— Entonces, ¿qué es la filosofía?
— Vamos a buscar. Y confío en encontrar, pero no esperes una respuesta inmediata, ya que no es posible explicarlo en una frase.
— ¡Pruébalo!
— No, esto no arreglaría nada. Un diccionario te dirá, por ejemplo, que, en griego antiguo, la palabra «filosofía» significa «amor a la sabiduría», y pensarás probablemente que se trata de algo muy aburrido. Porque «sabiduría» recuerda una recomendación* que los niños no soportan oír. No habrás avanzado mucho, porque tendrás que preguntarte en qué consiste eso que se llama «sabiduría». Habrás aprendido lo que significa el término «filosofía», pero no sabrás qué es realmente la filosofía.
— Si tengo el sentido de la palabra, ¡por fuerza sé lo que es!
— En absoluto. Aprender que la palabra «Japón» es el nombre de un país de Asia no supone conocer Japón. O bien, imagínate a un niño que no sabe qué significa el término «matemáticas», y tú le das la siguiente definición: «Una ciencia de los números y las figuras». Ahora el niño conoce el sentido de la palabra e incluso puede emplearla. ¿Dirás entonces que sabe qué son las matemáticas?
— No, desde luego.
— Ves…, ¡la palabra no basta! Conocer algo no es sólo saber un término, sino también, imprescindiblemente, vivirlo. Sabemos lo que se denomina «matemáticas» cuando comenzamos a hacer cálculos y demostraciones de aritmética, álgebra o geometría. Y conoceremos Japón leyendo libros, viendo exposiciones y películas y, naturalmente, yendo.
— Entonces, ¿se puede decir que para saber filosofía es preciso «ir a la filosofía»?
— ¡Por supuesto!, lo has entendido muy bien: se tiene que ir a la filosofía. Sin embargo, no se trata de un país o de un lugar al que podamos trasladarnos, sino más bien, como las matemáticas, de una actividad.
— De acuerdo, pero entonces, ¿qué hacemos cuando se «hace filosofía»?
— Se busca la verdad. He aquí un buen punto de partida: la filosofía es una actividad que busca la verdad. Pero esto no es suficiente. También la busca un inspector de policía. Cuando lleva a cabo una investigación, si se trata de un homicidio, quiere saber quién es el asesino, y para ello examinará los horarios y movimientos de cada sospechoso, comparará las versiones, confrontará a los testigos…, ¡y reflexionará sobre ello! No le bastará con su palabra y pondrá sistemáticamente en duda todo lo que cuentan.
Los filósofos proceden igual. Para buscar la verdad no vacilan en examinar sus convicciones y sus creencias. Incluso pueden considerar sospechosas sus propias ideas, ¡pero no son inspectores de policía! Hay distintos tipos de personas que se dedican a buscar algo verdadero. Aparte de los investigadores, ¿a quién incluirías en la categoría de los buscadores de la verdad?
— No lo sé… ¿Quizás a los historiadores? Ellos quieren encontrar la verdad de los acontecimientos del pasado.
— Sí, si te parece, es una posibilidad. ¿Y los científicos? ¿Crees que deberíamos colocarlos entre los buscadores de la verdad?
— Sí, por supuesto. ¡Pero ellos buscan la verdad en problemas de química, física o biología!
— ¡Exacto! Captas fácilmente lo que hay que concluir de nuestros ejemplos: los inspectores de policía, los historiadores y los científicos (y todavía muchos otros) tienen en común la búsqueda de la verdad, si bien en campos muy diversos. Me parece que para avanzar en nuestra indagación sobre lo que hacen los filósofos debemos resolver antes un problema. ¿Intuyes cuál?
— Creo que deberíamos encontrar en qué campo buscan la verdad los filósofos.
— ¡Perfecto! Y en tu opinión, ¿en qué territorio buscan la verdad los filósofos? ¿Se ocupan de los criminales, como los policías?, ¿o de las realidades de la física o la química, como los científicos?
— ¡No! Creo que deben ocuparse de la justicia, la libertad, cosas de este tipo…
— Tienes razón, pero conviene precisar. Es cierto que los filósofos han buscado la verdad en el campo de la moral (saber lo que está bien y lo que está mal, definir lo justo y lo que no lo es) o de la política (los ciudadanos y el poder, la organización de las decisiones). Pero éstos no son sus únicos terrenos. Cuando se comienza a descubrir la filosofía nos quedamos impresionados por la cantidad y la diversidad de los temas de que trata. Los filósofos se interesan por las ciencias, el arte, la lógica, la psicología, la política, la historia… Y, sin embargo, no son científicos ni artistas, ni lógicos, ni psicólogos, ni políticos ni historiadores…
— No lo entiendo. ¿Se interesan por todo y no son especialistas en nada?
