PRÓLOGO

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El recibimiento que tuvo lugar en las puertas subterráneas occidentales de la Ciudad Felbarr, el primer día de la segunda semana de Uktar, el undécimo mes del año, fue muy sobrio. Las primeras nieves ya habían caído en el Valle Superior de Surbrin y alcanzaban las estribaciones de las Montañas Rauvin, sobre la fortaleza de los enanos. Sin embargo, ni los orcos que controlaban lo que fuera la poderosa ciudad de Sundabar, ni aquellos que habían saqueado Nesme, ni los que asediaban Luna Plateada o acampaban alrededor de las ciudadelas enanas de Mithril Hall, Felbarr y Adbar, mostraban la menor intención de volver a la Fortaleza de la Flecha Negra ni a ningún otro lugar del interior de las fronteras del reino de Muchas Flechas.

Los invasores tampoco habían abandonado las vastas galerías subterráneas de la Antípoda Oscura Superior, como había descubierto la comitiva procedente de Mithril, durante su viaje hacia la reunión planeada en la Ciudadela de Felbarr. Durante el mes de Marpenoth y parte del de Uktar, en su largo viaje subterráneo hasta los salones del rey Emerus Corona de Guerra, la legión de guerreros enanos que protegía al rey Connerad Brawnanvil y su distinguido séquito, se había abierto paso por los túneles mediante las armas, avanzando de un emplazamiento seguro a otro, lugares que los enanos de Mithril Hall y Felbarr habían asegurado, fortificado y aprovisionado.

Emerus en persona dio la bienvenida a los enanos de Mithril Hall. Llegaban una semana más tarde de lo previsto. Ese retraso ya había sido explicado y el día de la llegada se había sabido bien de antemano, merced a un astuto sistema de mensajería elaborado por los enanos de la Marca Argéntea. Empleaban balistas para enviar mensajes en el interior de flechas huecas. Las lanzaban por los largos túneles hasta el puesto de guardia más cercano, donde las recogían y las enviaban de nuevo al puesto siguiente, y así hasta que alcanzaban su destino. Salvo que un sector de los pasadizos cayese en manos de los orcos y sus aliados, un mensaje del rey Connerad al rey Emerus podía recorrer los más de trescientos kilómetros que separaban ambos reinos en cuestión de días.

—¡Bienvenido, rey Connerad! —saludó Emerus, y abrazó con fuerza a su igual, entre los vítores de los enanos reunidos a las puertas de la Ciudadela Felbarr—. Ah, hemos estado muy preocupados, amigo mío.

—Y motivos había para estarlo. Esos gusanos están al tanto de cuáles son nuestras principales rutas y no paran de acosarnos —respondió Connerad—. Mis muchachos y yo hemos tenido que detenernos por el camino para echar una mano… Aunque también es posible que nuestros guerreros de ahí abajo no necesitasen nuestra ayuda, pero ¡nos apetecía aporrear a unos cuantos orcos!

Eso desató hurras y vítores de los enanos de ambas comitivas.

—¡Valía la pena retrasar nuestro encuentro si ha sido para matar orcos! —exclamó Emerus—.Tanto a nosotros como a los enanos de Adbar nos sorprendió que convocases esta reunión, con todo lo que está ocurriendo.

—Con nosotros vienen unos a los que creo que conoces —dijo Connerad, mientras se despojaba de los guanteletes—. Y cuando os pongamos al tanto de ciertas cosas, entenderás por qué he convocado este encuentro.

Emerus frunció el ceño mientras escudriñaba el grupo de recién llegados, que ocupaban el vestíbulo, justo fuera del alcance de las antorchas. Connerad hizo un gesto para que el drow conocido como Drizzt Do’Urden se adelantase.

—A éste me parece que lo conoces —señaló Connerad cuando Drizzt se detuvo ante el anciano rey Emerus y le hizo una reverencia.

—Drizzt Do’Urden —repuso Emerus—. Han pasado muchos años desde la última vez que estuviste en la Marca Argéntea, viejo amigo del rey Bruenor.

—Demasiados, por lo que parece —replicó el drow, y le tendió una mano que Emerus estrechó al instante. El comentario de Emerus, sobre la amistad del drow con Bruenor, no les pasó inadvertido ni a Connerad ni a Drizzt.

—Los drow que dirigen a los orcos afirman… —comenzó a decir Emerus.

—Sí, que pertenecen a mi casa, lo sé —le interrumpió Drizzt—. Aunque me temo que no estoy de acuerdo. No hay ninguna Casa Do’Urden, que yo sepa, buen rey Emerus, o al menos, no la ha habido durante muchas décadas.

