Pensó en la historia que había leído en su guía, en el avión: 1878, la emancipación de Bulgaria del Imperio otomano y el comienzo de la moderna monarquía búlgara, que había perseguido a comunistas y anarquistas y tomado partido por Alemania en las dos Guerras Mundiales; 1944, el advenimiento del régimen comunista, que había perseguido a los no comunistas y también a innumerables comunistas; y, naturalmente, 1989: la caída del Muro de Berlín y el comienzo del hundimiento del régimen. Desde entonces, una democracia parlamentaria, caos económico recurrente, el regreso de numerosos exlíderes comunistas o de sus hijos a los puestos de poder, la elección ocasional de un gobierno progresista. Los hombres de las fotografías parecían revestidos de autoridad, como si fueran directores generales y no simples policías. A medida que retrocedían los años, lucían oscuros bigotes, el cabello engominado y anticuados cuellos duros de camisa. Alexandra se preguntó si al final del pasillo llegarían hasta 1878.
Pero el joven agente de policía llamó a una puerta situada entre las fotografías de principios de la década de 1920. Aguardó un momento y después la hizo pasar delante de él. Alexandra se encontró en una habitación inhospitalaria, llena de estanterías y cajoneras, con una alfombra deslucida y largas ventanas que iluminaban desde atrás a una mujer sentada ante un ordenador. Al entrar ellos, la mujer levantó la vista y apagó su cigarrillo en un cenicero.
—¿Da?
Alexandra tuvo la impresión de que el musculoso policía se acobardaba ante aquella mujer: inclinó la cabeza y señaló la bolsa extraviada al tiempo que daba una explicación en búlgaro. Alexandra captó la palabra amerikanka. La mujer frunció los labios, se levantó y observó a Alexandra con expresión ceñuda. Vestía minifalda negra, zapatos negros de tacón alto y blusa rosa con volantes. Su cabello rojo oscuro se curvaba hacia la barbilla con un lustre semejante al del plástico, enmarcando un rostro envejecido, adornado con largas pinceladas de sombra de ojos azul. La juventud y la apariencia de Alexandra (sus vaqueros y sus deportivas, su cabello sin lavar) parecieron agraviarla. Alexandra sintió el impulso de explicarle que se había duchado hacía no tanto tiempo, aunque ahora le pareciera que esa ducha había tenido lugar en otro planeta.
La mujer dio media vuelta y llamó a una puerta tachonada con remaches de latón, y un instante después se hallaron en presencia de un hombre sentado tras un largo escritorio, más allá de una mesa aún más larga. Alexandra pensó inevitablemente en el grande y poderoso Mago de Oz. El hombre era prácticamente calvo y tenía las cejas grises e hirsutas. Se levantó sin decir nada y Alexandra vio que, aunque no vestía uniforme, sino camisa blanca y corbata, llevaba una pistolera vacía a la altura del cinturón. Supuso que la pistola estaría en algún cajón cercano. La piel venosa de sus sienes palpitaba visiblemente, y el párpado de uno de sus bondadosos ojos marrones temblaba y se estremecía cuando le estrechó la mano.
—Dobur den —dijo ella.
El hombre le preguntó en búlgaro si hablaba búlgaro.
—Ne —contestó Alexandra en voz demasiado alta.
—Siéntese, por favor —le dijo él en un inglés perfectamente inteligible.
Había una sillita frente al escritorio. El hombre despidió con sendas inclinaciones de cabeza al joven agente y a la dragona que le servía de secretaria. Alexandra lamentó que no pudiera quedarse al menos el policía, al que ya consideraba en cierto modo un aliado.
El Mago volvió a sentarse detrás del escritorio y la observó desde el otro lado.
—Bueno… Por lo visto tiene usted una maleta que no es suya.
—Exacto —contestó Alexandra apoyando las manos sobre la bolsa—. Pero le aseguro que no era mi intención tomarla.
—¿Es usted estadounidense?
Ella no logró interpretar su tono.
—Sí.
—Su pasaporte, por favor, señorita.
