistía en mantenerse aislado en una precaria neutralidad. Chaplín se atrevió a hacer una demoledora caricatura de Hitler, un Aries poseído por el lado oscuro, nacido, el mismo año, sólo cuatro días después que el actor. El Gran Dictador fue otro gran éxito, en el que Chaplín interpretaba dos papeles: el dictador, y un barbero judío que termina, con enredo chaplinesco, ocupando su lugar. Sospechamos fundadamente que, a diferencia de Chaplín, Hitler no tenía ninguna capacidad de reírse de sí mismo. 

Desarrollar una amable ironía consigo mismo, y reír con los demás de los desatinos de nuestro propio ego, previene sanamente de toda inflación fálica, incluida la de creerse elegido. 

Hay una satisfactoria experiencia ariana al alcance de todos, una posibilidad democrática de vivenciar con simplicidad el arrojo, la potencia, la inteligencia instantánea de la individualidad: el deporte. Que ofrece también liderazgo espontáneo cuando surge, necesario, en los momentos impredecibles con que los deportes de equipo sorprenden y desafían. Los hombres y mujeres que han redescubierto el ejercicio físico –porque todos, cuando niños, no parábamos de practicarlo– saben muy bien que no sólo es fuente de salud, sino también experiencia directa de la plenitud de ser.

En los largos milenios que duró el paleolítico, los seres humanos desarrollamos la destreza y el poder de nuestro cuerpo hasta sus máximos, para ser capaces de competir con el búfalo, el antílope, el mamut, en el enfrentamiento indispensable de la caza. Descollábamos en todas las disciplinas atléticas; la supervivencia de la tribu, la gran familia, dependía de nuestra excelencia para correr, saltar, nadar, lanzar, disparar el arco, acechar por horas sin mover un músculo ni emitir vibración alguna.

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Cuando llegó la agricultura, y trajo la propiedad privada, todo comenzó a cambiar. Conocimos un nuevo imperativo: atacar o defendernos de otros hombres. La guerra se hizo un hábito provechoso para quienes detentaban el poder; entrenar el cuerpo y el alma para el combate, un privilegio de una casta de especialistas, los guerreros. Las refinadas artes marciales de oriente dan testimonio hoy de cómo se logró despertar hasta lo increíble el cuerpo y la atención en las épocas anteriores a la guerra tecnologizada.

Pero todas las civilizaciones han atendido la necesidad humana de experimentar el cuerpo en altos voltajes, enfrentando a otros con excitante intensidad, midiendo y emulando fuerzas y destreza, conquistando ojalá la embriaguez de la victoria. Así nació el deporte. 

Hay una escena inolvidable en la Ilíada, donde la diosa Atenea de la estrategia y la razón derriba de un solo puñetazo a su hermano de falo inflado Ares, alias Marte, impetuoso dios de la fuerza y el combate. Increpándolo, con elocuencia homérica, por bruto, descontrolado, cabeza de músculo. El deporte, pasión universal, es el fruto afortunado de esta colisión simbólica de la energía masculina con su contraparte femenina. El impulso básico, ariano, marcial, que arde por expresarse en acción corporal, competencia y triunfo, queda transformado por la influencia civilizadora de Atenea. El resultado, los deportes de competencia; rituales colectivos, excitantes pero pacíficos, que en cada sociedad absorben a las multitudes. ¿Qué es en esencia un partido de fútbol sino una guerra de Troya con árbitro y reglamento? Atenea, diosa de la justicia, vela por que el juego sea limpio –se pena allí el dolo, la intención criminal, nunca el accidente– y la contienda, equilibrada. Un partido de tenis viene a ser un nuevo duelo de héroes, otra vez Héctor y Aquiles enfrentándose ante los muros de Troya repletos de espectadores. Los Juegos Olímpicos fueron, son, expresión máxima de este poder pacificador. En Grecia, se suspendían las guerras cuando tocaba realizarlos. 

La creatividad de los ancestros británicos nos ha legado la mayoría de los juegos que hoy son deportes globales; pareciera que los antiguos habitantes de esas Islas hubieran concebido todas las posibilidades de acción que pueden desencadenarse en torno a una pelota. Y en el mundo, miles de millones de seres disfrutan de esta energía exaltada, como protagonistas o espectadores. 

Los niños juegan todo el tiempo; para ellos, pasarlo bien es sobre todo correr y gritar, sin reservar nada para después. Saben que emplear a fondo las energías del cuerpo genera más energía todavía. De grandes, podemos recuperar ese saber. Entrenando nuestro cuerpo en el gimnasio, la sala de yoga o Pilates, el doyo de aikido, karate o kung–fu, la bicicleta, el montañismo, la persecución de alguna pelota, volvemos a la experiencia primigenia de palpitar enteros, rojos con la circulación renovadora de sangre limpia, oxigenada, húmedos de tanta vitalidad, abiertos por fin a un presente exuberante en que estar vivos ya es motivo de gratitud. 