—¿Niegas entonces que esos drow pertenezcan a tu familia?

—No lo niego. Es posible que así sea —respondió Drizzt con indiferencia—. Lo que niego es estar al corriente de su guerra, si es eso lo que quieres saber.

—¿También niegas haber colaborado a establecer el reino de Muchas Flechas, lo que, finalmente, ha dado lugar a esta guerra? —preguntó el rey enano. A pesar de la pregunta, el rey seguía estrechando la mano de Drizzt. Con fuerza, como si el apretón formase parte del agresivo interrogatorio al que sometía al drow.

—¡Bah, cierra el pico! —rugió una voz conocida. Conocida tanto para Drizzt como para Connerad y también para el rey Emerus y el enano llamado Dain el Mellado, que se encontraba junto al rey de Felbarr. Todos ellos se volvieron hacia el dueño de la voz, un joven enano con una barba rojiza, que dio un paso hacia delante.

—¡Pequeño Erre Erre! —exclamó Dain el Mellado, tan sorprendido como irritado ante la intervención del impetuoso joven guerrero.

El enano se adelantó con una mueca agresiva y parecía decidido a darle un puñetazo al anciano rey Emerus, hasta que Connerad lo detuvo con un grito.

—¡No es el momento, señor Reginald Roundshield!

El joven enano se detuvo, con los brazos en jarras. Le hizo un gesto a Drizzt, quien asintió con desgana, y volvió al grupo, al lado de una humana de cabello rubio.

Dain el Mellado seguía irritado con el enano de barba pelirroja, aunque se apresuró a tranquilizar a los recién llegados.

—Tranquilo, señor Do’Urden. Nadie fuera de las ciudades de los humanos piensa mal del rey Bruenor y sus antiguos amigos.

—Que pasen tus amigos —le dijo Emerus a Connerad—. Todos tus amigos. Os llevaremos a vuestros aposentos y disfrutaréis de la hospitalidad de Felbarr.

—Llevad a mis muchachos a sus aposentos —replicó Connerad—. En cuanto a mí y a algunos de los míos, llévanos a tu mesa. Tengo mucho que contar y no hay tiempo que perder. ¡Llama al rey Harnoth y a los suyos, y comencemos cuanto antes!

El rey Emerus negó con la cabeza.

—El rey Harnoth no ha venido —repuso para sorpresa de Connerad.

—Os rogué a todos que…

—Han acudido sus consejeros —le interrumpió Emerus—. Los avisaremos. —Miró a Dain el Mellado—. Lleva a Connerad y a quienes él te diga, a la mesa.

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Franko Olbert se apoyó contra el grueso tronco de un árbol. Jadeaba al límite de sus fuerzas. Echó un vistazo rápido a la muralla de la ciudad más allá de los campos nevados; el lugar que había considerado su hogar durante toda su vida.

A pesar de que Nesme seguía siendo reconocible, Franko se negaba a considerar ese lugar maldito como su hogar. Había dejado de serlo con la llegada de los orcos. Y de los drow.

Sobre todo con la llegada del duque Tiago Do’Urden.

Reanudó su camino. Su destino eran las tribus de Uzhgardt, donde esperaba reunir un ejército para vengarse de los repugnantes invasores. Su madre era de Uzhgardt, y él conocía su lengua, sus costumbres y su amor propio. Los orgullosos bárbaros no iban a tolerar que los orcos y los elfos oscuros estableciesen una ciudad tan cerca de sus fronteras.

Franko se deslizó de un árbol a otro y luego echó a correr hacia un bosquecillo próximo. Se detuvo al distinguir un cuerpo humano boca abajo en el suelo. El caído vestía armadura, cota de malla y un casco bacinete que le cubría todo el rostro, a semejanza de los caballeros de Everlund.

El fugitivo titubeó y examinó los alrededores. No había señales de lucha, aparte del cuerpo sin vida. La inmovilidad del cadáver, su postura grotesca sobre la nieve, era una visión a la que Franko se había acostumbrado desde la llegada de los monstruosos invasores a Nesme.

Tras comprobar que no había nadie cerca, el fugitivo se acercó con cautela al caballero abatido. Agarró por un brazo al guerrero muerto y lo volteó para verle el rostro. Se estremeció al comprobar que le faltaba un ojo y tenía media cara destrozada. Franko soltó el brazo del cadáver y se dejó caer en la nieve para recuperar el aliento. Entonces reparó en la espada que sobresalía por debajo del hombre y se apresuró a extraerla de la funda. Franko era un guerrero veterano, un Jinete de Nesme, y por lo tanto, un experto en armas. La espada era magnífica. La armadura no le iba a la zaga, y además, el hombre tenía casi su misma estatura.

