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La ordalía primigenia

 

 

 

Las ordalías eran pruebas jurídicas de origen germánico, ejecutadas bajo la invocación divina y destinadas a determinar la inocencia o la culpabilidad de un sospechoso. En el mejor de los casos, eran un intento erróneo de alcanzar la verdad ante la confusión y las carencias de los inarticulados procedimientos judiciales del Medievo, un camino equivocado que conducía al predominio de la superstición y a resultados monstruosos. Como en ellas no se apelaba ni a testigos ni a documentos, Francisco Tomás y Valiente, en su tratado La tortura en España, las califica como pruebas «de carácter mágico e irracional».

Su práctica se desarrolla fundamentalmente en la Alta Edad Media, cuando la violencia era todavía una de las fuentes fundadoras del derecho. Con la disolución en el siglo V de la fuerza centrípeta de Roma y al disolverse sus poderosas estructuras estatales, el imperio se disgrega sin que nadie pueda —ni quiera— tomar las riendas del poder propias de un Estado, establecer unas leyes comunes y vigilar su acatamiento. Surge una sociedad fragmentada, encastillada y dispersa, de mucho bosque y poco pan, más forestal que agraria por la escasa proporción de campos roturados, creyente en una masa de leyendas y tan supersticiosa que bendice los cuchillos para que no derramen sangre y excomulga a los saltamontes, pero no logra impedir sus plagas. En ese caos de poder y de tierras dispersas en la Europa occidental, «bajo el yugo de unos señores el más instruido de los cuales no sabía ni escribir su nombre», según Lord Acton, dos osamentas mantienen una mínima cohesión social.

Por un lado, el derecho consuetudinario de origen romano, que el emperador Justiniano había hecho recoger en el Corpus iuris civilis, recopilación de las leyes creadas desde las Doce Tablas (siglo V a.C.). Justiniano había sido el primero en comprender que era necesaria una única ley para un único imperio, de modo que dos delitos iguales no fueran penados con castigos diferentes según el aleatorio color local. Pero sobre el Corpus pesa la poderosa influencia de un derecho germánico que prefiere resolver los conflictos directamente entre los litigantes y que mira con recelo cualquier injerencia de tribunales ajenos. En esa época no se legisla desde un parlamento, sino desde una tradición jurídica que los siglos han ido decantando, aportando cada generación su dosis de sabiduría hasta compilar un derecho selectivo y evolutivo y elaborar un código más o menos justo y eficaz, un patrimonio colectivo más allá de la voluntad coyuntural o fortuita de un gobernante, que no puede cambiarlo a su arbitrio o interés. De ahí que Bruno Leoni afirme que «tanto los romanos como los ingleses compartieron la idea de que la ley es algo que se debe descubrir más bien que promulgar, y que nadie debe ser tan poderoso en la sociedad como para poder identificar su propia voluntad con la ley del país».

Por otro lado, la Iglesia, con su capacidad para dar coherencia a leyes vacilantes, para llegar a todos los pueblos y castillos con un discurso uniforme y con el arsenal de unos mismos valores, para ofrecer al hombre alojamiento en una fortaleza espiritual con foso, almenas y torre del homenaje. Dios, el gran unificador, es el máximo juez y de Él depende la ley, prestigiada por el integrismo teológico de los Santos Padres. La Iglesia es su representante en la Tierra y desde sus dicasterios extiende la visibilidad de Dios en la vida pública cotidiana, perfecciona unas normas religiosas que van más allá de las sectas y de los ritos mistéricos y construye nuevos templos con los sillares expoliados de las ruinas del politeísmo. Una nueva iconografía llena de Cristos dolientes los altares y de monstruos los capiteles de las columnas de los claustros, mientras suena al fondo una canturía de latines. En los monasterios, los clérigos hacen al mismo tiempo de guía espiritual y de consejero municipal, estudian doctrina religiosa y doctrina jurídica en bibliotecas bien surtidas donde apoyan sus consultas y, en definitiva, imponen el derecho canónico como instrumento pastoral. Según Peter Brown, una población sin recursos y sin acceso a la justicia ordinaria, cuyos precios eran prohibitivos, agradecía los consejos y servicios de aquellos primeros sacerdotes cristianos. Ya en el siglo V, san Agustín, consciente del poder que representaba la gestión de la justicia, pide a los fieles que acudan a la iglesia también en sus litigios: «Los que no arrebatan al prójimo sus bienes, pero defienden los suyos: háganlo en el tribunal del obispo, y no ante un juez mundano». Allí encontrarían todo lo necesario. En los monasterios, los mejores especialistas transcribían cualquier texto en la minúscula carolingia, tipo de letra usada a partir del siglo IX por su claridad y facilidad de lectura y por su ahorro de piel y papel. En otro aspecto, con su gestión de los enterramientos dentro del templo o en su entorno, los sacerdotes eran los intermediarios con la otra vida, lo que constituía otro poder nada desdeñable.

