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CAPÍTULO 2

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FEBRERO

A veces me pregunto
si la Naturaleza no será la
envoltura material de la luz.
Y del agua.

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Bajaba con tanta agua el río que las voces de los pájaros se ahogaban en el ruido.

Salían a cantar los escribanos como salió la gente a los caminos tras días y días, que parecieron siglos, de lluvia. El mismo sol al que se ponen a clarear las sábanas volvía blanco el verde del pasto, del brillo de las gotas de agua sobre las briznas, mientras la tierra exhalaba un vaho que era como un suspirar de alivio. Casi todos los árboles de la ribera, alisos, avellanos, álamos, están florecidos y, mirando hacia arriba, se veía el cielo muy azul entre las ramas deshojadas con los amentos verdes cayendo hacia la tierra y el agua. Del fresno, todavía gris, emergen ahora unas flores púrpura.

Un mirlo de río huyó al verme y una pareja de lavanderas cascadeñas, de las que tienen plumas amarillas, se alejó, volando a saltos. No les gusta que pase por aquí nadie, sólo el agua haciendo ruido.

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Cuando se llama al bar Los Pescadores, en el puerto de Roquetas, se oye la voz de los marineros, al fondo, con el pitido de submarino, en primer plano, del teléfono público.

Se diría que allí estuvieran todos sumergidos, al saber siempre lo que pinta en el mar, que en estos momentos es la jibia. Si bien la semana pasada no hubo quien saliera por el viento de poniente, tal vez hoy lunes puedan zarpar y calar el trasmallo, y esperar a las jibias que se desplazan de noche hacia la costa. Me cuenta Antonio Padilla que todavía queda quien las pesca, por divertirse, con un espejo, en el que la jibia se ve de noche a sí misma, luminosa, encendida, y se ataca y se persigue hasta que llega al salabre. También se usaron mucho las nasas con una rama de olivo, donde la jibia dejaba la puesta como si el olivo fuera un alga, o la jibia un pájaro. Se practica también esa otra pesca a la muestra que consiste en pasear a una hembra viva cuyas señales luminosas atraen a los machos.

Aunque no distingan los colores, los ojos de un cefalópodo son tan perfectos como los de un vertebrado. Creyéndose otra, se hace la jibia una idea de sí misma, como los pájaros que se ven en los espejos que cuelgan los campesinos de los manzanos.

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Por Oscar Wilde y su estatua del Príncipe Feliz y la golondrina creemos que es el frío lo que más influye, cuando es la luz la que ordena y manda. Los pájaros cantan antes porque amanece antes. A la luz no le gusta el silencio.

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Cuando se despeje la niebla y aumenten las temperaturas, las hembras de lucio, ayer muy abultadas, empezarán a orillarse en los tramos tranquilos del Júcar y en sus embalses.

El lucio (Esox lucius) es un pez de hierba que se refugia en los tramos remansados para cazar al acecho peces pequeños como el alburno, y, a veces, por alcanzar los prados inundados, se queda la hembra orillada un rato mientras realiza la puesta de huevos.

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Lucio

Llama la atención porque la hembra del lucio es enorme, puede superar el metro de longitud, y su cabeza es larga y de hocico plano, parecido al pico de un pato, y la boca grande, llena de dientes, de cocodrilo pequeño.

De los huevos, de tres milímetros, salen unas larvas que tienen glándulas adhesivas en la cabeza para quedarse pegadas, por unos días, a la hierba.

El lucio, que trajeron a España en 1949, es verde como una lenteja de agua. La orilla del Júcar no es su orilla, es sólo una orilla imaginada, americana, europea o asiática. Pero la vida sólo tiene en cuenta el sabor del agua, las eneas, el aire, la luz, la tierra y, cuando la hembra se arrime a la orilla del río, de nuevo será verdad lo que en la imaginación vive.

También los almendros que, si pudieran, se imaginarían en Asia, han florecido en Valencia.

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Es con la luz creciente del invierno con la que florecen los almendros (Prunus dulcis). Algunos incluso en Navidad ya están plenamente florecidos, y no es tanto que se hayan adelantado en su floración, sino que los almendros se apresuran porque no vaya a ser que aparezcan las hojas y que estorben o tapen las flores, esas obras de arte expuestas para los insectos, que visto lo que se les ofrece, y aún a pesar de su aspecto, deberíamos de considerar a los insectos no sólo la fórmula más exitosa de toda la Naturaleza, sino también la más exquisita, al apreciar, mejor que ninguna otra clase de animal, las flores que casi en su totalidad se hicieron para ellos, como esta flor del almendro.

