—¿Taxi? —preguntó.
Alexandra se fijó en su cara pálida y en sus ojos separados, los primeros ojos azules que recordaba haber visto desde su llegada a Sofía. Tenía el pelo liso y claro, cortado a tazón, como un Beatle de la primera época. Cuando ella le mostró la hoja de papel con una dirección escrita en alfabeto cirílico, asintió de inmediato con la cabeza y levantó los dedos para indicarle la cantidad exacta de leva que le costaría la carrera. Un tipo honesto, y al parecer, cuando inclinaba la cabeza arriba y abajo, quería decir que sí. Se apeó de un salto del taxi, sujetó su maleta grande y la metió en el maletero.
Alexandra se sentó rápidamente en el asiento trasero. El taxista no volvió a dirigirle la palabra, a pesar de que por el espejo retrovisor su rostro parecía afable. Por lo visto, ya sabía lo suficiente sobre ella para darse por satisfecho. Alexandra dejó sus bolsas en el asiento, a su lado, y se reclinó por fin. El conductor se incorporó al tráfico y dobló la esquina. De pronto se hallaron inmersos en Sofía. Alexandra vio altos y rectos chopos junto a la calzada, gente que caminaba deprisa en traje oscuro o vaqueros, adolescentes con camisetas de colores estampadas con palabras inglesas, el centelleo de los cristales rotos y la basura en los desaguaderos fangosos de la calle, como si la ciudad fuera al mismo tiempo una especie de poblachón destartalado. Era otro mundo, pero Alexandra comprendió de pronto que conseguiría desenvolverse en él, sobre todo cuando hubiera pasado unas horas en una habitación tranquila, donde pudiera cerrar la puerta con llave y echarse a dormir.
Justo en ese momento advirtió que la bolsa del hombre alto (¿o sería quizá del anciano?) descansaba sobre el asiento, a su lado, metida entre las suyas. Las asas de todas ellas caían juntas sobre su rodilla. Al verla, un hormigueo eléctrico recorrió su cuerpo: la loneta negra y lisa, las largas asas negras, la parte de arriba cerrada por una cremallera también negra. Tocó la bolsa. No, no era suya. Se parecía a su bolso más pequeño, pero era la del hombre, la de aquella familia a la que había perdido de vista en las calles de la ciudad.
Palpó la bolsa. No había etiqueta alguna en la loneta, ni en las asas o los laterales. Tras respirar hondo, abrió la cremallera para ver si había alguna etiqueta dentro. Tocó un objeto anguloso y duro, envuelto en terciopelo negro. Como no encontró ninguna identificación, hurgó un momento dentro y finalmente desenvolvió la parte de arriba del objeto.
Era una caja de madera bellamente pulida y con el reborde superior labrado. Allí, al fin, encontró una etiqueta, o mejor dicho una fina placa de madera con caracteres cirílicos grabados. Dos palabras, una más larga que la otra: Стоян Лазаров. Notó que el taxi doblaba una esquina. Dado que no había más datos, pronunció las palabras en voz alta, muy despacio, recurriendo al alfabeto que había tratado de memorizar. Stoyan Lazarov. No había ninguna fecha. El sufijo de la segunda palabra la indujo a pensar, por lo que había leído en su guía, que debía de ser un apellido. Atónita, Alexandra buscó en la bolsa, pero no parecía haber nada más. Movida por un impulso involuntario, levantó la tapa de la caja sujeta con bisagras. Dentro había una bolsa de plástico transparente, sellada. Estaba llena de cenizas, unas de un gris más oscuro y otras de un gris más claro, mezcladas con partículas blancas más voluminosas. Tocó la bolsa con la punta de un dedo. En circunstancias normales su gesto habría parecido reverente, y de hecho, pese a su consternación, se sintió sobrecogida al tocarla.
Miró en derredor, a un lado y a otro de la calle difusa. No sabía qué hacer. Jack lo habría sabido si viviera, si hubiera llegado a cumplir sus casi veintiocho años. En situaciones así era cuando una necesitaba un hermano. Podrían haber viajado juntos por Europa con sus mochilas a cuestas.
Estiró el brazo y tocó el hombro huesudo del conductor, zarandeándolo bruscamente.
—¡Pare! —dijo—. ¡Pare, por favor!
Y acto seguido se echó a llorar.