La ordalía germánica se integra en este contexto y en esta doble herencia, en la que la justicia acata con sumisa obediencia los dictados de la teología y no cuestiona la verdad de sus dogmas, aunque se opongan a la lógica de los hechos. Algunos teóricos, sin embargo, defienden que la Iglesia asume esas pruebas sangrientas porque no puede erradicarlas y de ese modo, al menos, las humaniza y modera su crueldad.

En la ordalía del hierro candente, el inculpado debía sostener durante un tiempo en las manos un hierro al rojo y sólo era declarado inocente si al cabo de tres días no había sufrido ampollas que generaran sangre o pus, sin atender a que fuera una mano callosa o una delicada mano, de pelotari o de doncella, de labriego o de juglar. En la ordalía caldaria, el ordalizado introducía el brazo en un caldero de agua hirviendo y sólo era declarado inocente si salía indemne de quemaduras. En la del veneno, el inculpado debía ingerir un tóxico y sólo era declarado inocente si su cuerpo no sufría sus efectos nocivos. En la ordalía del agua, se arrojaba al sospechoso a un estanque con una mano atada a la pierna contraria y sólo era declarado inocente si el agua no lo rechazaba y se hundía hasta el fondo (y no se ahogaba). La ordalía del vacío tenía un antecedente en la fosa del barathron de la antigüedad griega: «Se arrojaba desde una altura al sospechoso de haber cometido un crimen religioso de modo que, si era culpable, encontraba la muerte estrellándose contra el suelo». Si era inocente, las manos de los dioses lo salvaban, explica César Chaparro, que concluye: «la precipitación era al mismo tiempo proceso, condena a muerte y ejecución». Cualquier ordalía, pues, suponía todo un ahorro para el sistema judicial del Medievo. En el llamado juicio de Dios, en fin, era declarado inocente el vencedor en un torneo medieval, por más que hubiera una brutal desigualdad entre los contendientes.

Los resultados eran tan injustos y cruentos que la ordalía fue prohibida por la Iglesia en el Concilio de Letrán de 1215, coincidiendo con una mayor difusión y aceptación del derecho romano por los estados europeos y, como afirma Edward Peters en su detallado ensayo La tortura, con «una creciente conciencia de la necesidad de crear leyes universalmente obligatorias y aplicables a toda la Europa cristiana» que desterraran la cultura jurídica anterior, «irracional, ritualista y primitiva [...] supersticiosa y salvaje». Se da así un paso fundamental para reemplazar por procedimientos racionales la hasta entonces innegociable revelación divina.

Sin embargo, la ordalía no desapareció por completo, aunque se aceptara que en ella el acusado era condenado por no ser capaz de violentar las leyes de la naturaleza: no abrasarse cuando se le aplicaba fuego, no ahogarse cuando se le arrojaba atado a un estanque, no envenenarse cuando ingería cicuta, contradiciendo así la propia afirmación de san Agustín: Deus impossibilia non jubet. Dios no exige lo imposible. Pero en realidad era como si Dios subcontratara la magia para resolver los conflictos que la justicia no había sabido esclarecer.