—Gracias, hermano —musitó con respeto, y despojó al muerto de su armadura.

Con cada pieza que se colocaba de la armadura, la cota de malla, las grebas y las protecciones de los hombros, Franko fue ganando confianza. Cuando se colocó la funda de la espada, emitió un suspiro de alivio. Si sus perseguidores le daban alcance, al menos moriría como un guerrero, lo que no era poco, teniendo en cuenta las crueles ejecuciones que había presenciado en Nesme, ante la mirada perversa y satisfecha del tirano duque Tiago. El hedor a muerte reinaba en la ciudad.

—Lo correcto sería darte sepultura, amigo mío, pero no tengo tiempo —susurró—. Por favor, perdóname por dejarte a merced de los cuervos. Perdóname también por despojarte de tu espada. Lo que jamás haré será despojarte de tu honor.

Se arrodilló para recitar una oración de Uzhgardt por el alma del fallecido. A continuación, le retiró el casco con cuidado y hubo algo que le llamó la atención. Se colocó el casco y se incorporó, decidido a seguir su camino. Pero no pudo evitar volverse. Había algo extraño, lo suficiente para despertar su curiosidad.

Las heridas en la espalda…

Venció su repugnancia y examinó el cuerpo con detenimiento, sobre todo el rostro maltrecho.

—¿Marquen? —boqueó, y miró más de cerca—. Marquen —repitió, esta vez seguro de que el muerto era Marquen de Luna Plateada, quien vivía en Nesme desde hacía diez años. Al instante, Franko pasó del aturdimiento a la perplejidad. Había sido testigo de la muerte de Marquen una semana antes, durante las ejecuciones en el patio de armas de Nesme.

Habían atado a Marquen a unas estacas, donde la esposa de Tiago lo había azotado. Franko había presenciado cómo la duquesa Saribel Do’Urden empleaba sin piedad su látigo de cabezas de serpientes. Una y otra vez, las serpientes habían atravesado la camisa del caballero para morderle la carne e inocularle el fuego de su veneno. La misma camisa que tenía ante él. Franko no necesitaba apartar los jirones de tela para comprobar la presencia de las marcas de los dientes viperinos. Si este hombre era Marquen, y Franko había sido testigo de su muerte, la pregunta era: ¿Qué hacía su cadáver a más de un kilómetro de la ciudad, ataviado con la armadura y la espada?

—Por los dioses —musitó Franko cuando dedujo la respuesta a su pregunta. Echó a correr a toda velocidad.

Se aproximó a un pequeño risco, pero no se atrevió a aminorar su carrera.

Al menos, no lo hizo hasta que se quedó ciego.

No, ciego no, como averiguó Franko al caer por el borde del precipicio y dejar atrás el globo de oscuridad mágica.

Sintió que se le dislocaba un hombro al golpearse contra las rocas del fondo del desnivel, pero se puso en pie de un salto y arremetió contra el tronco de un árbol, colocando la articulación de nuevo en su sitio. Ignoró la oleada de náuseas y el dolor que amenazó con dejarlo inconsciente. No había tiempo que perder.

Cierto, el tiempo de Franko era precioso.

Y el guerrero lo supo con certeza al volverse y toparse con una figura menuda, pero letal. Alguien que parecía disfrutar con la carrera desesperada del Jinete de Nesme.

El duque Tiago de Nesme.

El drow sonrió, mientras aplaudía con lentitud. En el antebrazo izquierdo le colgaba un pequeño escudo transparente.

—Lo has hecho muy bien, iblith —dijo Tiago—. Has llegado más lejos de lo que esperaba. Ha sido una caza divertida, considerando que no eres más que un patético humano.

Franko miró alrededor, buscando a los aliados del drow: un orco, arqueros o un gigante a punto de lanzar una roca. O incluso otro drow.

—Sólo estoy yo —le aseguró Tiago, al advertir el gesto del otro—. ¿Crees que necesito ayuda? —terminó las palabras abriendo los brazos.

Y Franko lo aprovechó para abalanzarse hacia él, con la espada buscando la cabeza del infame elfo oscuro.

El borde del escudo mágico del drow comenzó a girar y, con cada vuelta, fue aumentando de tamaño. Tiago bloqueó la estocada con facilidad. A continuación, la espada del drow apareció con tanta velocidad que Franko no registró el movimiento; más aún, ni siquiera advirtió el momento en el que el otro desenfundaba el arma de hoja estrellada.