Tanta premura, además, viene condicionada por el tiempo que tardan en formarse las almendras, al ser uno de los frutos que con más lentitud madura, unos ocho meses, como si de una gestación se tratara.

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Almendro

Sucede todos los años. Es invierno y florecen los almendros. No nos acostumbramos. Como si el frío no mereciera tanta belleza.

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Me ha sorprendido comprobar que los búhos reales no sólo anidan en la repisa de los cortados, por donde se diría que cayó pintura blanca, sino que también, como en Doñana, hacen nidos en los árboles, muy altos, llevando la tierra al cielo.

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En el correo Ciudad de Granada, que cubría hace años la ruta de Mallorca a Valencia, siempre había un día al año, al atardecer, en el que el barco se llenaba de golondrinas.

Justo en mitad de la travesía, estos pájaros migratorios que con sólo diez gramos de peso sobrevuelan medio mundo, se dejaban caer sobre las cumbres del barco y se agarraban al mástil, proa al viento. Eran estas golondrinas como la nieve que no se oye: ni un solo canto gárrulo se escuchaba en el barco, cuenta Lorenzo Morata, práctico de Mahón. Ya de noche, las golondrinas ocupaban todos los rincones: no sólo los mástiles donde se arracimaban cientos de colas ahorquilladas, más de mil, seguro, sino también la cubierta del puente, y esa otra cubierta magistral donde no entran nunca los pasajeros. Algunas golondrinas morían navegando. Era tal su agotamiento que siempre se les ofrecía un plato de pan mojado en leche, pero no lo probaban y, sólo al acercarse al puerto parecían recuperarse y levantaban el vuelo hacia el horizonte, donde se perdían entre mar, noche y aire.

Según el Grupo Ornitológico Balear, tal vez hoy llegarán las golondrinas. No se sabe si vendrán volando, o navegando en el correo de Valencia.

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Dice Stefanescu, experto en ecología de lepidópteros, que encontró en el Montseny una docena de mariposas pavo real (Inachis io), despiertas y llenas de colores envejecidos, en uno de esos caminos de sol que marcan los machos. Llegan a vivir estas mariposas nueve meses porque hibernan en una cueva o en un garaje.

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Sólo cuando la trompeta ha sonado y se callan las voces de los ojeadores, cuando cesa la traca de disparos y ya no parecen quemarse las encinas con el ruido de los plomos cayendo sobre las hojas. Cuando ya sólo se oye el aleteo de alguna perdiz afortunada, cuando el monte vuelve a su ser y a sus sonidos, tras el paso de los perros queriendo cobrar la pieza, sólo entonces, bajan del cielo dando vueltas los buitres.

Tienen esa paciencia del que sabe que la muerte siempre llega, que la vida siempre acaba, pero no hay nada de siniestro en ellos. Tal vez porque son grandiosos, cinco, seis buitres, blancos y negros, contra el cielo soleado, limpio y azul. Los tenía por buena señal Hércules.

«Porque de todos los animales es el menos dañino, no tocando nada de lo que los hombres siembran, plantan o apacientan, y alimentándose sólo de cuerpos muertos, porque se dice que no mata ni aún ofende a nada que tiene aliento…», cuenta Herodoto Póntico, según recoge Bernis en las Vidas paralelas, de Plutarco.

Desprecian hasta la perdiz herida. Y al observarlos dar vueltas en el cielo, se sabe que se está viendo algo antiguo, y a la vez evolucionado, al no matar, ni querer nada que tenga vida.

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Están plantando las coles. No se siembran, sino que se plantan con tres hojas, y se tumban para que el surco de la tierra haga de almohada. Prenden con el agua sin lluvia de la noche. Y con el día se yerguen como si hubieran allí nacido.

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En el río Ebro vive una almeja grande como una mano y longeva como un árbol.

El paso de los años se cuenta en su concha como se cuentan en un tronco cortado los anillos de crecimiento de la primavera, y así, se ha podido saber, que esta almeja de río vive setenta años.

El nombre científico de esta especie de náyade es tan hermoso como su concha por dentro, que no es de nácar irisado, sino blanca como la porcelana, a veces amarillenta como la porcelana vieja, y siempre con el tacto de la loza y con la impresión de la vida que tuvo dentro tantos años. Con este nácar se hicieron mangos de cuchillo en un pueblo de Zaragoza, en Sástago, que aún hoy vive envuelto por unos meandros de río que parecen cintas de agua.

Por fuera, las almejas de río (Margaritifera auricularia) son oscuras y viven juntas y sumergidas en las pozas a tres metros. Según la Sociedad Española de Malacología, son únicas en el mundo.

