PREFACIO

Este libro es la apasionante historia de una mujer que hizo lo que la gran mayoría de nosotros apenas soñamos: adentrarse en el corazón de la Amazonia, uno de los últimos rincones del mundo donde, a pesar del avance de la civilización, hasta hoy ni la mano ni la vanidad del ser humano pesan mucho. Y lo hizo, además, no con la ayuda de sofisticados aparatos, sino recurriendo a las bondades de la naturaleza y a las técnicas de supervivencia que iba aprendiendo de sus habitantes, los indígenas.

Como sencillo relato de aventura, el libro es asombroso. Además, ratifica que los colombianos no conocemos nuestro propio país.

¿Quién de nosotros ha tenido el privilegio de mirar a los ojos a un jaguar de cerca, presenciar el saludo de los delfines por haberles rescatado a un compañero, navegar en una cocha entapada de Victoria Regia, tomar yajé en el fondo de la manigua, comer mico y piraña, o recibir como regalo una boa bebé?

La autora lo tuvo y no fue gratuito. No hay que ser experto en la materia para entender el reto que implica transitar a puro remo 1,500 kilómetros de una de las zonas más agrestes y solitarias del continente, el trecho del bajo río Putumayo, prácticamente deshabitado, que se extiende desde la desembocadura del Yaricaya hasta la confluencia del Putumayo con el Amazonas, ya pasando la frontera de Brasil. Tierra de nadie que encapsula todo el misterio de la selva aún intocada, donde la autora enfrentó peligros que iban desde los torbellinos que casi chupaban su bote en varias ocasiones hasta el asalto de una rara enfermedad tropical que la dejó inválida temporalmente en un remoto lugar donde sólo la inquebrantable fe en su estrella y la medicina natural a su alrededor la salvaron de un desastre mayor. Esto sin hablar de las molestias que tuvo que soportar a manos de personajes ignorantes, resentidos, corruptos o violentos que tipifican la triste presencia de la modernidad en las fronteras, entre ellos funcionarios estatales cuya única función parece ser la de humillar a los pobres. Idealista pero no ingenua, ella no ignora la manera en la cual la violencia y la explotación forman un contraste grotesco, si no aterrador, con la belleza del entorno y el trato pacífico de sus nativos.

Sin embargo, sería un error poner demasiado énfasis en las penalidades que sufrió. Leyendo detenidamente Hacia el Corazón del Amazonas se desbarata el cliché que pinta la región como un monte impenetrable y malsano plagado de insectos y predadores, hostil en sí al ser humano. En un estilo sencillo, gráfico y poético, Valerie nos muestra la verdad más profunda, el ensueño de un territorio que tiene una riqueza natural, estética y cultural inigualable. Ahí es donde se ve el valor de su enfoque. Para el viajero que respeta a los indígenas, escucha a los espíritus de la selva, confía en sus dioses tutelares y anda con amor, sin temor ni odio al medio, la selva le cambiará su conciencia a tal punto que, como nos dice claramente la autora, llegaría a entender que el verdadero infierno es la ciudad, con todo su estrés, contaminación, materialismo y falsos ídolos. En el fondo este libro es la historia de una peregrinación, no geográfica sino espiritual, que le permitió realizarse y lograr la gran paz interior que se siente en cada una de sus páginas.

A pesar de no tener ninguna credencial institucional o académica que se asocie con semejante hazaña, cuando Valerie emprendió el viaje (¡a la edad de cincuenta y seis años!) ya gozaba de las destrezas requeridas. Había llegado al país en 1959, y luego de decepcionarse con la existencia burguesa de su marido colombiano, se lanzó a la vida de autosuficiencia rural, trabajando durante décadas como artesana y pequeña agricultora mientras convivía con los campesinos en distintas regiones del país. Odisea que terminó con una estadía de varios años en una comunidad de indígenas Secoya, en el Putumayo, donde se adaptó a la selva hasta convertirla en su casa. Siendo extranjera, no solo el hecho de aprender su lengua y no solo el hecho de menesteres domésticos, sino también ganarse el cariño de la gente, justificadamente recelosa con el forastero, es una señal de sus talentos, además de ser un logro del cual ni siquiera pueden ufanarse muchos antropólogos colombianos. Con razón, sus amigos de la ciudad la llamaban cariñosamente la ‘brujita de la selva’.

Antes de comenzar su aventura, tanto ella como su compañero Miguel ya sabían defenderse en la selva. Aun así, medirse con semejante monstruo de río representaba un gran salto en la adquisición del arte de la supervivencia. Vale la pena resaltar que varios de sus amigos indígenas les advirtieron no intentarlo. El hecho primordial es que no fue accidental que lo lograron. Sin negar que aún para el nativo más raizal la suerte juega un papel en el éxito de dichas empresas, si uno no tiene las bases que ellos poseyeron, un reto tan fuerte e impredecible como este sería demasiado riesgoso.

Si alguien merece el título de explorador es Valerie Meikle. Como proeza de navegación y resistencia física, el viaje que realizó, que impresionó hasta los habitantes más curtidos de la selva, habla por sí mismo, pero insisto en que su significado va mucho más allá. Diría que es casi sin precedentes en el sentido de que inusualmente lo hizo una persona educada, plenamente consciente de lo que estaba haciendo y con el talento de sacar de sus experiencias lecciones universales para luego relatarlas a nosotros, lectores de la ciudad. Y este talento, a su vez, depende mucho de su don de gentes, su manera de relacionarse bien con los indígenas y mestizos de la Amazonía. No como gringo que explota cierto complejo de inferioridad hacia el extranjero, ni tampoco como rico que contrata guías y se refugia en costosas tecnologías, sino como amigo y simpatizante que, con humanismo y humildad, asume el papel de aprendiz frente al milenario saber de los que habitan la selva en todo sentido.

Creo que esa compenetración con una cultura ajena siempre ha sido la característica de los verdaderos viajeros, los que nos abren los ojos a una realidad distinta a la nuestra y nos hacen reflexionar sobre los valores de nuestra sociedad. Y que tampoco es una novedad encontrar una mujer entre sus filas. De hecho, hay una larga tradición de famosas exploradoras en su país natal, Inglaterra. Se remonta al siglo XIX, e incluye a figuras memorables como Isabella Bird, la primera mujer elegida como miembro del Royal Geographical Society, o Mary Kingsley, quien vivía con los caníbales de África y Gertrude Bell, conocedora de los desiertos de Arabia y arma secreta del mucho más famoso T. E. Lawrence. Lo que tenían estas mujeres en común era su estatus de “aficionadas”, quienes, sin apoyo oficial y desafiando los perjuicios machistas de la época, ampliaron nuestro conocimiento del planeta y al final alcanzaron la gloria.

No me corresponde a mí decir si Valerie Meikle obtendrá el mismo renombre algún día, y tampoco importa porque no se trata de una competencia. Lo que ella ha vivido es sui generis, porque viene de una persona que, en algún sentido, iba preparándose para la aventura durante toda una vida y, cuando llegó el momento, lo sintió, gozó y entendió plenamente, con entrega y pasión. Lo que sí puedo afirmar es que pertenece a la misma estirpe de viajeras inglesas talentosas, sensibles, recursivas y valientes. Es un honor para el país que ella haya dirigido su energía y su amor en difundir un mayor entendimiento de una de las zonas más bellas, exóticas e incomprendidas de Colombia.

Jimmy Weiskopf
Autor del libroYagé. El Nuevo Purgatorio
Villegas Editores