— Espera un momento, creo que puede resultar mucho más fácil de comprender. Retomemos los elementos y recurramos al juego de una adivinanza: ¿qué pueden hacer las personas que buscan la verdad en un campo (las matemáticas, la moral o el arte) sin ser los expertos que trabajan en ese territorio?
— El misterio sigue… Es muy extraño.
— Normalmente, quienes buscan la verdad en matemáticas son los matemáticos, y en historia, los historiadores. Y así sucesivamente. Si también los filósofos buscan la verdad en todos esos ámbitos, deben hacerlo de un modo especial, como si trabajaran en un campo que atraviesa todos los demás. La solución no está lejos: los filósofos buscan la verdad en el terreno de las ideas. Así, cada vez que quieras comprender cómo se sitúa un filósofo en un ámbito determinado, puedes comenzar añadiendo «idea de»… El filósofo no trata de la justicia como lo hace un abogado o un juez, sino que se ocupa de «la idea» de justicia. No se interesa por el poder de la misma manera que el político: lo que busca es ahondar en «la idea» de poder.
Y así procede en todos los dominios. En matemáticas prestará atención a las ideas de prueba, de demostración o de número. En historia se interesará por la idea de acontecimiento o de revolución, de violencia o de paz. En moral, por la de bien y la de mal. O por las nociones de culpa, responsabilidad, norma…
¿Entiendes ahora cómo, trabajando en el campo de las ideas, que atraviesa todos los demás campos, los filósofos pueden abordar numerosas especialidades sin ser especialistas?
— De hecho, ¡son especialistas de las ideas!
— Exacto. Hay que añadir que esta búsqueda de la verdad en el ámbito de las ideas puede tomar casi siempre la forma de una pregunta: «¿Cuál es verdaderamente la idea de…?». En el lugar de los puntos suspensivos puedes poner «libertad», «obra de arte», «poder», «justicia», «individuo», «alma», «hombre», «dignidad»…, y muchísimas otras. En definitiva, lo que buscan los filósofos es la mejor definición posible de cada idea. Y, entre tales definiciones, buscan la verdadera.
— Entonces, ¿para qué sirven sus búsquedas en concreto?
— Para vivir, simplemente para vivir. Las ideas no son un sector aparte, un jardín situado al lado de la existencia. ¡De ningún modo! En realidad, las ideas gobiernan las acciones, las formas de vida y los comportamientos.
— ¡No me harás creer que los seres humanos necesitan de la filosofía para vivir! Hay multitud de personas que no tienen la menor idea de lo que piensan los filósofos, y ello no les impide vivir.
— ¡Un momento!… Si te refieres a que se puede comer, dormir y crecer sin buscar la verdad en las ideas, evidentemente tienes razón. No se puede vivir sin beber, sin alimentarse o sin dormir y, en cambio, es posible mantener el organismo perfectamente vivo sin reflexionar, pero ésta no es la cuestión. De lo que se trata es de saber cómo vivir mejor, de manera más humana, más inteligente y más intensa. Y aquí no se puede eludir un trabajo sobre las ideas.
Digo un trabajo sobre las ideas, porque ideas tenemos siempre: están ahí, antes que la filosofía. No es la filosofía quien las crea, sino que su función es someterlas a prueba y examinarlas a fin de distinguir las verdaderas de las falsas.
— ¡No veo que esto sea indispensable para vivir!
— Entonces, escucha una vieja historia que contaba hace muchísimos siglos un filósofo llamado Sócrates. Había unos niños que querían elegir qué iban a comer. Si acudían al pastelero o al confitero tendrían la idea de que lo bueno eran los pasteles y las golosinas. Sin embargo, los dulces podían estropearles los dientes y hacer que engordaran e incluso que se volvieran obesos. Podrían enfermar a causa de la falsa idea que se habían formado de lo «bueno», al confundir lo bueno para el gusto, es decir, lo agradable a la hora de comer, con lo bueno para la salud.
Si, por el contrario, visitaban al médico, éste les diría la verdad: «Lo que es bueno para vosotros, para vuestra salud y vuestro equilibrio, es una alimentación variada, de leche, fruta, pescado, legumbres y… pocos dulces». ¿Qué pensarían aquellos niños del médico?