Ayer bajaba menguado el Ebro y cayó al amanecer la rosada, pero después se templó el día y se templó el río, donde han empezado a verdear de flores los sauces blancos.

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No por hacer un experimento, sino para adornar una mesa, corté hace una semana varias ramas de un ciruelo que tenía las yemas cerradas, yemas de flor y de madera.

Las puse en un jarrón de cristal con agua que dejé en la galería donde, si pudieran, verían estas ramas el árbol del que proceden. También desde aquí se ve ya el sutil desborre de algunos árboles, que es como un desdibujarse del invierno, una suerte de bruma que parece el alma del árbol y que tiene distintos colores según la especie, verde en los olmos, marrón claro en los castaños, y que no es más que el primer síntoma de actividad de las yemas.

Según han ido pasando los días, las yemas de flor del jarrón se abrieron con sus cinco pétalos blancos, hasta cubrir las flores, como la sal en una mina, todas las ramas. Mientras, afuera, el ciruelo tiene la corteza negruzca de lluvia y de nieve, y sigue con sus mil yemas que no se atreven a abrirse. Algunas se han caído. Y ahora este jarrón florecido e indiferente parece un pájaro de plumas blancas, encerrado en su jaula, cantando al invierno.

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Por los grabados en la arena de la bajamar se nota que el agua tiene raíces. Me pregunto si los árboles desarrollaron las raíces siguiendo las huellas del agua.

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Dan ganas de irse al río tras robar de un cajón unas medias, como hacía el pescador Maceiras de niño, y llenarlas de algún pez mazado y esperar a que lleguen cien anguilas oscuras como el limo, claras por el vientre como las piedras.

Pero nos haríamos viejos esperando a que aparecieran las anguilas porque el movimiento de las corrientes oceánicas del Golfo, que traía desde el mar de los Sargazos sus larvas, arrastrándolas miles de millas hasta la entrada de nuestros ríos donde se volvían angulas y luego, río arriba, anguilas, esa gran corriente, ha sufrido un desplazamiento hacia el norte, por lo que la migración pasiva de las larvas no tiene ya como punto final del viaje los ríos donde nacieron sus progenitores, esas anguilas que se iban a realizar la freza al mar de los Sargazos y jamás volvían, sólo sus larvas leptocéfalas. No. Ya no regresan las larvas, ni las angulas, ni las anguilas, hoy expatriadas. Y este desplazamiento de la corriente del Golfo es la principal hipótesis con la que están trabajando científicos como el doctor Lobón-Cerviá, experto en ecología de poblaciones.

Mientras tanto, los narcisos y los ácoros, que no se han movido de las orillas, han comenzado a florecer en el río.

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Esta mañana, aunque el día estaba gris, o precisamente por eso, bajé a cortar unos narcisos. Noté como si la planta agradeciera que le quitara las flores, para seguir a la suyo, que es la producción y no el adorno. La belleza es agotadora.

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Galicia tiene una tierra muy oscura, como hecha con la hojarasca de los siglos.

Al fin ha empezado a ararse, una vez que se ha secado la tierra después de tanta lluvia, para plantar las patatas y las primeras coles, donde las mariposas blancas de la col aún no han acudido, como si estuvieran esperando a que prendieran con el relente de la noche. Los grelos, sin embargo, están plenamente florecidos tras los carnavales, y entre ellos vuelan ya las mariposas limoneras de alas amarillas.

Las estacas de sauce blanco que se clavaron para sostener el cable del pastor eléctrico, han echado unas ramitas con flores verdes. Mientras tanto, en la costa, se ven estos días reflejados en el azul del mar las copas rosadas de los robledales, con los botones a punto de desabrocharse, y los troncos y las ramas cubiertos por el verdor blanquecino, al sol, de los líquenes.

También las rías brillan ahora con un azul muy claro y muy limpio, como si los ciclones no hubieran arado sus aguas, y en la tranquilidad de las bateas bajo las que viven, amarrados a las cuerdas, los mejillones, se posan a pescar las garzas, mientras al abrigo de los puertos nacen los alevines de los mújoles.

Toda la vida está aquí de nuevo empezando. Porque en Galicia, cuando ya crees que no podrás más de viento y de lluvia, sale un día como el de hoy, y de pronto se convierte en el único lugar en el que quisieras morirte. Morirte de vida.

Puede que la vida empezara en un lugar muy parecido a Galicia.

