CAPÍTULO 1
Matar a distancia

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Un blanco para tiro alemán, primorosamente decorado, de finales del siglo XVIII (1792) con una escena de caza. Este tipo de blancos fueron muy populares en el centro de Europa, donde a una brillante tradición cinegética se unía la existencia de competiciones de tiro, una costumbre muy arraigada. Todo ello permitió a los soberanos de muchos de sus micro estados contar con excelentes tiradores con los que dotar a sus unidades de cazadores —jäger— que acabarían convirtiéndose en los auténticos precursores de los actuales francotiradores.

 

Álora, la bien cercada,

tú que estás en par del río,

cercóte el Adelantado

una mañana en domingo,

de peones y hombres de armas

el campo bien guarnecido;

con la gran artillería

hecho te habían un portillo.

Viérades moros y moras

subir huyendo al castillo;

las moras llevan la ropa,

los moros harina y trigo,

y las moras de quince años

llevaban el oro fino,

y los moricos pequeños

llevan la pasa y el higo.

Por encima del adarve

su pendón llevan tendido.

Allá detrás de una almena

quedado se había un morico

con una ballesta armada

y en ella puesto un cuadrillo.

En altas voces diciendo

que del real le han oído:

-¡Tregua, tregua, Adelantado,

por tuyo se da el castillo!

Alza la visera arriba

por ver el que tal le dijo:

asaetárale a la frente,

salido le ha al colodrillo.

Sácole Pablo de rienda

y de mano Jacobillo,

estos dos que había criado

en su casa desde chicos.

Lleváronle a los maestros

por ver si será guarido;

a las primeras palabras

el testamento les dijo.

Romance anónimo publicado en el siglo XVI

 

1.1 LAS REGLAS DE LA SUERTE Y LA HABILIDAD

AÑO 1434. UNA MAÑANA DE DOMINGO. Por orden de Enrique IV de Castilla, el segundo adelantado de Andalucía, Diego Gómez de Ribera, ha cercado con un poderoso ejército la fortaleza malagueña de Alora, que apenas cuenta con un centenar de defensores. El adelantado se acerca a la muralla para conminarla a la rendición, pero de manera imprudente se quita de la armadura el barbote, que sirve para protegerle toda la parte inferior de la cara. Advertido el alcaide del castillo, que se encuentra en el adarve, aprovecha para dispararle una flecha con una ballesta, de manera tan certera, que se clava en su boca y le atraviesa la cabeza. El adelantado cae herido de muerte y fallece esa misma noche. Su pérdida da por concluida la expedición, que levanta el sitio sin haber tomado la ciudad. De hecho, no caerá en manos de los castellanos hasta medio siglo después.

Podríamos llamar antecesores de los tiradores de precisión a todos aquellos que experimentaron en su época con tácticas, armas y telescopios o lentes de aumento con la intención de abatir un objetivo situado lo más lejos posible. No es algo nuevo, aunque los conflictos bélicos actuales lo hayan puesto muy de moda. Como hemos podido leer en la página anterior, el romancero español recoge un suceso que bien podría cumplir con este axioma.

Hemos hablado de ballestas y podríamos hacerlo también de arcos, venablos, dardos o jabalinas, pero vamos a dar un salto en el tiempo y a centrarnos en las armas de fuego, aquellas cuyo proyectil o bala es empujado y proyectado por una reacción química, la de los gases que produce la pólvora u otro agente explosivo-expansivo. Su invención es uno de los hechos más importantes de la historia.

Aunque la pólvora, conocida en China desde al menos el siglo VII, era producida en Europa en el siglo XIII y empleada para su uso en artillería —que a mediados del siglo XIV era ya usada en toda la Cristiandad—, y sabemos que a finales de siglo se hicieron trabajos experimentales de armas de fuego portátiles, sin conocer bien sus características ni las razones concretas de su desarrollo, las armas de fuego ya se habían dividido de facto en esos años en dos grupos, las piezas pesadas de artillería para batir fortificaciones y combatir en el mar, y las que podían ser llevadas por un solo hombre2.

Esas primeras armas de fuego portátiles eran herramientas muy simples, se trataba básicamente de un ajuste o cureña de madera, similar al de las ballestas con que iniciábamos este capítulo, sobre el que se montaba un tubo de hierro cerrado en la parte anterior, o «culata», con un agujero en lo alto. Este tubo se denominaba «caño», y de ahí derivó la palabra «cañón». El tubo se cargaba con pólvora y se introducía un proyectil esférico de barro endurecido —similar al de los virotes de las ballestas—, plomo o hierro, luego se apuntaba al objetivo y se aplicaba una barrita ardiente o al rojo por el orificio, lo que producía el disparo.

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Cañón de mano de la dinastía china Yuan. Esta fechado en 1310, mide 35,3 centímetros de largo y pesa 6,9 kilogramos. Antes de dispararlo se colocaba en un soporte de madera y se llenaba de proyectiles y pólvora. Cuando la polvors se encendía, su fuerza disparaba el proyectil.

Estos cañones eran imprecisos y de corto alcance, se sujetaban con una mano apoyándose en el pecho o cintura, y con la otra se sostenía la barra ardiente. Además, teniendo en cuenta que la carga de la pólvora no estaba determinada con seguridad, y cada tirador la hacía según su conocimiento y experiencia, y que el grosor del cañón no debía ser a menudo lo suficientemente resistente, la cantidad de heridos o muertos que debieron producirse hasta conseguir modelos operativos y eficaces probablemente fue muy alta.

Poco a poco el agujero que estaba encima de la recámara y se rellenaba de pólvora —el «oído»— se hizo cónico para facilitar la carga; más tarde, se situó a la derecha con un pequeño recipiente —que luego será el «fogón» y más adelante la «cazoleta»—, para la pólvora del «cebo», siendo reemplazada la barra ardiente por una mecha encendida.

Los cañones de mano generalmente eran de bronce o latón, aunque había algunos modelos fabricados en hierro. Se apoyaban en un trozo de madera redondeada que se sostenía bajo el brazo del artillero o se apoyaba contra el suelo para estabilizar el arma. La madera protegía al artillero del calor de la descarga y ayudaba a controlar el retroceso del arma. Un documento alemán de 1390 indica que los cañones estaban llenos de pólvora en tres quintas partes de su longitud, seguida de un tope de madera y luego una bola de hierro o de piedra. Otros, menos sofisticados, lanzaban flechas o incluso piedras recogidas del suelo.

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Trueno de mano de 1399 procedente del castillo de Tannenberg, en Hessen. Fundido en bronce y originalmente montado sobre una base de madera era, ligero y portátil. Probablemente se utilizó para defender de los ataques los muros del castillo. Museo Nacional, Nuremberg.

En algunos casos, el artillero sostenía el cañón con ambas manos mientras que el fuego era aplicado al agujero por un ayudante. Alrededor de 1425 se desarrolló un método para fijar el disparador con un mecanismo en forma de S que bajaba el fósforo por medio de una palanca, y que funcionaba como un gatillo. Ese dispositivo le permitía al artillero fijar toda su atención en el lugar en el que apuntaba.

1.1.1 Herramientas para cambiar el mundo

Los primeros cañones de mano tenían la capacidad de perforar armaduras, y destrozaban una cota de malla, eran baratos y podían ser producidos en masa. El destello y el ruido emitidos por la pólvora incendiada tenía un efecto psicológico sobre el enemigo, y mucho más si nunca había visto algo parecido —como ocurrió en América cuando llegaron los españoles—. Su poder penetrante y su velocidad eran aproximadamente equivalentes a los de la entonces popular ballesta, y a diferencia de los mortíferos arqueros ingleses, los artilleros podían ser entrenados rápida y fácilmente.

Las armas de fuego tenían una ventaja adicional en que los métodos de forja requeridos en su fabricación significaban que los gobiernos centralizados de los monarcas cada vez más poderosos, controlaban la producción y la fabricación de municiones.

En las Guerras Husitas3 (1419-36) se desarrollaron por vez primera tácticas modernas para permitir que las armas de pólvora contribuyeran decisivamente en una guerra en Europa. Originalmente, los husitas lucharon en una guerra defensiva, pero hacia 1427 pasaron a la ofensiva, desarrollando lo que se conoció como «estrategia de carros de guerra», diseñada por el brillante Jan Ziska, y llamada así por la columna de carros en la que las fuerzas husitas viajaban y luchaban.

Los vagones en cuestión eran simples vagones rectangulares de granja con tablones fuertes de tres a cuatro pies de altura desde la base del vagón. En la parte superior de los lados, algunos de los cuales estaban blindados, había tablones adicionales abisagrados, que podían levantarse y fijarse, formando una pared a través de la cual los artilleros de mano y los ballesteros podían disparar. Debajo del cuerpo del carro había otro tablón con bisagras, perforado con hendiduras que se podían bajar para cerrar el espacio debajo del carro y crear una cubierta adicional para los artilleros de mano y los ballesteros.

La tripulación de cada carro consistía de 30 a 44 hombres, incluyendo cuatro a ocho ballesteros y dos tiradores de artillería de mano, dos conductores, soldados de pie, piqueros, y portadores de escudo —tipo pavese—. El objetivo principal de los husitas eran los caballos convirtiendo así a los caballeros en blancos más fáciles, y con el enemigo debilitado, la infantería husita armada con espadas y picas, completaba el trabajo La caballería husita se concentraba dentro de los vagones circundados, y después de que los disparos causasen estragos entre los caballeros acorazados enemigos, salían en tromba tras la infantería para rematar la batalla.