— Creerían que se equivocaba y que sabían mejor que él lo que era bueno para ellos…
— Sí, incluso podrían decir que aquel hombre era malo, que les deseaba el mal y quería impedirles ser felices. O que no entendía nada de lo que era bueno para ellos, o incluso que se equivocaba y no sabía nada acerca de la verdad.
Entonces, una de dos: o bien los niños seguían con la ilusión, evidentemente agradable, de que lo mejor para ellos era vivir a base de golosinas y pasteles, y esta idea podía provocarles una indigestión, o descubrían que el médico decía la verdad, aunque esta verdad les disgustase y el cambio de idea les ayudara a gozar de buena salud.
¡Las ideas pueden provocar la enfermedad o procurar salud! ¿Comprendes ahora que esto es importante para vivir?
— Estoy segura de que te has inventado un relato a medida… para que encaje con tu argumento.
— No me he inventado nada. La historia de los niños que preferían el pastelero al médico, repito, se debe a Sócrates, uno de los primeros filósofos, que la contaba en Atenas, hace… ¡dos mil quinientos años! Crees que este ejemplo sólo es un caso particular y no estás convencida de que las ideas son siempre importantes para vivir. Veámoslo, pues, desde otro ángulo. ¿Piensas que la idea que nos hacemos de la justicia tiene importancia para nuestra forma de vivir?
— Sí, ¡desde luego!
— Y las ideas que nos formamos de la libertad o de la muerte, de la igualdad o la felicidad, por ejemplo, ¿desempeñan algún papel en la existencia?
— Bien, de acuerdo, entiendo. Hay ideas que gobiernan nuestra existencia…
— Entonces, te das cuenta de lo importante que es para nuestra vida saber cuáles son las ideas verdaderas y cuáles las falsas. Imagina a alguien que tenga una idea falsa de la felicidad o la libertad. Quiere ser feliz y libre pero errará el camino, se extraviará y se esforzará sin duda… ¡en vano! Pensará que su idea es la buena, pero si es falsa tiene todas las posibilidades de fracasar y de malograr su vida.
— Pero si es una idea falsa, ¿por qué cree que es verdadera?
— ¡Buena pregunta! La respuesta es muy sencilla: damos por verdadera una idea falsa cuando no la hemos examinado con detenimiento ni la hemos mirado de cerca. Y esto nos sucede de forma constante, es la situación más habitual. Creo que algo es verdadero porque siempre he oído decir que lo era; lo aprendí de pequeño y todo el mundo me lo ha repetido. Casi todas nuestras ideas proceden del exterior, entran en nuestro espíritu sin que sepamos realmente cómo. Las debemos a nuestra familia, a nuestro entorno, a nuestros amigos. En general, ¡no somos nosotros quienes fabricamos nuestras ideas! Del mismo modo que no hemos inventado las palabras que empleamos al hablar.
La mayoría de las veces, esas ideas se han instalado en nosotros, se han convertido en «nuestras» ideas, sin que las hayamos escogido. Raramente hemos dicho «sí» o «no», ni hemos averiguado realmente si son verdaderas o falsas.
— ¿Podríamos, por lo tanto, tener en la mente una gran cantidad de ideas falsas sin saberlo?
— ¡Desde luego!… Y peor aún: ¡innumerables falsos mecanismos que somos capaces de defender con mucha convicción!
— ¿Cuál es la solución entonces? ¿Cómo podemos curarnos?
— Pues bien… no nos curamos, pero ¡filosofamos! Y ésta es sin duda la única forma de lograr el resultado del que hablamos: examinar nuestras ideas y ponerlas a prueba para escogerlas.
Observarás, de paso, que hemos llegado a una nueva conclusión: la filosofía es también una actividad crítica. No se conforma con buscar la verdad en el campo de las ideas, y para lograr este objetivo se esfuerza en desechar las ideas falsas y procura detectarlas para impedir sus efectos nocivos.
Podemos decirlo de otro modo: todo el mundo tiene ideas. Todos tenemos nuestras propias opiniones, nuestras creencias y nuestras convicciones. Pueden referirse a la política, a la religión, la moral, la justicia, el arte… El conjunto de opiniones y creencias que posee cada uno no es verdaderamente filosofía. Ésta comienza, como actividad reflexiva, cuando nos preguntamos: «De estos pensamientos que tengo, ¿cuáles son verdaderos? ¡Quiero saberlo, voy a intentar examinarlos!». Hacer filosofía no es simplemente pensar o tener ideas, sino comenzar a observar las propias, como si se mirasen desde fuera, como si quisiéramos hacer limpieza.
