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Sofía, año 2008. Mes de mayo, un tiempo primaveral intachable y la diosa del capitalismo sentada sobre su trono chabacano y raído. En lo alto de la escalinata del hotel Forest aguardaba una joven (una niña aún, más que una mujer), extranjera por más señas. El hotel se hallaba frente al NDK, el antiguo Palacio Nacional de la Cultura del ex régimen comunista, una gigantesca afloración de cemento ahora frecuentada por adolescentes cuyo cabello erizado centellaba al sol. Alexandra Boyd, agotada por un viaje en avión interminable, trataba de mantener su largo cabello liso sujeto detrás de una oreja mientras observaba a los chavales búlgaros maniobrar con sus monopatines. A su derecha se alzaban bloques de pisos pintados de gris y ocre, así como una edificación más reciente de acero y cristal y una valla publicitaria que mostraba a una mujer en bikini cuyos pechos prominentes señalaban hacia una botella de vodka. Cerca de la valla, árboles majestuosos se engalanaban con flores blancas y magentas. Eran castaños de Indias. Alexandra los había visto durante un viaje a Francia, estando en la universidad, en su única visita anterior al continente europeo. Le escocían los ojos y tenía el pelo sucio por el sudor del viaje. Necesitaba comer, ducharse, dormir. Sí, dormir, tras el último vuelo desde Ámsterdam, y despertarse sobresaltada cada pocos minutos para hallarse expatriada por propia voluntad al otro lado del océano. Se miró los pies para cerciorarse de que seguían ahí. Su ropa, a excepción de las deportivas de color rojo vivo, era muy sencilla (una blusa fina, vaqueros azules, un jersey anudado a la cintura), y se sentía desaliñada y mal vestida al lado de las faldas de traje y los tacones de aguja que veía pasar a su lado. Llevaba en la muñeca izquierda una pulsera ancha de color negro, y en las orejas largos pendientes de obsidiana en forma de lanza. Agarró las asas de una maleta con ruedas y un maletín oscuro que contenía una guía turística, un diccionario y algo de ropa. Colgada del hombro llevaba una bolsa de ordenador y su bolso ancho y colorido, con un cuaderno y una edición de bolsillo de Emily Dickinson al fondo.

Desde la ventanilla del avión había visto una ciudad enclavada entre montañas y jalonada por altos bloques de pisos semejantes a lápidas. Al bajar de la aeronave con su flamante cámara en la mano había aspirado un aire de olor extraño: a carbón y a gasóleo, con una veta de aroma a tierra recién arada. Había cruzado la pista y subido al autobús del aeropuerto, y se había fijado en las cabinas de aduanas, que relucían como recién estrenadas, en sus taciturnos funcionarios y en el sello exótico que habían estampado en su pasaporte. El taxi había serpenteado por las afueras de Sofía antes de adentrarse en el corazón de la ciudad (siguiendo posiblemente una ruta más larga de lo necesario, sospechaba Alexandra), y había pasado casi rozando las mesas de las terrazas de los cafés y las farolas forradas de carteles políticos y anuncios de tiendas eróticas. Desde la ventanilla del taxi había fotografiado varios Ford y Opel antiguos, Audi nuevos con las ventanillas tintadas tipo gánster, autobuses grandes y parsimoniosos y tranvías semejantes a chirriantes megalosaurios cuyos raíles de hierro despedían chispas. Para su asombro, el centro de la ciudad estaba pavimentado con adoquines amarillos.

Pero el taxista no había entendido sus instrucciones y la había depositado allí, en el hotel Forest, no en el hostal que tenía reservado desde hacía unas semanas. Alexandra tampoco había entendido lo que sucedía hasta que, tras marcharse el taxi, había subido los escalones del hotel para ver su entrada más de cerca. Ahora estaba sola, más sola que nunca en sus veintiséis años de vida. De pie en medio de una ciudad y una historia que no entendía, entre personas que subían y bajaban la escalinata del hotel con paso decidido, se preguntaba si debía bajar de nuevo a la acera para intentar alcanzar otro taxi. Dudaba de que pudiera permitirse pagar una habitación en el monolito de cristal y cemento que se erguía a su espalda, con sus ventanas tintadas y sus clientes que, ataviados con trajes oscuros, como cuervos, iban y venían o fumaban en los peldaños. Una cosa era segura: se había equivocado de sitio.