Combinar el carro con la ballesta y el cañón de mano recién nacido fue devastador. Tales armas y tácticas permitieron a las fuerzas husitas ganar grandes batallas contra los caballeros montados en la década de 1420 y 1430, y la guerra no concluyó hasta 1436, solo porque los husitas estaban afectados por profundas disensiones internas.

Para entonces habían logrado nada menos que una revolución táctica, que prefiguró el final de la era de la caballería e inició el resurgimiento de la infantería como arma de elección en el campo de batalla. Su introducción de la pólvora también presagiaba una revolución social. Ahora incluso un campesino analfabeto podía vencer a un noble caballero. Fue una lección que, una vez aprendida, nunca fue olvidada.

En Italia se las llamó «escupidoras» o «estornudadoras», o lo que es lo mismo, scoppieti, por su similitud al ser disparadas con un enorme estornudo, palabra que pronto se adoptaría en el castellano. En Francia se las calificó como baston à feu.

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La artillería de los husitas consistía en cuatro modelos de armas: tarasniuc, un cañón de mano de cuatro o cinco pies de largo; haufnitze, origen de la palabra howitzer, un arma de cuerpo corto más gruesa, de latón, con anillos de refuerzo;

un cañón de gran calibre o mortero, que disparaba piedras grandes; y un pequeño cañón de campaña. Las armas estaban montadas en vagones de guerra especialmente construidos que permitían su retroceso. Fue la primera vez que las armas de fuego tuvieron importancia en el campo de batalla.

En España recibieron el mismo nombre que en Francia, «bastones de fuego», pero también se las conoció como «ballestas de trueno», se realizaron modelos que combinaban estas nuevas armas con las ballestas, pero no fueron eficaces, y se abandonó rápidamente la idea. Más adelante se usaron para denominarlas palabras como espingardas, pedreñales, o petrinales. España fue uno de los primeros países del mundo que las fabricó; hay referencias a ellas en Zaragoza, en el reino de Aragón, en 1374; en Barcelona en 1380, y en Castilla, pues en Valladolid, en 1453, cuando estaba prisionero el condestable Álvaro de Luna, una parte de la guardia estaba armada con modernas armas de fuego portátiles, a las que en los documentos se denomina «espingardas» —probablemente eran escopetas de mecha con llave en serpentín y el disparador en forma de S al que hemos hecho referencia—, y en los dos siglos siguientes las palabras escopeta, arcabuz y mosquete, se usaron a menudo como sinónimas, por lo que hay que tener mucho cuidado con intentar precisar los términos, dado que en aquellos tiempos casi nadie lo hacía4.

En 1527 se intentó por una pragmática de Carlos I que las armas de fuego no pudieran ser usadas para cazar, pero no sirvió de nada, pues los documentos que hacen referencia al uso de «arcabuces» y «escopetas» en la caza son numerosos. Y la caza exige, ante todo, experiencia y práctica, por lo que pronto se evidenció que afinar y mejorar la puntería y el buen uso de las armas era esencial, y su eficacia se notó pronto en los campos de España, donde se generalizó el uso de los perdigones, capaces de sembrar la muerte entre aves o conejos. Cuenta Martínez de Espinar en el Arte de la Ballestería y Montería (1644) que «no les aprovechaban a las aves sus alas ni a los animales su astucia y ligereza […] que el arcabuz le facilita todo al hombre, y así, en cualquier parte, animales y aves se rinden a la muerte».

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Los truenos de mano, en todas sus variantes, eran una realidad consolidada a mediados del siglo XV, especialmente una vez que se mejoró el sistema de disparo. En España se desató un verdadero entusiasmo por estas nuevas armas, que se usaron de forma intensa en la Guerra de Granada (1481-92), y cuando los Reyes Católicos deciden intervenir en la guerra de Italia (1495), sus tropas, excelentemente dirigidas por Gonzalo Fernández de Córdoba, iban a cambiar la forma de hacer la guerra.

Estaban por lo tanto naciendo unas herramientas destinadas a cambiar la historia, y los gobernantes europeos, prácticos y pragmáticos, acabaron, a pesar de una cierta resistencia cultural, plegándose al hecho evidente de que era armas muy eficaces. estos tratados o guías prácticas sobre el arte de la guerra, es posible ver el profundo cambio que hubo en la Europa de los siglos

XV y XVI, donde las nuevas armas obligaron a revisar las técnicas y tácticas de guerra, así como a los nuevos modos de reclutamiento, organización y financiación de los ejércitos.

La aparición de nuevas tecnologías militares dio lugar a que cambiaran también las justificaciones y reglamentaciones jurídico-políticas de los conflictos bélicos, lo que tuvo a su vez grandes consecuencias económicas, geopolíticas, sociales e intelectuales, pues todavía en 1611, Sebastián de Covarrubias define en su Tesoro de la lengua castellana o española al arcabuz como «arma forjada en el infierno, inventada por el demonio».

1.2 DE LA MECHA Y EL SERPENTÍN A LA LLAVE DE RUEDA

UNO DE LOS PROBLEMAS DE LAS PRIMERAS ARMAS DE FUEGO era la dificultad de apuntar, y encender la pólvora, por lo que la invención del serpentín, una pieza móvil alrededor de un eje horizontal, que servía para acercar al oído la mecha encendida que se colocaba entre sus quijadas, y que fue llamada así porque tenía una forma parecida a una sierpe o serpiente, facilitó mucho el proceso.

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Fusil de caza con llave de rueda fabricado por el armero de Praga Caspar Neuritter entre 1680 y 1690. La ostentosa decoración muestra que es un arma para tiradores de alto poder adquisitivo. Este tipo de arcabuces se utilizaron para cazar, desde 1500, hasta bien entrado el siglo XVII. Museo Nacional, Nuremberg.

Cuando se soltaba la palanca o gatillo, la serpentina accionada por un muelle se movía en sentido contrario para dejar libre la cazoleta. Era muy útil, aunque por razones de seguridad la mecha tuviese que ser retirada cuando se iba a recargar el arma. Normalmente se mantenían encendidos los dos extremos de la mecha, por si se daba el caso de que uno se apagase.

Más adelante se desarrolló una llave denominada «mordedora» que tenía una serpentina accionada por un potente muelle y se soltaba al apretar un dispositivo que, por su violento impacto, a menudo apagaba la mecha. A los soldados les daba problemas y no las apreciaban, pero la estabilidad y finura que daba al apuntar y disparar hizo que fuesen del gusto de los particulares que realizaban tiro de precisión deportivo

La mecha era obviamente un problema en tiempo lluvioso; además, brillaba en la oscuridad y delataba los tiradores. A eso había que sumar que resultaba peligrosa cuando había pólvora cerca, algo relativamente frecuente5, y se gastaba demasiada al tener que estar siempre encendida.

A pesar de sus inconvenientes las llaves de mecha acabaron por imponerse, y en el siglo XVI comenzó a distinguirse entre el mosquete, arma pesada, de uso netamente militar y con llave de mecha o serpentín, y los arcabuces, término que quedó reservado para armas más livianas, con llave de mecha, pero muy frecuentemente de rueda, más caras y precisas. En los ejércitos, siempre preocupados del coste de los abastecimientos, se reservaban —como las pistolas— principalmente a los jinetes. Sin embargo, sí se fabricaron con esas características armas para uso esencialmente civil —cinegético o deportivo, aunque por razones diversas, ambas palabras se mezclen muy a menudo—, primorosamente acabadas.

Se cree que en torno a 1520, el prestigioso armero de Nuremberg Johann Kiefuss, fabricó un mecanismo de ignición para armas de fuego destinado a ser conocido como «llave de rueda6». Con él comenzaron a aparecer las armas de «fuego muerto», pues no era necesario mantener un fuego encendido para usarlas.

Este tipo de llave funciona haciendo girar una rueda de acero accionada por muelle contra un trozo de pirita, para así generar una lluvia de chispas que encienden la pólvora de la cazoleta. La llamarada producida pasa a través del oído y enciende la carga propulsora en el cañón. La pirita se fija entre dos quijadas en un brazo accionado por muelle que se apoya en la cubierta de la cazoleta y, al apretar el gatillo, la cubierta de la cazoleta se abre automáticamente, la rueda gira y la pirita es presionada contra esta. Se trata por lo tanto de un mecanismo similar al de los modernos mecheros.

Esta ventaja podía haber convertido a las armas de fuego con llave de rueda en el mecanismo universal; la ausencia de mecha permitía la ocultación mejor del tirador, facilitaba su uso con lluvia y era posible esconder un arma bajo la ropa, pero a pesar de ser esencial para el desarrollo de las primeras pistolas, tenía varios problemas: eran complejas de fabricar, exigían que el artesano tuviera una enorme cualificación técnica y era preciso mantener el mecanismo limpio y cuidado, lo que a suponía repararlas constantemente. Un producto de esas características y calidad solo podían diseñarlo hábiles relojeros y armeros muy experimentados. Nunca llegaron a fabricarse en producciones regulares ni de gran volumen.

Eso no quiere decir que sus ventajas no fueran notables, lo que permitió que durante 200 años las llaves de rueda convivieran con las de mecha y chispa, y se hicieron trabajos de extraordinaria calidad. En España se importaban habitualmente de Alemania y Austria durante todo el siglo XVII, y eran muy apreciadas por los cazadores de la nobleza o hidalgos adinerados, para quienes el precio de un arma de estas características no constituía un problema. También las emplearon mucho los jinetes, por las ventajas que ya hemos comentado, que utilizaban este tipo de llaves principalmente en pistolas de arzón.

De todas formas, a pesar de su imprecisión, los mosquetes y arcabuces podían ser usados por hombres experimentados con mortal eficacia. Tenemos testimonios de algunos casos sorprendentes:

Miré por encima de los baluartes y apunté con mi arcabuz a un grupo en el que los combatientes eran más números y belicosos; y divisé, precisamente en medio del grupo, un hombre que parecía mandar a los demás. Una nube de polvo me impedía distinguir si iba a caballo o a pie.