Saltar al agua desde un alto trampolín, apretar con nuestros muslos los flancos de un caballo para lanzarlo al galope, conquistar con la pelota un tanto decisivo, erguirnos en la punta del cerro que ha costado tanto escalar, son vivencias inmediatas, plenas, de realización ariana. Una realización que no requiere testigos, aplausos o trofeos. El espíritu y el cuerpo son uno solo, en un instante de totalidad.

Llevar el combate y la competencia al territorio del intelecto no es igual de satisfactorio. Carece de la redonda simplicidad de la experiencia corporal; todo se hace relativo. Paradojalmente, es un ámbito donde el enfrentamiento civilizado es el menos frecuente. Las zancadillas, los golpes bajos, los puñales en la espalda, están a la orden del día en la competitiva interacción social contemporánea. El impulso ariano a desplegar la fuerza y descollar adquiere aquí sus formas más oscuras, escondido en la agresión encubierta, la descalificación, la ciega compulsión a triunfar sin considerar a quien se hiere o asesina en el camino. El matonaje se ha subido en nuestro tiempo a la cabeza.

Darse cuenta de estar compitiendo por debajo, y desistir de ello, abre camino a un cambio de actitud imprescindible si queremos compartir y disfrutar juntos. Solos, podemos llegar a estar satisfechos; pero, para ser felices, necesitamos estar juntos. Una vez conscientes de nuestra tendencia a la inflación fálica, podemos contenerla amistosamente antes de que comience a dañar. 

El trabajo evolutivo de Aries pasa por detectar ese impulso egocéntrico siempre presente en la pasión de protagonizar y crear. Así, el alma va depurándolo, transformándolo a través de la intención de servir al otro, en generosidad. Un ejemplo de ariano egocentrismo inadvertido: Aries capta tan rápido, y decide con tanta prisa en base a lo que entiende, que puede dar la cosa por terminada cuando otra persona está recién comenzando a pensarla. Tiene que aprender a deponer su apuro, descubrir que la lentitud también interesa, que la reflexión, para ser profunda, requiere de otro ritmo. Necesita aprender a detenerse, a reflexionar, poner las cosas en la balanza, contrastar el fuego y entusiasmo del propio impulso con una visión objetiva y serena de las cosas, donde los demás estén incluidos y valorados. Porque Aries, en extremos fálicos, puede llegar a sentirse el protagonista, la protagonista, de una película en la que todos los demás son meros extras desdibujados, puestos ahí para secundarlo y aplaudirlo. Pero la vida no es así para nadie. La experiencia nos enseña democracia, justicia, respeto al otro, armonía, equilibrio, una serie de valores que Aries idealiza pero le cuesta practicar.

El Aries evolucionado, la Aries evolucionada, se mueve con eficacia silenciosa, compartiendo como uno más, percibiendo la grandeza original en cada ser humano. Apreciativo, abierto, receptivo, disponible. En los momentos de destino, cuando el universo lo requiere, irrumpe en su alma, impecable, necesario, el vibrante arquetipo ariano: llegó el tiempo de protagonizar, de liderar. Entonces salta entusiasta al vacío, irradiando fe invencible en su filiación y mandato espiritual. Es un salto que todos estamos llamados a dar. 

Por fortuna para el mundo, ese salto sereno lo dio un Aries que se alzó sobre su tiempo para crear una música cuya belleza conduce a franquear las puertas del cielo. Johann Sebastian Bach pasó su madurez trabajando en la cantoría de Leipzig, despreciado por muchos de sus colegas, que lo juzgaban pasado de moda; cuestionado y reprimido por las autoridades eclesiásticas que lo empleaban. Sin alterarse, producía al menos una asombrosa obra maestra a la semana –la cantata devocional para la liturgia del domingo siguiente–, mientras perseveraba en su investigación creativa, sistemática y sublime a la vez, del misterio mismo de la música: El clavecín bien temperado, Las variaciones Goldberg, La ofrenda musical, El arte de la fuga… Los músicos del futuro seguirán estudiando, reverentes, las inagotables enseñanzas de este maestro supremo.

El signo de Aries, por vocación arquetípica, resulta siendo el más masculino de los Doce. Por eso, ser Aries y ser mujer suma doble desafío. Para una Aries, el mayor reto de la vida no es triunfar en algo, ser la mejor: toda su energía se mueve naturalmente hacia allá. Más bien, la dificultad máxima está en equilibrar ese triunfo con los anhelos de su parte femenina. A la jovencita entusiastamente ariana que examina la historia en busca de modelo, le atrae de inmediato Juana de Arco. Sólo que Juana era soltera, vidente, se vestía de hombre, fue quemada viva; un modelo poco practicable. Para hacer felicidad, a una jovencita briosa no le queda otra opción que desarrollar voluntariamente su femenino, dado que su entusiasmo y pasión de amazona arden más bien hacia la independencia, la aventura, la competencia, las actividades llamadas masculinas. Hoy hay mujeres militares, futbolistas, boxeadoras, guardaespaldas, presidentas, pero, hasta recién, eso no estaba permitido. La joven ariana logrará de todas maneras que su fuerza, su iniciativa, su creatividad, la lleven más allá de los límites del hogar y de la vida íntima. La dificultad es la contraria. ¿Podrá descubrir y valorar en sí misma la receptividad, paciencia y entrega indispensables para gestar esa vida íntima y llenarla de amor?

