Ofrendas quemadas
Traoris, campos de rayos
Un cuerpo yacía sobre la ceniza gris.
Transhumano, varón. Tenía la piel del color del carbón, y la maltrecha armadura tenía bordes escalonados, como si la hubieran fabricado con escamas verdes. Era un Salamander. Una espada descansaba a pocos centímetros de su mano. Era un guerrero. Había conocido el mismo destino que la mayoría de quienes recorrían ese sendero violento, era un cadáver más. La herida del pecho tenía el tamaño del puño que lo había matado, y también tenía el ojo izquierdo muy dañado.
Sin embargo, al morir no había buscado la espada, sino que sus dedos habían ansiado otra cosa: un martillo.
Un destello iluminó el cielo elevado, cual venas de una luz nacarada.
En respuesta, se estremeció un párpado, nada más que un temblor nérveo, el último disparo de un impulso nervioso antes de la muerte cerebral.
Otro fogonazo. Un rayo alcanzó el suelo. Cerca.
Un dedo vibró. ¿Otro temblor nervioso?
Con un tercer destello, el trueno resonó.
El cadáver que no era un cadáver parpadeó, capturando una imagen congelada de lo que venía a por él a través de las cenizas. Le habían cauterizado el otro párpado, que mantenía cerrado, escondiendo una bola de agonía punzante.
Los sentidos volvieron, el espacio y el tiempo se reafirmaron, y la consciencia regresó. Dolor, mucho dolor… Los relámpagos caían en arco desde el cielo seco y despejado de Traoris.
Numero parpadeó de nuevo con un rayo salvaje, separándose en arterias e iluminando la oscuridad con fogonazos violentos. Ramales de luz chocaron contra el suelo como lanzas, casi alcanzando su cuerpo esta vez.
La muerte sería un alivio, no por el dolor de sus heridas, sino por la agonía de haber fracasado.
—Vulkan… —La voz de Numeon salió raspando su garganta seca.
No, no era Vulkan. Había sido Erebus, y ahora su agente secreto había huido con la fulgurita: Grammaticus, el espía. El mentiroso. El traidor.
Otro relámpago aterrizó cerca, y Numeon hizo un mohín. Ya iban cinco desde que había vuelto en sí. Cada impacto violento acercaba la tormenta, y no deseaba ver qué ocurriría si permanecía en aquel lugar cuando un sexto o séptimo ramal llegaran a la superficie.
Moverse estaba resultando difícil. Un charco de sangre derramada rodeaba su cuerpo, extendiéndose poco a poco en una oscura ciénaga que su fisiología mejorada no podía contener.
Cuando el Emperador había creado a sus Space Marines, los había hecho robustos pero no eran indestructibles; ni tampoco sus primarcas, como algunos hijos desgraciados habían comprobado.
No obstante, Numeon desmentiría que su padre hubiera muerto.
Si es que conseguía sobrevivir.
El torso era un caparazón destrozado de huesos rotos y órganos dañados. Bebía y respiraba sangre en vez de aire. La pistola bólter de Erebus se había encargado de ello. Incluso ciego de un ojo e incapaz de verla en aquellos momentos, sabía que su armadura lucía más bien un rojo arteria que un verde dragón. Las heridas de Numeon, quien casi estaba paralizado, ofrecían un diagnóstico cruel.
«Me estoy muriendo».
Incluso los transhumanos tenían límites, y Artellus Numeon había alcanzado el suyo. Aunque su cabeza se rebelaba contra la perspectiva de su muerte, su cuerpo no podía soportar la mentira.
Otro chasquido de luz impactó cerca, chamuscando la tierra… como las bombas y cañones que hicieron caer la muerte sobre Isstvan V. Numeon ladeó ligeramente la cabeza para analizar la trayectoria del rayo. El fogonazo reverberó en su retina, multiplicándose repetidamente hasta desvanecerse con un gran alivio y, por último, disolverse en un recuerdo visual. Numeon vio cómo dejaba tras de sí vórtices de arena gris, desplazándose rápidamente por los yermos de Traoris, como los insustanciales djinn de los antiguos abisinios, transportando el hedor de la muerte y la pestilencia de la tierra quemada.
Solo cuando los vórtices se hicieron más grandes y uniformes Numeon se percató de que no solo el viento provenía de un mar distante y oculto.
Había una nave, lo cual significaba que tal vez el Arca de Fuego seguía en vuelo, y se atrevió a tener esperanza.
Durante los acontecimientos que siguieron, Numeon descubriría que quedaba una pequeña y valiosa esperanza en una galaxia en guerra.
Un desierto se extendía en la lejanía, infinito y negro. Altas dunas y formidables baluartes de hierro formaban crestas, era la visión de la devastación, atestado de muertos y moribundos. Algunos de los caídos yacían medio enterrados en la arena empapada de sangre. Otros estaban asándose bajo la armadura, quemándose poco a poco al sol. El hedor de putrefacción era tan acre que había adoptado forma, como una masa física repugnante que pesaba sobre los hombros.