Alexandra se lo entregó y el hombre lo examinó con precisión, sin perder un instante. Ella reparó de nuevo en el temblor de su ojo, fijo en el sello de su visado. El hombre anotó algo en un cuaderno.
—¿Cómo ha pasado esto? El asunto de la bolsa.
Alexandra le contó brevemente lo ocurrido, describiéndole a las tres personas con las que había coincidido a los pies de la escalinata del hotel: la anciana de aspecto frágil con su bolso colgando junto al costado y el hombre más joven vestido de negro y blanco (¿para un funeral, quizá?). Cuando concluyó, el Mago juntó las manos encima de la mesa, en horizontal, en un gesto que recordaba al de la oración. La luz de una serie de ventanas se reflejaba en su calva.
—Ya veo. Entonces, desea devolver esa maleta. ¿Y dice que hay un nombre en la caja?
Ella se lo mostró.
—También tengo una foto de esas personas.
Sacó su cámara y buscó la fotografía, agrandándola para enseñársela al policía. No había logrado captar la belleza del hombre alto. El Mago le echó una ojeada sin mucho interés.
—Bueno… Stoyan Lazarov —dijo—. Podría haber mucha gente en Bulgaria con ese nombre. Dice usted que la familia no es de Sofía. Puede que eso ayude.
Se volvió hacia el ordenador que había a un lado de su escritorio. Luego sonrió (a la pantalla, no a ella) y comenzó a teclear.
Alexandra esperó, sujetando la bolsa. Unos minutos después, el hombre leyó algo, tocó una tecla y volvió a leer.
—No, este vive en Sofía. Y este otro también. No, este no vive en Sofía pero está vivo, y este también.
Luego se detuvo y miró la pantalla más fijamente, con el codo sobre la mesa, inclinándose hacia delante con una atención parsimoniosa que quedaría para siempre grabada en la memoria de Sofía. Pulsó otra tecla. La miró.
—¿No sabe usted cuándo murió esa persona exactamente?
—No. Bueno, imagino que hace poco tiempo —repuso ella con la mano sobre la bolsa—. No puedo saberlo porque ni siquiera sabía que la bolsa contenía cenizas cuando me la llevé sin querer. ¿Ha venido alguien preguntando por ella, quizá, o han llamado?
El Mago pareció examinar sus palabras en el aire. Luego sacudió la cabeza.
—¿Me permite ver de nuevo la fotografía, si me hace el favor?
Alexandra le pasó la cámara con cierta inquietud. El hombre observó las tres figuras. Su ojo ya no parecía temblar. Alexandra alargó de nuevo el brazo para sujetar la cámara en cuanto le fue posible sin que su gesto pareciera descortés.
—¿Hay algo de particular en esas personas? —preguntó—. A mí me parecieron bastante… normales.
El hombre se tocó la barbilla.
—Voy a hacer una llamada. Discúlpeme. Veré si puedo ayudarla.
Sacó un teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta, marcó y se volvió hacia la ventana como si quisiera concentrarse. Con un sentimiento de impotencia, Alexandra lo oyó hablar rápidamente en búlgaro. Resultaba extraño pensar que, seis meses después, si estudiaba lo suficiente, si hacía amigos y escuchaba con atención, tal vez pudiera entender una conversación como aquella. El hombre asintió con la cabeza en silencio. Después volvió a hablar en tono mesurado, sin levantar la voz. Ella se fijó en la piel tersa de su quijada, que se movía a un lado y a otro al articular los sonidos. Colgó, se reclinó en la silla y pasó unos minutos más tecleando en el ordenador. Luego miró a Alexandra, y ella tuvo la sensación de que no le importaba en absoluto hacerle esperar.
—Lamento decirle que no podemos localizar de manera directa a las personas a las que busca —dijo—. El sitio no está muy lejos de Sofía. Puede que, tratándose de un asunto tan delicado, convenga que vaya usted en persona y les explique lo que ha pasado, si tiene tiempo.
Inclinó un poco la cabeza, como si fuera consciente de que, por su aspecto desaliñado, debía de tener muchas cosas que hacer.