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Cuando salen los turiones, que son esos vástagos del bambú que emergen de la tierra, pueden llegar a crecer un metro en sólo unas horas, treinta metros en un mes y medio. La hierba de acero, llaman al bambú por su resistencia. Y no es más que una gramínea, como la avena o el trigo, llena de misterio. Dicen que representa las mejores virtudes del hombre: la flexibilidad y la constancia. Sus semillas son las más bonitas que he visto en la vida: con forma de frambuesa, el color de la madera, y el tamaño y el sonido de un sonajero. Cuenta Miguel Delibes de Castro que en China los bambúes no florecen hasta pasados al menos treinta años y, entonces, todos juntos, repentinamente, mueren.

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El mar estaba azul y frío ayer por la mañana en Los Escullos de Almería. Tenía el mar ese frío del agua que agarra la vida, que no la deja ir, ni la desata, que es capaz de atraparla en los caparazones de púas verdes y moradas de los erizos cuyas gónadas, a estas alturas del año, llenan su vacío, me informan Luis Reinoso, instructor de buceo, y Carlos Gabín, zoólogo marino.

Cuando las mareas de levante caldeen el agua, cada erizo hembra arrojará al mar, a la deriva, veinticinco millones de óvulos que el frío retiene ahora, ya que la temperatura gobierna la vida del erizo, su lleno y su vacío, y es en el agua, al azar, donde el óvulo se fecunda.

El erizo de mar (Paracentrotus lividus) pace algas todo el año y abre oquedades en las rocas con sus dientes masticadores (linterna de Aristóteles) que ahondan a lo largo de su vida, tanto, que llegan a quedar atrapados para siempre. De no cavar su propia trampa, el erizo es andarín, con esos pies de estrella que llaman ambulacrales y que le permiten huir de la luz directa del sol que nada le gusta y de la que se protege poniéndose, a modo de sombrilla, pedazos de caracolas. Sólo la tibia marea de levante abre su vida al vacío, al azul y el verde del mar y el azar.

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El cuco, ese pájaro de notas dulces, tiene un pariente gárrulo, ruidoso, cuya voz es todo menos melodiosa y el sonido más agradable que emite es una suerte de cacareo de gallina. Se llama críalo (Clamator glandarius).

Desde su casa de Ceuta, José Jiménez me habló ayer por la mañana del críalo, mientras divisaba por un ventanal el estrecho de Gibraltar cubierto de chubascos. Según José, estos días de lluvia son buenísimos para ver pájaros porque, al no haber visibilidad, no cruzan el mar y se posan en tierra o en los hilos telefónicos hasta que, al mínimo claro, salen volando en desbandada hacia la Península.

En una ocasión pudo recoger del suelo un críalo que estaba exhausto y allí vio que, a pesar de su voz, es bonito, porque tiene un plumaje pardo, moteado de blanco, y es casi tan grande como las urracas cuyos nidos parasita.

No aprovecha los nidos de los pájaros cantores pequeños, ya que el críalo parasita los nidos de los córvidos, y así debilita las poblaciones de urracas, que son, a su vez, grandes expoliadoras de huevos de los nidos de los pájaros que cantan. Por eso, cuando el críalo se decida a cruzar el estrecho, su voz rota ayudará a que lleguen al aire todas las melodías.

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Críalo europeo

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Mariposas que hibernan como osos se han despertado con el sol de los últimos días en la sierra de Guadarrama, en Madrid, donde el doctor Martín Cano ha visto volando a las limoneras que pasaron el invierno en los huecos que crecen con las cortezas.

Sin comer, con las antenas hacia atrás y las alas plegadas, ha esperado la limonera al sol, mientras el tiempo le desteñía las alas. A veces hay mariposas como la preciosa «pavo real», de alas grandes y de colores rojos y naranjas, a las que el invierno les rompe los ocelos azules, y aun así vuelan para poner los huevos después de hibernar entre las pacas de hierba. O la mariposa de los olmos, que inverna en las cuevas y que también veremos con las alas del año pasado.

Si sale el sol, en la mitad meridional peninsular y en las zonas templadas, volarán hoy la limonera y la mariposa pavo real con las alas desteñidas, viejas o rotas para sembrar los espinos y las ortigas de alas nuevas de mariposa.

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A veces parece casi un misterio la forma en la que los seres que habitan en el agua se dispersan por el mundo. En nuestros embalses viven medusas chinas, y a la orilla del mar hay algas japonesas de varios metros de largo que llegaron, pequeñísimas, enganchadas al ancla de un barco, o en el interior de un molusco. No suelen viajar los habitantes del agua como adultos, sino como propágulos, como posibilidad nueva de vida, y mientras las semillas que viajan por el aire, habitantes de la tierra, encuentran obstáculos geográficos a cada paso, una montaña, un mar, una persona que se cruza en su camino; los propágulos de algas, las larvas de medusa, las huevas de los peces colonizan el agua a una velocidad asombrosa, tanta que aún viviremos para verlo.

