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LA VIDA CON LOS INDÍGENAS SECOYAS
Tengo miedo de perder lo que más es mío.
Mi bienestar no está aquí en esta ciudad
y me da miedo
que de tanto estar aquí a otros bienestares
me vaya a adaptar
y perder ese sentimiento
de sencillez, que a mi mente no deja descansar,
porque la selva es
mi único lugar-hogar.
DIEGO WEISKOPF
Dublín 1998
–¡No más indios! ¡No más indios!— Diego, mi hijo de once años, fue inflexible.
Miguel, Diego y yo habíamos estado viviendo entre indígenas durante más de cuatro años. Habíamos pasado el último año y medio con los indios secoyas en el río Yaricaya. Allí, Diego había aprendido a pescar con arpón y a cazar con bodoquera. Podía manejar con asombrosa destreza su propia canoa de cuatro metros por los recovecos del río Yaricaya. A menudo pasaba semanas enteras río arriba del caserío pescando y cazando con los hombres de la tribu, llegando a casa jubiloso con una sarta de pescado o una tortuga que había cogido. Ahora quería ir a la ciudad “para vivir la vida normal de un muchacho”, gimió. Sabíamos que había que dejarlo ir, aunque nos dolía.
Miguel y yo, por nuestra parte, habíamos decidido definitivamente quedarnos con los indígenas. Pensé que estaría contenta de quedarme el resto de mi vida en la selva junto a esta hermosa gente. Me encantaba la vida sencilla. Acunada en la abundancia de la naturaleza junto con las aves y los animales salvajes, deambulando libremente entre la vegetación exuberante, árboles gigantescos, bejucos, enredaderas y palmas con sus frutos y nueces exóticas. Bañándonos, pescando y remando nuestra canoa por las aguas cristalinas del Yaricaya. Todo parecía haberse combinado para hacerme sentir cerca al paraíso terrenal. Estando absorta en ese estilo de vida sentía que no me hacía falta nada del mundo exterior. En realidad, ya comenzaba a sentirme totalmente en casa, at home en la selva.
En las raras ocasiones en que recibía alguna comunicación de amigos que vivían en el mundo de afuera, ellos se referían a mí como ‘la brujita de la selva’. Estaba tan involucrada en esa vida salvaje que parecía que nunca iba a ser capaz de vivir lejos de tan prístina belleza. En realidad, ya estaba, lo que la gente llama, ‘enmaniguada’.
En nuestra primera visita a la comunidad secoya por el afluente del río Putumayo, llamado Angusilla, habíamos conocido a Walter. Él era el Cacique de Zambelín en el río Yaricaya, otro pequeño afluente del Putumayo en territorio peruano. Walter nos había invitado a su comunidad y, eventualmente, nos ofreció un sitio para vivir. Zambelín queda a una hora y media a remo desde la bocana. Martina y Lucas, los viejos padres de Walter, vivían veinte minutos más arriba. En menos de dos semanas los indígenas nos habían construido una choza, con piso de tierra, techo de palma, paredes de tiras de palma de chonta y una parte elevada como dormitorio, también de chonta. Allí, como vecinos de abuela Martina y abuelo Lucas, vivimos por casi dos años.
Con los indígenas aprendimos a remar, a pescar y a hacer casabe, una especie de arepa hecha de yuca rallada y exprimida. La yuca es el alimento principal de los indios de las regiones selváticas tropicales y yo solía salir a la chagra con los abuelos Martina y Lucas para cosecharla.
La chagra es un claro en la selva donde los indígenas cultivan su comida. Es también un sitio para hacer el amor: los indígenas consideran que los hijos engendrados durante el día en la chagra nacerán sanos y fuertes. Para producir una chagra fértil los árboles grandes son tumbados y dejados en el suelo hasta podrirse. Luego de unos días secos y soleados los indios prenden fuego a la maleza, a las ramas y a los palos secos del sotobosque y así la tierra está ya lista para la plantación. Al igual que muchas de las actividades de los indígenas, la siembra se hace en comunidad y obedece a un ritual milenario. Las mujeres abren huecos en el suelo fértil con un palo puntudo y atrás vienen los hombres que dejan caer las semillas de maíz o fríjol, o ponen gajos de yuca o caña en los huecos.
Allí en medio del yucal, en la muy fértil chagra de Martina y Lucas, nos sentábamos a pelar la yuca amarilla, pesada, más conocida como yuca brava2. Cuando habíamos completado dos canastas llenas, Martina y yo cargábamos una cada una. Lucas nos ayudaba a subirlas a la cabeza y a ajustar la correa de balsa a nuestras frentes. Las canastas quedaban colgando atrás apoyadas en parte sobre nuestras caderas. En mí canasta cabía sólo la mitad de lo que cabía en la de Martina. Ella es de baja estatura y la canasta llena se veía inmensa en su pequeña espalda. Cuando llegábamos a casa lavábamos la tierra de la yuca y la poníamos en un recipiente en forma de canoa lista para rallarla con unos ralladores hechos de una madera dura, donde estaban clavadas unas astillas puntiagudas de chonta. Allí permanecíamos todo el resto del día rallando, sentadas la una al lado de la otra.
La yuca rallada era colocada en un matafríos, un exprimidor hecho por el abuelo con tiras de corteza de balsa tejida. El jugo que caía en un balde puesto en el suelo se cocinaba por más de una hora para eliminar la sustancia venenosa y así poder ser usado en la preparación del ají negro. Ya seca, la yuca rallada se cernía en un cedazo tejido por el abuelo en una fibra muy resistente llamada yaré. Ya estaba lista para ser tostada en el tiesto redondo de cerámica.