»Una confusión extraordinaria reinó entre los enemigos: uno de mis disparos había matado precisamente al condestable de Borbón, el hombre que mandaba a los asaltantes.

Con estas palabras tomadas de sus memorias, el escultor, orfebre y escritor italiano Benvenuto Cellini7(1500-71) se atribuyó el mérito de haber causado la muerte del condestable Carlos de Borbón, que ostentaba del mando de las tropas españolas e imperiales que atacaron Roma en mayo de 1527, y su «hazaña», un disparo desde una muralla, efectuado apoyado tras seleccionar un blanco en concreto, es el ejemplo perfecto de lo que hace un buen tirador. La distancia a la que el condestable se encontraba de la muralla se ha estimado habitualmente en unos 100 metros o más, lo que significa que, a pesar de la fanfarronería del gran Cellini, hacer blanco fue más fruto de la suerte que de la puntería.

En otros conflictos de los siglos XVI y XVII hay algunas menciones a disparos excepcionales, en los que hábiles tiradores alcanzaron blancos a distancias muy notables para el tipo de armas que empleaban. Durante la Guerra Civil Inglesa (de 1642 a 1651), las tropas realistas controlaban Lichfield desde principios de 1643. La ciudad no estaba bien protegida y fue sitiada por las tropas del general parlamentarista Robert Greville, segundo baron de Brooke. El 2 de marzo, mientras observaba las posiciones realistas, lord Brooke recibió un disparo a través del ojo que lo mató en el acto. El francotirador que le disparó con un mosquete8 desde el tejado de la torre central de la catedral fue John Dyott, «Dumb Dyott», un miembro de la milicia de voluntarios, que era el hijo sordomudo más joven de una familia de la nobleza local. La muerte del par radical puritano que había denunciado las catedrales como «refugios del Anticristo», en el día festivo del santo patrón de Lichfield, fue considerado por los realistas como un juicio divino. La guarnición realista acabó por rendirse dos días más tarde, pero la muerte de Brooke fue un duro golpe para el Parlamento.

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Toma de Orán (1509) por las tropas del cardenal Cisneros. Obsérvese que los rodeleros asaltan la muralla cubiertos por los disparos de los escopeteros, en una escena en la que solo hay un ballestero, que parece ya sacado de otra época. Estos son los hombres que venían de barrer al ejército francés en Ceriñola (1503) y Garellano (1504), y que pronto harían lo mismo en América con aztecas o incas. Las armas de fuego comenzaban a hacerse un hueco en la historia.

Según los informes, Dyott vio la elegante ropa del general enemigo cuando este, para observar mejor las defensas de los realistas, se asomó desde el porche de la casa en la que estaba alojado. La bala que usó Dyott era de plomo, la había fabricado con material sacado del tejado de la catedral. Abatió a su objetivo a 130 metros de distancia, algo asombroso en su tiempo.

Durante la toda la guerra hubo más hombres como Dyott. Tenían en común su afición a la caza o al tiro deportivo, sin que podamos decir que fueran un «cuerpo» o incluso meros «grupos» organizados como los francotiradores actuales. Ni siquiera podían ser considerados tiradores de élite. Se trataba de hombres habilidosos que apoyaban el esfuerzo de sus camaradas utilizando sus aptitudes de forma ocasional para acabar con enemigos solitarios, aislados o poco precavidos, pero sin que sus acciones, salvo casos excepcionales como los citados, supusiesen acciones decisivas en las campañas militares de la época.

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Fusil de caza alemán de retrocarga por culata abierta, con llave de rueda, fabricado en 1610. Este sistema se conocía como de «tabaquera», y permitía que el cierre se abriese automáticamente cuando el tirador presionaba hacia atrás un fiador. Se cargaba el estuche que se ve debajo del arma con pólvora y una bala, y se introducía en la recámara, lo que hacía factible disponer de varios cartuchos ya listos para ser utilizados. Equilibrados, no muy pesados, y con un buen alcance, estos fusiles eran avanzadísimos para su época. Su sistema se siguió usando hasta el siglo XIX, pero costaba una fortuna, y era muy complicado, por no decir imposible, hacerlos en serie.

La existencia de lo que hoy llamamos francotiradores, o tiradores de élite, como prefieren llamarlos muchos ejércitos —entre ellos el español o el francés—, es el resultado de tres factores; disponer de armas portátiles de calidad que permitan hacer puntería selectiva en blancos situados a gran distancia; disponer de hombres con el entrenamiento adecuado para hacer un uso eficaz de tales armas; y, finalmente, disponer de un modelo de actuación o conducta de tiradores y armas que tenga como fin su uso táctico en un conflicto, con objetivos y misiones claramente diferenciadas de las del infante ordinario, cuestiones, todas ellas, muy alejadas de lo que era posible en el siglo XVI.

1.2.1 Armas e ingenio

Las constantes guerras europeas, la división del poder entre decenas de estados soberanos y la afición a la caza de los nobles, unido a la insaciable curiosidad y deseo de novedades de la sociedad renacentista, provocó que se probasen decenas de armas y sistemas de disparo, de lo más variado, destinadas a resolver los problemas observados en las armas de fuego existentes.

Basados en el examen minucioso de lo ya existente y en la pura experimentación, estos inventos eran a menudo increíblemente ingeniosos. Había de todo, desde armas de retrocarga, con cierres basculantes o giratorios y fusiles revolver, capaces de hacer varios disparos, hasta otros con cañones superpuestos paralelos. Incluso se crearon algunas armas de repetición con depósito de proyectiles y cierre cilíndrico y transversal y, en ciertos casos, especialmente en fusiles de tiro deportivo, se incluyeron miras tubulares para afinar la puntería. Se lograron realizar creaciones realmente formidables e incluso geniales, pero resultaba imposible fabricarlas en serie. Además, las limitaciones derivadas de los cañones y los mecanismos de disparo hacían casi imposible el tiro certero a distancia.

1.3 LAS LLAVES DE CHISPA

LOS PROBLEMAS DERIVADOS DEL USO DE LLAVES DE MECHA estimularon a muchos armeros, convencidos de que las complejas llaves de rueda no podían ser la única solución. En la década de 1540 a 1550 apareció en los Países Bajos un tipo de llave que estaba destinada a reemplazar en los fusiles y pistolas, unos cien años después de su invención, a las armas de mecha. Se trataba de las llaves de chispa, conocidas también como Snaphance —o en francés Chenapan—, cuyo nombre deriva de los vocablos holandeses Snap y Han —«gallina que picotea»—, debido a que tanto la forma de la llave como su movimiento recordaban ese acto.

Básicamente consistía en una piedra que se sujetaba entre dos quijadas en la punta de un martillo denominado «píe de gato». El martillo se movía hacia atrás para montar el arma. Cuando se apretaba el gatillo el martillo, que llevaba un muelle, se movía y golpeaba una pieza de acero que se llamaba rastrillo, provocando chispas, que caían en la cazoleta y encendían la pólvora. La llamarada pasaba al interior del cañón a través del oído, encendiendo la carga propulsora y provocando el disparo del arma.

De estas llaves se hicieron innumerables variantes nacionales y locales en toda Europa, por lo que se habla de llaves a la inglesa, escocesa, escandinava, etc. Las más conocidas eran las llaves «a la francesa», denominación que hace referencia a su lugar de origen más probable, concretamente el taller que tenía Pierre Le Bourgeois en Lisieux, Normandía, a finales del siglo XVI. Se trataba de una llave mucho más funcional que la anteriormente descrita y que, con ciertas mejoras, llegó hasta el siglo XIX, difundiéndose ampliamente por todo el mundo. En ella, la batería y la tapadera de la cazoleta se funden en una sola pieza con forma de L, denominada rastrillo, y la pletina queda más al descubierto.

Algunos tratadistas consideran que estas llaves derivaban de la llamada llave «a la española» o de «patilla», que en Cataluña tendría una de sus variantes más conocidas, la llave de «miquelete» o «catalana», que se extendió por los Balcanes y Norte de África. La llave a la patilla la diseñó en 1580 Simón Marcuarte el mozo, hijo del gran armero alemán que Carlos I trajo a España, que fue también armero real de Felipe II y Felipe III. Era la respuesta a una petición del emperador que, en 1541, tras la campaña de Argel, exigió que se inventara un mecanismo que no impidiera disparar a los arcabuces, tanto de rueda como de mecha, en caso de viento o lluvia. La de Marcuarte era mejor que la llave holandesa, pues tenía un muelle más potente y disponía de varias estrías longitudinales para mejorar la fricción con la piedra.

En conjunto las piezas de la llave española eran menos que en el modelo a la holandesa y el tornillo pedrero tenía una anilla que permitía manipular la piedra sin usar un destornillador lo que, además, le daba un aspecto distintivo9.

Un interesante caso de hibridación fue la llamada llave «a la moda», fruto de la combinación de las magníficas llaves a la española con las de estilo francés, que eliminaron en el campo militar a las españolas, pero no en los usos civiles.

Estas llaves se impusieron en las armas militares y civiles de toda Europa en los años finales del siglo XVII y primeros del XVIII, desarrollándose algunas variantes diseñadas para la caza que, en manos de hombre diestros y habilidosos, darían lugar a la aparición de los primeros casos de lo que se aproxima ya mucho a lo que hoy conocemos como francotiradores.

