12

El trayecto hasta salir de Sofía la dejó anonadada: nunca había visto nada igual. Había indicadores por todas partes, y la lentitud con la que avanzaban le permitía distinguirlos con claridad: estaban en su mayoría en cirílico, pero algunos también en inglés y, de vez en cuando, en francés, alemán o griego. Había señales de tráfico dirigidas a los conductores y los peatones, carteles que conducían a hotelitos, a copisterías, a talleres de reparación de bicicletas y a carnicerías; y letreros que indicaban puntos donde podían comprarse flores, rodeados de ramos metidos en cubos. Vio placas doradas en monumentos a soldados y en estatuas de hombres gesticulantes ataviados con largas levitas, algunos de cuyos pedestales estaban cubiertos por pintadas de colores chillones.

Cuando Bobby se detuvo en un semáforo, observó los anuncios pegados a las farolas y trató de adivinar lo que significaban: «arranque este número y llame hoy mismo para aprender inglés», «para perder peso», «para comprar una silla de ruedas», «para viajar a Grecia o a Turquía», «para informar sobre el paradero de un perro extraviado»… Este último era muy evidente: llevaba una fotografía en blanco y negro, algo borrosa. Había, de hecho, perros en muchas de las calles, cosa en la que no había reparado antes. Pero no parecían perdidos; eran perros callejeros. Sorteaban el tráfico temerariamente, orinaban en las aceras y se husmeaban entre sí y a los viandantes, que procuraban apartar de ellos sus paquetes, sus faldas o sus manos. Le parecieron lobos trotando en manadas por los linderos de los parques, sueltos pero enfrascados en sus asuntos.

Había, no obstante, muchas más personas que perros, y no podía evitar mirarlas con curiosidad por la ventanilla del taxi: se amontonaban en las aceras y en las tiendas, conversaban en las terrazas de los cafés, vendían libros usados bajo toldos de lona o zapatos nuevos en los escaparates de las tiendas, pedían monedas o apartaban a sus hijos pequeños de quienes mendigaban en la calle. Vio brotar un torrente humano de los edificios de la universidad, de las oficinas de cambio de moneda, de las panaderías y las iglesias, llevando libros o bolsos, cigarrillos o bolsas de plástico. Vio a la gente de Sofía consultar sus teléfonos móviles, sus relojes o sus bolsillos, vio a mujeres retocarse el carmín en un espejito de mano, subir a un taxi, montar en los trolebuses azules y amarillos bajo una telaraña de cables eléctricos. Había ancianos, vestidos con chaquetas viejas pero cuidadosamente conservadas y gafas de cristales gruesos, que se saludaban entre sí y se detenían a estrecharse la mano. Vio a chicas con vaqueros ceñidos, lustrosas melenas rizadas y pestañas vertiginosamente largas; a abuelas con vestidos estampados marrones y naranjas, con un niño en cada mano; a jóvenes que fumaban con la suela de un zapato apoyada contra la fachada de un banco; a mujeres maduras, calzadas con zapatos de tacón alto, dirigiéndose apresuradamente a su destino.

Al salir del centro de la ciudad, siguieron pasando ante bloques de viviendas. Algunos eran de construcción reciente, pero la mayoría parecía tener al menos un siglo de antigüedad. Bordearon un parque y pasaron frente a varios monumentos, tan deprisa que no le dio tiempo a verlos con claridad, aunque distinguió un enorme pedestal repleto de estatuas y fusiles.

—Disculpa —dijo, pero Bobby no pareció oírla.

Entonces se dio cuenta de que había visto aquella imagen en su guía turística: era un monumento al Ejército Rojo que ocupó el país en septiembre de 1944. «Una invasión de la Unión Soviética o una revolución comunista, dependiendo de con quién hable el visitante», reflejaba la guía. Se preguntó con quién hablaría ella más adelante, y si de verdad la gente seguía conversando sobre ese asunto, y dónde. ¿En la cola del supermercado? ¿En las fiestas? En su país, la Segunda Guerra Mundial era historia antigua (excepto en Hollywood) y había sido enterrada con honores. Su tío abuelo, muerto hacía poco tiempo, había sobrevolado aquellas tierras siendo apenas un adolescente, durante los bombardeos de Rumanía y Bulgaria. Alexandra se preguntó si su avión habría dejado caer una bomba sobre el parque en el que se alzaba ahora el monumento.

El taxi de Bobby aceleró en un ancho bulevar y el centro de la ciudad quedó atrás, seguido por una destartalada zona comercial en la que los muebles, las telas, la ropa y los enseres domésticos se exhibían ante las puertas de los locales o detrás de escaparates polvorientos. De pronto pudo ver algunos de aquellos enormes bloques de viviendas que había distinguido desde al avión unas horas antes. Bobby los señaló y dijo algo, y ella se inclinó para oírle entre el cálido fragor del viento y el tráfico. El taxi no parecía tener aire acondicionado, o quizás a Bobby no le gustaba utilizarlo. Había dejado las ventanillas delanteras abiertas.