Tan asentada estaba que ni Dante Alighieri supo ver la brutalidad que significaba, con toda su clarividencia para separar el bien del mal y para adjudicar a cada virtud y a cada pecado un lugar en el Infierno o en el Paraíso. El autor florentino, que ya miraba hacia el Renacimiento, pero que aún mantenía el equipaje moral e intelectual de la Edad Media, defiende en 1314, un siglo después de Letrán, la modalidad ordálica del juicio del Dios. Con De la monarquía intenta desbrozar la anarquía de la vida pública de aquel momento, en plena encrucijada entre dos épocas, y contribuir así al nuevo orden universal que ya se intuía.

Dante afirma categóricamente que «lo que se adquiere por duelo se adquiere conforme a derecho. Pues siempre que falta el juicio humano, ya sea por hallarse envuelto en las tinieblas de la ignorancia o por carecer de la defensa de un juez, para que la justicia no sea menospreciada, es necesario recurrir a Aquel que la amó tanto que pagó con su propia muerte lo que la justicia misma exigía». Para Dante, si en un pleito no se llegaba a una conclusión después de recurrir a los cauces habituales para resolverlo, el duelo físico entre los litigantes era un recurso adecuado y su resultado, una sentencia justa, pues «¿no está Dios en medio de ellos, como Él mismo nos lo prometiera en el Evangelio? Y si Dios está presente, ¿no es una impiedad pensar que pueda sucumbir la justicia, que Él mismo aprecia tanto cuanto antes hemos dicho? Y si la justicia no puede sucumbir en duelo, ¿no se consigue conforme a derecho lo que se consigue por un duelo?». Su afirmación mantendrá su influencia hasta las primeras décadas del siglo XX, cuando todavía los conflictos de honor se resolvían enviando a los padrinos, como hizo en más de una ocasión el belicoso Valle-Inclán.

Tan sabio y tan actual en otras visiones, Dante resulta sorprendentemente ingenuo al sostener que Dios, sentado como espectador en la bancada de las salas de los tribunales o paseando entre los abogados, premiará a los virtuosos y los hará felices, y castigará a los malvados y los hará desgraciados, aunque por su propia experiencia en la política y por su condena al exilio debía saber que el mal y la violencia hacen fuerte al malvado y, en cambio, debilitan al recto y lo condenan al silencio.

También Arthur Schopenhauer vincula el juicio de Dios al honor caballeresco, pero únicamente en la Europa cristiana y sólo durante la Edad Media, cuando afirma que en Alemania «en los procesos criminales, no correspondía al denunciante probar la culpabilidad, sino al denunciado probar su inocencia [y así] intervenía el juicio de Dios, que consistía, de ordinario, en el duelo». Pero el ateo Schopenhauer añade más adelante, con cáustica ironía: «En aquel tiempo, en efecto, Dios no tenía por única misión velar por nosotros, debía también juzgar por nosotros. Así, los procesos judiciales delicados se decidían por ordalías o juicios de Dios [...]. De este modo, en vez de la razón, se erigía en tribunal a la destreza y a la fuerza física, mejor dicho, a la naturaleza animal».

 

 

 

El ordalizado, culpable hasta que logre demostrar su inocencia, se salvará no por la cualidad moral de sus actos, sino por su fortaleza física o por su resistencia al sufrimiento; no por lo que hace, sino por su naturaleza; no por su operare, sino por su esse, anticipando así en mil años la barbarie totalitaria del siglo XX. La ordalía, una amenaza antes que un elemento de juicio, resulta diabólica al pretender la demostración de la verdad con pruebas contranatura, al afirmar que tan sólo el inocente está capacitado para soportar el dolor físico y al exigir la incombustión de su carne o su condición anfibia. Y puesto que la naturaleza no puede ser cambiada ni corregida, la condena es inevitable.

Por fortuna, con el paso de los siglos el derecho se fue rebelando contra esa aberración jurídica y —al menos en teoría— en el actual ordenamiento legislativo universal la carga de la prueba de los hechos recae sobre el actor demandante, que debe demostrar sus acusaciones. Si no es así, y aun en caso de duda por falta de evidencias, el juez debe concluir con un non liquet en el veredicto.

La ordalía es la negación del habeas corpus sobre el que se sostiene la justicia actual, garantía imprescindible sin la cual un particular difícilmente podría defenderse ante la poderosa maquinaria judicial.

