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Tras la desaparición de Jack, pasé como una exhalación por el instituto, me gradué antes de tiempo y fui la universidad, donde estudié Literatura Inglesa. Abandoné mi primer nombre, el que siempre había usado mi familia, y empecé a hacerme llamar por el segundo, Alexandra. Era menos doloroso porque nunca había salido de la boca de Jack. En la facultad comencé a escribir poemas y relatos fuera de clase, nunca sobre adolescentes muertos, y a prepararme a tientas, como suele sucederles a los escritores jóvenes, para la labor que emprendería más adelante. Fregaba platos en los comedores universitarios y trabajaba en la biblioteca, donde a veces tenía la impresión de que Jack estaba a mi lado. Y mientras tanto procuraba aprender mi nuevo oficio a ratos, intermitentemente.

Por el camino me enamoré aún más profundamente de los libros. De las personas, en cambio, me costaba mucho más enamorarme incluso cuando quería hacerlo. Mis escasas relaciones con hombres (o, mejor dicho, con jóvenes universitarios) entrañaron atracción, conversación y, en ocasiones, métodos anticonceptivos, pero nunca afecto duradero. Ahora me doy cuenta de que lo que más me hacía disfrutar era romper con ellos, la cara que ponían cuando les pedía que no volvieran a llamarme, esa luz que se apagaba en sus ojos. En casa, mis padres también rompieron, vencidos por el silencio (estaba segura de ello), no por las discusiones. Yo sabía mucho de silencio: reconocía los síntomas. Me informaron de ello juntos, con los ojos colorados, durante las vacaciones de primavera de mi primer curso en la facultad, y a continuación dividieron equitativamente mi tiempo entre sus nuevos apartamentos, más pequeños. Dijeron que sabían que era injusto para mí, porque nada de aquello era culpa mía. Fueron más cariñosos conmigo que nunca, y cuando hablaban entre sí por teléfono también derrochaban afecto. Yo, por mi parte, deseaba poder pedirle a Jack que hiciera una fogata en el cuarto de estar de alguno de ellos, o que excavara un agujero en sus pulcras cocinitas de solteros.

Después de la universidad volví a instalarme en Greenhill, donde dividía mi tiempo entre los apartamentos de mis padres, y trabajé en la biblioteca colocando libros. De ese modo disponía de unas cuantas horas libres a la semana para ejercer como voluntaria en el colegio Montessori local por si acaso quería dedicarme a la enseñanza más adelante (una muy vaga idea), y para escribir relatos y leer. Sabía que a mis padres les preocupaba que no «pasara página», pero yo procuraba esquivar sus miradas cuando desayunaba o cenaba con ellos. A veces, en verano, salía de noche con mis amigos del instituto que volvían a Greenhill de vacaciones. Nunca me preguntaban por Jack y yo nunca hablaba de él; quizá por eso no me preguntaban: era un acuerdo perfecto.

Me acuerdo de aquellas noches de verano como si fuera ayer. Subíamos por la carretera del parque antes de que se pusiera el sol y nos sentábamos en el mirador hasta que estaba tan oscuro que no se veían los árboles que coronaban las cumbres de los cerros más lejanos. Ellos bebían cerveza y yo, que era abstemia, me instituía como conductora oficial para llevar el coche de vuelta al pueblo. Pero, mientras observaba sus caras y escuchaba sus risas y su cháchara, me parecían mucho menos reales que el chico de la senda, con sus fornidos y peludos brazos de dieciséis años y su hermoso rostro ceñudo. A veces me sentaba en la hierba de cara a los picos difuminados por la distancia y me clavaba a un lado de la pierna, donde nadie podía verlo, un palo afilado. Una noche me di cuenta de que estábamos sentados en lo alto de una ladera muy empinada, casi vertical, cubierta de bosque pero perfecta para que un coche se lanzara hacia su completa destrucción. Su estruendo, el ruido que haría al chocar contra los troncos de los árboles y hacerse pedazos, me pareció más real que las caras de mis amigos. Por un instante, me pareció incluso más real que mi recuerdo de Jack.

Más tarde, esa misma noche, estando en mi cuarto en el apartamento de mi madre, me pasé lentamente el filo de un cuchillo de cocina por la cara interna de la muñeca, con la fuerza suficiente para abrir en la piel un surco rojo y profundo. El dolor que tanto ansiaba no me produjo ningún alivio, pero me hizo volver en mí con un sobresalto: de pronto cobré conciencia de lo feo, de lo estereotipado que era todo aquello. Tardé en limpiar la sangre por completo, y me embargó la vergüenza al pensar que tal vez tuviera que pedir auxilio, pero conseguí detener la hemorragia manteniendo fuertemente vendado el brazo toda la noche. No volví a hacerlo, y después de aquello siempre llevaba manga larga. Ni siquiera mis padres vieron la cicatriz, que, aunque poco profunda, me picaba y me pesaba como un lastre. Curiosamente también me impedía escribir, como si los relatos y poemas que había practicado durante años se hubieran escapado con aquel reguero de sangre, perdiéndose para siempre.

Permanecí casi tres años en Greenhill después de la noche en que me sajé el brazo: trabajaba, leía y seguía allí por mis padres, sin comprender que mi tristeza no podía servirles de consuelo. No me sentía preparada aún para continuar mis estudios, pero una mañana de otoño, cuando iba a pie hacia la biblioteca en la que trabajaba (tediosamente, a jornada completa), me di cuenta de que no podría seguir soportando mis recuerdos mucho más tiempo. Poco después comencé a presentar solicitudes para trabajar como profesora de inglés en el extranjero: en Bulgaria, por ejemplo, un país en el que me fijé durante mis búsquedas en internet porque era nuestro secreto, aquel misterio de color verde claro que tanto amaba Jack y que ya nunca visitaría en persona.