1.4 DE RAYAS Y ESTRÍAS

LA PALABRA MÁS EMPLEADA EN EL MUNDO para referirse a los francotiradores es inglesa: sniper, y tiene un curioso origen. La snipe, o agachadiza, es un ave de muy pequeño tamaño que reposa entre la vegetación baja o la hierba de los marjales, camuflada por su plumaje a rayas. Cuando se alarma, se eleva con un rápido vuelo en zig-zag, por lo que es extremadamente difícil de abatir. Los cazadores que, en Escocia e Inglaterra, armados con un rifle o una escopeta, lograban alcanzar una agachadiza en vuelo, eran considerados automáticamente grandes tiradores, y pasó a conocérseles como snipers.

Los primeros snipers, es posible que usasen armas mejoradas y artesanales, pero en el siglo XVIII, cuando surgió el término, es casi seguro que algunos de ellos, si no la mayoría, empleaban armas que disponían de una curiosa característica: ánimas rayadas.

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Escopeta realizada para Luis XIII, una de las primeras armas de fuego equipada con la llave de chispa de construcción francesa. La fabricó entre 1550 y 1634 Marín Le Bourgeois, hermano de Pierre, al que tradicionalmente se le atribuye la invención de este modelo. Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

Estas «rayas» se hacían grabando estrías o surcos helicoidales en el interior del cañón de un arma de fuego, lo que al disparar impartía un movimiento de rotación al proyectil a lo largo de su eje longitudinal. Servía para estabilizar giroscópicamente el proyectil, mejorar su estabilidad aerodinámica y, por tanto, su precisión10.

Al parecer, hacer unos surcos en el cañón del arma que imprimiesen un movimiento giroscópico, fue idea de un maestro armero artesano de Leipzig, Gustav Zollner, que hizo unas rayas rectas en el ánima, en 1497, a las que se llamó «estrías». Pero la prueba no logró convencer a nadie, a pesar de la que idea era ingeniosa.

Poco después, durante las campañas de Italia, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, hombre capaz, alejado, a pesar de ser un noble caballero, de las convenciones de su tiempo, y siempre dispuesto a buscar soluciones prácticas y eficaces para su infantería, recibió notables propuestas de armas realmente revolucionarias, entre ellas la llamada «escopeta partida» —nada menos que un arma de retrocarga—, y también «una escopeta con bueltas marcadas como el paxo que deja la sierpe que sube por un tronco», es decir, dotada de rayado helicoidal. Pero las técnicas metalúrgicas de la época —hablamos de 1504— no permitían llevar adelante algo así más que en casos excepcionales y solo a artesanos de una maestría excepcional, como el alemán August Kotter, de Núremberg, que en la década de 1520 fabricó varios cañones rayados y demostró que mejoraban mucho la precisión, añadiendo, por vez primera, la línea de tiro-mira-punto.

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Detalle del cuadro Felipe IV, cazador, pintado por Diego Velázquez entre 1632 y 1638. Es una obra extremadamente interesante para el tema que nos ocupa, pues el monarca español aparece armado con un fusil para caza mayor no muy diferente a los que equiparían el ejército español un siglo después. De hecho, su fusil lleva una llave de chispa, «de patilla», o a «la española», del estilo de las que comenzarían a usarse masivamente en la década de 1670, y convertirían en 1704 a los fusiles con llave de chispa en el arma estándar de la infantería española.

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Llama la atención que en la misma época en que los tercios libraban batallas como Nördlingen, con hombres armados con pesados mosquetes de mecha, había armas modernas y eficaces, que no se impondrían en combate hasta décadas después.

Otro alemán, Danner, mejoró años siguientes el sistema de rayado, y a lo largo del siglo XVI, se hicieron notables arcabuces rayados para caza mayor y tiro, principalmente en Alemania, pero también en otros países europeos, con llaves de mecha y, principalmente, de rueda. El problema que tenían estas armas rayadas primitivas era ser más lentas de carga. Además, no servían para perdigones y solo podían usar balas, lo que, unido a su precio prohibitivo, las dejó relegadas a su uso por nobles y gente acaudalada11. Los ejércitos las desecharon para uso general, además de por la lentitud de carga y alto precio, porque encima exigían un mantenimiento más cuidadoso.

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La agachadiza —snipe en inglés— tiene un pico recto y largo, que le permite sondear el barro blando para alimentarse de gusanos, y otros animales, sus ojos están en la parte alta, a ambos lados de la cabeza, lo que la posibilita estar alerta mientras descansa o se alimenta. La dificultad de su caza hizo que quienes eran capaces de abatirlas fueran considerados maestros del tiro: los snipers.

Habitualmente, con las armas rayadas, para evitar ensuciar más el ánima, y para obturar el cañón y eliminar el «viento», se usaba la «envuelta» o «calepino», un trozo de tela o gamuza muy fina en la que se envolvía la bala, engrasada o mojada, lo que permitía más rapidez y comodidad en el tiro.

Así pues, los ejércitos siguieron equipados con sus fusiles de ánima lisa y avancarga, armas toscas, pero duras y fiables, que eran mejores de lo que habitualmente se dice. Su mayor pega era que, utilizadas por soldados rudos y brutales, perdían muchas de sus cualidades. No se practicó el tiro de precisión, y la táctica se basaba solo en ordenar posiciones y movimientos listos para batir a masas de infantería desplegadas en línea.

En el mundo civil, las cosas no eran así. A lo largo del siglo XVII, en los países del norte y centro de Europa, se extendió el uso de armas rayadas para caza mayor y, a finales del siglo, todos los ejércitos comenzaron a emplear en pequeñas cantidades fusiles y carabinas rayadas. En los ejércitos de la época las armas rayadas se usaban contra masas de infantería situadas a más de 200 metros, o contra los emplazamientos de artillería, básicamente por unidades de infantería ligera o cazadores que actuaban en orden abierto, pero no buscaban el tiro de precisión propio de los francotiradores.

Por el contrario, los cazadores, si usaban estas armas rayadas contra una pieza concreta, pues buscaban la precisión en el disparo, a un jabalí o a un ciervo, a unas distancias entre 50 y 100 metros, algo muy difícil con un fusil de ánima lisa. Al mismo tiempo, añadían a sus prácticas los elementos esenciales que luego incorporarían los auténticos francotiradores: el rastreo, exploración, seguimiento y acecho. Estas armas fueron conocidas en España como «carabinas», y en inglés como «rifles12», y los que se fabricaban en las colonias británicas de América del Norte iban a pasar pronto a la leyenda.

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Arcabuz o mosquete «Jaeger», con llave de rueda de pedernal y cañon de amima octogonal. Fabricado en 1587, la caja es de madera de nogal esculpida con escenas mitológicas y piezas cinceladas en hueso.
Museo del Ejército, Toledo.

1.5 ARTESANÍA POPULAR

AUNQUE ES ALGO MUY POCO CONOCIDO, los rifles largos de Estados Unidos tienen su origen en la población de ascendencia alemana de Pensilvania, los conocidos como Pennsylvanian Ducht13, que fabricaban armas excelentes, equilibradas y potentes. La industria era fundamentalmente artesanal, y producía armas de gran calidad, a menudo refinadas y adaptadas a las manos de hombres acostumbrados a la vida en el campo, a la caza y a moverse por los densos bosques de la frontera. Se convirtieron en parte esencial de la vida de los colonos, que también usaban esas mismas armas en la guerra contra los indios hostiles, contra los franceses en Canadá y los Apalaches y los españoles en la frontera entre Georgia y Florida.

FUSIL LARGO «PENSILVANIA» O «KENTUCKY»

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Especificaciones

Peso De 3,17 a 4,53 kg (De 7 a 10 libras)
Longitud De 1371 a 1778 mm (54-70 pulgadas)
 Munición  Bala de plomo
Calibre 10,16 mm -12,19 mm
Sistema de disparo Llave de chispa
Cadencia de tiro 2-3 disparos/minuto
Alcance efectivo 180 m (200 yardas)
Alcance máximo 275 m (300 yardas)
Velocidad máxima 365,76 a 487,68 m/s (1200 a1600 pies/s)

DESARROLLADOS DESDE INICIOS DE LA DÉCADA de 1700 en el sureste de Pensilvania, por entonces la frontera norteamericana, se desarrolló durante décadas sin pasar de moda hasta muy avanzado el siglo XIX. Siguió fabricándose hasta el siglo XX en los Montes Apalaches de Virginia Occidental, Tennessee, Kentucky, Ohio y Carolina del Norte, por ser práctico y eficiente para aquellas regiones rurales de los Estados Unidos, ya que podía producirse artesanalmente con herramientas manuales, en cualquier asentamiento de la frontera.

El ejército de Estados Unidos, tras la independencia, los modificó. Acortó su cañón a 1066,82 mm —42 pulgadas— en el llamado «Fusil del contrato de 1792», diseñado para sus unidades de rifles. La expedición de Lewis y Clark al Pacífico llevó una versión aún más corta, con cañones de 838,20 mm a 914,40 mm (33-36 pulgadas), similar al fusil Harpers Ferry Modelo 1803 que entró en producción seis meses después de que Lewis visitase el arsenal. El Modelo 1803 se parecía ya a lo que sería el «fusil de las llanuras», o «Hawken».

Los fusiles largos se hicieron famosos por batallas como Nueva Orelans (1815) o El Álamo (1836), donde demostraron su alcance y precisión en manos de tiradores diestros y hábiles. En cuanto al Hawken, fue muy popular a comienzos del siglo XIX entre los hombres de las montañas y los tramperos. Debe su nombre a los hermanos Hawken, Samuel y Jacob, dos famosos armeros de Saint Louis en las décadas de 1830 a 1860.