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En la nieve, las huellas de la ardilla empiezan siempre en un árbol, y terminan en otro, a no ser que salte por las ramas. Estas huellas, aunque más pequeñas, recuerdan a las de las liebres, ya que también andan las ardillas a saltos y marcan las cuatro patas. A veces hacen una parada que es un agujero oscuro y nevado, y buscan alguna despensa casi olvidada en el suelo o en la cepa de un árbol cortado, que yo he visto castañas en el corazón muerto de un cerezo. Pero las ardillas suelen comer en las ramas y, desde la copa de los pinos, dejan caer unas brácteas lignificadas, las escamas de las piñas, como una lluvia leñosa.

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Cuando Antonio iba de niño con su padre por la sierra de Córdoba se fijó en que las conejas paridas, cuando salen porque tienen que comer, echan tierra a la boca de la gazapera, dejando, para que entre el aire, un agujerito arriba.

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Un poco antes del amanecer, cuando todavía no han salido los tractores, esos barcos que dejan, si llueve, un oleaje de barro, se cuentan hasta doscientas avutardas avanzando por los carriles pesada y silenciosamente hacia los caleños, que es como llaman en Badajoz a esos terrenos que tienen más cal que arcilla, y que son más secos.

Huyen ahora las avutardas del cereal donde los terrones se les pegan con la humedad a las patas. Me lo cuenta Sabas Molina con esa manera de hablar del campo, llena de flores silvestres, palabras y especies nuevas para mí, como esas barlias (Barlia robertiana), que son unas orquídeas gigantes, las más altas de Europa, y las más tempranas, porque ya están florecidas por esas tierras llenas de cal que parece que no sirven para nada. Orquídeas violáceas como la luz que el sol, incluso en los días grises, envía escondido tras la curva de la Tierra.

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Sueño con un lugar en el que todo lo que haya existido, en el día en el que existió, quede ahí guardado. Para realizarlo habría que pedir al biólogo E. O. Wilson que añadiera el factor Tiempo a ese término que divulgó llamado biodiversidad.

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La musaraña etrusca o musarañita (Suncus etruscus) es cenicienta y se mueve tan deprisa entre las piedras que nuestros ojos no la atrapan.

Tiene el tamaño de una cereza y el corazón ocupa lo que un grano de arroz.

Las lluvias que han caído esta semana favorecen que se multiplique, y a partir de ahora, hasta seis camadas podrán salir de una sola hembra, camadas de cinco crías, tan parecidas y tan pequeñas como cinco gotas de agua.

Se mueven estos días de febrero por los viñedos abandonados y por los azules olivares, comiendo insectos que les doblan en tamaño y en peso.

Una sola vuelta alrededor del sol es, para la musarañita, la vida entera, y mueren en plena actividad, casi siempre de un susto de los que da el mundo.

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Como si en vez de arena hubiera un reloj de tierra, han emergido puntualmente los narcisos en Lendínez.

Lo primero que ven estas flores amarillas que se yerguen como el periscopio de un submarino en el mar del olivar, es a los hombres y mujeres vareando las últimas aceitunas, negras ya de tanto envero, que caen como una última lluvia de frutos al suelo directamente para quedar la parvada de aceitunas haciendo un corro alrededor de su árbol, una corona caída sobre la tierra como un último homenaje al olivo (Olea europaea) que otro año va a podarse con la corta que se hace de manera que salgan, directamente del tronco, y de la tierra como los narcisos, de nuevo la rama, la hoja, la flor y el fruto con la misma fuerza del principio aunque, según nos contó Enrique, es de los cincuenta a los ochenta años cuando un olivo da lo mejor de sí mismo.

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Olivo

Caen de otra manera las primeras aceitunas, esas que se cosechan en verde en octubre y que dan un aceite de color manzana verde que sabe a tomate de los de antes y a gloria eterna de la de siempre, y que en la almazara Cooperativa de San Amador de Martos envasan como si fuera un perfume, que lo es, ya que puede que sea el mejor perfume de la tierra que yo haya olido en mi vida, este aceite verde de los olivos marteños que se hace con una aceituna muy temprana y a la que, para amortiguar su caída, se le pone, a modo de paracaídas desplegado, blanco como el velo de una novia, una tela por debajo para que no sufra y llegue la aceituna a la almazara con el andar de un poeta de manera que no toque jamás el suelo para molturarla de inmediato, no vaya a ser que caiga en la cuenta de que ya no está en la rama de su árbol, ni en el olivar, y se atroje la aceituna de pena.

