Tuvo que zarandear varias veces al taxista por el hombro y gritar: «¡Pare!», antes de que se volviera para mirarla y, al ver su cara acongojada, se apartara rápidamente a una callejuela zigzagueando entre el tráfico. Un par de gatitos y un gato sarnoso huyeron cuando el taxi se detuvo junto a la acera, y Alexandra vio que habían estado comiendo algo sanguinolento. La calle estaba sombreada por grandes árboles que, aunque ella no lo supiera aún, eran lipa, tilos cuajados de colgantes flores verduzcas. La quietud que reinaba allí contrastaba extrañamente con el trasiego del enorme bulevar y el hotel. Alexandra esperó, tratando de sofocar sus sollozos, mientras el taxista aparcaba y dejaba el motor al ralentí.
—¿Hay algún problema? —preguntó el hombre.
A Alexandra le extrañó que hablara un inglés tan diáfano, y se preguntó por qué antes no se había dirigido a ella en ese idioma.
—Por favor —dijo—. Lo siento… Lo siento, pero me he equivocado de equipaje. Esta bolsa es de otra persona.
El hombre frunció el ceño como si hubiera hablado muy deprisa, o como si no entendiera sus palabras, farfulladas con voz temblorosa.
—¿Qué? ¿Se encuentra bien?
—Sí, pero esta bolsa es de otra persona.
—¿De otra persona? —Estiró el cuello por encima del respaldo del asiento, y ella señaló el bulto sin decir nada y dio unas palmaditas al objeto que contenía.
—¿No es suya?
El taxista la observó fijamente en lugar de mirar la bolsa. ¿Sería un rasgo característico de los búlgaros, escudriñar el rostro de una persona en busca de pistas antes de entrar en detalles? El hombre alto había hecho lo mismo, pero tal vez se debiera a que era extranjera.
El taxista se bajó del coche y se acercó a su puerta. La abrió y se inclinó para examinar las bolsas amontonadas.
—¿De quién es? —preguntó.
Estaba tan cerca de ella que Alexandra pudo a su vez mirarlo con atención. Lo vio entonces no como un chófer que la conducía a su alojamiento, sino como a una persona, como a un hombre no mucho mayor que ella, de unos veintinueve años. Treinta y pocos, como mucho. Advirtió de nuevo que tenía una cara pálida y angulosa y que, cuando se inclinaba, el cabello claro le caía sobre ella, tapándola en parte. Sus ojos eran azules, auténticamente azules, no verdeazulados. No era alto ni fornido, pero sí de manos finas y gestos delicados.
—No entiendo —dijo—. ¿Cómo es posible?
—Le cogí la bolsa al hombre que estaba a la entrada del hotel, con esos señores mayores. Un hombre alto, un anciano en silla de ruedas y una mujer mayor —respondió Alexandra tratando de pronunciar con la mayor claridad posible.
—¿Les ha robado la bolsa?
La mirada del taxista traslucía más sorpresa que reproche. Alexandra comprendió que él también se había fijado en los ancianos cuando habían salido trabajosamente del hotel.
—No. —Sintió de nuevo el escozor de las lágrimas—. La cogí sin querer cuando los ayudé a subir al taxi. Pero creo que son… Mire.
Abrió la tapa de la urna y le mostró la bolsa de plástico que había dentro. El hombre se inclinó (Alexandra tuvo la sensación de que su historia lo había dejado perplejo) y la tocó, igual que había hecho ella. Frunció el entrecejo. Alexandra observó que buscaba a tientas alguna marca en la caja, como había hecho ella, y que examinaba la madera pulida del exterior. Retiró la bolsa de terciopelo y ella reparó por primera vez en que lo que había labrado en el borde era una guirnalda de hojas con la cabeza de un animal a cada lado. El taxista encontró el nombre antes de que pudiera indicárselo y lo leyó en voz alta.
—Creo que se trata de una persona —dijo—. Que se trataba de una persona. De un hombre.
—Lo sé —contestó ella, acordándose del anciano de la silla de ruedas.
Aquel recuerdo la hizo desfallecer. ¿Era posible que el anciano hubiera perdido a su otro hijo? ¿O a un hermano?
—¿Entiende usted? Es el cuerpo de una persona —insistió el taxista.
—Lo sé —respondió ella—. Las cenizas, no el cuerpo.
—Sí, ceniza. —Su voz sonó aguda—. En búlgaro decimos prah. «Polvo». —Tenía un sonido gutural—. Quizá debería devolvérselas cuanto antes.
—Claro que sí —dijo ella casi gimiendo—, pero no sé quiénes son, ni dónde han ido. Creo que debería acudir a la policía.
Se imaginó a la policía buscando en sus archivos informáticos, encontrando aquel nombre, haciéndose cargo respetuosamente de la urna y asegurándole que se la devolverían a sus legítimos propietarios. O tal vez le dieran su dirección y tuviera que llevarles la bolsa en persona. Luego se imaginó a sí misma frente a aquellas personas cuyo tesoro tenía en su poder, y notó un nudo en la garganta. Debían de estar buscándola por toda Sofía. Pero se había subido al taxi después de que se marcharan. ¿Habrían descubierto ya que les faltaba una bolsa? Sin duda se habrían dado cuenta enseguida.
—No. Tenemos que volver al hotel —se corrigió Alexandra—. Creo que podrían volver allí a buscarme.
—Es buena idea —respondió el taxista, cuya voz sonaba de pronto más calurosa y flexible, pese a que seguía mirándola con desconfianza. Su acento resultaba difícil de localizar, pero sin duda era británico, casi cockney—. Vamos. Tenemos que volver enseguida.
A pesar de su zozobra, a ella le gustó la forma en que sus labios de trazo fino y elegante tanteaban las palabras. Tenía los dientes delanteros un poco torcidos, y una mancha oscura en uno de ellos, como una peca. Sus pómulos eran anchos, huesudos, prominentes, y Alexandra reparó de nuevo en lo tersa y lechosa que era su piel, salvo por una constelación de lunares de color marrón claro, junto a la comisura de la boca. Cerró con cuidado la tapa de la urna y la cubrió con la tela. Luego se sentó tras el volante y arrancó antes de que ella tuviera tiempo de darle las gracias.