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La senda de Windy Rock era una de las rutas más bellas de las Montañas Azules de Carolina del Norte. Sin duda, sigue siéndolo. No voy por allí desde 2007, cuando regresé para una dolorosa visita junto a mi madre.

Era, de hecho, una de nuestras excursiones favoritas, pero Jack se despertó de malhumor aquella mañana de octubre. Nunca supe por qué. Después, durante años, lo atribuí a que el día anterior había cumplido dieciséis años; quizá fuera por eso. Aquel día le entregaron el permiso de conducir, que mi padre le acompañó a recoger, pero no le regalaron un coche. Mis padres habían acordado que solo podían permitirse invertir un par de cientos de dólares en comprarle un coche y que el resto del dinero tendría que conseguirlo él, trabajando. Jack tenía algo de dinero ahorrado, pero no lo suficiente como para comprarse un automóvil que nuestros padres considerasen seguro.

Puede que fuera esa la causa directa del enfado entre mi padre y él, o puede que simplemente estuviera resentido por no tener coche una vez pasado el mágico día de su dieciséis cumpleaños. Llegó medio dormido y enfurruñado a desayunar, antes de irnos de excursión, y yo comprendí que era mejor abstenerse de hablar con él. Mientras estábamos poniéndonos las botas y las chaquetas, hizo un intento desganado de escaquearse de la excursión. Mi madre debió de poner cara de pena, o puede que mi padre lo mirara con dureza, inquisitivamente, porque Jack desistió de inmediato.

Estuvo muy callado durante el trayecto en coche por la carretera de la sierra, hasta el lugar donde pensábamos tomar la senda. Para olvidarme de su extraño malhumor, me puse a mirar por la ventanilla el follaje otoñal, que se marchitaba en los álamos en tonalidades castañas y doradas, y el rojo llamativo de las bayas de los serbales, prendidas entre sus grises ramas. Era un día luminoso y despejado, y las montañas se veían en oleadas, una tras otra. Me asombró, como me había asombrado siempre durante mi infancia, que de lejos fueran tan universalmente azules cuando, vistas de cerca, podían ser tan coloridas. La primera vez que vi una cordillera montañosa en los Balcanes doce años después, sentí una punzada de extrañeza y, acto seguido, un aguijonazo de nostalgia: aquellas montañas se elevaban en picachos en lugar de replegarse serenamente sobre sí mismas, y sus laderas formaban una imponente masa de color negro y verde oscuro, jalonada de riscos. Pero se erguían con la misma majestuosa impasibilidad, con la misma reconfortante solidez que las montañas de mi tierra.

Mi padre aparcó al comienzo de la senda y bajamos los cuatro, nos pusimos nuestras mochilas y Jack se ató las botas, primero una y luego otra, apoyándose en el parachoques con semblante malhumorado. A mí me encantó verlo así, como si fuera el de siempre y al mismo tiempo pareciera haberse hecho adulto de repente: su estatura, a la que todavía no me había acostumbrado, sus hombros tan anchos, sus recias piernas debajo de los pantalones caqui y la enorme bota de cuero con cordones a rayas que apoyaba con firmeza sobre el parachoques. Levantó la vista en ese instante y me dedicó la última sonrisa que me brindaría nunca, creo. Después, me indicó con un gesto que me adelantara. Teníamos la costumbre de que mi padre abriera la marcha; detrás iba mi madre y a continuación yo. Desde que se había hecho mayor y podía desenvolverse con soltura, Jack ocupaba siempre la retaguardia. Si sufríamos algún asalto por la espalda, Jack sería el primero en hacerle frente, lo cual me preocupaba (por él) y al mismo tiempo me tranquilizaba.

Estábamos subiendo la primera cresta cuando gritó: «¡Un minuto!», y al volverme vi que se estaba atando una de las botas sobre un lecho de roca. Me quedé allí cerca, observándolo en silencio, y pasado un momento lo oí mascullar, enfadado, que no había tenido ganas de venir desde el principio.