Se trata, pues, de una actividad particular y, una vez más, no consiste sólo en el hecho de pensar. Se puede pensar de mil maneras distintas: pensar en lo que se hará mañana o en lo que se hizo ayer, en los amigos o en las vacaciones, en los estudios, el trabajo… Y tales pensamientos, ¡no son filosofía!
— En definitiva, la filosofía está hecha de pensamientos especiales…
— ¡Exacto! Y añadiría que no son especiales por su contenido, sino por su estilo.
— ¿Qué quieres decir?
— Lo que otorga un carácter «especial» a estos pensamientos no son los temas a los que se refieren (por ejemplo, la libertad, la justicia, la muerte, Dios, etcétera). Sobre estas cuestiones, yo puedo tener pensamientos que no serán necesariamente filosofía. Lo que denomino el estilo de los pensamientos filosóficos, su «manera de ser», si lo prefieres, es que deben examinarse e interrogar para saber si son verdaderos o falsos, o más sencillamente, para saber con exactitud de qué hablan. De ahí deriva su carácter especial.
— ¿Puedes ponerme un ejemplo?
— De acuerdo, ¿sabes qué es un número?
— ¡Claro! Sé que hay números enteros, decimales…
— Sí, pero ¿qué es un número?
— Bueno… ¡es un número!
— ¡Bravo! Ya hemos progresado… Dime de qué se trata, ya que lo sabes tan bien.
— Es una cifra.
— ¡Ah, no! Las cifras (del 0 al 9) sirven para escribir los números, pero son realidades distintas. Tenemos diez cifras y una infinidad de números, y podemos escribir un mismo número, el tres, por ejemplo, en cifra árabe (3) o romana (III). Luego número y cifras no son lo mismo. Vuelvo a comenzar: ¿qué es un número?
— Es un útil para contar.
— ¿Como un ábaco? ¿Como una calculadora? ¿Como los dedos?
— ¡Es sencillo! Un número se ve en la realidad. Allí hay dos zapatos, aquí tres velas… Al mirarlos, entiendo lo que es. Y digo «dos», «tres», etcétera.
— ¿Y cómo puedes contar si no tienes el número? Reflexiona… No porque veas estas velas tienes la idea del número tres, sino, al contrario, porque ya tenías en la mente este número puedes saber que allí hay tres velas y no cuatro o cinco.
— Esta historia me pone nerviosa… ¡Ya sé que no sé explicar qué es un número!, pero ¿por qué me haces esta pregunta?
— Para mostrarte el particular estilo de las cuestiones filosóficas. A primera vista, se cree que el número pertenece sólo al campo de las matemáticas, y se dice, como tú has hecho, que se sabe muy bien qué es. Después, al comenzar a indagar, nos enredamos y nos damos cuenta de que no lo sabemos. Lo que percibíamos como algo claro se manifiesta vago y confuso. Creíamos saber y ya no sabemos nada. ¡Y esto es irritante!
La forma de preguntar de los filósofos provoca a menudo este tipo de irritación. Sócrates fue el primero en hacerse célebre por su costumbre de sorprender de este modo. El filósofo se paseaba por las calles de Atenas, la ciudad griega, al pie del Partenón, y discutía con la gente, mostrándole que, en realidad, no sabía lo que creía saber.
En un diálogo, Sócrates interroga a un militar veterano, un general que había combatido a menudo y conocía bien la guerra. Este soldado creía saber qué era el valor y explicaba de qué se trataba. Según decía, el valor era no tener miedo. Sócrates le preguntó si el que tenía un miedo terrible pero, pese a ello, se batía superando el pánico no era en definitiva más valiente que el que no sentía ningún miedo. El general estuvo de acuerdo, luego su idea de valor no era correcta. Como te puedes imaginar, el militar se enfureció cuando se le mostró que se equivocaba en aquello que creía conocer mejor.
Hay multitud de ejemplos de este tipo en Platón, quien escuchó innumerables veces a Sócrates y escenificó, por así decirlo, su modo de plantear cuestiones exasperantes. En otra ocasión, Sócrates pidió a un maestro algo pretencioso, que afirmaba saber muchísimas cosas y se presumía capaz de responder a toda clase de preguntas, que le dijera qué era lo bello. Éste rompió a reír: ¡qué pregunta más fácil! La respuesta era casi un juego de niños, se la sabía de memoria. Sócrates se burlaba del mundo con sus preguntas de una sencillez ridícula… La respuesta era simple: una vasija de oro, he aquí qué era lo bello.