Podría haber pasado así largo rato, de no ser porque de pronto se abrieron las puertas corredizas que había a su espalda y al volverse vio que salían del hotel tres personas. Una de ellas era un hombre de cabello blanco que, sentado en una silla de ruedas, agarraba varias bolsas de viaje, pegadas contra su americana. Un individuo alto, de mediana edad, manejaba la silla de ruedas con una mano mientras con la otra sostenía un teléfono móvil; estaba hablando con alguien. Cogida de su brazo avanzaba una mujer mayor, con las piernas arqueadas bajo el vestido negro y un bolsito colgado de la muñeca. Una raya despejada y rala partía en dos su cabello rojizo y entrecano. El hombre de mediana edad concluyó su llamada y colgó. La señora mayor lo miró y él se inclinó para decirle algo.

Alexandra se apartó y, al verlos cruzar con dificultad la entrada del hotel hasta la escalinata, sintió, como le ocurría a menudo, una punzada de compasión por la suerte de sus congéneres. No tenían modo de bajar las escaleras: no había ni rampa ni acceso para silla de ruedas, como sucedía en su país. Pero el hombre alto de cabello oscuro parecía ser extraordinariamente fuerte: inclinándose, levantó al anciano de la silla de ruedas con equipaje incluido. Entonces la mujer de mirada vacua pareció cobrar vida el tiempo justo para plegar la silla con un par de movimientos ensayados y bajarla lentamente por los escalones. Ella también era más fuerte de lo que parecía.

Alexandra recogió sus bolsos y su maleta y los siguió, convencida de que la determinación con que avanzaban le serviría de impulso. Al llegar al pie de la escalinata, el hombre alto volvió a depositar al anciano en la silla de ruedas. Descansaron todos un instante, y Alexandra se detuvo casi junto a ellos, al borde de la parada de taxis. Advirtió que el hombre alto vestía chaleco negro y camisa blanca inmaculada, un atuendo demasiado abrigado y formal para un día como aquel. Sus pantalones también relucían, y sus zapatos negros parecían bruñidos en exceso. Llevaba el cabello oscuro, satinado de plata, firmemente peinado hacia atrás para dejar la frente despejada. Tenía un perfil enérgico y, visto de cerca, parecía más joven de lo que Alexandra había pensado en un principio. Fruncía el ceño, tenía la cara sofocada y una mirada incisiva. Alexandra no habría sabido decir si rondaba los treinta y ocho años o los cincuenta y cinco. Reparó, pese a su cansancio, en que era posiblemente uno de los hombres más guapos que había visto nunca: ancho de hombros e imponente bajo aquellas ropas extrañamente anticuadas, tenía una nariz larga y elegante y unos pómulos altos que parecieron afilarse hacia sus ojos luminosos y estrechos cuando se volvió ligeramente hacia ella. De las comisuras de su boca irradiaban finas arrugas, como si poseyera un rostro distinto que reservara para las ocasiones en que sonreía. Alexandra vio que era, en efecto, demasiado mayor para ella. Su mano colgaba junto a su costado a solo unos pasos de la de ella. Sintiendo una punzada de deseo, Alexandra se apartó un poco.

El hombre se acercó a la ventanilla del taxi más cercano y se enfrascó en un regateo. El taxista protestó alzando la voz. Alexandra se preguntó si podría aprender algo de todo esto. Mientras los observaba, experimentó un instante de vértigo; el ruido del tráfico remitió hasta convertirse en un incómodo zumbido y un segundo después regresó, aún más ensordecedor que antes, por efecto del jet lag. El hombre alto no parecía capaz de ponerse de acuerdo con el taxista, ni siquiera cuando la señora se inclinó e intervino, indignada. El conductor hizo un ademán despectivo y subió la ventanilla.

El hombre tomó de nuevo su equipaje (tres o cuatro bolsas de nailon y loneta) y se acercó a otro taxi, más cerca de donde aguardaba Alexandra, que decidió no probar suerte con el primer taxista. El hombre alto puso fin bruscamente a sus regateos y abrió la puerta trasera del segundo taxi. Depositó su equipaje en la acera y ayudó al anciano encorvado a levantarse de la silla de ruedas y a sentarse en el asiento trasero.

