7

En cualquier ruta, sea cual sea su pendiente, siempre parece tardarse la mitad de tiempo en recorrer el camino de vuelta que el de ida, y en aquella ocasión íbamos casi siempre cuesta abajo. Avanzábamos deprisa y, mientras caminábamos, yo no podía evitar mirar de reojo los bordes más abruptos de la ladera, que en algunas partes terminaba en un tajo cortado a pico sobre el valle. Estaba segura de que mi madre, detrás de mí, hacía lo mismo. Cuando llegamos al aparcamiento, mi padre estaba apoyado contra el coche con los brazos cruzados. No dijo nada hasta que nos acercamos. Entonces habló con un deje de amargura.

—He estado una hora y media buscándolo, llamándolo a gritos por todos lados. Si esto es lo que él considera una broma o un gesto de rebeldía, se ha pasado de la raya.

—No le habrá pasado nada, ¿verdad? —preguntó mi madre con voz temblorosa.

Cuando encontráramos a Jack habría una bronca, y si no lo encontrábamos o tardábamos horas en encontrarlo… Pero no, eso era inconcebible.

—Claro que no —replicó mi padre con aspereza—. Pero vamos a tener que hablar muy seriamente con él. Asustar a la gente no tiene gracia.

—No creo que tuviera intención de darnos este susto —dije yo con una vocecilla débil.

De pronto parecieron recordar que yo era la última persona que había visto a mi hermano.

—Cariño —dijo mi padre—, ¿te dijo Jack si pensaba apartarse de la ruta o volver al coche cuando estabas con él?

—No —contesté abatida—, pero estaba de muy mal humor. —Me costaba tragar saliva—. La verdad es que discutimos.

—¿Que discutisteis? ¿Por qué? —Mi madre pareció sorprendida, y era verdad que Jack y yo ya rara vez nos peleábamos.

—Pues porque no quería venir de excursión, ya sabéis… Estaba enfadado y dijo que íbamos a pasar todo el día en medio de la nada. Yo le dije que dejara de decir esas cosas, me contestó mal y yo me fui y lo dejé allí.

—¿Eso es todo? —Mi padre sacudió la cabeza como si aquello no fuera de gran ayuda.

—Sí —contesté yo porque no me atrevía a contarles lo demás. Omití la parte en que le decía a Jack que se perdiera. Pero, sobre todo, me abstuve de decirles lo que él me había contestado: que eso pensaba hacer.

—¿Creéis que puede habernos adelantado? Puede que nos esté esperando más adelante. —Mi madre pareció casi complacida al pensarlo, aunque no era la primera vez que sopesábamos esa posibilidad.

—Imposible. —Mi padre dio una patada al bordillo del aparcamiento—. No nos hemos apartado del sendero. Lo habríamos visto pasar.

—Bueno, pues vamos a esperarlo aquí un rato —dijo ella, y eso hicimos.

Nos apoyamos contra el coche, nos sentamos en el murete del borde del aparcamiento, nos paseamos por el lindero de hierba. Pasaron horas, o esa impresión tuvimos, aunque creo que en realidad solo pasaron cuarenta y cinco minutos antes de que mi padre bajara al albergue más cercano a llamar por teléfono. Antes de que regresara, llegaron tres agentes forestales en coches distintos y empezaron a interrogar a mi madre y a rastrear la zona. Los vimos apartarse de la senda en distintos puntos para buscar a Jack en el bosque. Llevaban radiotransmisores cuyo chisporroteo se oía intermitentemente entre los árboles. Al regresar no nos trajeron noticias.

—Esto sucede muy a menudo con los adolescentes —le dijo uno de ellos a mi madre, a la que mi padre abrazaba por los hombros—. Se enfadan y se salen del camino. Volverá aquí tarde o temprano, hambriento y enfadado, o arrepentido, o saldrá a la carretera, un poco más abajo. El otro día tuvimos un chaval que fue caminando desde Pisgah hasta su casa en Boone. A sus pobres padres les dio un susto de muerte. Pero los adolescentes son así.

¿De verdad se había vuelto Jack «así»?, me pregunté. Mi hermano era rebelde, pero no tonto. Habíamos crecido juntos recorriendo los campos y los bosques de nuestra antigua casa, y no creía que fuera tan idiota como para ir andando hasta otro condado solo para darnos un susto. El Jack que yo conocía se quedaba a nuestro lado aunque discutiera por todo y a veces llegara al extremo de amenazar con escaparse. Incluso (me dije con un nudo en la garganta) cuando alguien le decía que se perdiera. ¿Tanto cambiaba la gente al hacerse mayor?