Se dice que los primeros armeros que hay documentados en Pensilvania, fueron Robert Baker y Martin Meylin. Robert formó una sociedad con su hijo Caleb, y el 15 de agosto de 1719 levantaron un molino perforador de cañones. En los registros fiscales del condado de Berks, también en Pensilvania, figuran varios armeros que ejercían su oficio a lo largo de las orillas del arroyo Wyomissing, pero con absoluta seguridad solo hay documentación que indica que los primeros «fusiles de Kentucky» de alta calidad fueron realizados por un armero llamado Jacob Dickert, que en 1740 se mudó con su familia desde Alemania precisamente al condado de Berks.

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Un tirador del Morgan’s Rifle Corps, unidad de élite de la infantería ligera del Ejército Continental comandada por el general Daniel Morgan durante la Guerra de Independencia de los Estados Unidos.
Equipada con fusiles largos con los que alcanzaban blancos a una distancia inimaginable para la infantería de línea de la época, logró notables hazañas con sus disparos de precisión.
Ilustración de Don Troiani. Colección privada.

De una forma u otra, en los años siguientes los artesanos alemanes mejoraron sus diseños y, hacia 1750, los fusiles largos eran habituales a lo largo de toda la frontera y producidos de forma masiva.

Los Pennsylvania disponían de largos cañones rayados de hasta cinco pies, y hoy en día son comúnmente conocidos como «Kentucky», debido a las hazañas del Regimiento de Voluntarios de Kentucky en la batalla de Nueva Orleáns, en el año 1815, durante la guerra contra Inglaterra de 1812, cuando sus hombres armados con sus rifles largos, arrasaron a disparos las líneas de las experimentadas tropas británicas. Episodio recordado para mayor gloria de Andrew Jackson, futuro presidente de los Estados Unidos, en la canción Hunters of Kentucky.

Estas armas largas, disponían de llaves de chispa. La longitud de su cañón daba más tiempo a que ardiera la pólvora, lo que aumentaba la velocidad de boca y la precisión y permitía una puntería más fina. En realidad, esto significaba que la bala era lo suficientemente pesada como para alcanzar un objetivo lejano, pero no tanto como para llegar a distancias tan largas como las que a veces se comentan.

Para ahorrar plomo, que siempre era un bien escaso en la frontera, los colonos preferían armas de pequeño calibre, que iban desde unos 7,65 milímetros —calibre .32— hasta 11,43 milímetros —calibre .45—, pero debido al desgaste por el uso, y al efecto de la corrosión causada por utilizar pólvora negra, que ensanchaba el ánima, no era extraño ver fusiles recalibrados para balas de una medida mayor, a fin de que siguiera disparando con precisión. Hoy hay réplicas para proyectiles incluso de 12,7 mm —calibre .50—.

En manos de un tirador diestro, un Kentucky podía derribar a un hombre o a un ciervo a 100 metros o más, y sacar una ardilla de un árbol a 200. Los concursos de tiro se organizaban regularmente a lo largo de la frontera colonial, desde Nueva Inglaterra hasta Georgia. Una de sus modalidades consistía en disparar a 70 pasos a una vela encendida; la bala de plomo tenía que pasar a través de la llama, sin dar a la mecha o a la vela. En otra prueba había que acertar a la cabeza de un clavo y empotrarla en un poste. De estos fusiles nace en la actualidad parte de la «leyenda americana», que recoge todo tipo de cuentos increíblemente exagerados y les atribuye asombrosas capacidades en manos de hombres míticos como Daniel Boone, Mike Fink o David Crockett14.

1.6 HACEDORES DE VIUDAS

AL COMENZAR LA GUERRA DE INDEPENDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS en 1775, y aun a pesar de la experiencia de las guerras coloniales en la propia América del Norte, donde los regulares británicos habían visto la eficacia de los tiradores de las milicias territoriales, nadie en el Reino Unido consideró que se iba a librar una guerra diferente a las que constantemente se sucedían en los campos de batalla europeos. Se esperaba encontrar enfrentamientos directos entre líneas de fusileros, por lo que la sorpresa fue notable cuando las tropas regulares se encontraron atacadas por «fantasmas», que las acosaban a distancia y que, con ropas civiles y descoloridas de tonos apagados, les acechaban en los bosques.

La mayoría de los hombres de la frontera estadounidense se convertían por la práctica incesante en unos tiradores formidables, y sus enemigos británicos se asombraron de sus capacidades, lo que les valió el apodo de «hacedores de viudas» —widows makers—. El capitán Henry Beaufoy, un veterano británico de varias guerras, comentó:

Los norteamericanos tenían la costumbre de formarse en pequeñas bandas de diez o doce que, acostumbrados a disparar en las partidas de caza, salían en una especie de guerra de rapiña, cada uno con sus municiones y provisiones y volviendo cuando estaban exhaustos. De los ataques incesantes de estos cuerpos, sus oponentes nunca podrían estar preparados, pues el primer conocimiento de la existencia de una patrulla era generalmente dado por una descarga de fuego bien dirigido, que tal vez mataba o hería a la mayor parte15.

Beaufoy más tarde señaló: «los viejos soldados, cuando comprendieron que se oponían a los riflemen, sentían un grado de terror nunca inspirado por una acción general». Era verdad, creían que su puntería y precisión eran algo extraordinario, pues no hay que olvidar que los reglamentos tácticos de la época aconsejaban abrir fuego a una distancia de entre 30 y 50 m —cuando podía verse «el blanco de los ojos», de ahí la expresión «hacer blanco»—.

El alto mando de los rebeldes era plenamente consciente de que disponía de hombres muy capaces, y el 14 de junio de 1775, el Congreso Continental autorizó la formación de 10 compañías de fusileros que debían ser utilizadas para acosar a las formaciones británicas a distancia. Su misión era actuar como escaramuzadores en orden abierto y aprovechar las ventajas que daban sus rifles largos de caza. Cuando entraron en acción en 1776, actuaron como auténticos francotiradores.

La ventaja que tenían era obvia. Los fusiles Brown Bess del Ejército Británico tenían un alcance efectivo de entre 80 y 100 yardas —73,15 a 91,44 m—, y lo más habitual, aun en el caso de un tirador experimentado, era fallar el tiro si se disparaba a esa distancia. Sin embargo, un rifle largo de caza mayor tipo Pensilvania alcanzaba las 400 yardas —375,6 m—; incluso hay menciones de blancos alcanzados a 600 —548,64 m—lo que suponía, como mínimo, un alcance triple.

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Retrato de John James Audubon realizado por sus hijos John Woodhouse y Victor Gifford. Francés de origen, aunque no nació en América vio más del continente norteamericano que cualquier otra persona de su tiempo. Vivió en Pensilvania, Kentucky, Louisiana, Carolina del Sur y Nueva York y viajó por todas las regiones, desde Labrador a Dry Tortugas, en Florida, y de la República de Texas a la desembocadura del Yellowstone. Comerciante, vendedor, profesor, cazador, leñador, artista y científico, nunca se separo de su «Kentucky rifle». Biblioteca del Museo Americano de Historia Natural.

Tras la batalla de Boston, el general William Howe, comandante en jefe de las tropas británicas, describió los fusiles largos de caza de los insurrectos norteamericanos como «el arma terrible de los rebeldes». Así se lo comunicó en una carta al rey, en la que también se lamentaba de las bajas que causaba, y la distancia a la que disparaban. De hecho, su uso suponía un verdadero desafío para las tácticas imperantes en los campos de batalla europeos, incrementado por una práctica considerada por los británicos «odiosa»: disparar a los oficiales.

Tenían y no tenían razón. En España, por ejemplo, desde el 28 de septiembre de 1704, cuando mediante una Real Orden de Felipe V se reorganizó la infantería española, se estableció que debía de haber dos fusiles rayados en cada compañía para realizar disparos de «puntería» ¿Cúales eran? La contestación la dejamos en manos de un gran especialista en asuntos militares, el antiguo coronel del regimiento Asturias, Álvaro de Navia-Osorio, marqués de Santa Cruz de Marcenado, autor de la obra Reflexiones Militares, publicada en 1724: «En la batalla —comenta—, la misión preferente de los tiradores de precisión deberá ser abatir a los oficiales del enemigo y así, dejándoles sin dirección, se le podrá derrotar más rápidamente». No resultaba muy complicado cumplir esa máxima; en aquel tiempo era relativamente sencillo localizar en la distancia a los oficiales, pues la moda les obligaba a ir muy «vistosos», con el uniforme cubierto de galones bordados en oro o plata y plumas en el sombrero.

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Infantería ligera alemana en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. En este caso se trata de un cazador —jäger—de las tropas de Brunswick, en 1776.
Bien equipados, hábiles cazadores y excelentes tiradores, con sus sólidos y prácticos fusiles rayados, los «hessianos», nombre con el que fueron conocidos todos los combatientes alemanes que lucharon por la causa británica en América del Norte, fueron unos rivales formidables de los colonos insurrectos.
Ilustración de Richad Knötell. Colección privada.

Sin embargo, era una época en que las leyes no escritas de la guerra entre naciones «civilizadas» obligaba a los generales de los ejércitos enfrentados en combate a prohibir este tipo de disparos contra los oficiales contrarios, mientras no los hiciera el otro bando. Ese era el problema para el ejército británico, que los colonos insurrectos habían empezado a realizarlos, aunque sus enemigos no quisieran llegar a considerarlos un ejército regular.