—Hoy tenía un montón de cosas que hacer.

Tiraba del cordón mientras yo observaba su cara morena, puesta de perfil, tan parecida a la de nuestro padre. Parecía enfadado hasta con las botas.

—¿No te cansas de tener que trepar por una montaña solo porque papá y mamá lo digan, cuando a ellos se les antoja, sin pensar en nada más?

—Pero siempre hemos venido de excursión —contesté yo torpemente—. A mí me gusta.

—Ya, pero parece que se les olvida que ya soy mayor para que anden dándome órdenes. Aquí estamos otra vez, en medio de la nada.

Había acabado de atarse el cordón y abarcó con un ademán el extenso paisaje, el cielo y las montañas. A mí me encantaba aquel panorama.

Dije entonces algo que no debí decir. De pronto me enfadé porque se empeñara en estropear el único día que pasaba con nosotros. Detestaba que hablara con tan poco respeto de nuestros padres que, aunque no acertaran, tenían buenas intenciones. Detestaba sus defecciones previas. Que sus amigos, sus novias y sus partidos de baloncesto acapararan su atención, y que fuera incapaz de disfrutar estando un rato conmigo, para variar.

—Bueno —dije enfadada—, ¿por qué no te pierdes, si vas a ponerte tan desagradable con todo?

Me miró con la incredulidad reflejada en la cara (y cómo amaba yo aquella cara a pesar de haber provocado su furia, y cómo la amo todavía). Entonces me dijo dos cosas. Una, que me fuera al infierno. Y, dos, que él haría lo mismo.

Esas fueron sus palabras exactas, aunque no las ponga entre comillas: las últimas palabras que, que nosotros sepamos, dirigió a otra persona. A mí se me saltaron las lágrimas de arrepentimiento por mi propia mezquindad, y de pura pena. Di media vuelta y seguí caminando a paso ligero, sin hacer caso del silencio que dejaba rápidamente atrás. No se oían sus pasos. Me dije que se tenía merecido que lo dejara plantado un rato. Crucé un arroyo o, mejor dicho, pasé de piedra en piedra por el arroyo que cruzaba nuestra senda, escogiendo con cuidado el camino entre el agua fragorosa, y pasados unos minutos vi a mis padres un poco más adelante, andando tranquilamente, y los seguí.

Jack aún no nos había alcanzado cuando paramos a beber agua en el primer mirador, desde el que se divisaba un inmenso panorama de montañas que, como olas, rompían en el horizonte envueltas en una neblina azul. El valle se extendía a nuestros pies, a más de un kilómetro de distancia, más allá de las hojas de color vino de los arándanos que flanqueaban el camino. Mi madre me dedicó una sonrisa animosa y buscó a mi hermano con la mirada. Luego nos sentamos los tres con las piernas estiradas y esperamos unos minutos.

—¿Jack iba detrás de ti? —preguntó mi madre al cabo de un rato.

Les expliqué que se había parado a atarse los cordones, pero no les dije que habíamos discutido.

—Bueno, ya nos alcanzará —dijo mi padre, pero mi madre debió de mostrar algún leve indicio de inquietud, porque añadió—: Ya es mayorcito.

Seguimos caminando más despacio. Yo me preguntaba si mis padres sabían lo enfadado que estaba por haber tenido que salir de excursión, y luego dejé vagar mi mente hacia otros asuntos: el corte de pelo que quería hacerme, como el de esas dos chicas que iban a mi clase de Ciencias Sociales, y el cuento que teníamos que leer para la clase de Lengua del lunes. Era una revisión de Caperucita Roja con personajes adolescentes, y yo no estaba muy segura de que el resultado fuera bueno. Pensé en escribir otra versión para ver si podía hacerlo mejor. Mientras tanto iba mirando el ir y venir de mis gastadas botas de montaña, que había heredado de Jack (mi madre aseguraba que eran «unisex», y yo lo aceptaba, siempre y cuando no tuviera que llevarlas al instituto).