Martina usualmente empezaba la tostada alrededor de la una de la mañana. El tiesto se colocaba sobre tres soportes de cerámica llamados toasá en lengua secoya, a falta de piedras, bajo las cuales pequeños trozos de leña ardían continuamente a través de la noche. La tostada requería de un proceso muy cuidadoso. Inicialmente, yo producía unos casabes muy deformes. Martina y Lucas se burlaban de mis intentos de imitar a los casabes delgaditos, perfectamente planos y redondos que producían las manos diestras de la abuela. Después de muchas noches de aprendizaje, sudando al lado del fogón, logré por fin producir un casabe de forma regular, plana, delgada y bien redonda. Martina y Lucas se alegraron conmigo. “Ahora con secoya casando”, bromeaban.

La abuela Martina dirige la cernida de la yuca rayada para el casabe. El abuelo Lucas teje un nuevo cernidor.
Me viene a la memoria una pareja de indígenas jóvenes, muy bellos. Cuando llegamos por primera vez a la comunidad en Yaricaya, ellos dos tenían apenas dieciséis años y ya tenían un hijo de dos. Parecían una pareja muy amorosa y feliz.
Un día se me ocurrió preguntarles cómo se habían conocido y me sorprendí al saber que sus padres les habían arreglado el matrimonio.
Parecía existir poca o ninguna promiscuidad entre los indios secoyas, contrario a algunos cuentos de occidentales acerca de indio que hasta ofrecen sus mujeres a visitantes. Este no es, en absoluto, el caso de esta tribu. El hecho de que las parejas se casen muy temprano quiere decir que su sexualidad no es reprimida y se realiza de una manera calmada, natural, sin un sentido de urgencia. Además, el indio vive su sensualidad a través del contacto cercano con la naturaleza. En todo el tiempo que vivimos con los indígenas nunca vi una mirada morbosa.
Las secoyas rara vez tienen familias grandes. Los niños maman por dos o tres años, tiempo durante el cual no hay relaciones sexuales entre la pareja. Martina y Lucas habían tenido sólo dos hijos, sin embargo, Martina era muy joven cuando se juntaron. Era enternecedor ver a esta pareja de viejecitos meciéndose en la hamaca, cogidos de la mano y jugando como un par de amantes recién conocidos.
Noté con interés que las parejas pasan mucho tiempo del día juntos. A diferencia de nosotros en el mundo ‘civilizado’, donde a menudo estamos separados por muchas horas, el hombre y la mujer indígena trabajan juntos, sea en las labores de la casa o de afuera. Tanto los hombres como las mujeres lavan su ropa todos los días. La mujer generalmente se encarga de la cocina, pero cuando está a punto de dar luz ella y su marido van a una parte alejada en la selva donde él construye una vivienda temporal. Allí la pareja se queda por dos o tres semanas después del parto, durante las cuales él cocina.
Si se toma la decisión de ir de cacería, muy a menudo va toda la familia y hace un campamento en el monte.
Miguel, Diego y yo pasábamos mucho tiempo pescando. Disfrutábamos nuestros días río arriba remando por los pequeños afluentes hacía las cochas. Tanto Diego como Miguel se estaban volviendo pescadores bastante expertos y el pescado llegó a ser nuestra principal fuente de proteína. También aprendimos a “tejer”3 ollas de barro, a hilar la fibra de la palma de chambira (Astrucarium chambira) y a reconocer muchas plantas medicinales.
En ese lugar habíamos sufrido de las inevitables enfermedades tropicales: malaria, fiebres, diarrea e infecciones de la piel, causadas por picaduras de mosquito, arenilla o garrapata.
Sintiéndonos adaptados al clima, diestros al remar y acostumbrados a la comida: pescado, yuca, casabe, fariña4, ají negro y tanta fruta de palma como chontaduro, canangucho5 y milpeso, un día se nos ocurrió la idea de hacer un viaje por el río Putumayo para llegar al gran río Amazonas. Viajar a lo largo de ese río poco habitado, remando todo el camino, me pareció un reto irresistible. Mi boca salivaba de sólo pensar en saborear tal viaje. Habíamos estado viviendo en una región llamada Amazonas en Colombia, pero nunca habíamos llegado al río Amazonas en sí. Poder remar nuestra canoa hasta allá, siguiendo el fluir del río Putumayo, se presentó como un nuevo y gran reto después de lo que hasta ahora era nuestra vida selvática relativamente sedentaria.
Enrique Piaguaje, uno de nuestros amigos indios más cercanos, nos había construido una canoa de cinco metros. Un techo de palmiche tejido cubría tres metros. Un día Enrique había llevado a Miguel dentro de la selva para cortarla palma y luego nos había enseñado a tejerla para producir un techo que nos protegería del sol ardiente, las fuertes lluvias y las tempestades tropicales. De noche dormiríamos en la canoa cubiertos por ese hermoso techo. Llevaríamos también una quilla6 de tres metros con la cual podíamos ir de pesca por los afluentes y lagos pequeños que seguramente encontraríamos por el camino.

Aprendimos a tejer las ollas de barro.
2 Yuca brava: Yuca venenosa, que contiene ácido prúsico. Se utiliza para hacer casabe y fariña después de un proceso para eliminar el veneno. Es una yuca más nutritiva que la yuca “dulce”.
3 “Tejer”: Término usado por las secoyas para la elaboración del barro.
4 Fariña: Harina sacada de la yuca previamente puesta a descomponer.
5 Canangucho: Llamado “moriche” en los Llanos orientales de Colombia y “aguaje” en Perú, es una fruta de una palma que crece cerca de asientos de agua.
6 Quilla: nombre coloquial para una canoa con quilla. Pieza que va de proa a popa por la parte más baja del barco.