También las unidades de los rebeldes se iban a llevar una gran sorpresa al encontrar unos rivales a su altura en lo relativo a puntería y adecuado uso de rifles rayados. Se trataba de los regimientos alemanes que los británicos tomaron a su servicio para sofocar la insurrección, unos 30 000 hombres procedentes en su mayor parte, —el 40%—, del pequeño estado de Hesse-Kassel, razón por la cual fueron conocidos como «hessianos», aunque participaran en la guerra tropas de Hesse-Hanau, Brunswick-Wolfenbüttel, Anhalt-Zerbst, Ansbach-Bayreuth y Waldeck16. Entraron en servicio como unidades completas, con sus propios estandartes y banderas alemanas, bajo las órdenes de sus oficiales y con uniformes de sus propios ejércitos.

La propaganda patriota los presentó como mercenarios extranjeros — en realidad lo eran si tenemos en cuenta que sus estados pasaron una descomunal factura por sus servicios a la Corona británica17— feroces y sanguinarios, como se refleja en la conocida obra Sleepy Hollow de Washington Irving, pero, por lo general, eso no resultaba del todo cierto. Buena parte de sus efectivos se habían visto obligados a entrar en servicio mediante reclutamiento forzoso y, con frecuencia, desaprobaban la brutalidad de los soldados británicos, que desconfiaban de ellos a pesar de sus habilidades en combate y solían tratarlos con desprecio. No fueron pocos los prisioneros a los que, mientras realizaban trabajos forzados en granjas locales, se les ofrecieron terrenos como compensación por desertar. Unos 5000 accedieron y acabaron quedándose en los Estados Unidos o en Canadá.

Como los norteamericanos, la mayor parte de ellos eran cazadores, leñadores y campesinos que se adaptaron de maravilla a la guerra en los bosques. Los batallones de élite de cazadores —jägers— armados con el Büchse, un excelente rifle corto de gran calibre, muy adecuado para el combate en zonas frondosas, se convirtieron pronto en rivales temibles para los colonos.

Uno de los oficiales alemanes —que cuenta como nada más pisar América se quitó de su uniforme todos los bordados de hilo de plata que podían desvelar su rango— describió en su diario las primeras acciones de contrafrancotirador de la Historia:

Los rebeldes hacen bastantes disparos muy buenos, pero algunos tienen fusiles muy pobres. Son astutos, como los cazadores. Se suben a los árboles, se cubren con ramas para pasar desapercibidos, se arrastran sobre su estómago más de 150 pasos por delante de sus líneas, disparan, y se van con la misma rapidez que han llegado. Pero ya tienen grandes pérdidas a manos de nuestros jäger. Dejamos que se acerquen y nuestra gente no dispara hasta estar segura de acertarlos. Ahora no se atreven a enfrentarse a nosotros.

El fusil jäger tenía un sólido cañón, más grueso y mejor fabricado que los de los fusiles ordinarios de infantería y, en general, —en base a los ejemplares que han sobrevivido—, también era de más calidad que los producidos en las Trece Colonias. Además, como los desplazamientos de caza en Alemania eran más breves que en América y se salía habitualmente solo por una jornada, el peso no era problema; una característica de los fusiles de uso civil que mantuvieron los empleados por el ejército.

Tenían ánima estriada y eran algo más cortos que lo usual para ser usados eficientemente entre la maleza y espesura de los bosques. El disparador — de pelo— aseguraba una mayor precisión al momento del disparo y disponían de un depósito en la culata para guardar piezas o los tacos empapados en grasa. Típicamente alemanas eran sus anillas portafusil, pues se llevaba colgando de una correa larga al hombro, horizontalmente, con el cañón hacia adelante.

No solo disparaban proyectiles esféricos —pues era conocido que una esfera no necesita ser estabilizada mediante giro, ya que por definición no puede tumbarse—, también podían ser de forma ojival, en función del tipo de tiro que se iba a realizar; aunque se usaban más las balas esféricas porque eran más económicas y prácticas —un proyectil ojival es más pesado—.

Cuando los británicos vieron la eficacia de los fusiles largos, y para contrarrestar a los francotiradores norteamericanos, formaron una compañía de sus propios cazadores comandados por el capitán Patrick Ferguson, del 70.º regimiento de infantería. En la batalla de Brandywine Creek, en 1778, tuvo la inmensa fortuna de localizar al general George Washington y tenerlo en su mira, pero mientras alineaba su tiro, Washington hizo dar la vuelta a su caballo y se fue.

De todos los riflemen americanos que lucharon en la guerra revolucionaria, el más celebrado fue Timothy Murphy. Hay quien exagera y dice que fue el hombre que ganó la guerra. Nació cerca de Delaware Water Gap, en Pensilvania, en 1751, hijo de emigrantes irlandeses que se trasladaron a la frontera, donde la tierra era barata, pero la vida dura. Las incursiones indias eran frecuentes y podían causar la muerte o la captura, que suponía ser sometido a terribles torturas. En ese ambiente creció el joven Timothy, y a en su adolescencia media, tenía ya una notable reputación por su puntería extraordinaria y su audacia en el combate.

En junio de 1775, Murphy y su hermano John se alistaron en la compañía del capitán John Lowdon de los Northumberland County Riflemen, pero para ser aceptados en el servicio, tuvieron que disparar y acertar repetidamente a un blanco de 7 pulgadas —17,78 centímetros— a 250 yardas —228,6 metros—, algo que sabemos que es cierto, pero que cuesta creer18.

Murphy combatió en el sitio de Boston, luego en las batallas de Long Island y Westchester. En 1776, era ya sargento en el 12.º Regimiento de Línea de Pensilvania, en cuyas filas luchó en Trenton, Princeton, y New Brunswick. Durante julio de 1777, fue transferido al cuerpo de fusileros del legendario Daniel Morgan, que había participado en la guerra contra franceses de 1754 a 1763 y, posteriormente, servido en la milicia colonial de Virginia que se había enfrentado a los indios shawnee en el Valle de Ohio. Cuando estalló la Revolución, Morgan se unió a una compañía de rifles y fue inmediatamente elegido capitán. Capturado y encarcelado durante ocho meses, a su regreso al lado americano en un intercambio de prisioneros, fue promovido a coronel, y se le dio el mando de un cuerpo especial de fusileros de la frontera.

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Patrick Ferguson con el uniforme de la compañía ligera del 70.º regimiento, en una miniatura realizada entre 1774 y 1777. Contó que tuvo en su punto de mira a George Washington y un oficial vestido de húsar —probablemente el conde Casimir Pulaski—, pero que no disparó porque cuando pudo apuntar estaban de espaldas, y él era un caballero. Ferguson, que organizó el Ferguson’s Rifle Corps, a la manera del Ejército Continental, fue abatido por un francotirador enemigo el 7 de octubre de 1780, durante la batalla de King’s Mountain19.

El coronel Morgan y sus cerca de 500 hombres habían sido enviados al Norte poco antes de que ambos ejércitos se enfrentaran por primera vez cerca de Saratoga, en la batalla de la Granja de Freeman, el 19 de septiembre de 1777. Los fusileros norteamericanos, incluido Timothy Murphy, causaron estragos, sobre todo entre la artillería británica. Sin embargo, con repetidas descargas de fuego de mosquete y continuos asaltos a la bayoneta, los ingleses consiguieron expulsar a los continentales del campo de batalla, aunque a costa del doble de bajas que sus enemigos.

Ambas fuerzas se encontraron de nuevo el 7 de octubre en la que sería la segunda batalla de Saratoga, también conocida como batalla de Bemis Heights, donde el preciso fuego de los rifles largos de los norteamericanos abatió a los británicos que dirigía el general John «Gentleman Johnny» Burgoyne por docenas.

Cuando una columna enemiga dirigida por el general de brigada Simon Fraser parecía lista para flanquear a los norteamericanos, el mayor general Benedict Arnold llamó a Morgan y le dijo que les correspondía a sus fusileros frustrar el avance británico. Señaló en la distancia a Fraser montado a caballo y aseguró: «ese general británico vale lo que un regimiento entero».

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La batalla de Saratoga. Los rifleman del coronel Morgan se enfrentan desde el bosque a las tropas británicas. Arriba, a la derecha, Timothy Murphy abre fuego sobre el general Fraser, que se le ve caer en el centro del cuadro. Cuartel General de la Guardia Nacional de Maine.

Morgan requirió la presencia del sargento Murphy, su mejor tirador, y le comunicó las órdenes: «ese elegante oficial —le dijo— es el general Fraser. Lo admiro, pero es necesario que muera. Cumple con tu deber». Murphy se subió a un árbol que le proporcionaba una buena vista de su objetivo a una distancia que, según la fuente, podía variar entre los 300 y 500 metros; en cualquier caso, mucho más allá de la distancia a la que podía hacer blanco el más hábil de los riflemen.

Mientras Fraser reunía a sus tropas, Murphy apoyó su rifle en una rama, calculó la dirección del viento, la velocidad, la distancia y el número de pies que su bala caería, y disparó. Falló.

Al segundo intentó rozó el caballo del general; al tercero, alcanzó su objetivo: el general se desplomó con una bala en el estómago. Lo evacuaron gravemente herido del campo de batalla y falleció al día siguiente.

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Büchse de un cazador de Hesse-Hanau en 1776. Mide 1110 milímetros, pesa 3566 gramos y tiene un calibre de 16,2 mm. En este caso el ánima del cañón es de forma octogonal. Colección particular.

El capitán del 3.º regimiento de la Foot Guard, sir Francis Carr Clerke, ayudante de campo principal del general Burgoyne, galopó hacia primera línea con el mensaje de que se iniciara el repliegue. Murphy volvió a disparar y Clerke cayó de su silla de montar. Murió horas después.