Nos detuvimos en el siguiente mirador y mi madre propuso que sacáramos el almuerzo aunque fuera un poco temprano y que nos sentáramos allí a comer mientras llegaba Jack. Mi padre estuvo de acuerdo y se quitó la mochila de los hombros. Mi madre encontró una zona llana cerca del sendero y yo la ayudé a extender el mantelito de cuadros que llevaba siempre para nuestros pícnics. Llevaba en la mochila huevos rellenos, que tanto me gustaban, y pan en rebanadas del que preparaba mi padre en casa, y también una botella de limonada con gas para cada uno, lo cual era todo un lujo en nuestro austero hogar. Puso la botella de Jack junto a las rocas, lista para cuando llegara. Mi padre no vio razón para esperar, así que nos pusimos a comer. Pero a mí el pan me supo reseco, como si estuviera mascando ya las palabras airadas que le había dicho a mi hermano, y noté que mi madre miraba camino abajo cada pocos minutos. Aún no teníamos teléfonos móviles: en aquel entonces eran todavía bastante novedosos, aunque unos años después tendríamos uno cada uno.

Por fin mi padre le tocó el hombro a mi madre.

—No te preocupes, Clarice —dijo—. Jack tiene mucha experiencia, sabe manejarse en el monte. Seguramente necesitaba pasar un rato solo. Se está haciendo mayor.

—Ya lo sé. —Mi madre parecía casi irritada, cosa rara en ella.

—¿Quieres que retroceda un trecho y que le diga que venga?

Mi padre recogió los restos del almuerzo, sin dejar ni una sola miga para los pájaros: lo que sobraba, volvía a guardarlo en la mochila.

—Sí, ¿te importa? —Mi madre sonrió como si fuera una molestia sin importancia—. Podemos esperaros aquí.

Mi padre se ausentó una media hora y regresó solo, con una sombra de disgusto en el semblante.

—He llegado hasta la curva grande —explicó—. Hasta he estado llamándole a gritos un buen rato, pero no contesta. Me temo que ha vuelto solo al coche.

Yo conocía aquel matiz de su voz: quería decir que Jack había quebrantado las normas de nuestras excursiones y que más tarde habría una bronca. Sabía también que Jack tenía permiso de conducir y llave de nuestro coche (una concesión de mi padre por su cumpleaños).

—No te hemos oído llamarlo —dijo mi madre, incrédula—. No le habrás llamado muy alto.

—Bastante alto, sí. —Él se sentó un momento—. ¿Qué os parece si seguís andando despacio y disfrutáis de las vistas, y yo vuelvo al coche?

No hizo falta que añadiera: Si es que está allí.

—Si dentro de una hora no he regresado con Jack —dijo—, volved justo por aquí y esperaremos juntos en el aparcamiento.

Y aunque el coche siga allí, Jack me va a oír.

Yo noté que mi madre se resistía a seguir andando sin saber dónde estaba Jack. Años después me di cuenta de que debió intuir que, si lo hacía, si seguía caminando, podía parecer que todo iba bien, o al menos prolongar durante un rato la impresión ilusoria de que no pasaba nada fuera de lo normal. De esto, de la tibieza con la que afrontamos el peligro y nuestros propios temores, me di cuenta mucho más adelante, al convertirme en madre.

Mi padre echó a andar camino abajo y mi madre y yo emprendimos la marcha despacio, cargando con su mochila porque llevaba dentro otra botella de agua. Al poco rato no éramos más que dos mujeres apocadas caminando bajo el cielo inmenso. La senda se abría formando praderas y cruzaba un calvero natural que a mí siempre me había gustado especialmente porque estaba salpicado de árboles caídos, plateados y vencidos por la intemperie. Mi madre consultaba su reloj de tanto en tanto, y por fin me dijo en tono reticente que tendríamos que dar la vuelta.