Todo esto lo ven los narcisos amarillos como el sol, bajo el día casi nublado de febrero, atalayando desde las cuatro piedras que no pudieron, ni con tractores, arrancar del suelo, de lo apresadas que estaban, como quien tira de una propiedad para sí, que también la tierra puede poseerse a sí misma, y por eso se empeña y se agarra valiéndose de sus piedras y de todas las dificultades que pueda poner para que le dejen al menos estas islas pedregosas que parecen islotes marinos, sólo que aquí el mar no es azul sino verde, de un verde que sueña que es un mar.

Allí anidan los pájaros cantores y comedores de toda suerte de insectos que hoy cuidan del olivar sin darse ningún mérito, que la humildad es lo primero que aprendes en Lendínez. Oyes el canto de columpio oxidado de estos valiosísimos pájaros según empiezas a subir por las laderas dejando atrás, salpicándote por la espalda, el oleaje de los olivos, para encontrar otros verdes distintos, de encina y de acebuche y de plantas con hojas grandes y oscuras como de lugares tropicales y de flores silvestres hermosísimas y pequeñas y humildes.

También la fauna se afinca en estas islas de tierra rosada y de piedras claras con toda suerte de huras, orladas de musgos, que lo mismo albergan zorros que conejos que liebres de las que corren a toda velocidad por los olivares pero cuyos lebratos no se inmutan del lugar cuando nacen.

Porque es como para no moverse de Lendínez cuando atalayas también desde lo más alto y ves el cortijo allí abajo, rodeado de cipreses que dan la bienvenida a todo el que llega, entre las ondas de un mar infinito que no te cansas de mirar nunca.

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Por las tardes, el cielo de Madrid se llena de miles de gaviotas reidoras y sombrías que pasan tan altas que sólo se distingue un gris volandero sobre el gris del cielo.

Sobre el techo de aire de la calle Velázquez, se van juntando para hacer un descanso, dando vueltas en espiral como los papeles abandonados.

Se pueden observar las gaviotas por Madrid a eso de las seis y cuarto, cada vez más tarde, según se acorta, con la marea de luz, la noche de los días.

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He cortado unas cuantas ramas de tilo, que son de un rojo muy oscuro, casi granate, y las he puesto en agua con varias ramas de olmo, y tres varas grises de avellano. Un jarrón de ramas por hacer. Es hermoso lo que aún no es.

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Esos ríos desbordados, de chopos con los pies empapados, de árboles que por fin se ven en el río después de tanto rumor de hoja y de agua, ¿llamándose?, de peces perdidos por los campos.

Entre las especies que más se aferran al cauce, está curiosamente la carpa (Cyprinus carpio), el pez que más ha viajado por el mundo. De origen asiático, vive hoy en más de sesenta países de los cinco continentes, y vive mucho, ya que se ha observado una duración de vida de cuarenta y siete años, aunque casi siempre haya sido introducida: en el Danubio, en el siglo i, por los romanos, y en España durante la dinastía de los Habsburgo. También el barbo, al estar en el fondo, tiene más probabilidades de quedar en el cauce, a pesar de las riadas. Pero según Adolfo de Sostoa, ictiólogo, hay peces que van a verse desplazados del cauce del Ebro estos días, hacia las orillas asfaltadas de las calles, hacia los sembrados o las huertas plantadas de alcachofas, hacia los columpios de los niños. Entre ellos, la madrilla, como una bandada de pájaros, al ser un pez muy gregario y la bermejuela, que ésta sí que es una especie endémica.

Cuando las aguas vuelvan a su cauce, ¿se acordará el río de recolectar sus peces de las orillas?

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Hoy había olas de diez metros que subían por el monte como caballos blancos, y un mar de fondo que mareaba con sólo mirar los botes en el puerto. Los barcos son peces que los marineros amarran con cabos para que no se vayan.

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Allí donde hay alguien que pone a crecer una hiedra, un seto de arizónicas o una madreselva, aunque no piense en los mirlos, aunque ni siquiera sepa cómo es su canto, con el solo motivo, tal vez, de no ver, ni ser visto por sus vecinos; se encuentra, al cabo de unos años, observado con la mirada oscura de los mirlos (Turdus merula), cuyos ojos tienen alrededor un anillo. Naranja. De un naranja tan iluminado como el del pico y que destaca en un pájaro que, cuando cruza de la hiedra a la madreselva, parece un chispazo de plumas negras.