Puede ocurrir que, al establecerse el habeas corpus como suprema institución jurídica, como las partículas elementales que forman el mediastino, el núcleo sagrado e inviolable del derecho, como el bosón de la justicia desde el cual redactar cualquier ley, algún culpable escape a la condena que hubiera merecido, pero siempre será preferible ese riesgo a condenar a un inocente. Que un culpable quede eximido de un delito y que, por tanto, pueda volver a cometerlo, es una injusticia, pero que un inocente sea condenado es una iniquidad.

 

 

 

Como tantos términos jurídicos, la expresión habeas corpus proviene del latín, cuya traducción literal es «que tengas tu cuerpo (para exponer)». En el mundo romano estaba tan asentada esta garantía que, tras concluir el proceso de la conspiración de Catilina, el propio Cicerón tuvo que exiliarse por haberla incumplido al condenar a los supuestos conspiradores sin que estuvieran presentes para poder defenderse. La casa de Cicerón en Roma fue demolida y en su solar se levantó un templo a la diosa Libertas, en un anticipo ejemplarizante que volvería a repetirse en Milán dieciocho siglos más tarde, en otro contexto y por muy diferentes motivos, como se verá después cuando se hable de Manzoni.

Giorgio Agamben, que tan brillantemente ha reflexionado en Homo sacer sobre el hombre excluido de la sociedad, afirma que originariamente el habeas corpus alude a la «obligación para el magistrado de exhibir el cuerpo del imputado y de exponer los motivos de su detención» y al derecho del acusado a estar presente en su juicio para que pueda defenderse, pues, en caso contrario, una sentencia en su ausencia resulta mortífera. Sin embargo, su campo semántico se ha expandido y, en lenguaje llano, viene a significar que toda persona es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad, de modo que hasta entonces se garanticen su libertad y su integridad personal. El habeas corpus es, por tanto, un antónimo de ordalía. Uno es incompatible con la otra y de ahí que no sea una casualidad que su incorporación al derecho se produzca el 15 de junio de 1215 —el mismo año en que el Concilio de Letrán prohíbe las ordalías—, cuando el rey Juan sin Tierra, después de negociar con la nobleza inglesa, aprueba la Carta Magna o Gran Carta de Libertades, en la que se establecen los derechos de todos los hombres libres de su reino. Aunque en España no sea muy conocida, en el mundo anglosajón es un referente mil veces citado, tan esencial en su tradición democrática y judicial que sus ecos llegan incluso a una serie actual de televisión, Better Call Saul, precuela de la brillante Breaking Bad. En una secuencia clave de un episodio de la segunda temporada, el abogado Chuck McGill, víctima de un sabotaje, ha memorizado el año 1216 como fecha fácil de recordar precisamente porque el año siguiente a la proclamación de la Carta Magna.

Sus primeras líneas apelan «a los arzobispos, obispos, abades, condes, barones, jueces de bosques, sheriffs, gobernadores, oficiales, y a todos los alguaciles y a los demás fieles súbditos suyos» para que cumplan los acuerdos alcanzados. Los artículos referentes a la justicia se hacen esperar, pero cuando aparecen lo hacen con una contundencia admirable:

 

«Cláusula 38. — En lo sucesivo ningún bailío llevará a los tribunales a un hombre en virtud únicamente de acusaciones suyas, sin presentar al mismo tiempo a testigos directos dignos de crédito sobre la veracidad de aquéllas.

»Cláusula 39. — Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino.

»Cláusula 40. — No venderemos, denegaremos ni retrasaremos a nadie su derecho ni la justicia».

 

Pero es en 1679 cuando esta garantía se convierte definitivamente en uno de los pilares de la democracia con la ley del habeas corpus, promulgada por el rey Carlos II y referente durante siglos para muchos estados que lo incorporan a sus constituciones. En España, el habeas corpus —que había tenido un curioso y excepcional antecedente en el Fuero de Aragón de 1428— está garantizado desde 1984 —¡tan tarde!— por una ley orgánica.