Lo que sí notó Franko fue la punta de la espada conforme se le clavaba en el muslo. Acusó la herida y se echó hacia atrás, adoptando una postura defensiva, mientras blandía su espada ante sí para mantener a raya a su contrincante.

Pero Tiago no avanzaba. En lugar de eso, se desplazaba alrededor de Franko, manteniéndose fuera de su alcance.

—Lucha —ordenó el drow—. Estoy yo solo. No hay nadie más. Sólo yo, Tiago, se interpone entre tú y la libertad.

—¿Crees que esto es un juego? —Franko escupió al drow y luego se abalanzó sobre él con la espada en alto. Amagó con dar un tajo de arriba a abajo, pero detuvo la hoja a mitad de recorrido, en lo que creyó que era una hábil maniobra, y lanzó una estocada hacia el pecho del otro.

—¿Y no lo es? —rio Tiago, eludiendo con facilidad la treta del otro. La hoja de Franko erró por amplio margen su objetivo y el guerrero frunció el rostro. Un fallo así resultaba desalentador.

—Sólo yo —se burló Tiago, mientras seguía desplazándose alrededor del Franko.

Éste imitó la maniobra del drow y también comenzó a moverse en círculos, a la vez que estudiaba el terreno para obtener una posición ventajosa, aprovechando el suelo irregular, los árboles y los peñascos.

—¿Acaso no es un juego justo, humano? —preguntó Tiago—. Hasta he permitido que dispongas de armas y armadura. ¡Y pude haberte abatido mientras despojabas al cadáver de sus pertenencias! Incluso pude haberte impedido que pusieras un pie fuera de Nesme; hasta una docena de arqueros te vio huir a través de la grieta de la muralla, y fui yo quien detuvo sus flechas. Te ofrezco una oportunidad. Únicamente tienes que derrotarme, y considerando que eres dos veces más grande que yo, no creo que te resulte muy difícil.

El drow no varió el tono de su discurso, ni perdió la compostura, ni siquiera cuando Franko arremetió contra él a mitad de parrafada, lanzado estocadas contra el menudo drow.

—Aunque lo cierto es que eres algo torpe —señaló Tiago. Esa última frase la pronunció tras colocarse con agilidad detrás de Franko, y la acompañó con un doloroso tajo en la pierna de éste.

Franko se revolvió para contraatacar, aunque se tambaleó al fallarle la pierna herida, que le palpitaba con un dolor intenso.

Tiago atacó de nuevo, la espada por delante. Eludió con una hábil finta el bloqueo desesperado de su adversario y le clavó la espada en el espacio que se abría entre la hombrera y el peto. El drow le clavó la punta de su arma una segunda vez en el mismo sitio, y aún una tercera cuando Franko intentó defenderse del acoso a ese hombro atormentado. Tiago aprovechó ese momento para darle un nueva estocada con Vidrinath entre la hombrera y el peto, pero esta vez en el brazo contrario.

Franko se hizo hacia atrás, moviendo la espada en un intento desesperado de mantener a raya a un enemigo que no parecía tener la intención de moverse. Cuando se apoyó sobre la pierna herida, cayó de espaldas sin dejar de mover la espada, temiendo que se le aproximara el drow.

Pero Tiago seguía inmóvil.

Franko lo miró con odio y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se puso en pie. El drow jugaba con él; se burlaba de él al no aprovechar la ventaja obtenida.

Totalmente seguro de sí mismo.

Franko se enfadó consigo mismo. No estaba aprovechando sus opciones como debiera. Era posible que fuera debido a la diferencia de tamaño, como había señalado Tiago. O que se estuviese precipitando debido al profundo odio que sentía hacia este falso duque tiránico. Franko era un guerrero mucho más hábil de lo que había demostrado hasta ese momento. Era un Jinete de Nesme, bien adiestrado, y lo último que debía hacer era dejarse llevar por la ira.

Mientras se decía todo eso, repasó mentalmente los movimientos del drow, y fue asintiendo lentamente, planteándose un mejor modo de enfrentarse al hábil espadachín que tenía enfrente.

Se adelantó con cautela.

Tiago aguardó sin moverse, la mano izquierda apoyada en el cadera, la espada en la derecha, apuntando al suelo.

La postura de Tiago incitaba a un ataque sin cuartel.

Pero Franko se lo tomó con calma en esta ocasión. Dio un paso hacia delante con la espada firme ante el cuerpo, en una postura defensiva. Ya se había dado cuenta de que la aparente indolencia del drow no era más que eso, aparente. El drow reaccionaba con una rapidez endiablada para poder alcanzarle con un golpe directo; con eso sólo conseguiría perder el equilibrio, y volver a recibir una herida.