—¿Perdona? —gritó ella.

—Yo me crie ahí —repitió él alzando la voz.

Alexandra se volvió para mirar los gigantescos edificios arracimados. Desde aquella distancia tenían un aspecto de precariedad: a sus pies se extendían ralas arboledas de abedules jóvenes o descampados cubiertos de hierbajos, y en algunos aparcamientos se veían vallas de obra. No supo a cuál de aquellos veinte o treinta edificios señalaba Bobby. No eran blancos, como le habían parecido desde la ventanilla del avión. Y aunque saltaba a la vista que eran modernos, semejaban ya inmensas ruinas, con el revestimiento de las fachadas resquebrajado y desprendido en algunas partes.

Panelki, así los llamamos —gritó Bobby.

Alexandra tardaría aún varios días en aprender aquella palabra y comprender lo que había dicho Bobby.

—Porque están hechos de paneles prefabricados —añadió él.

Ella no vio ningún panel: solo filas de balcones de aluminio, muchos de ellos con ropa tendida y algunos con flores y hasta con arbolitos plantados en macetas.

Bobby le hizo otro gesto por encima del hombro.

—Oficialmente se llaman blokove. Yo crecí justo ahí.

A Alexandra le parecían todos igual de sórdidos. Habría preferido un panorama de pequeños pueblecitos. Prefería, además, que Bobby mirara hacia delante.

La carretera, que partía de la ciudad dividida en dos carriles separados por un deteriorado murete de cemento, distaba mucho de ser una autovía. Vio pasar algunas viviendas, una zona suburbana: casas chatas, con las fachadas enlucidas y pintadas de distintos colores y en diverso estado de deterioro, la mayoría con cubierta de tejas rojas, y muchas precedidas por vallas de alambre o tapias de cemento. Delante de una de ellas había una alambrada detrás de la cual ladraban furiosamente dos perros de gran tamaño. En otro patio vio un burro de ojos tiernos asomado a una tapia y se preguntó si ya habían salido oficialmente de la capital. Pensó fugazmente en anotar lo que iba viendo, pero ¿de qué serviría? Nunca utilizaría aquellas notas para nada, ahora que se había quedado sin historias que contar.

Se asomó por la ventanilla con la cámara en la mano y fotografió las casas y los patios, con sus manzanos y sus melocotoneros cuajados de hojas nuevas. Por todas partes había huertos domésticos, vigorosas patateras, matas de guisantes y judías sostenidas por rodrigones, tomateras cuyos pequeños frutos verdes comenzaban a engordar. Vio a una pareja de ancianos en su huerto. La mujer tenía los brazos en jarras y el hombre se apoyaba en una azada. De pronto cayó en la cuenta de que por aquella carretera ya solo circulaba su taxi.

Se inclinó para gritarle de nuevo a Bobby.

—¿A qué distancia dijiste que quedaba el monasterio? ¿Cuánto queda?

—¿El tiempo?

Bobby frenó de repente. Cinco o seis gallinas cruzaron la calzada lenta y ceremoniosamente. Bobby les pitó.

—Sí. —Alexandra tuvo que inclinarse un poco más para oírlo.

—¿Quieres sentarte delante? —respondió él a gritos.

Paró el coche junto a un muro moteado, blanco y negro, como las gallinas. Alexandra no quería dejar sola la urna, pero por fin la colocó en el suelo, sujetándola con su equipaje para que no se volcara.

Cuando salió del taxi, todo le pareció de pronto distinto, dentro y fuera de ella. Ya no tenía sueño, o quizás había dejado atrás el sopor para sumirse en un cansancio nuevo y radiante. Sintió el impulso de tocar los árboles que asomaban por encima del muro, un par de abedules de ramas colgantes y un melocotonero cuyos frutos, todavía duros, tenían el tamaño de nueces. Pasada Sofía, el aire era suave y fresco y olía a limpio. Se llenó los pulmones y se sentó en el taxi, al lado de Bobby. Resultaba extraño estar tan cerca de otra persona en aquel lugar desconocido. La rodilla enfundada en tela vaquera y la mano de Bobby se apoyaban contra la palanca de cambios. Resolvió que, si trataba de tocarla, abriría la puerta y amenazaría con saltar. La parte delantera del taxi estaba más deteriorada que la trasera, pero parecía limpia. El relleno del asiento se salía por los bordes, en torno a sus muslos. Colgado del retrovisor había un rosario rematado con lo que parecía ser una moneda de plata antigua. Vio una lechuza en una de sus caras. Entonces giró la moneda y apareció el perfil de una mujer con el cabello anudado en un moño a la altura de la nuca.