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Mirlo común

De forma excepcional también hay mirlos blancos, totalmente blancos: uno de cada diez mil es albino, y no es este un defecto, ni un ensayo, sino la manifestación por azar de un gen recesivo que, como toda singularidad, puede complicar la existencia: un mirlo blanco es, valga la redundancia, mejor blanco para sus depredadores. En el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid hubo hace unos años un ejemplar de mirlo blanco que hoy ya no está expuesto y en estos momentos me lo imagino en un cuarto oscuro, con esa cara de perplejidad ante el mundo que tienen los animales disecados.

Pero, además de blanco, o negro, un mirlo común puede ser, también por caprichos del cromatismo, de un color al que los ornitólogos llaman color isabela y que supongo que tendrá mucho que ver con el tono isabelino de los caballos, una mezcla de blanco y de pardo que aparece de forma total en algunas perdices, zorzales y mirlos.

Después hay que tener en cuenta no sólo el color, sino el tono. Hay una regla en ecología, la regla de Gloger, que relaciona el grado de humedad con la temperatura. Según esta regla, un mirlo será tanto más oscuro cuanta más humedad posea el ambiente donde vive, aunque yo no he apreciado tal cosa en este lugar donde los musgos andan de un sitio a otro con la suela de los zapatos.

Claro que mi criterio es muy particular, como mi oído, ya que me parece más hermoso el canto de escapada del mirlo cuando vuela como si le persiguiera el mundo, como si volara de un universo a otro, que su canción completa de notas puras. Me suena más a verdad la escapada, como me pareció más verdad este lugar cuando lo vi iluminado por la luz de una tarde de verano. La luz. Creo que ahora es la luz de las estrellas, de lejos, la que me tiene enredada en este final de la tierra del que dicen que sólo tiene lluvias y que para mí es principio y tierra de luces. Y de olores. A tierra mojada, a la madreselva que puse a crecer para los mirlos en un campo que fue campo de lino y que, como a todos los campos que alguna vez fueron cultivados, no hay quien lo calle y echa las flores azules del linar cada año, aunque sea en las lindes.

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En estos momentos está entrando por la ventana un chasquido metálico que va recorriendo el aire del campo y pienso en las ramas que están cayendo al suelo: ramas de manzano, de ciruelos, y de árboles que dan albaricoques con una piel tan áspera que parecen pellejos. Las ramas recién podadas se dejan caer primero al azar, como si el viento las hubiera tirado con uno de sus temporales, y luego se van ordenando en montones y se les prende fuego y, al olor dulce del humo de leña, se va uniendo ese otro olor a las manzanas y a las ciruelas que ya no dará esa rama del árbol, como cuando se quema un tronco de eucalipto y el aire huele a las hojas que ya no tiene.

Con el ocaso, las hogueras se van apagando y, entre el aroma dulzón del aire que oscurece y los rescoldos rojos como manzanas como ciruelas como cerezas en plena noche, se diría que,más que ramas, se quemaron promesas de frutos.

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Me cuenta Joaquín, agricultor sevillano, que los albaricoqueros de la variedad jerónimo presentan este año una floración extraordinaria. Dice que huelen a «agua de colonia fresca y refrescante».

Puede que la mejoría del tiempo influya.

Que al sol le guste perfumarse.

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Con la tinta, que es la noche del papel, hacían los pescadores japoneses del siglo xix unas impresiones con sus capturas para realizar estampas que sirvieran como anuncio con un arte llamado gyotaku.

Lo contemplé por vez primera hace unos días, cuando fui a encargar unos cuadernos con papel de guarda, de esos que hacen aguas, a La Eriza, en la calle Colón, tiene gracia, de Madrid. Allí estaba expuesta la obra de Antonio Valverde y sus gyotakus, peces que son huellas dactilares sobre un papel blanco que hace ondas.

Ligeros como si fueran a volar, igual que un humo oscuro, hay un rape, una raya y su primer coautor, un calamar, cuya tinta se utilizaba para este arte involuntario, ¿de mediar la voluntad sería arte?, del pescadero y el pescado.

Si la Naturaleza nos pidiera derechos de autor, me pregunto si podríamos pagarlos.

Todo puede ser, noche y día y mar (¿universo?) negro sobre blanco.

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Al contrario del topo, el topillo es redondeado y come hierba. Agarra el ápice con sus manos afiladas y blancas como dientes. Igual que un niño caprichoso, deja los bordes, y el hueco de una «u» en cada brizna.