—Seguramente estarán muy preocupados —añadió. Volvió a posar las manos sobre el escritorio como si se dispusiera a orar. Llevaba una ancha sortija de plata en el anular derecho: una alianza de boda europea—. O —dijo, e hizo una pausa—, si quiere, podemos guardar la bolsa aquí mientras va usted a buscar a su propietario para que nosotros se la entreguemos. Aquí estará a buen recaudo hasta que vuelva. Puede que incluso sea lo mejor.
Alexandra titubeó. Le incomodaba sentir el peso de la urna sobre el regazo, pero no concebía la idea de abandonarla en un almacén. ¿Y si se perdía en algún laberinto burocrático? Tal vez encontrara a la anciana pareja o a aquel hombre de ojos tan bellos y, al llevarlos a la comisaría, descubrirían que su tesoro había desaparecido o que no había forma de recuperarlo. ¿De qué serviría entonces que se disculpara? Posó las manos en la bolsa. Comenzó a sentir el picor de la prolongada cicatriz de su muñeca y tuvo que hacer un esfuerzo para no rascársela.
—Si no le importa —dijo—, prefiero que me dé la dirección. Quiero llevar las cenizas yo misma. Así me quedaré más tranquila.
El hombre la miró con seriedad. Su ojo saltaba de pronto como si perteneciera a otro sistema nervioso. Desplegó las manos sobre la mesa y se encogió de hombros.
—Como quiera —dijo.
Abrió de nuevo su pasaporte y anotó algunos datos. Sacó una hoja de papel en blanco, dibujó algo en ella y se la pasó: era un pequeño plano dibujado con claridad. Debajo había escrito algunas palabras.
—Aquí está la ruta. Es una localidad cercana a Sofía. ¿Tiene usted coche?
A Alexandra le pareció una pregunta innecesariamente sarcástica y temió que estuviera a punto de ofrecerle un coche policial.
—No, no —dijo apresuradamente—. Pero tengo un amigo que puede llevarme.
Él asintió con un gesto. Quizá solo quería librarse de ella, al fin y al cabo.
—¿Por qué no me llama cuando haya devuelto la bolsa? Para que sepamos que es asunto concluido. Aquí tiene mi tarjeta. ¿Tiene usted dirección postal o número de teléfono en Bulgaria?
—No, lo siento —contestó ella—. Todavía no, quiero decir. Pero espero tener pronto un teléfono. —Se abstuvo de decirle que ello dependería de cuánto costara—. Voy a dar clases en el Instituto Central Inglés.
El Mago anotó la información. Su tarjeta estaba en alfabeto cirílico, y Alexandra se la guardó en la cartera, con sus flamantes billetes búlgaros de diez y veinte leva.
—Gracias —dijo tendiéndole la mano.
Él se la estrechó afablemente, sin añadir nada más, y la acompañó hasta la puerta. Alexandra se preguntó de nuevo si el súbito interés que le había parecido observar en él había sido un espejismo. Quizá solo quería desentenderse de un asunto tan nimio. La dragona no se levantó para acompañarla hasta la salida.
En el pasillo, Alexandra miró la hoja que le había dado el hombre: una dirección pulcramente anotada en cirílico y a continuación en alfabeto latino, pero sin número de teléfono. El plano mostraba una carretera que iba desde Sofía a un punto negro situado al este de la ciudad. Ciento veinte kilómetros, había añadido con su letra impecable. No estaba muy lejos, aunque sí mucho más de lo que esperaba Alexandra. Le chocó que no le hubiera anotado ningún nombre, pero no pensaba volver a llamar a su puerta para preguntarle a quién tenía que buscar. Había guardado la esperanza de que le hubiese anotado el nombre de un hombre alto vestido para un funeral.
Fuera, en la calle, brillaba el sol y hacía calor. Alexandra tuvo la escalofriante sensación de haber salido de una cripta y hallarse viva otra vez. Los árboles y los edificios parecían flotar bajo el peso de su cansancio. Entonces el taxista levantó la vista de sus periódicos y la saludó con la mano a través del parabrisas, y por un instante casi tuvo la sensación de estar en casa.