Sócrates tuvo que explicarle que, evidentemente, no había comprendido su pregunta. Él no pedía un ejemplo de algo bello, sino que se le dijera qué era «ser bello», en qué consistía, cómo se definía. Durante un buen rato, el otro no percibía de qué se trataba, ni en qué se había equivocado. Seguía desencaminado, afirmando que lo bello era también un caballo de carreras o una doncella. Sócrates le preguntaba sobre lo bello, sobre lo que permitía juzgar aquello que todos esos ejemplos (una vasija, un caballo, una doncella) tenían en común para ser llamados «bellos». Dicho de otra forma, lo que interesaba a Sócrates era…
— ¿La idea de lo bello?
— ¡Claro! Y cuando, finalmente, el presuntuoso señor sabelotodo comprendió la pregunta, se sintió muy confuso y se dio cuenta de su incapacidad para definir la belleza. Creía saber lo que era, como todo el mundo, y de repente descubría que no sabía nada de ello. Como tú, hace poco, con el número…
— ¿Hay muchas cosas como ésta, que creemos saber y que, de hecho, no sabemos?
— ¡Infinidad! Un célebre filósofo llamado Agustín decía: «Cuando no se me pregunta qué es el tiempo, sé que es. Cuando se me pregunta, ya no lo sé». Reflexiona sobre este ejemplo: hay muchas ideas que se encuentran en este mismo caso. Como el tiempo, creemos saber de qué se trata mientras no debemos explicarlo de manera clara y precisa. En cuanto tenemos que hablar de él con exactitud, nos sentimos en una situación embarazosa. La filosofía es la actividad que consiste en intentar salir de dicha situación.
— ¿Se consigue?
— Sí, a menudo. Afortunadamente, ¡no todas las cuestiones quedan sin respuesta! También en filosofía hay problemas que se solucionan. Pero no siempre, pues surgen nuevas cuestiones que no hacen más que aumentar el embarazo. Aunque no es grave, al contrario, incluso es bueno…
— Si nos plantea tantas dificultades, no me parece que sea algo bueno…
— De hecho, sí. Sólo hay que comenzar por aclarar el sentido del término «embarazoso». En la vida cotidiana se prefiere lo que no estorba. Se descartan las cosas voluminosas (los embalajes, las maletas grandes) que molestan físicamente y obstaculizan los movimientos, y lo mismo sucede para el espíritu. Se intenta desechar las preocupaciones que podrían paralizar o perturbar nuestra mente al ocupar demasiado espacio.
No es éste el sentido que conviene si se quiere comprender por qué a los filósofos les gustan tanto las cuestiones que suscitan embarazo. El embarazo es, aquí, lo que sorprende e impulsa a avanzar. Si te pregunto qué es un número, al principio te sientes incómoda y descubres que no sabes qué decir, cuando es algo que hasta ahora te parecía evidente. El hombre a quien Sócrates pedía que definiera el valor, o lo bello, experimentaba la misma sensación. Y es también la turbación que sentía Agustín cuando se le preguntaba qué era el tiempo.
Pienso que la filosofía nace de este tipo de inquietud, de esta suerte de desazón. Creo que es su punto de partida; es lo mismo, de hecho, que el asombro. Nos decimos: «¿Cómo? ¿No sé claramente qué es un número? (O el valor, o lo bello.) ¡Habrá que indagar!».
La filosofía comienza siempre por el descubrimiento de nuestra ignorancia. No sabemos contestar, cuando creíamos tener la respuesta y ser capaces de darla sin dificultad.
— Esta sensación de no saber te da inseguridad…
— Sí, no es nada cómoda. Es mucho más tranquilizador tener respuestas bien dispuestas y concluyentes. El descubrimiento de nuestra ignorancia siempre provoca un conflicto. En primer lugar desestabiliza, como esa alfombra que resbala cuando la pisamos, y nos encontramos en desequilibrio, sin punto de apoyo. Desde esta perspectiva, la filosofía está siempre «inquieta», en el sentido original del término, no tranquila, no en reposo. Nos sentimos más calmados con las certezas. Con razón indicas que ahí hay una desazón. Por esto en ciertos casos nos desagradan los filósofos: impiden que nos durmamos, nos despiertan. Su presencia obliga a no estancarnos.
— Pero ¿dónde tenemos que ir?
— ¡Adivínalo!
— ¿A buscar la verdad?