Bobby volvió a enfilar la carretera.

—No hace falta que te pongas el cinturón —le dijo enérgicamente al ver que ella buscaba la hebilla—. Soy muy buen conductor.

—Ya lo veo —repuso ella.

Era, al parecer, un tipo raro: irritable y exasperante en cierto modo. Se acordó sin querer de los frecuentes cambios de humor de su hermano Jack.

—Le prometí a mi madre que siempre me pondría el cinturón de seguridad —dijo—, hasta si iba a la luna.

Él se rio. Volviéndose hacia ella. De pronto parecía mayor, quizá porque las arrugas que se formaban alrededor de sus párpados cuando reía ocultaban casi por completo el azul de sus ojos. Alexandra sintió alivio cuando volvió a mirar hacia delante.

—Yo también se lo prometí a mi madre —dijo él—. No ir a la luna, sino usar el cinturón de seguridad. Sobre todo porque me paso el día conduciendo.

—¿Trabajas en esto a jornada completa?

Bobby frunció el ceño mientras aceleraba. Más allá de los suburbios, a ambos lados de la carretera, se extendía el campo abierto. Alexandra vio montañas a lo lejos. Parecían más abruptas y empinadas que los montes que rodeaban Sofía. Se vio a sí misma reflejada en el retrovisor: su cara pálida, ovalada y pecosa, sus ojos verdes y serios, sus labios finos, las pestañas y las cejas rojizas heredadas de su padre, sus hermosos pendientes de obsidiana. Fue como encontrarse con una vieja amiga en un lugar imprevisto. Como le ocurría siempre, distinguió también a Jack en su rostro, aunque ella tenía el cabello más castaño que rojizo y la piel blanca, más que sonrosada. Los ojos, sin embargo, eran los mismos.

Bobby estiró los brazos, acomodándose detrás del volante.

—¿Que si me dedico a conducir a jornada completa? No, qué va. Solo unas treinta y cinco horas semanales.

Alexandra pensó que treinta y cinco horas semanales eran casi una jornada completa, pero quizá, dada la situación económica del país, Bobby tuviera que compaginar dos trabajos. Le pareció una cuestión demasiado delicada para insistir, de modo que se limitó a hacer un gesto afirmativo.

—¿Cuánto tiempo dijiste que tardaríamos en llegar al monasterio?

Él sonrió.

—No lo dije. Falta todavía una hora, más o menos.

A Alexandra le dio un vuelco el corazón.

—¿Una hora? Pero si llevamos ya media hora de camino, ¿no?

—Sí, claro… Pero es lógico.

Ella se preguntó si le estaba tomando el pelo.

—Velinski manastir —explicó Bobby— no está muy lejos. El problema es la carretera. Tiene muchas curvas, muchos giros. Está allá arriba, al pie de los montes Rila. —Señaló la sierra boscosa a través del parabrisas—. Ya casi se ve. Pero la ruta es complicada.

—Hablas muy bien inglés —comentó ella, en parte para distraerse y no pensar en aquella carretera de montaña, y en parte para agradecerle que estuviera dispuesto a llevarla hasta allí por tan poco dinero—. Me gustaría aprender un poco de búlgaro. De momento solo sé cinco o seis palabras.

—Seguro que vas a aprender un montón —repuso él—. Pero es un idioma difícil. No es fácil aprender nuestros verbos. —Se rio, visiblemente orgulloso de que sus verbos desconcertaran a los extranjeros.

—Esa no es una buena noticia —contestó Alexandra.

Se sonrieron, y luego ella se agarró a los lados del asiento. Venía un coche de frente, por su mismo carril. Intentó no gritar; se refrenó para no agarrarse del brazo de Bobby. Una imagen de sus padres apareció de pronto en su cabeza. Entonces el otro coche viró bruscamente hacia su carril y ella se dio cuenta de que estaba adelantando a otro vehículo. Sentía latir su corazón en la garganta y en las sienes.

—¿Estás bien? —preguntó Bobby.

—Ese coche —dijo ella con voz débil—. Casi chocamos.

—No, no. Solo estaba adelantando. Por aquí se puede adelantar. Yo no hubiera permitido que chocáramos.

Alexandra no supo qué decir. Tenía la sensación de que los faros del taxi y los del otro coche casi se habían tocado. Había visto muy claramente al otro conductor frente a ella, un hombre con camiseta de color verde clara; había visto sus ojos, su expresión concentrada. A la velocidad a la que iba, debía de estar ya a varios kilómetros de distancia. En las carreteras de su país, lo habría parado la policía hacía rato para ponerle una buena multa.

—Vaya —dijo—. Supongo que estoy acostumbrada a las carreteras de Estados Unidos. Aunque allí también hay gente que corre mucho, claro.

No conseguía, sin embargo, que su sangre dejara de hormiguear. Se concentró en los campos que se veían más allá de la ventanilla.