Vivimos en un siglo tan judicializado que resulta imposible encontrar otra época donde estén sometidos a litigio civil o penal tantos asuntos políticos, económicos, sociales, laborales, deportivos, de salud, culturales o personales. Contratos, seguros, propiedades, divorcios, derechos de autor, accidentes de tráfico, injurias, gatos muertos por haber sido secados en microondas..., todo se lleva ante los tribunales, atestados de problemas que antes se resolvían a discreción y de forma espontánea entre los afectados. Y sería inimaginable pensar en los funestos resultados de tantas acusaciones, demandas y denuncias si el habeas corpus no fuera una piedra sillar de la justicia que protege a los débiles frente al despotismo de los poderosos con influencias y con recursos para moverse en la compleja maraña de leyes y contraleyes.

 

 

 

Las ordalías medievales eran dirigidas por sacerdotes como maestros de ceremonia y se celebraban en los atrios de las iglesias, para evitar que los púlpitos se convirtieran en tribunas de discusión, en escenarios de trifulcas judiciales. El templo era la casa de Dios y en la casa de Dios no se dirimían conflictos laicos.

En la creencia cristiana de la culpa original, en su compleja arquitectura teológica, puede encontrarse un argumento que justifica la ordalía: el hombre es pecador desde que Adán y Eva se rebelaron y desobedecieron al Creador. Por tanto, si el hombre es el responsable de la culpa, a él mismo le corresponde demostrar su inocencia ante Dios, como san Pablo había anunciado a los Corintios (3, 13-15):

 

Un día se verá el trabajo de cada uno. Se hará público en el día del juicio, cuando todo sea probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de cada uno. Si lo que has construido resiste el fuego, será premiado. Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará, pero no sin pasar por el fuego.

 

La oscura justicia medieval impetra la intervención divina con una mezcla de terror y de confianza, porque Dios no es únicamente el Creador del universo, también es el gran Legislador y sólo Dios omnisciente conoce la verdad oculta y sólo Él puede revelarla con toda certeza. ¿Cómo Dios, en su infinita bondad y sabiduría, va a dejar de acudir en defensa de sus fieles inocentes, bien para hacerlos inmunes, bien para fortalecerlos contra el dolor físico? Al fin y al cabo, el Dios Judgmentlord ya había intervenido antes para proteger a los suyos abriendo las aguas del mar Rojo y derribando las murallas de Jericó. «“Dios está del lado del Derecho” es la bella fórmula —Jacques Le Goff— que legitima una de las más bárbaras costumbres de la Edad Media.»

Dios, además, es el infalible Rex Probationum, lo que implica que la sentencia será inapelable y tendrá la irrevocabilidad de una condena definitiva, por más que aparezcan posteriormente pruebas que la desmientan. También será irrefutable: no se puede corregir a la divinidad. En la sentencia ordálica no existe una instancia superior a la que recurrir, no hay apelación ni segunda opinión. Nada se puede contra ella, pues suponer la posibilidad de un error en Su veredicto supondría aceptar que Dios puede equivocarse.

En la ordalía medieval, pues, todo quedaba contaminado por la mezcla de lo jurídico con lo teológico, y para evitarlo habría sido necesario que o los jueces salieran de las iglesias, o que los sacerdotes salieran de los tribunales.

 

 

 

El ordalizado está indefenso cuando nadie responde en el cielo, deus silens, y desde allí arriba no baja su inquilino a presentarse como testigo y a defender al inocente; o bien cuando es tan indiferente y está tan absorto en sus elucubraciones, deus absconditus, que no interviene, que ni obstaculiza ni colabora, que ni mira hacia la Tierra ni escucha los alaridos de una de sus criaturas sometida a tormento; o bien, en fin, cuando simplemente no tiene idea de lo que está ocurriendo por aquí abajo.

Incluso en la dureza y tosquedad de la Alta Edad Media es fácil imaginar la soledad y la desesperación del inculpado que sabe que su victoria está excluida de antemano, que sólo podrá salvarse por la magia, por una aberración de la naturaleza o por una negligencia de las leyes físicas. Los mártires cristianos sufrían tormentos a cambio de la salvación eterna, y el mismo Jesucristo ascendió a los cielos tras su crucifixión. Pero no ocurre lo mismo con el ordalizado medieval, despojado de esa garantía del paraíso, consciente de la esterilidad de su sufrimiento por el desdén de un Dios ausente y autodesterrado.