— ¡Evidentemente! Y éste es un viaje que puede ser largo, difícil, agotador, y nunca es seguro que vaya a terminar bien. Sin embargo, desde que apareció la filosofía en la historia de la humanidad, siempre ha habido personas dispuestas a sacrificarlo todo para emprender esta aventura.
— ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué buscan la verdad?
— Para descubrirla, simplemente. Hay algo en los seres humanos que les hace desear la verdad. No indagaremos de dónde procede este deseo, ni cómo funciona. Pero hay que señalar la importancia de ese «algo» que impulsa a buscar la verdad y que se denomina también el deseo de saber. Es lo mismo, ya que nadie desea conocer lo falso. Cuando alguien quiere saber, lo que quiere en realidad es saber la verdad.
— ¡No sólo los filósofos! Nosotros también, los jóvenes, los padres…
— Exacto. ¿Y quién más?
— Los científicos, por ejemplo, lo hemos dicho al empezar.
— Tienes razón, pero, de hecho, es parecido. Filósofos o científicos, no existe gran diferencia entre ellos.
— ¿Cómo es? ¡No son lo mismo!
— En la actualidad son muy distintos, en efecto. Y la labor de los biólogos, los químicos o los geólogos te parece, justamente, muy alejada del trabajo de los filósofos, pero esta separación es relativamente reciente. Durante siglos, los filósofos se ocupaban de las ciencias, de las matemáticas y de la física, al mismo tiempo que reflexionaban sobre cuestiones morales o políticas.
Existe un único deseo de saber, de saberlo todo, de saber todo lo que es posible comprender y conocer, y en todos los dominios. Por este motivo los filósofos de la Antigüedad, de la Edad Media o incluso de los siglos XVII y XVIII perseguían la verdad tanto a propósito del mecanismo de las mareas como del mejor gobierno. Ello no les impedía preguntarse a la vez sobre multitud de cosas: qué es el bien, la justicia, la felicidad o la amistad. Les interesaba entender cuestiones tan distintas como la constitución del alma humana o bien cómo digieren los peces…
De hecho, el sueño de la filosofía era llegar a conocerlo todo, abarcar todos los saberes. Detrás de este sueño asomaba la idea de que la verdad no se divide en numerosos sectores independientes: aquí la biología, allá abajo la política, más allá la moral…
— Pero ¿cómo se ponían de acuerdo?
— Para nosotros, hoy, no resulta fácil de entender. Nos cuesta imaginar la situación antes de la separación de los saberes en numerosos ámbitos distintos entre ellos. Sin embargo, la concepción de una unidad del conocimiento perduró durante mucho tiempo y fue muy poderosa. Marcó innegable y profundamente la historia y el proyecto mismo de la filosofía. Por ello no creo que sea inútil insistir aún unos minutos, si te parece, sobre…
— De acuerdo, pero no te alargues, empiezo a cansarme…
— Veamos una sola palabra, sophos. Es griega, y quiere decir a la vez «instruido» y «sabio». Los griegos de la Antigüedad no distinguían ambos sentidos: ser instruido significaba también saber comportarse en la vida. Ser sabio implicaba necesariamente haber adquirido conocimientos.
Hay un personaje que no entra en esta definición: el «sabio loco», aquel que sabe muchas cosas pero las emplea con la ambición de poseer el poder supremo.
— «¡Ah!… Voy a pulsar este botón y seré el dueño del mundo… ¡Ah!»…
— Exactamente. Este personaje es impensable para un griego antiguo. Si este hombre es alguien instruido, será lo bastante sabio como para no soñar en convertirse en amo del mundo. Si pretende dominarlo, no es un verdadero científico. Los griegos creían firmemente que el conocimiento de lo verdadero supone el conocimiento del bien. Saber no era sólo instruirse, sino también transformarse, perfeccionarse.
— Pero ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros?
— Piensa en el adjetivo sophos, «sabio-instruido», que se reencuentra en philosophos, «filósofo». Philo, en griego antiguo, significa «amar», de amistad, ser el amigo de, desear. El filósofo es aquel que anhela convertirse en sophos, es el amigo de sophia, del conocimiento-sabiduría.
Veremos cómo esta doble significación (saber y sabiduría se expresan mediante un solo término, sophia) se dividirá y separará en el curso de la historia. Algunos considerarán la filosofía como amor a la sabiduría, y otros como búsqueda del saber. Pero detengámonos de momento aquí. Para empezar hemos avanzado bastante. ¡Descansa un poco ahora!