—¿De dónde eres exactamente? —le preguntó Bobby.

—De Carolina del Norte —respondió Alexandra—. Está en el sur.

—Me suena.

Alexandra notó que para él era un nombre misterioso y enigmático, como lo había sido Bulgaria para ella y para Jack.

—¿Y qué hace una estadounidense aquí?

Bobby cambió de marcha. Delante de ellos se alzaba un collado, y Alexandra vio que la carretera viraba suavemente hacia sus pliegues suaves y oscuros, en dirección a los montes más altos donde se hallaba su destino.

—Voy a enseñar inglés. —Trató de sosegarse—. Empiezo a trabajar a finales de junio, dando clases. Quería venir con tiempo para viajar un poco por el país antes de ocupar mi puesto.

—Pues ya estás viajando —repuso él—. ¿Vas a trabajar en Sofía?

—Sí, en el Instituto Central Inglés. —Alexandra observó su cara en busca de algún indicio de burla, pero a Bobby pareció agradarle su respuesta.

—Qué bien. Tienen una reputación excelente y muchos alumnos. Es un centro de primera.

Tomó una curva, a la sombra del bosque. Estaban dejando atrás los campos de labor, los vastos prados y las aldeas lejanas, convertidas en borrosas manchas de color rojo y crema. El espeso monte estaba tachonado de sol y poblado en su mayor parte por abetos musgosos, robles y abedules.

—Entonces, ¿crees que Sofía es un buen sitio para trabajar? —preguntó Alexandra.

—El mejor —contestó él, muy serio—. En Sofía se pueden hacer muchas cosas. Ir al teatro, a conferencias, a conciertos… Claro que esas cosas suelen costar dinero.

—¿Has vivido en otros sitios, dentro de Bulgaria, quiero decir, aparte de Sofía?

Bobby meneó la cabeza.

—No.

—¿Y fuera? ¿En otro país?

Sintió entonces que había cometido una grosería. Seguramente Bobby nunca había tenido oportunidad de viajar. Pero su respuesta la sorprendió.

—Sí, en Inglaterra.

—¿En Inglaterra? ¿Por qué?

—Trabajé una temporada en la construcción.

—¿En serio?

Así que era ahí donde había adquirido su acento.

—Verás, soy un intelectual de Sofía. —Bobby sonrió—. Y nosotros los intelectuales de Sofía a veces vamos a Inglaterra a trabajar en la construcción. Me tomé un año libre cuando estaba en la universidad, en plena carrera. Estuve en Liverpool. Lo organizaron unos amigos míos. La verdad es que también aprendí bastante polaco estando allí.

Alexandra estaba demasiado aturdida por el jet lag para asimilar todo aquello. ¿Y por qué decía Bobby que era un intelectual? ¿Era aquello una especie de título en Bulgaria?

—Debió de ser muy interesante —dijo con escasa convicción—. ¿Por eso hablas tan bien inglés?

—No lo hablo tan bien —contestó él con su brusquedad habitual de vuelta—. También estudié Filología Inglesa en la Universidad de Sofía. Puedo contarte un montón de cosas sobre George Bernard Shaw si quieres. Pero estoy olvidando muchas palabras.

Ella se quedó mirándolo. Luego Bobby se rio.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

La miró un instante, no porque pareciera encontrarla atractiva (pensó Alexandra), sino como si creyera que podía estar mostrando los primeros síntomas de inanición.

—Sí, un poco. Sobre todo estoy muy cansada.

Entonces se acordó de algo. Se desabrochó el cinturón de seguridad, se inclinó hacia el asiento trasero y agarró su bolso. Dentro había un paquetito de rosquillas que le habían dado en el avión. Le ofreció algunas, que él aceptó de inmediato.

—Gracias. Después podemos parar a comer, si te apetece —dijo—. Ahora no quiero perder tiempo.

—Yo tampoco.

Lamentó no haber llevado una botella de agua y confió en que la propuesta de Bobby no derivara en una invitación a cenar o a compartir habitación para pasar la noche. Si tenía que dejarlo plantado, se llevaría la urna, la protegería y encontraría otro modo de llegar al monasterio.

Él, sin embargo, la miraba divertido.

—Creía que tu madre te había dicho que llevaras siempre el cinturón de seguridad puesto.

—Pues sí, ¿ves?, vuelvo a abrochármelo —contestó ella sintiendo una punzada de alivio.

Allí estaba, sentada a su lado, y Bobby parecía bastante respetuoso. No le había puesto la mano en la rodilla. Solo le había hecho un par de preguntas simpáticas.

Después de aquello pasaron un rato en silencio. Alexandra siguió pensando en una comida normal, en una cama limpia y una ducha caliente, pero se alegró de tener el estómago vacío cuando la carretera de montaña comenzó a girar vertiginosamente.