ROMANCE SOBRE EL EVANGELIO «IN PRINCIPIO ERAT VERBUM» ACERCA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

 

I

 

En el principio moraba

el Verbo y en Dios vivía,

en quien su felicidad

infinita poseía.

El mismo Verbo Dios era,

que el principio se decía;

él moraba en el principio,

y principio no tenía.

Él era el mismo principio;

por eso de él carecía;

el Verbo se llama Hijo

que de el principio nacía.

Hale siempre concebido,

y siempre le concebía;

dale siempre su sustancia

y siempre se la tenía.

Y así, la gloria del Hijo

es la que en el Padre había,

y toda su gloria el Padre

en el Hijo poseía.

Como amado en el amante,

uno en otro residía,

y aquese amor que los une

en lo mismo convenía

con el uno y con el otro

en igualdad y valía.

Tres personas y un amado

entre todos tres había,

y un amor en todas ellas

un amante las hacía;

y el amante es el amado

en que cada cual vivía,

que el ser que los tres poseen,

cada cual le poseía,

y cada cual de ellos ama

a la que este ser tenía.

Este ser es cada una,

y éste solo las unía

en un inefable nudo

que decir no se sabía;

por lo cual era infinito

el amor que las unía,

porque un solo amor tres tienen,

que su esencia se decía:

que el amor, cuanto más uno

tanto más amor hacía.

 

II

 

De la comunicación de las tres personas

 

En aquel amor inmenso

que de los dos procedía,

palabras de gran regalo

el Padre al Hijo decía,

de tan profundo deleite

que nadie las entendía;

sólo el Hijo lo gozaba,

que es a quien pertenecía;

pero aquello que se entiende,

de esta manera decía:

«Nada me contenta, Hijo,

fuera de tu compañía;

y si algo me contenta,

en ti mismo lo quería.

El que a ti más se parece

a mí más satisfacía,

y el que en nada te semeja

en mí nada hallaría.

En ti sólo me he agradado,

¡oh vida de vida mía!

Eres lumbre de mi lumbre,

eres mi sabiduría,

figura de mi sustancia

en quien bien me complacía.

Al que a ti te amare, Hijo,

a mí mismo le daría,

y el amor que yo en ti tengo

ese mismo en él pondría,

en razón de haber amado

a quien yo tanto quería.»

 

III

 

De la creación

 

«Una esposa que te ame,

mi Hijo, darte quería,

que por tu valor merezca

tener nuestra compañía,

y comer pan a una mesa

de el mismo que yo comía,

porque conozca los bienes

que en tal Hijo yo tenía,

y se congracie conmigo

de tu gracia y lozanía.»

«Mucho lo agradezco, Padre,

—el Hijo le respondía—;

a la esposa que me dieres

yo mi claridad daría,

para que por ella vea

cuánto mi Padre valía,

y cómo el ser que poseo

de su ser le recibía.

Reclinarla he yo en mi brazo,

y en tu amor se abrasaría,

y con eterno deleite

tu bondad sublimaría.»

 

IV

 

Prosigue

 

«Hágase, pues —dijo el Padre—,

que tu amor lo merecía»;

y en este dicho que dijo,

el mundo criado había

palacio para la esposa

hecho en gran sabiduría;

el cual en dos aposentos,

alto y bajo dividía;

el bajo de diferencias

infinitas componía;

mas el alto hermoseaba

de admirable pedrería.

Porque conozca la esposa

el Esposo que tenía,

en el alto colocaba

la angélica jerarquía;

pero la natura humana

en el bajo la ponía,

por ser en su compostura

algo de menor valía.

Y aunque el ser y los lugares

de esta suerte los partía,

pero todos son un cuerpo

de la esposa que decía:

que el amor de un mismo Esposo

una esposa los hacía.

Los de arriba poseían

el Esposo en alegría,

los de abajo en esperanza

de fe que les infundía,

diciéndoles que algún tiempo

él los engrandecería,

y que aquella su bajeza

él se la levantaría

de manera que ninguno

ya la vituperaría,

porque en todo semejante

él a ellos se haría,

y se vendría con ellos,

y con ellos moraría,

y que Dios sería hombre,

y que el hombre Dios sería,

y trataría con ellos,

comería y bebería,

y que con ellos contino

él mismo se quedaría

hasta que se consumase

este siglo que corría,

cuando se gozaran juntos

en eterna melodía,

porque él era la cabeza

de la esposa que tenía,

a la cual todos los miembros

de los justos juntaría,

que son cuerpo de la esposa,

a la cual él tomaría

en sus brazos tiernamente

y allí su amor la daría;

y que así juntos en uno

al Padre la llevaría,

donde de el mismo deleite

que Dios goza, gozaría;

que, como el Padre y el Hijo

y el que de ellos procedía,

el uno vive en el otro,

así la esposa sería,

que, dentro de Dios absorta,

vida de Dios viviría.