Hay una insólita experiencia histórica de integración femenino–masculina en una mujer rotundamente realizada en la acción y realizada también, con totalidad, en el amor. Pero no a la manera clásica. 

Teresa de Ávila, después llamada Santa Teresa de Jesús, fue una Aries formidable cuyas inspiradas chispas prendieron altos fuegos místicos en la España de su tiempo. Esos fuegos todavía siguen encendiendo lámparas que no se apagan. Ya de niña se arrancó de casa para irse a los moros, y de esa manera convertirse rápido en mártir de la fe. Creció hermosa y pretendida, pero eligió finalmente el convento. Apenas llegó, enfermó grave; estuvo muy largo entre la vida y la muerte, entre este mundo y otra dimensión iluminada por nítidas percepciones e íntima comunicación con visitantes espirituales. Se levantó decidida a compartir la revelación, para que todos accedieran a la misma bienaventuranza. 

Luego escribió su testimonio, y planificó un camino conventual de contemplación y disciplina interior basado en sus experiencias. Pero su entorno comenzó a atacarla. No sólo con murmuraciones y rechazos; directamente, algunos curas intentaron convencerla que sus visiones y claridades eran obra del demonio. La lucha contra esa duda sembrada en su interior fue la más dura de las muchas de su vida. Tardó años en volver a creer, inexpugnable, en sí misma; desde entonces, nadie ha sido capaz de detenerla.

Recorrió toda España fundando diecisiete conventos de su Orden nueva, las Carmelitas Descalzas; enseñando y demostrando que el camino interior transforma por entero, disolviendo el yo mental y sus identificaciones, abriendo la conciencia a la llama purificadora del amor universal que todo lo ilumina y evidencia. Relató detalladamente las singularidades y paradojas de esta transformación humana en el Castillo Interior: Las Moradas, un texto consultado hasta hoy por buscadores de todos los credos. Un libro que ordena luminosamente los hitos de la experiencia espiritual en el ascenso de la conciencia.

Pero, de sus trascendentales escritos, hay uno, simple como una flecha al corazón, que quedó guardado allí por todas las generaciones:

Nada te turbe,
Nada te espante,
Todo se pasa,
Dios no se muda,
La paciencia
Todo lo alcanza;
Quien a Dios tiene
Nada le falta:
Sólo Dios basta.

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Naturalmente, Teresa sabía lo que dice. Quien a Dios tiene no significa para nada una militancia religiosa, un “creo en Dios entonces Dios está de mi lado” como quieren imaginar las teorías espirituales ingenuamente egocéntricas de entonces y de ahora. La Doctora de Ávila no está interesada en creencias o doctrina, sino en experiencia. Ella tiene de primera mano la experiencia de un estado de darse cuenta en que la realidad se transfigura en luz, y la energía, en amor. Sabe que la conciencia puede despertar a un estado maravilloso de intimidad con el misterio, porque lo ha vivido en carne propia. 

Quien ha estado ahí, en esa experiencia reveladora, a Dios tiene. Porque cada vez que elige recordarla, recordar: volver a sentir en el corazón– el amor llena su cuerpo y el presente se confirma divino. 

Quien no ha estado ahí todavía, igual lo intuye y añora, como todas las almas. Con esa intuición transformada en apasionado deseo, la experiencia venturosa llegará sin falta, porque la paciencia todo lo alcanza… 

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Veinte grandes Aries

23 de marzo de 1910 Akira Kurosawa

24 de marzo de 1897 Wilhelm Reich

25 de marzo de 1881 Béla Bartok

26 de marzo de 1904 Joseph Campbell

26 de marzo de 1914 Tennesee Williams

30 de marzo de 1746 Francisco de Goya

30 de marzo de 1844 Paul Verlaine

30 de marzo de 1853 Vincent Van Gogh

31 de marzo de 1596 René Descartes

31 de marzo de 1685 Johann Sebastian Bach (21 de marzo calendario juliano)

31 de marzo de 1732 Joseph Haydn

31 de marzo de 1914 Octavio Paz

2 de abril de 1805 Hans Christian Andersen

7 de abril de 1515 Santa Teresa de Ávila (28 de marzo calendario juliano)

7 de abril de 1889 Gabriela Mistral

9 de abril de 1821 Charles Baudelaire 

13 de abril de 1743 Thomas Jefferson

13 de abril de 1901 Jacques Lacan

15 de abril de 1843 Henry James

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