—Dobur den —dijo ella, y aquellas palabras le supieron extrañas—. ¿Habla inglés?
El agente se encogió de hombros mirando a su compañero, que había dejado el té y la estaba observando.
—No —contestó el del té.
—Un poco —dijo el más joven como si se hubiera acordado de pronto.
—Soy estadounidense, profesora, de visita en Bulgaria. Llegué a Sofía esta mañana y he cogido por accidente la bolsa de otra persona. —Trató de mantenerse muy erguida al sacar su pasaporte—. Quisiera encontrar a esa persona para devolvérsela.
El policía más joven tomó su pasaporte, lo abrió y se rascó el cuello. Vestía una camisa azul de uniforme tan cuidadosamente planchada que, cubierto con ella, su voluminoso pecho parecía el de un maniquí.
—Seguramente debería preguntar en el aeropuerto. Aquí no podemos ayudarla con el equipaje.
Alexandra dejó la bolsa entre sus pies, oprimiéndola con los tobillos. No le gustaba dejarla en el suelo, pero pesaba mucho.
—No es equipaje corriente. Conocí a un hombre en un hotel y cogí sin querer una de sus bolsas.
—¿En un hotel? —Su rostro perfectamente afeitado mostró un destello de sospecha, o quizá de desprecio, y Alexandra comprendió que se había equivocado diciendo aquello—. ¿A un hombre? ¿Sabe cómo se llama?
—No, pero tengo un nombre que quizá pueda ayudar. Creo que la bolsa contiene cenizas humanas. —Sintió que sus ganas de llorar afloraban de nuevo y procuró sofocarlas.
El otro agente se acercó como si no tuviera nada más urgente que hacer que escuchar un idioma que no entendía.
—¿Senisas? —preguntó al más joven—. ¿Qué es eso?
—Cenizas —repitió ella, notando que una oleada de desaliento empezaba a brotar de sus pies cansados—. De una persona fallecida… Incinerada. Polvo, quiero decir.
Trató de recordar la palabra que le había enseñado el taxista. Pero, como seguían mirándola con el ceño fruncido, sacó su diccionario de bolsillo y la buscó laboriosamente.
—Prah. —Les mostró la página.
El joven le dijo rápidamente algo al mayor, que meneó la cabeza. ¿Quería decir que sí o que no, en este caso?, se preguntó Alexandra. El joven se rascó la coronilla (llevaba el pelo muy corto) como si se abochornase por ella o por la persona cuyas cenizas había robado.
—Enséñemelo.
Ella levantó la bolsa negra y la puso sobre el mostrador.
—Están aquí, pero preferiría no abrir la bolsa.
Entonces cayó en la cuenta de que podían pensar que llevaba algo peligroso: un arma o una bomba. Los dos agentes salieron del cubículo y un par de mujeres que acababan de entrar en el edificio volvieron la cabeza y la miraron boquiabiertas.
—Tiene que abrir la bolsa si quiere que la ayudemos —dijo el joven con firmeza.
Alexandra abrió la cremallera y les mostró la funda de terciopelo y, a continuación, la caja de madera labrada. Odiaba todo aquello. Una vida expuesta a las miradas implacables de dos burócratas.
—¿Lo ven?, hay un nombre en la caja.
Destapó el nombre grabado y se lo indicó al policía joven, que a su vez se lo señaló a su compañero, cuyos labios se movieron al leer. Luego volvió a tapar cuidadosamente la caja y cerró la cremallera de la bolsa. El viaje en avión le parecía de pronto tan lejano que tenía la impresión de que había pasado un año entero; le costaba creer que hubiera aterrizado esa misma mañana.
—Está bien —dijo el joven—. Venga conmigo. Veremos a alguien de personas desaparecidas. Tienen un sistema informático para encontrar a gente desaparecida. Acompáñeme.
El mayor se desentendió del asunto y siguió preparándose su té en el escritorio arañado. Alexandra pensó que Stoyan Lazarov no era un desaparecido, sino un muerto, pero aun así siguió la espalda musculosa y bien planchada del policía hasta el ascensor. No pudo evitar sentir un asomo de inquietud al acordarse del comentario del taxista acerca de los policías que seguían creyéndose con derecho a pegarle a la gente incluso en una democracia. Aquel policía en concreto podía romperle el cuello con un solo ademán hecho al desgaire. ¿Y si llegaban a la conclusión de que había robado las cenizas (o la bolsa) y decidían detenerla? Probablemente no tenía dinero suficiente para pagar la fianza o lo que hubiera que pagar para salir de allí: una multa, o un soborno. ¿Le permitiría dar clases el Instituto Inglés después de aquello? Quizá debería haber acudido a la embajada de Estados Unidos, se dijo. Pero ya era demasiado tarde.
El policía sostuvo la puerta del ascensor para dejarla pasar y se situó a su lado, rascándose el cuello, con la mirada fija en la anticuada aguja que marcaba los pisos.