Las habitaciones del interior de la casa, austeras y de altos techos, estaban pobladas de muebles heredados. Nunca he dejado de añorar aquella casa: su plantación de groselleros y sus macizos de ruibarbo, sus lirios antiguos cuyos bulbos aplanados brotaban tan gruesos como mi muñeca, y la hierba alta entre la que Jack y yo nos tumbábamos sin que nos vieran y desde donde solo alcanzábamos a ver la silueta azulada de las montañas. En el salón del fondo de la casa había una estufa Franklin que mi padre alimentaba con madera de manzano y roble durante todo el invierno. Mi madre y él nos leían junto a aquella estufa cuando había tanta nieve que su camioneta no arrancaba y no podíamos bajar de la montaña.
De hecho, como vivíamos tan lejos de nuestros amigos del colegio rural, pasábamos mucho tiempo aislados en aquella colina, charlando, cocinando, perfeccionando nuestra estrategia a las damas chinas, poniendo la colección de discos de grandes orquestas sinfónicas europeas que tenía nuestro padre o explorando la falda de la montaña. ¿Alguna vez has visto un elepé, un disco de vinilo negro con surcos que una aguja recorre añadiendo una especie de chisporroteo a la música? Había, además, varios libros en la estantería del cuarto de estar que nos gustaban especialmente. Uno de ellos era un diccionario gigantesco que usábamos para jugar: leíamos en voz alta palabras abstrusas y nos turnábamos para tratar de adivinar su significado. Otro era un libro de autorretratos de Rembrandt, cuyo rostro iba tornándose más viejo y astuto (aunque no exactamente más sabio) a medida que pasabas las páginas.
El libro que más nos fascinaba era, no obstante, un atlas del este de Europa. No sé por qué estaba en nuestras estanterías, y nunca me acordé de preguntárselo a nuestros padres hasta que ya era demasiado tarde. Seguramente había aparecido en alguna mesa de expurgo de la universidad. Nos preguntábamos el uno al otro los nombres de países y regiones que nadie que nosotros conociéramos había visitado jamás y cuyas fronteras cambiaban según las fechas impresas en la parte de arriba de las páginas. Jack tapaba un topónimo o incluso cerraba el libro y decía: «Vale, el pequeñito de color rosa que hay en medio de la página, 1850. Cinco puntos». El que primero conseguía más de cincuenta puntos tenía que hacer galletas para el otro, aunque era yo quien solía acabar ocupándome del horno mientras Jack se iba a matar avispas o a cavar un hoyo para hacer pis debajo del porche. Cada uno de nosotros tenía su país preferido. El mío era Yugoslavia después de la Primera Guerra Mundial, que parecía solidificarse como por arte de magia en una masa diáfana y amarilla a partir de los recortes de distintos colores de la página anterior. A Jack le gustaban más los países que formaban un anillo en torno al mar Negro: en teoría, al menos, podía pasarse de uno a otro en barco, cosa que mi hermano pensaba hacer algún día. Bulgaria, de verde pálido, era su favorito. Si yo era capaz de citar todos los países con los que tenía frontera, me daba diez puntos más.
También leíamos cada uno por su cuenta, claro: Narnia y la Tierra Media, Arthur Conan Doyle y las revistas de National Geographic que se amontonaban en el cuarto de la estufa, al fondo de la casa. Yo devoraba algunos libros de chicas que Jack despreciaba, como los de Nancy Drew. Mis padres escuchaban la radio en vez de ver la televisión, y la biblioteca dominó nuestras vidas hasta que un amigo del colegio llevó a Jack (y luego a mí) a un salón recreativo lleno de juegos maravillosos, y poco a poco nos fuimos dando cuenta de que podía darse otro uso a los ordenadores de la sala de matemáticas del colegio. Yo, que no era tan amante de los videojuegos como Jack, ansiaba menos visitar los recreativos, y fue así como empecé a sentir que mi hermano y yo íbamos distanciándonos.
Nos zaheríamos el uno al otro, como la mayoría de los hermanos. Él se portaba a veces como un abusón y yo me chivaba, pero éramos inseparables en nuestro aislamiento, cuidábamos el uno del otro y sabíamos buscarnos las mañas. Aprendimos a montar una tienda de campaña, a hacer una fogata, a silbar con una brizna de hierba, a trepar a gatas por rocas heladas sin hacernos daño y a seguir un curso de agua montaña abajo hasta un asentamiento si nos perdíamos. Podíamos leer en voz alta con viveza y elocuencia (aunque a Jack no solía gustarle esa tarea) y sabíamos limpiar el gallinero, hacer magdalenas en las tacitas de cerámica de mamá y recolectar patatas. Yo aprendí a tejer y a remendarme la ropa. También remendaba la de Jack, dado que él no tenía ningún interés en hacerlo. Solía hacerse sietes en las rodillas para los que yo inventaba discretos parches en colores oscuros. Podíamos jugar allí donde nos apeteciera, excepto cerca de las casas que había al pie de la carretera, con sus contenedores de basura al lado del arroyo y sus perrazos encadenados. «Una buena valla hace buenos vecinos», solía decir mi padre, que siempre los saludaba tocándose la gorra cuando pasábamos en coche por delante de sus porches.
