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Cuando el taxista dio la vuelta para regresar al hotel, Alexandra vio que la calle en la que se habían detenido era corta y estaba flanqueada por destartalados edificios de viviendas con ropa tendida en los balcones. Ahora que contaba con la ayuda del taxista, podía detenerse a echar un vistazo a su alrededor. La belleza de la ciudad residía en sus árboles, que formaban espesos doseles engalanados con flores amarillas, semejantes a millares de insectos con las alas plegadas, y matizaban la luz moteando de sol los coches aparcados. Vio que un hombre de pelo largo, con una mochila a cuestas, caminaba bajo los árboles mientras se cepillaba los dientes. Una mujer con vestido azul y pardo metía una llave en la cerradura de un portal, a pie de calle, cargada con varias bolsas de compra. Dos señores mayores, vestidos con traje, avanzaban con cautela por el pavimento desigual. Alexandra se preguntó por qué no arreglaban las aceras en un sitio tan bonito. Los dos hombres gesticulaban, enfrascados en una discusión. Allí todo el mundo parecía dotado de una viveza a la que no estaba acostumbrada, o quizá fuera que movían más las manos, o que estaba tan cansada que se sentía medio muerta. Se apoyó sobre el regazo la bolsa del desconocido y la rodeó con los brazos: no quería dejarla en el asiento, a su lado, como si fuera algo vulgar. Podía al menos abrazarla hasta que se la devolviera, a pesar de que el peso y la lisura de la urna, que notaba a través de la tela, le encogía el estómago.

Un instante después se incorporaron a la corriente del ancho bulevar. El conductor se detuvo en la parada de taxis del hotel y se apeó de un salto. Alexandra bajó más despacio; dejó sus bolsas en el asiento, pero no se alejó demasiado. El taxista subió corriendo la escalinata. Alexandra agradeció en su fuero interno la energía de aquel hombre. Era delgado y se movía vigorosamente; vestía vaqueros azules, camiseta negra y deportivas del mismo color, y al subir la escalera se apartó el pelo de los ojos. Desapareció al otro lado de las puertas de cristal.

Pero cuando volvió a salir, minutos después, tenía un semblante inexpresivo. Se detuvo a preguntar a un par de personas que había en el descansillo, y a algunas más en los escalones. Luego regresó a la parada de taxis y se paró ante Alexandra.

—Lo siento —dijo—. He preguntado a todo el mundo y algunos empleados se acuerdan de la familia con la silla de ruedas —dijo con su acento británico—. Pero no están aquí. Tomaron café con un hombre en la cafetería antes de marcharse. No estaban alojados en el hotel. Uno de los empleados dice que el señor más joven discutió acaloradamente con el hombre con el que tomaron café, un periodista. Quiero decir que el hombre con el que se reunieron era un periodista conocido en el hotel. Se marchó de malos modos por la puerta de atrás, y luego el hombre alto y los dos ancianos salieron por la entrada delantera. —Hizo un par de gestos elocuentes señalando en ambas direcciones.

Y entonces ella (pensó Alexandra) habló con ellos al pie de la escalinata.

El taxista de detrás comenzó a tocar el claxon. El conductor montó en el coche y Alexandra lo siguió de mala gana. Él puso en marcha el motor, se apartó de la parada y paró un poco más allá, junto al bordillo.

—¿Qué quiere hacer ahora? —preguntó.

Alexandra advirtió una nota de recelo en su voz y sus gestos, como si temiera que no fuera a gustarle su respuesta, pero también de curiosidad.

—Creo que tengo que ir a la comisaría de policía a enseñarles esto —respondió—. ¿Puede llevarme?

El hombre se quedó callado un momento.

—De acuerdo —dijo por fin—. Pero primero debo decirle que aquí la policía no siempre es muy útil, a no ser que vayan a pedirte dinero si te pillan yendo demasiado deprisa o hablando por el móvil mientras conduces. Entonces son muy eficientes. —Una mueca de fastidio había ensombrecido su semblante—. Pero puedo llevarla a la comisaría si quiere. Seguramente es lo mejor. Puede que tengan alguna información sobre el nombre que hay en la caja, aunque me sorprendería que movieran un dedo.

Al llegar al centro del casco histórico de la ciudad, detuvo el taxi a media manzana de un edificio de hormigón con puertas de cristal.

—Esa es la comisaría más cercana —dijo señalando discretamente con el dedo—. Seguramente querrán ver su pasaporte a la entrada.

—¿Le importaría ayudarme a explicarles lo que ocurre? Puede que no hablen inglés.

Él negó con la cabeza.

—Discúlpeme si no entro, por favor. Me gustaría ayudarla, pero… —De pronto, como si su falta de galantería le pareciera imperdonable, se giró y la miró a los ojos—. Verá, he tenido problemas con la policía últimamente y no me gusta mucho estar aquí.

Alexandra sintió un peso en el corazón. Todo aquello era tan surrealista… Llevaba apenas dos horas en Bulgaria y ya se había mezclado con personas poco recomendables, además de tener que cargar con el peso de la bolsa que sostenía sobre el regazo. Se imaginó lo que habrían dicho sus padres, y se preguntó si Jack lo habría comprendido. Pero así eran las cosas: sencillamente, había sucedido.

El taxista parecía aguardar una respuesta.

—Entonces… —dijo Alexandra—. ¿Qué es lo que…?

—No soy un delincuente —respondió él proyectando la barbilla hacia delante—. Por favor, no piense que lo soy. Me detuvieron en una manifestación el mes pasado. Era una manifestación ecologista, nada más, pero la emprendieron con nosotros. Hubo jaleo y decidieron dar un escarmiento conmigo. Estuve tres días detenido.

Alexandra se tranquilizó.

—¿Por qué se manifestaban?

—El gobierno va a reabrir algunas minas del centro del país; minas que llevaban muchos años cerradas porque no eran seguras para los mineros y porque vierten un veneno espantoso en uno de nuestros ríos principales, que abastece a muchas localidades. El gobierno piensa que todo el mundo lo ha olvidado, y algunos empresarios piensan lo mismo. Pero sabemos que quieren reabrir esas minas sin arreglar nada para ganar dinero con ellas. Ya ve.

Resopló.

—La policía me dijo que la próxima vez iría a la cárcel de verdad —añadió—, y lo mismo les dijeron a otros detenidos. —Se quedó callado un momento—. Hay varios motivos por los que no les tengo mucha simpatía.

—Bueno —dijo Alexandra, aliviada. Ella también había participado en una o dos manifestaciones antibélicas estando en la universidad—. Entiendo que no quiera volver a entrar ahí.

El taxista se rascó la mejilla.

—Hay algunos agentes de policía decentes, pero también hay quienes siguen creyendo que pueden dar palizas a la gente cuando quieran, incluso estando en democracia.

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Lo sé. —Aunque en realidad tenía una idea muy vaga—. De acuerdo. Entonces… espere… —Hizo una pausa—. Dígame otra vez cómo se llama esto, las cenizas.

Prah —dijo él en tono paciente.

Alexandra lo repitió.

—Tampoco sé cómo llegar a mi hostal, pero imagino que eso podrá averiguarlo después si tiene usted que marcharse. ¿Quiere que le pague ahora?

Él desdeñó su ofrecimiento con un ademán.

—Luego. Está usted muy cansada, y tengo su maleta en el maletero —añadió como si fuera su padre o una persona de más edad. Después sacudió la cabeza—. No pasa nada. No voy a robársela.

—Le creo —dijo Alexandra, y descubrió que era cierto.

—La espero aquí. Tardará más de media hora en hablar con alguien ahí dentro, pero compraré unos periódicos.