A pesar de las palabras tranquilizadoras del agente forestal, Jack no apareció aquella tarde. Cuando llegó la hora de la cena yo estaba tan enfadada con él como mis padres, y ya no sabía si el dolor que notaba en la tripa era de rabia, de miedo o de culpa (mi nueva compañera). No fue a casa aquella noche, después de que uno de los coches patrulla del Servicio Forestal nos llevara a mi madre y a mí a la ciudad por si Jack había vuelto por su cuenta, y para que llamáramos a sus amigos para preguntarles si lo habían visto. Mi padre se quedó en el monte para seguir buscándolo. Por la mañana, cuando la luz que entraba por las ventanas del piso recortaba, implacable, el rostro demudado de mi madre y mi padre volvió a casa con el mismo aspecto angustiado, seguía sin haber noticias suyas. Al verlos, comprendí que no podía contarles el resto de mi conversación con Jack. De todos modos no serviría para encontrarlo: los guardabosques lo estaban buscando por todas partes. Si no lo encontraban, conocer el contenido de nuestra conversación solo multiplicaría por cien el dolor de mis padres, que quizá me culparan a mí, aunque no tanto como me culpaba yo misma.

De hecho, ni las patrullas del departamento del sheriff y del Servicio Forestal que salieron en su busca, ni sus perros adiestrados, ni ninguno de los voluntarios que al poco tiempo se sumaron a la búsqueda lograron encontrar a Jack. No apareció sano y salvo siguiendo el curso del río hacia abajo (como nos habían enseñado a hacer de pequeños si nos perdíamos) en ninguno de los valles del Parque Nacional, ni en los pueblecitos de los alrededores. No entró tranquilamente en el museo Cradle of Forestry, ni en ninguna tienda de la calle mayor de Brevard.

Mis padres y yo lo esperábamos en casa o subíamos otra vez por la carretera del parque, buscándolo al azar. Jack no se presentó en el instituto el lunes por la mañana para su clase de Biología, ni acudió el lunes por la tarde al entrenamiento de baloncesto, que no se saltaba ni siquiera cuando tenía la gripe. No lo encontraron semanas después, enfurruñado pero triunfante, en casa de algún amigo en West Greenhill o en un supermercado de Tennessee, o en un autobús con destino al oeste del país. Nadie lo reconoció en Nuevo México, ni en Oregón, ni en el sur de Alaska, a pesar de la campaña que, coordinada por mis padres con ayuda de todas las autoridades disponibles, se puso en marcha para encontrar al «niño perdido» (aunque mi padre insistió en que era casi un adulto). No apareció en un barco con rumbo a Rusia, a Honduras o a Bríndisi. Y, por suerte quizá (sí, todavía sigo creyendo que por suerte), su cuerpo joven, bello y fuerte nunca apareció destrozado al fondo de un precipicio de las Montañas Azules.

Al principio guardé silencio porque todavía cabía la posibilidad de que lo encontraran. Y después seguí sin contarle a nadie lo que me había dicho precisamente porque no lo encontraron. El Parque Nacional era enorme, como nos recordaban los guardabosques a diario, y no sería la primera vez que el desaparecido (así lo llamaban ellos, «el desaparecido») moría sin que lo encontraran, aunque había habido casos de desaparecidos a los que se encontraba años después. Aparte de los precipicios que se alzaban por encima de la masa boscosa, había grietas profundas entre las rocas. Había riachuelos gélidos que se precipitaban en cascadas y desaparecían en cavernas subterráneas. Y cuando, más de un año después, celebramos al fin un funeral en su honor, no hubo cuerpo que enterrar. Mis padres y yo solo teníamos nuestras lágrimas y un trozo de tierra vacío cercano a nuestra casa en las montañas, los amigos, casi unos niños, azorados y vestidos con sus mejores galas, y los parientes que nos rodeaban sin saber cómo ayudarnos. Esa noche soñé con un oso negro que corría por la larga cresta de la cordillera, siempre muy por delante de mí, hasta perderse de vista.

Durante mucho tiempo seguí creyendo que Jack era incapaz de atentar contra sí mismo. Estaba demasiado apegado a la vida, al placer cotidiano de sentir la pelota de baloncesto bajo su mano, tenía demasiadas ganas de vivir y de perder la virginidad. Lo sabía, del mismo modo que sabía que yo llegaría a hacerme vieja. Si se cayó, fue un resbalón fortuito, un error causado por el enfado, un mal paso. Sabía también que, aunque fuera capaz de abandonar temporalmente a nuestros padres, a mí no me habría dejado, al menos tan prematuramente. Habría vuelto con nosotros, sucio y desafiante. Pero tal vez, con mis palabras, lo había empujado a correr algún peligro. Con el tiempo llegué a dudar de su amor por la vida, del que tan convencida había estado antes. Cada vez que miraba a mis padres o veía a algún amigo de Jack, me preguntaba si debería haber dicho algo más, y entonces recordaba que había jurado ahorrarles más sufrimiento.

Jack desapareció, sencillamente, y se llevó consigo toda nuestra paz.