Todo esto debería haber equivalido a la felicidad, y así era para mí con frecuencia, porque me encantaba nuestra casa en la colina y tenía a mi hermano para hacerme compañía. Pero, por una de esas extrañas reacciones químicas que se dan en la vida familiar, Jack pareció incapaz de llevarse bien con nuestros padres desde muy niño, y su descontento hacia ellos se hacía extensivo a todo lo que nos daban o proponían. A los siete u ocho años, no había vez que le pidieran que hiciera algo sin que causara algún destrozo: cuando nos tocaba desbrozar el huerto, en vez de quitar las malas hierbas arrancaba media ringlera de zanahorias, y yo sabía que lo hacía a propósito. Si teníamos que limpiar el sempiterno gallinero, yo trabajaba con ahínco; me encantaba cómo cloqueaban las gallinas en los rincones las tardes calurosas, descubrir nuevos huevos y que mi padre me felicitara por un trabajo bien hecho. Jack, en cambio, solía entretenerse abriendo agujeros en la parte de abajo de las paredes por los que entraban los zorros, lo que se traducía en una masacre un par de noches después. Escribió «Al diablo con to´ el mundo» en la pared, encima de su cama, usando un palo carbonizado. Y cuando una tarde quemó un árbol del huerto y el fuego estuvo a punto de extenderse hasta la casa, nuestro padre lo castigó una semana (aunque había poca cosa que pudiera quitarle) y nuestra madre pidió unas horas libres en el trabajo para ir a hablar con el psicólogo del colegio.
En secundaria la cosa empeoró. Jack fumaba en la parada del autobús hasta que otro chico se chivó, y yo me descubrí remendando quemaduras del tamaño de una moneda de diez centavos en sus vaqueros, en vez de los desgarrones que se hacía al meterse entre las zarzamoras. Se cortó sus rizos rojos por arriba y empezó a rebajarse las cejas con la cuchilla, y le dijo a nuestro padre que era para ahorrar, como nos recomendaban una y otra vez desde niños (el pelo siempre nos lo había cortado nuestra madre con unas tijeras especiales). Al año siguiente les dijo que se escaparía, que se escaparía en serio, si no lo llevaban al pueblo una vez a la semana para salir con «los colegas»: otros chavales de séptimo curso tan flacuchos y con el pelo tan mal cortado como él. Nuestro padre lo invitó a cumplir su amenaza, pero mamá empezó a llevarlo de mala gana al pueblo los sábados, alegando que nos estábamos haciendo mayores y necesitábamos vida social. A mí me llevaba de paso a tomar una copa de helado. Yo vivía con el temor de que estallara una pelea (una pelea aún peor que las anteriores) entre Jack y nuestros padres. Pero conmigo Jack era casi siempre cariñoso, e incluso me hacía confidencias. Cuando me contó que sus amigos y él robaban a veces navajas baratas o paquetes de cecina, le guardé el secreto. Me pareció lo más justo, sobre todo teniendo en cuenta que solía traerme golosinas y tebeos que siempre decía que había comprado con su paga.
Vivimos en el campo hasta que Jack iba a empezar noveno curso y yo séptimo. Entonces nuestros padres vendieron la casa y compraron un piso en el recién revitalizado centro de Greenhill, donde, aunque no podíamos tener huerto, podíamos ir andando a los mejores colegios públicos de la zona. Una vez instalados en la ciudad, mi hermano y yo comenzamos a llevar vidas separadas. Yo empecé a ir al instituto (un establo lleno de chicos misteriosos y de chicas cuyo afán por arreglarse me daba pavor) y Jack se echó nuevos amigos, chavales amantes del deporte y de aspecto lozano, y comenzó a hacer atletismo y a jugar al baloncesto con los equipos de bachillerato. Nuestros padres estaban visiblemente aliviados: mi hermano parecía de pronto demasiado atareado para meterse en líos y, como se levantaba muy temprano para ir a entrenar, por las noches se iba derecho a la cama, rendido de cansancio. Aquel primer curso en la ciudad fue bien, y también el principio del segundo. Pero yo echaba de menos a Jack, igual que echaba de menos nuestra casa en la montaña. Tenía la sensación de que mi hermano se me había escapado en un descuido. Era aún más amable conmigo que cuando éramos niños, pero también más distante. Cuando mejor lo pasaba con él era cuando se dejaba ver por mi abarrotada habitación por las tardes, a menudo cuando estaba haciendo los deberes.
«Ah, esas ecuaciones», decía. «Me acuerdo de ellas. ¿Quieres que te ayude?» O entraba de repente con el pelo mojado, recién salido de la ducha, y se sentaba en el borde de mi cama con un gruñido de cansancio. «Estoy muerto», decía. «Hoy hemos tenido entrenamiento doble». Esos momentos nunca duraban mucho, porque al poco rato me daba un coscorrón y se marchaba a hacer los deberes o a llamar a una amiga.
Creo que nuestros padres aceptaban este distanciamiento como una consecuencia inevitable del proceso de maduración de un joven al margen de su familia. Pero, para equilibrar las cosas, insistieron en conservar algunos rituales de nuestra vida anterior; el principal de ellos, la excursión al monte que hacíamos los cuatro juntos una vez al mes. Solíamos esperar a que hiciera buen tiempo: una mañana soleada y despejada del fin de semana, cuando las montañas lucían en todo su esplendor, en cualquier estación. Esos días experimentábamos de nuevo, al unísono, el placer de contemplar las cordilleras y las estribaciones azuladas que se extendían más allá.
Así fue como perdimos a Jack.