El caos se extendía sobre la arena negra. El verdadero caos.
Hermanos caídos.
La traición más infame.
Los detalles de la masacre huyeron, como si temieran ser recordados, aunque siempre permanecerían alojados en la memoria eidética de Numeon. La negrura del desierto fue sustituida por la oscuridad de una celda, los gritos agónicos de sus hermanos, reemplazados por una quietud enloquecedora en la que un pensamiento era más ensordecedor que la explosión de un proyectil.
Unos grilletes de hierro unían sus muñecas, culebreando también hasta sus tobillos. Apenas era necesario, puesto que el río de fuerza de Numeon había quedado reducido a poco más que vapor.
Le habían retirado la mitad inferior de la capa interior de malla de la armadura, dejando a bien la vista las múltiples viejas heridas y cicatrices marcadas. La coraza estaba destrozada de todos modos, imposible de reparar. El frío de la celda, del vacío sangrando a través del metal desnudo, era tan contrario a él como la sombra del sol. Tuvo un escalofrío. Le habían cosido de nuevo el cuerpo con un trabajo médico rudimentario, y sanaría, pero con grandes cicatrices. Al menos le habían dado unos puntos en el agujero del pecho. Sus captores tenían la habilidad necesaria para realizar cirugías más efectivas; simplemente querían que Numeon sufriera.
Sospechó que por ese mismo motivo le habían dejado el martillo.
Era un objeto relativamente simple: mango corto, cabeza cuadrada y una joya encastada en la empuñadura. Creado como una pieza de decoración, recordaba más bien a un martillo de forja, la herramienta favorita de un herrero.
Un aspecto modesto a menudo implicaba un significado más esotérico. Era más que un martillo, y también más que un símbolo.
Para Numeon, ahora el último guardián de la Pyre, representaba la esperanza.
Tan gravemente herido, el Salamander se aferró al sigilo de Vulkan como si fuera su hilo mortal, temiendo que si un solo dedo se le escurría él también acabaría perdido.
Su ojo le punzaba con la potencia del helfyre, recordándole dicha mortalidad y apartándolo de fantasías. Al sentir que su consciencia se escapaba, decidió sustituir la poesía por los hechos, utilizando la concentración de sus pensamientos como un ancla.
Los fenrisianos contaban con muchas palabras para describir la nieve y el hielo, y quienes provenían de Nocturne, o seguían el credo prometeano, tenían distintas maneras de definir el fuego, y estos términos variaban en los sietes reinos o ciudades santuario.
En Hesiod, conocida como «Asiento de Reyes», era helfyre. En Themis, la ciudad de Reyes Guerreros, utilizaban el término urgrek. Ambas palabras eran antiguas y líricas que se referían al magma profundo que fluye al pie del monte Fuego Letal, el corazón burbujeante de Nocturne. Estaba caliente y prometía una agonía incapacitante a quien lo tocara o simplemente se perdiera en su sofocante aura. Solo los dragones de las profundidades adoraban su calor radiante y la soledad natural que ofrecía, y por ello eran el anatema de la mayoría de las formas de vida. El fuego proteano, según los habitantes de la ciudad joya de Ephitemus, se decía que era la chispa vital que se llevaba el alma de los muertos, así como la cáscara en la que se habían convertido, y los devolvía al mundo, si bien cambiados y renovados. Tales creencias persistieron en Skarokk, la Columna del Dragón, y en Aethonion, la Lanza de Fuego, pero en cada reino usaban una palabra diferente: «proteano» y «morpheano», respectivamente.
Fabrikarr, como se llamaba en Clymene o Expansión Mercantil, era la llama del forjador, el calor que atempera el metal, el creador mundano. En Heliosa, la ciudad baliza, se decía ferrun.
Immolus era el exterminador de mundos, y las siete ciudades lo pronunciaban igual y, a menudo, entre susurros; pues era la llama liberada, y había sido una parte del mito de la creación nocturneano antes de los legendarios días del primer Igniax y los metaleros de antaño.
Numeon conocía todos sus nombres y sus variaciones en cada ciudad, al igual que sabía los nombres de otros muchos, y se aferraba a ellos como se aferraba al mango del martillo de forja, separando el propósito y la agonía para así alzarse y vivir.
Vivir…
No por él mismo, sino por un padre errante en el que creía por encima de todo. Su fe —no la fe sórdida y efímera asociada a la religión, sino la convicción verdadera y sincera de que algo es real a pesar de las pruebas empíricas— era la fuerza vital que fluía por sus venas, y el fuego eterno que encendía su mente. Esta creencia se manifestaba con un hecho sencillo, con dos palabras.
«Vulkan vive».
El chirrido apagado de unos engranajes sacó a Numeon de su creciente sopor. La puerta de la celda se abrió, permitiendo así el paso de un pequeño haz de luz a la oscuridad, el cual se fue agrandando a medida que la puerta se levantaba y desaparecía poco a poco en una apertura que había en el techo.
