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–Veo que sigue teniendo la bolsa —dijo el taxista cuando subió al coche.

Mantenía una expresión plácida, pero sus ojos parecían vigilarla a través del retrovisor.

—Sí —contestó Alexandra—. Un agente de policía ha buscado la dirección de la familia. No he querido dejar la urna en la comisaría.

Le dio la tarjeta del policía.

—Mmm —murmuró el taxista antes de devolvérsela.

Alexandra le mostró el plano dibujado a mano.

—Bovech —dijo él.

—¿Qué?

—Es el nombre del pueblo. Un sitio muy pequeño. Aunque yo nunca he estado allí.

Alexandra meneó la cabeza.

—No sé qué hacer. No sé si esas personas estarán todavía en Sofía, buscándome, o se habrán ido sin la urna. Puede que aún no hayan llegado a casa. Puede que no vuelvan hasta mañana, como mínimo. —Sujetó la hoja y volvió a doblarla—. Estoy pensando que debería haberle dejado la urna a la policía, a fin de cuentas. Así, si esa gente fuera a la comisaría a preguntar, la encontraría allí.

El taxista negó con la cabeza.

—No es buena idea dejarle cosas a la policía —dijo como si le irritara que considerara siquiera esa posibilidad—. ¿Quiere que la lleve a su hotel para descansar? Puede esperar un día y luego ir a Bovech. Es una lástima que la policía no le haya dado el número de teléfono de esas personas. No creo que en Sofía pueda encontrarlas fácilmente, aunque estén aquí. Es una ciudad muy grande.

Alexandra se inclinó otra vez hacia delante para tocar el respaldo del asiento del taxista.

—Hablé con el hombre alto antes de ayudarles con las bolsas —dijo—. Me preguntó si estaba de vacaciones en Bulgaria. Y me dijo que pensaban ir al monasterio de Velin. Yo ya había leído ese nombre en mi guía. Dijo que era precioso y muy conocido, y que debería ir a verlo algún día.

El rostro del conductor pareció iluminarse.

—¿Iban a ir a Velinski manastir? Está cerca de Sofía. Seguramente querían celebrar allí un funeral para el difunto, en la iglesia del monasterio. Puede que hayan ido de todos modos, ya que sabía usted que tenían previsto ir allí. —Consultó su teléfono móvil—. Solo nos llevan unos cincuenta minutos de ventaja, a no ser que hayan ido en autobús, y en ese caso llegaremos antes que ellos. ¿Quiere que la lleve allí?

—Sí, por favor —contestó Alexandra—. Pero puede que sea un viaje muy largo para usted. Hay que salir de la ciudad.

El hombre miró por encima de su asiento y pareció calibrarla con sus ojos luminosos, por debajo del flequillo.

—Le cobraré solo la gasolina consumida hasta ahora —dijo—. Esto le ha pasado por accidente. Puede pagarme solamente el viaje de ida y vuelta al monasterio. Serán en total unos cuarenta y cinco leva. Cincuenta, quizá.

Era mucho para ella, aun así, pero no quería pararse a cambiar más dinero o ponerse a discutir por el precio de la carrera. Le preocupaba más no conocer a aquel joven, ni su cultura, y ahora estaba a punto de abandonar la ciudad con él llevando todo su equipaje. Seguramente el desfase horario estaba afectando su capacidad de juicio. El taxista se estaba mostrando generoso, pero en ciertos momentos parecía también un poco malhumorado. ¿Podía deducirse de ello que era una persona colérica, tal vez incluso violenta?

Era, por otra parte, un profesional, ¿y cómo, si no, iba a devolver ella la bolsa? Retorciéndose de inquietud bajo la mirada atenta del taxista, empezó a preguntarse si aquellos ancianos la perdonarían cuando los encontrara. Pensó por un momento que se sentirían agradecidos por que los hubiera buscado, en vez de enfadarse por su error. Tal vez la invitaran a asistir al funeral, una vez les hubiera devuelto la urna. Rehusaría dándoles las gracias humildemente, para que pudieran celebrarlo en la intimidad. El hombre alto le sonreiría, sin reservas esta vez, iluminada la cara por el asombro ante su diligencia y meticulosidad. Le estrecharía la mano antes de alejarse. La anciana tendría lágrimas en los ojos. Se despediría de ellos discreta y respetuosamente y le diría al taxista que la llevara a su hostal en Sofía. Se daría una ducha con un montón de jabón y dormiría doce horas seguidas aunque fuera todavía temprano para acostarse. Después, comenzaría de verdad su estancia en Bulgaria. Pero primero tenía que resolver aquel enojoso asunto.

Porque no pude detenerme ante la muerte —murmuró—, amablemente se detuvo ella ante

—¿Cómo dice? —El taxista fijó los ojos en ella, extrañado.

—Nada —contestó apresuradamente—. Gracias. Se lo agradezco de veras.

—Puedo ir muy deprisa —añadió él.

—No, por favor —le dijo Alexandra.

Se preguntó de nuevo qué le habría aconsejado Jack si hubiera podido contarle cuál era su situación. Pero Jack no estaba allí. Sintió una punzada de rencor, casi de rebeldía.

—Vamos —añadió rápidamente.

El taxista le tendió la mano.

—Soy Asparuh Iliev, por cierto —dijo.

Alexandra no consiguió entender el nombre, y el joven ladeó la cabeza comprensivamente.

—Asparuh es un nombre muy conocido en Bulgaria. Fue el rey que fundó el primer estado búlgaro en el año 681. Hasta yo estoy harto de él. Puedes llamarme por mi apodo, Bobby.

Pronunció Bobi, acortando las sílabas. Alexandra reparó de nuevo en su extraño acento: hablaba como un taxista de Londres en una película, no como un taxista búlgaro. Asintió con la cabeza y le estrechó la mano un momento. Tenía la palma cálida y seca y la mano fina pero agradablemente mullida, como la zarpa de un mono.

—Yo soy Alexandra Boyd —dijo—. Debería haberme presentado antes.

—Alejandra de Macedonia —repuso él con una sonrisa—. ¿Sabes lo que significa tu nombre?

—No. —Pensó que debería haberlo sabido, teniendo en cuenta el tiempo que llevaba llamándose así.

Él hizo un gesto afirmativo.

—Significa «defensora de los hombres». ¿Vas a protegerme?

Alexandra sonrió.

—Desde luego que sí —contestó.