 

V

 

Prosigue

 

Con esta buena esperanza

que de arriba les venía,

el tedio de sus trabajos

más leve se les hacía;

pero la esperanza larga

y el deseo que crecía

de gozarse con su Esposo

contino les afligía;

por lo cual con oraciones,

con suspiros y agonía,

con lágrimas y gemidos

le rogaban noche y día

que ya se determinase

a les dar su compañía.

Unos decían: ¡Oh, si fuese

en mi tiempo el alegría!

Otros: Acaba, Señor;

al que has de enviar, envía.

Otros: ¡Oh, si ya rompieses

esos cielos, y vería

con mis ojos que bajases,

y mi llanto cesaría!

¡Regad, nubes de lo alto,

que la tierra lo pedía,

y ábrase ya la tierra

que espinas nos producía,

y produzca aquella flor

con que ella florecería!

Otros decían: ¡Oh, dichoso

el que en tal tiempo sería,

que merezca ver a Dios

con los ojos que tenía,

y tratarle con sus manos,

y andar en su compañía,

y gozar de los misterios

que entonces ordenaría!

 

VI

 

Prosigue

 

En aquestos y otros ruegos

gran tiempo pasado había;

pero en los postreros años

el fervor mucho crecía,

cuando el viejo Simeón

en deseo se escendía,

rogando a Dios que quisiese

dejalle ver este día.

Y así el Espíritu Santo

al buen viejo respondía

que le daba su palabra

que la muerte no vería

hasta que la vida viese

que de arriba descendía,

y que él en sus mismas manos

al mismo Dios tomaría,

y le tendría en sus brazos,

y consigo abrazaría.

 

VII

 

Prosigue la Encarnación

 

Ya que el tiempo era llegado

en que hacerse convenía

el rescate de la esposa

que en duro yugo servía

debajo de aquella ley

que Moisés dado le había,

el Padre con amor tierno

de esta manera decía:

—Ya ves, Hijo, que a tu esposa

a tu imagen hecho había,

y en lo que a ti se parece

contigo bien convenía;

pero difiere en la carne

que en tu simple ser no había.

En los amores perfectos

esta ley se requería:

que se haga semejante

el amante a quien quería;

que la mayor semejanza

más deleite contenía;

el cual, sin duda, en tu esposa

grandemente crecería

si te viere semejante

en la carne que tenía.

—Mi voluntad es la tuya,

—el Hijo le respondía—,

y la gloria que yo tengo

es tu voluntad ser mía;

y a mí me conviene, Padre,

lo que tu alteza decía,

porque por esta manera

tu bondad más se vería;

veráse tu gran potencia,

justicia y sabiduría;

irélo a decir al mundo,

y noticia le daría

de tu belleza y dulzura

y de tu soberanía.

Iré a buscar a mi esposa,

y sobre mí tomaría

sus fatigas y trabajos

en que tanto padecía;

y porque ella vida tenga,

yo por ella moriría,

y sacándola de el lago

a ti te la volvería.

 

VIII

 

Prosigue

 

Entonces llamó a un arcángel,

que san Gabriel se decía,

y enviólo a una doncella

que se llamaba María,

de cuyo consentimiento

el misterio se hacía;

en la cual la Trinidad

de carne al Verbo vestía;

y aunque tres hacen la obra,

en el uno se hacía;

y quedó el Verbo encarnado

en el vientre de María.

Y el que tenía sólo Padre,

ya también Madre tenía,

aunque no como cualquiera

que de varón concebía,

que de las entrañas de ella

él su carne recebía;

por lo cual Hijo de Dios

y de el hombre se decía.

 

IX

 

Del nacimiento

 

Ya que era llegado el tiempo

en que de nacer había,

así como desposado

de su tálamo salía,

abrazado con su esposa,

que en sus brazos la traía;

al cual la graciosa Madre

en un pesebre ponía,

entre unos animales

que a la sazón allí había.

Los hombres decían cantares,

los ángeles melodía,

festejando el desposorio

que entre tales dos había;

pero Dios en el pesebre

allí lloraba y gemía,

que eran joyas que la esposa

al desposorio traía;

y la Madre estaba en pasmo

de que tal trueque veía;

el llanto de el hombre en Dios,

y en el hombre la alegría,

lo cual de el uno y de el otro

tan ajeno ser solía.