Apareció la silueta de una figura a contraluz, que dejaba adivinar que llevaba servoarmadura, la cual resaltaba aún más su amplia y formidable complexión transhumana. Tenía el torso y los hombros adornados con juramentos, cual infección, y Numeon tuvo la precaución de bajar la vista ante los garabatos que había en cada franja de la carne-pergamino. Eran palabras condenatorias, transmitidas por aquellos que le habían dado la espalda a la iluminación del Emperador y habían abrazado a los antiguos dioses. Semejantes cosas solían ridiculizarse como historias de imaginaciones hiperactivas.
Pero ya nadie lo hacía.
Numeon aferró el sigilo con más fuerza e intentó ponerse en pie. Lo máximo que pudo fue hincar una rodilla, antes de que su desafío perdiera ante el cansancio.
Sacudiendo la cabeza, la silueta de la figura chasqueo la lengua. —Sigues débil. —Era más una observación que una pregunta—. ¿Dónde está esa legendaria resistencia, hijo de Nocturne? —preguntó Xenut Sul. Su voz era sibilante y poseía una riqueza que no concordaba con su cadencia ronca.
Xenut Sul se había presentado poco después de que hubieran capturaran a Numeon y este se hubiera despertado a bordo de la nave Word Bearer. Al principio había parecido un legionario especialmente corriente, con el pelo rubio cortado al rape y una cara extrañamente simétrica con runas colchisianas grabadas tanto en el lado derecho como en el izquierdo. Parecía que lucía el rostro de todo el mundo y el de nadie a la vez. Sus ojos eran joviales, aunque encerraban la sensación de una experiencia insondable que solo se ve en los veteranos. En las seis semanas que llevaba siendo prisionero, Numeon no había logrado adivinar el origen de Xenut Sul, un hecho que agradaba enormemente a su captor.
—¿Por qué te ha abandonado la fuerza de tu padre justo cuando más la necesitas, eh? —se burló Xenut Sul.
Numeon respondió rechinando los dientes, amenazándolo con su ojo bueno.
La luz inundó aún más la celda, bañando a Numeon en un feo resplandor amarillo que le confería una palidez enfermiza.
—Parece que tus heridas están sanando —murmuró Xenut Sul. Se acuclilló y agarró el mentón de Numeon. Una mueca de dolor descompuso su rostro cuando los dedos blindados del Word Bearer mordieron su carne.
—Me pregunto, hijo de Nocturne, si estás listo para hablar —dijo. La sonrisa cálida y los ojos fríos de Xenut Sul se enfrentaron a Numeon. Era una expresión que ahora conocía bien, al igual que la inherente falta de compasión del traidor y su predilección por infligir dolor.
—Te hago daño porque tú me lo pides, hijo de Nocturne.
Era como si hubiera acertado en la mente de Numeon, así como en su carne mal cosida.
—¿Recuerdas la pregunta? —inquirió Xenut Sul, aumentando la presión en el mentón del Salamander—. La fulgurita…, ¿dónde está?
Numeon no pronunció sonido alguno aparte del sibilante aliento que entraba y salía de sus pulmones.
—Cuéntame —dijo Xenut Sul—, ¿qué sabes de Barthusa Narek?
El Salamander seguía sin responder.
Xenut sonrió por segunda vez, con expresión compasiva.
—¿De veras me pides que lo haga de nuevo?
Bajó la cabeza, resignado. Al encararse a Numeon otra vez, sus ojos fueron pozos oscuros y abismales. La riqueza en su tono se convirtió en una resonancia, como si se solaparan voces que hablaran desacompasadamente por una fracción de segundo.
—Yo sirvo… —dijo, e inclinó la cabeza—, tú sirves. —Asintió hacia Numeon—. Uno de nosotros va a decepcionar a su señor, y no voy a ser yo, hijo de Nocturne.
Ahora Numeon sonrió, mostrando sus dientes manchados de rojo. —¿Qué es lo que te divierte? —preguntó Xenut Sul.
El Salamander siguió sonriendo. A ojos de un espectador cualquiera, habría parecido un demente.
—¿Deseas hablar?
Numeon asintió despacio.
—Entonces dime lo que quiero saber y todo esto podrá acabar.
Tras soltar la barbilla del prisionero, Xenut Sul se alzó y dio un paso atrás.
A Numeon le tomó varios preciosos momentos reunir su fuerza; quería que su declaración importara. Quería que su carcelero recordara.
Esta vez se puso en pie y, aunque temblaba por el esfuerzo, no cayó.
Abrió bien los ojos, con una mirada de desafío, y rugió:
—¡Vulkan vive!
Xenut Sul lo atacó salvajemente, echando el aire de los pulmones de Numeon con un fuerte puñetazo, y tirándolo al suelo. El guardia se agachó de nuevo.
—Eres débil porque tu padre está muerto, pero has perdido el juicio como para verlo. —Algo punzante y metálico brilló en la mano de Xenut Sul—. Yo te abriré los ojos…