El pánico comenzó a extenderse a través de las filas británicas. Dos oficiales al mando habían sido abatidos desde una distancia imposible. La línea comenzó a retroceder, y los hombres empezaron a romper filas. Conscientes de su ventaja, los norteamericanos cayeron sobre unas tropas ya desmoralizadas y en franca retirada. La línea inglesa se mantuvo durante un tiempo, pero acabó por quebrarse. Durante la huida a la deseperada el propio Burgoyne estuvo a punto de caer abatido. Los tiradores continentales alcanzaron con una bala a su caballo, con otra los faldones de su guerrera, y una tercera atravesó su sombrero. Casi 500 soldados británicos murieron durante aquella jornada y 700 resultaron heridos; 6000 más se rindieron horas después. Los norteamericanos tuvieron 90 muertos y 240 heridos. La noticia de la derrota inglesa convenció a franceses y españoles de que tal vez fuera buena idea combatir a ese tenaz enemigo en sus colonias americanas y apoyar a los rebeldes con dinero, armas y soldados.

Murphy se mantuvo en el frente hasta el final de la guerra. Pasó el invierno de 1777 a 1778 con el Ejército Continental en Valley Forge y fue uno de los que sobrevivió a las temperaturas árticas y al hambre. Durante la primavera, dirigió pequeñas partidas de fusileros en fugaces ataques contra las tropas británicas que se retiraban de Filadelfia. De nuevo sus disparos abatieron a soldados británicos a grandes distancias y extendieron el pánico en sus filas. En julio, el general Washington envió a Murphy y a tres compañías de fusileros al Valle Mohawk, en Nueva York, para que repelieran los ataques de los indios contra los asentamientos fronterizos. Los indios, apoyados por los británicos con hombres y armas, eran particularmente sangrientos, no perdonaban ni a mujeres ni a niños. Murphy fue uno de los que rastrearon y mataron a un agente británico que ayudaba a armar y abastecer a los indios, y un tiempo después participó en la expedición dirigida por el general John Sullivan en 1779, una respuesta a las masacres cometidas por los iroqueses.

Los fusileros estuvieron presentes en cada contacto con el enemigo, disparando a unas distancias que los iroqueses consideraban mágicas. A mediados de septiembre, Sullivan había reducido cuarenta aldeas indias a cenizas y había destruido sus cultivos. Aunque Washington estaba decepcionado de que no se hubiera matado a más iroqueses, su poderosa confederación estaba destruida. Ya no podría volver a montar más que ataques de alcance y duración limitados.

Después de octubre, Sullivan marchó con sus tropas al sur, mientras Murphy permaneció con el 15.º regimiento de la Milicia del condado de Albany, donde sus agresivas patrullas le valieron obtener una reputación de «terror de los tories e indios». Pero en 1780, durante un reconocimiento a lo largo de la parte superior del río Delaware, Murphy y su compañero, Harper, fueron emboscados y capturados por los indios. Sabían que eran grandes guerreros, por lo que los mantuvieron vivos, con la intención de entregarlos a los británicos y obtener una buena recompensa. Durante la noche, los dos americanos se liberaron y mataron a todos sus captores; solo dejaron a uno vida para que contara al resto de su grupo el poder de los guerreros estadounidenses.

En una ocasión, Murphy y 200 milicianos fueron rodeados en Middle Fort, Nueva York, por una fuerza formada por cerca de 1000 indios, mercenarios y británicos, encabezados por el coronel sir John Johnson, que había levantado a sus espensas el King’s Royal Regiment of New York. La situación parecía desesperada y los oficiales al mando, el mayor Woolsey y el coronel Peter Vroman, decidió rendirse.

El comandante británico envió al fuerte un emisario con bandera blanca para aceptar la rendición. Pero cuando se acercó, Murphy, sin autorización, hizo un disparo por encima de la cabeza del representante británico. Johnson envió al emisario por segunda vez y Murphy volvió a disparar. De nuevo el emisario corrió a cubrirse. Después de que la escena se repitiera por tercera vez, el mayor Woolsey ordenó la detención de Murphy, pero nadie, ni oficiales ni soldados, obedeció la orden, pues estaban convencidos de que entregar la posición supondría la muerte de toda la guarnición y el asesinato de las mujeres y niños que habían llegado desde las granjas cercanas en busca de protección. Incluida Margaret —Peggy— Feeck, la esposa de Murphy de origen holandés.

Johnson intentó quemar la fortaleza, pero el fuego de los riflemen estadounidenses fue tan preciso que no se atrevió a atacar, y finalmente se retiró y marchó al norte del Niágara. Murphy continuó combatiendo. En 1781 luchó en la batalla de Yorktown y estuvo presente durante la rendición británica.

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Soldados del Ejército Continental dibujados por el francés Jean-Baptiste-Antoine DeVerger, en 1781, durante las operaciones en Yorktown. Se aprecia perfectamente a un rifleman con su fusil largo y su tomahawk indio. Durante la guerra, estos hombres demostraron lo que eran capaces de hacer con sus armas. Anne S. K. Brown Military Collection, Brown University.

Después de la guerra, Murphy regresó a su granja en el valle de Schoharie. Peggy y él tuvieron nueve hijos. Varios años después de que Peggy muriera en 1807, Murphy se casó de nuevo, esta vez con Mary Robertson. Tendrían cuatro hijos más. Murphy, que nunca aprendió a leer ni a escribir, era ampliamente conocido por sus hazañas en la Guerra Revolucionaria y una figura muy popular en el valle. Cuando falleció en 1818 poseía varias granjas y un molino.

Un año después la legislatura estatal de Nueva York votó por erigir un monumento en su honor. Por alguna razón desconocida no se erigió hasta 1929. El entonces gobernador de Nueva York, Franklin D. Roosevelt, dijo «este país ha sido hecho por Timothy Murphy, y hombres como él […] porque es a ellos, más que a los generales, a quienes debemos nuestras victorias militares», y tenía razón. Fue el claro ejemplo del hombre común de las colonias americanas que se enfrentó a las entrenadas tropas británicas. Pero Murphy representaba más que eso, era el fusilero estadounidense por excelencia, alguien criado en la creencia de que la libertad y la independencia eran su derecho de nacimiento, y que su arma de fuego era el instrumento que garantizaba esas libertades dadas por Dios.

1.7 LOS LÍMITES DE LA REALIDAD: LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y LAS GUERRAS NAPOLEÓNICAS

LAS CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS para el desarrollo de lo que hoy llamamos francotiradores fueron limitadas, por varias razones. A los motivos ya expuestos de lentitud de carga, alto precio de fabricación y necesidad de un gran entrenamiento para que sus usuarios sacasen de ellos un rendimiento óptimo, había que añadir que los fusiles largos de los riflemen americanos no disponían de bayonetas —y de tenerlas habrían sido difíciles de manejar con ellas—, por lo que el nuevo ejército de los Estados Unidos, en busca de una fuerza de choque, aunque mantuvo un regimiento de Rifles, se equipó como el resto de unidades europeas, con fusiles de ánima lisa y llave de chispa.

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Francotirador de las milicias de Zurich con el uniforme de 1792. Va armado con un pesado Sturzer de calibre 18 mm. Zurich era el gran objetivo de los revolucionarios franceses y el centro de todas las intrigas a finales del SIGLO XVIII. Grabado relizado por Franz Feyerabend entre 1755 y 1800. Colección particular.

No iba a suceder lo mismo en Europa, donde los francotiradores, si los entendemos en el sentido francés del término franc tireur, del que toman su nombre en castellano, ya se conocían 70 años antes de que estallara el conflicto entre las trece colonias y su metrópoli. Le sorprenderá al lector, pero los primeros que acuñaron ese término para referirse a unos soldados reunidos en grupos de tiradores selectos que acudían al combate con su propia arma de fuego de precisión, fueron los suizos. Habían organizado sociedades en las que practicaban la puntería ya en el siglo XIV y, a partir de la creación de la fábrica federal de armas en 1702, esas mismas asociaciones se convirtieron en compañías de francotiradores equipados con fusiles Stutzer de caza, calibre 17 o 18 mm, que permitía un disparo muy preciso a 300 metros.

El tiempo y la falta de actividad dejó a esas compañías en el olvido hasta que Salomon Landolt, hijo de Salomon Hirzel de Saint-Gratien, que había servido como coronel en el ejército de Francia y como general en el de Rusia, regresó a Zurich en 1768, después de tres años de estudios en la Academia Militar de Metz, y presentó ante la Corte Municipal una iniciativa para reorganizar las milicias de la ciudad. Su propuesta incluía un cuerpo de francotiradores formado por 500 hombres que no tardó con hacerse con un enorme prestigio. Preparados para operar en terreno quebrado y montañoso, tenían completa libertad de acción para atacar a grupos de exploración, convoyes y campamentos enemigos.

A las órdenes del ya capitán Landolt, las milicias de Zurich y su cuerpo de francotiradores fueron las encargadas de proteger Ginebra en 1789, cuando estalló la revolución en Francia. Fue precisamente la nueva Asamblea Nacional formada en París la que, el 20 de abril de 1792, cuando el país fue invadido por las potencias europeas20 dispuestas a restaurar el Antiguo Régimen, hizo un llamamiento general pidiendo voluntarios a los departamentos para organizar en los Vosgos quince batallones de tropas ligeras a semejanza de las suizas. Aunque actuaron con razonable eficacia, el gobierno de la recién creada República francesa, al acabar la guerra y reorganizar el ejército, no los tuvo en cuenta para futuras campañas.

Más aun, en los primeros años del siglo XIX decidió suprimir, aparentemente por razones de normalización, los fusiles rayados en las unidades de voltigueurs, y como arma estándar de la infantería mantuvo el fusil de infantería modelo Año IX, que no dejaba de ser una variante del Charleville fabricado en 1777.