Alexandra no se habría acercado a ellos si la señora no se hubiera tambaleado de repente al hacer amago de subir al taxi. Estiró el brazo y la agarró con una firmeza que ignoraba poseer. A través de la tela negra de la manga de la anciana, notó un hueso asombrosamente ligero y cálido. La señora se volvió para mirarla, se enderezó y le dijo algo en búlgaro, y el hombre alto se volvió de cara a Alexandra por vez primera. Quizá no fuera realmente guapo, pensó, pero tenía unos ojos extraordinariamente llamativos: más grandes de lo que parecían de perfil, y con los iris de color ámbar cuando los tocaba el sol. La anciana y él le sonrieron. El hombre ayudó delicadamente a subir al taxi a su madre y con la otra mano recogió sus maletas. Era como si supiera que Alexandra acudiría de nuevo en su auxilio. Y eso hizo ella: recogió las bolsas más pequeñas y se las pasó, amontonadas. Él parecía tener prisa de pronto. Alexandra seguía agarrando con firmeza su pesada bolsa de viaje y su portátil, y especialmente su bolso, por si acaso.

El hombre se incorporó y miró las bolsas que le había pasado. Luego la miró a ella.

—Muchas gracias —le dijo en un inglés con fuerte acento búlgaro.

¿Tanto se notaba que era extranjera?

—¿Puedo ayudarlo? —preguntó ella, y se sintió estúpida.

—Ya me ha ayudado. —Su sonrisa momentánea pareció borrarse y su semblante adquirió una expresión triste—. ¿Está en Bulgaria de vacaciones?

—No —contestó Alexandra—. Soy profesora de inglés. ¿Están ustedes de visita en Sofía?

Tras decirlo se dio cuenta de que su comentario no sonaba muy halagüeño. Era cierto que sus ancianos padres y él no tenían un aspecto cosmopolita en aquel entorno. Pero aquel hombre era la primera persona con la que hablaba en casi dos días, y no quería que la conversación se acabara, a pesar de que los ancianos esperaban dentro del taxi.

Él sacudió la cabeza. Alexandra había leído en su guía turística que los búlgaros tenían la costumbre de mover la cabeza arriba y abajo cuando querían decir «no», y de sacudirla a un lado y a otro cuando querían decir «sí», pero que ya no todos lo hacían. Se preguntaba a qué categoría pertenecía aquel hombre.

—Teníamos planeado… ir al monasterio de Velin —dijo él, y miró a su espalda, como si esperara ver a otra persona—. Es muy bonito y famoso. Tiene usted que visitarlo.

A ella le gustó su voz.

—Sí, lo intentaré —contestó.

El hombre sonrió entonces: levemente, sin poner en juego todas sus arrugas. Olía a jabón y a lana limpia. Hizo ademán de volverse, pero se detuvo.

—¿Le gusta Bulgaria? La gente dice que aquí pasa de todo. Que puede pasar cualquier cosa —se corrigió.

Alexandra no llevaba el tiempo suficiente en Sofía para saber si le gustaba el país.

—Es un país precioso —respondió por fin, y al decirlo se acordó de las montañas que había visto desde el avión—. Realmente precioso —añadió con más convicción.

Él ladeó la cabeza, pareció hacerle una leve reverencia (eran muy corteses, los búlgaros) y se volvió hacia el taxi.

—¿Puedo hacerles una foto? —preguntó ella atropelladamente—. ¿Le importaría? Son ustedes las primeras personas con las que hablo.

Quería tener una foto suya: nunca había visto un rostro tan interesante ni volvería a verlo.

El hombre se inclinó obedientemente hacia la puerta abierta del taxi, a pesar de que parecía inquieto. A Alexandra le dio la impresión de que tenía prisa. Pero la anciana se inclinó hacia fuera y le dedicó una sonrisa. Llevaba dentadura postiza, sus dientes eran demasiado blancos y regulares. El anciano no se giró; sentado en la parte de atrás del taxi, miraba fijamente hacia delante. Alexandra sacó la cámara del bolso e hizo rápidamente una fotografía. Se preguntó si debía ofrecerse a enviársela más adelante, pero no sabía si en Bulgaria a las personas mayores (o a un hombre de mediana edad y aspecto ceremonioso) les parecía aceptable intercambiar fotografías por correo electrónico, especialmente con una extranjera.

—Gracias —dijo—. Mersi.

Mersi era el «gracias» más sencillo en búlgaro. No se atrevió a pronunciar la versión más extensa, una palabra infinitamente más larga y compleja que había tratado de memorizar. El hombre la miró un instante, y ella pensó que su rostro parecía aún más triste. Se despidió levantando una mano y cerró la puerta del taxi. Luego se acomodó en el asiento delantero, junto al conductor. Su conversación había durado solo un par de minutos, pero uno de los taxistas de la fila se impacientó y comenzó a pitar. El taxi arrancó haciendo chirriar los neumáticos, se zambulló en el torrente del tráfico y desapareció de inmediato.