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Viniendo de La Coruña, a la altura de Piedrafita, se ven por la derecha unos bosques de robles que están verdes sin hojas.

Como si se tratara de la rama cristalizada de Stendhal, aquella que abandonada en las minas de sal de Salzburgo para explicar qué es el amor, cristales de sal sobre una rama deshojada en invierno, así están recubiertas de líquenes verdes las ramas de estos carballos, y los troncos. Casi completamente. Tiene que estar aquí el aire muy puro para que se posen de esta manera los líquenes. Pero siempre un paso, una primavera por detrás de la primavera del árbol. Y así parece que lleva cada roble un jersey verde claro que siempre le queda pequeño, ceñidísimo, puesto que le asoman por sus muchos brazos el crecimiento del año, sus oscuras manos vegetales, sus dedos pardos, que aún no ha recubierto el liquen.

Todo ocurre así más o menos en la Naturaleza, que no es una acumulación de hechos simultáneos, sino un encadenado de sucedidos: primero la rama, después el liquen.

En el bosque verde sin hojas, lo que se ve ahora es el pasado, al señalar los líquenes lo alto, lo lejos que llegó el árbol la penúltima primavera.

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La valla de madera, que se pintó de blanco para que a la luz de los faros se viera de noche y que se llenó de verdín con la lluvia, está hoy como recién pintada, deshechas las algas en esporas volanderas.

El sol limpia.

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El día tiene ahora más de once horas de luz y a esta duración del tiempo diario en que los organismos están expuestos a la acción directa de la luz se le llamó, a principios del siglo xx, fotoperiodo, que es el factor elegido por la Naturaleza para fijar sus ritmos anuales.

Pero, desde aquí, yo no percibo estos días que crecen como un tiempo que se pueda contar en números, sino como un olor indefinido que llega desde las ramas, o como un sonido lejano parecido al que hacen las olas del mar al detenerse para que veamos su cresta, justo antes de reventar en flores, en cantos, en hojas: es una luz que huele, es una luz que suena.

Es la luz que tienen los niños que salen y entran de día en casa; una ola invisible que ha roto en parejas las bandadas de pájaros.

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Amanece rosado el cielo y ya están los cuervos volando uno tras otro. Luego, según avanza el día, se les ve ya garabatear esas acrobacias por parejas que delatan el cortejo, lleno de inocencia. Hasta para los cuervos el amor es blanco.

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La flor del tojo (Ulex europaeus) es amarilla como el sol en lo alto. Por eso los montes gallegos están ahora iluminados bajo la lluvia. Una flor que no se puede cortar, porque cae al suelo con los golpes y porque en vez de hojas, el tojo tiene pinchos. Los paisanos gallegos lo saben y se acercan con guantes y con fouciña, y con botas que el tojo atraviesa. Se arañan las muñecas mientras las flores caen al suelo y el tojo, recién cortado, se dispone a cicatrizar y retoñar, para encender los montes al año.

En Galicia, lo que no es monte es leira, o tierra de labor, hasta donde llevan el tojo en carros. Antes pasa por las cuadras, donde será cama de pinchos verdes para las vacas. Los campos de maíz lo esperan como abono estos días, mientras languidecen entre miles de zorzales que cantan.

Llueve en Galicia. Es una lluvia que no moja: arropa. Y ha iluminado ya todos los amarillos: el de la flor del tojo, las mimosas y la base verde del trigo que amarillea también ahora. Desde que la luz del invierno no toca la tierra donde espiga.

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Tojo

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Apresar brinzales a la tierra no es lo mismo que sembrar centeno, porque si a estos árboles les ocurriera algo, estaríamos perdiendo no una cosecha, sino el tiempo, que es irrepetible.

Huyamos pues del monocultivo que contagia las enfermedades a la velocidad del rayo, y recordemos las olmedas que murieron por vivir tan juntas, y los eucaliptos, por ser tantos, cuyas hojas aparecen hoy en lo alto de las copas afectadas por su plaga australiana.

Ya lo predijo Ceballos: que un día llegaría también a España el Gonipterus scutellatus; que, con el eucalipto, rascacielos entre los árboles, acabaría un gorgojo. Por eso conviene intercalar las especies arbóreas que nos admita el poco suelo que nos queda, mezclar todas las ramas como haría un jardinero viejo, un niño, o la propia Naturaleza.

Detrás de esos cables donde se posaron hace unos días las primeras golondrinas; detrás, en el vacío, los árboles dejarán pasar el sol en invierno, darán sombra en verano y, con sus raíces, agarrarán la tierra que pisamos cuando nos hayamos ido.

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