Sin embargo, durante las Guerras Napoleónicas, de 1804 a 1815, los fusiles rayados fueron empleados por muchos ejércitos. Se dotó con ellos a un reducido número de soldados, tiradores expertos que conformaron unidades de elite. Como había ocurrido en América del Norte, en manos adiestradas se convertieron en armas letales, y no tardó en comprobarse que eran perfectos para disparar a los servidores de una batería contraria a distancias de 200 o 300 metros, neutralizar a los oficiales que dirigían las maniobras del enemigo o eliminar a los tiradores del campo opuesto.

Como ocurrió en el siglo XVIII, fue en los principados alemanes y el reino de Prusia donde hubo más unidades de tiradores. El ejército ruso armó algunas compañías de fusileros, pero no se equiparon formaciones más grandes. El caso británico fue algo distinto; en 1798, aprendida la lección americana, la Junta de Artillería del ejército, encargada de dotar de armamento a las tropas, inició la búsqueda de un fusil a toda prueba por un precio razonable que pusiera al alcance de un selecto grupo de sus hombres la precisión que habían demostrado los mercenarios alemanes.

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Variaciones del modelo Baker. De arriba a abajo, cuatro fusiles, los dos primeros con diferente llave, y una carabina. Por lo general, el rifle Baker fue reemplazado en 1837 por el rifle Brunswick. Sin embargo, algunos regimientos que servían en puestos avanzados del imperio lo utilizaron durante varios años más

Hacia 1800 optó por un fusil —rifle— diseñado por el maestro armero Ezekiel Baker. No se trataba de un arma especialmente innovadora —compartía algunas de las características de los fusiles Jäger del siglo anterior—, pero daba muy buenos resultados. Con ella, el coronel Coote Manningham y el teniente coronel sir William Stewart, propusieron dotar a un cuerpo experimental de fusileros, que diferiría en algunos aspectos de las unidades de infantería de línea.

FUSIL BAKER 1800

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Especificaciones

Peso 4,8 kilogramos
Longitud 1,16 metros
 Munición  Bala de plomo
Calibre 15, 9 mm
Sistema de disparo Llave de chispa
Cadencia de tiro 3 disparos/minuto
Alcance efectivo 183 m (200 yardas)
Alcance máximo 549 m (300 yardas)

TRAS LA GUERRA CONTRA LOS INSURRECTOS de las colonias americanas, el ejército británico aprendió el valor de los fusiles de precisión, pero a nadie le convencían algunas cosas de ellos. Entre otras cosas, su enorme longitud, su baja cadencia de tiro, su fragilidad y su elevado costo, no los hacía prácticos para ser puestos en servicio a gran escala más allá de unidades irregulares.

Algunos fusiles rayados se importaron en cantidades limitadas de Alemania, pero la guerra con Francia tras la Revolución de 1789, tomó una vez más al ejército británico por sorpresa, y su reacción fue lenta. No se formó el Cuerpo Experimental de Fusileros hasta 1800, después de que la Junta de Armamento británica organizase el 22 de febrero de ese mismo año una competición en Woolwich, a fin de seleccionar un modelo estándar de fusil rayado. El elegido fue el diseñado por Ezekiel Baker.

El primer modelo se asemejaba al mosquete de la infantería británica, pero la junta lo rechazó por ser demasiado pesado. A Baker se le entregó un fusil alemán Jäger como ejemplo de lo que se necesitaba, y el segundo modelo que presentó, tenía un calibre de 19 mm (cal .75), el mismo que el mosquete de infantería, solo que con un cañón de 813 mm y un estriado de ocho ranuras rectangulares.

El tercer y último modelo tenía acortado el cañón de 813 a 762 mm, y reducido el calibre a 16,6 mm, lo que permitió que disparase una bala de carabina calibre 15,87 mm, con un taco engrasado para agarrar las siete ranuras rectangulares del ánima del cañón. El fusil tenía una sencilla alza plegable junto a la llave estándar grande, y disponía también de una barra de metal para engarzar y fijar el sable-bayoneta de 609 mm, similar al del fusil Jäger, algo que el ejército exigía.

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Una característica específica del rifle Baker era que tenía una caja en la culata, en la que se guardaban las herramientas de limpieza. Su tapa estaba trabajada en bronce y disponía de una bisagra, para que pudiera darse la vuelta y fuera de fácil acceso. Las primeras versiones del rifle también tenían una sencilla mira abatible, pero se suprimió rápidamente.

El Baker era 305 mm más corto que el fusil estándar de infantería, y pesaba casi cuatro kilos. Los residuos de pólvora quemada en las estrías del cañón hacían que afectara a su precisión y la recarga fuese más lenta, por lo que llevaba un equipo de limpieza en la culata. Los fusiles de infantería, por el contrario, se suministraban sin equipos de limpieza.

Se esperaba que el Baker fuese capaz de alcanzar blancos hasta 183 m (200 yardas) con una alta tasa de impacto, pues era bastante preciso en distancias medias. Su probabilidad de impactar un blanco del tamaño de un hombre a 91 m (100 yardas) era de 1 a 3, pero esta precisión se reducía mucho a mayores distancias.

Lo utilizaban parejas de tiradores, que abrían fuego contra el enemigo desde posiciones situadas delante de las líneas principales, o desde posiciones ocultas en las alturas con vista a los campos de batalla. Lograron notables éxitos.

Una cualidad primordial de estos fusiles, tanto los desarrollados en el Reino Unido, como en los diversos estados alemanes, era que, usualmente, a diferencia de los rifles largos americanos, tenían un cañón más corto, lo que posibilitaba que los fusileros pudieran cargar y apuntar arrodillados o tumbados. Eso significaba una considerable ventaja, por ejemplo, frente a los engorrosos fusiles Brown Bess, el arma estándar de la infantería de línea británica.

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Fusileros de los regimientos 95.º —Green Jackets— y 60.º regimiento de infantería, disparan y cargan respectivamente un rifle Baker en 1815. Van vestidos de verde —el pantalón del soldado del 60.º es azul— con una pluma del mismo color en su chacó, y llevan vivos y correaje negro, en lugar de vivos y correaje blanco como el resto de la infantería21.

Fueron dos las unidades británicas armadas con rifles: el 95.° Regimiento de Fusileros, formado en su mayor parte por tropas de origen británico, y el 5.° batallón del 60.° regimiento de infantería, organizado con mercenarios alemanes. Ambas formaciones podían combatir como unidades autónomas, pero lo más frecuente era que fuesen divididas y distribuidas en batallones o compañías por todo el ejército. La razón principal no era otra que aprovechar la mejor característica de estas unidades: su funcionalidad. Por su movilidad y eficacia se empleaban en hostigar las tropas del enemigo, en ataques relámpago contra objetivos concretos, en neutralizar a los tiradores enemigos que hostigaban la fuerza propia y en proteger la línea principal.

El rifle, que funcionó de manera extraordinaria en manos de estos hombres, era notablemente preciso en una época en que, generalmente, se consideraba poco práctico para los soldados individuales apuntar a objetivos específicos. Los fusileros fueron uniformados de color verde oscuro, al estilo de las unidades alemanas de jägers, en lugar de las casacas rojas de los regimientos de infantería de línea británica de la época, y llevaban pantalones ajustados en lugar de pantalones largos sueltos.

A la unidad se la denominó en un primer momento Rifle Corps, quedó totalmente equipada con gran rapidez, y en solo cuatro meses estaba lista para la acción. Su bautismo de fuego fue una derrota en Ferrol el 26 de agosto de 1800 —la batalla de Brión o Doniños—. Su misión era intentar desalojar con sus disparos a las tropas españolas de las alturas, muy inferiores en número a los atacantes, pero fracasaron. Poco después, el 2 de abril de 1801, sufrirían sus primeras bajas cuando al mando del capitán Sidney Beckwith, combatieron como si fueran infantes de marina en la batalla de Copenhague22.

El 3 de enero de 1809, Thomas Plunkett fusilero del 1.º batallón del 95.º de rifles estaba tumbado de espaldas sobre la nieve, tal y como le habían enseñado que debía situarse con su arma si quería hacer blanco sobre un objetivo distante. A su alrededor, las afueras de un lugar, Cacabelos, similar a su Irlanda natal y en su punto de mira el general de brigada francés Auguste-Marie-François Colbert, que junto a un ayuda de campo vestido como para un baile de gala, intentaba situar su caballería de forma que cayese sobre la agotada retaguardia británica. Si conseguía cruzar el río que le interrumpía el avance, daría el golpe de gracia a esos orgullosos ingleses que hacía días se arrastraban en una angustiosa retirada con intención de llegar a La Coruña.

Plunkett metió el pie por dentro de la correa de su fusil Baker calibre .705 para estabilizarlo, se colocó la culata en el hombro y apuntó tras manipular con soltura el alza y el punto de mira. La bala impactó de pleno en la frente del general, que se encontraba al menos a 550 metros. El irlandés mordió otro cartucho, saco la baqueta para empujar una nueva bala y abrió fuego de la misma manera sobre el ayudante del general, el capitán Alfred-Florimond-Louis La Tour-Maubourg, que se había apresurado a acudir en ayuda de Colbert. También lo abatió. El Baker acababa de obtener una página en la historia de los francotiradores.

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Posición para mejorar la puntería con un rifle Baker. Grabado del propio Ezekiel Baker publicado en 1803 en el manual del manejo del arma.

Pero a pesar de las acciones aisladas de algunas unidades de fusileros o cazadores con armas rayadas, las tácticas de infantería no progresaron gran cosa durante las Guerras Napoleónicas, pues mientras los fusiles fueran de ánima lisa la precisión seguiría siendo mínima. De momento, la resolución de las batallas todavía iba a depender de grandes formaciones de líneas de infantería enfrentadas cara a cara.