Pero esta vez sería distinto.

Franko adelantó la espada en un movimiento estudiado y equilibrado, una ataque lento e impreciso.

Demasiado impreciso, pensó Franko.

Demasiado lento.

Los brazos le pesaban.

No lo entendía. Claro que tampoco sabía el nombre con el que era conocida popularmente la espada de Tiago: Canción de cuna; ni que cada corte infligido por su hoja inoculaba una dosis de veneno adormecedor.

Pero a pesar de no saberlo, sí advirtió la creciente torpeza de sus miembros, y blandió la espada con la idea de mantener lejos a su contrincante, mientras intentaba descifrar el enigma de su repentino sopor.

El drow ya no estaba.

Franko oyó una carcajada a su espalda y se volvió a toda prisa, trazando un arco con la espada. Pero la trayectoria del arma fue interrumpida bruscamente por un feroz golpe de Vidrinath.

La espada del Franko surcó el aire, la mano amputada todavía aferrando la empuñadura. El guerrero se agarró el sangriento muñón a la altura de la muñeca, con un alarido de dolor y sorpresa.

—Huye —se mofó Tiago, y le pinchó con la su espada en el muñón sanguinolento—. ¡Huye, necio!

Apuñaló a Franko de nuevo y éste echó a correr con Tiago tras él. El drow lo seguía de cerca, pinchándolo con la espada una y otra vez, pero sin causarle más que heridas superficiales.

Desesperado, Franko se abalanzó sobre su torturador, pero Tiago era demasiado rápido para él. El drow barrió los pies del hombre con una patada circular y Franko cayó de bruces.

Entonces, Vidrinath entró en acción y una considerable porción de la oreja de Franko voló por el aire.

Éste lloraba a causa de la frustración, la ira y el dolor, pero su orgullo lo impulsó a ponerse en pie y reanudar la huida.

Y Tiago volvió a seguirlo de cerca.

—Tú, humano —dijo el drow—. ¡Sí, tú, tú, necio! —La espada del drow golpeó el hombro de Franko, pero no le hirió, sino que señaló hacia delante.

—¿Ves el claro que se abre más allá del abedul? —preguntó Tiago—. Corre, necio. Si consigues alcanzar el claro, ¡no te perseguiré más!

Subrayó su desafío golpeando el trasero de Franko con el plano de la espada.

—Oh, pero me temo que estás demasiado cansado —añadió Tiago, burlón. Estaba lo bastante cerca para acabar con él en cualquier momento—. Te pesan las piernas. ¡Apenas puedes mantenerte en pie! ¡Qué lástima! ¡No tendré más remedio que matarte!

Le clavó la punta de la espada en el trasero y la retorció entre carcajadas.

Pero a Franko se le había ocurrido una idea. Comenzaba a comprender la perversa naturaleza sádica del drow y quería aprovecharse de eso. Aminoró su carrera y se tambaleó hacia un lado, exagerando su torpeza. Estaba convencido de que Tiago no lo mataría hasta el último momento, hasta que estuviera a la altura del abedul, y decidió que ésa era su oportunidad.

La espada de Tiago lo pinchó varias veces, pero sin provocarle heridas graves, sólo con el propósito de causar dolor. Pero Franko mantuvo su trayectoria. El abedul estaba a pocos pasos.

Franko tropezó e hizo ver que se caía, pero echó a correr de golpe, recurriendo a las pocas fuerzas que le quedaban, y consiguió alcanzar el abedul y el claro más allá.

Rodó sobre el suelo y se quedó boca arriba, esperando que el drow traicionero estuviese allí, listo para matarlo. Pero se llevó una gran sorpresa cuando reparó en que su enemigo no había avanzado más allá del abedul.

—¡Buena jugada! —exclamó el autoproclamado Duque de Nesme, y alzó la espada a modo de saludo.

—¡Va, acaba de una vez! —chilló Franko, convencido de no era más que una cruel broma.

—Soy un drow de palabra, imbécil —respondió Tiago—. Soy un duque, después de todo. Te prometí que no te perseguiría más allá del claro, y no lo haré. Estás a salvo de mi hoja, aunque imagino que tus heridas te matarán mientras huyes por el bosque. Si no es así, volverás con un ejército patético, no me cabe duda, y entonces, te buscaré y acabaré lo que he empezado. La próxima vez, te sacaré los ojos y así no verás la llegada de mi siguiente estocada. Sin embargo, me oirás y el sonido de mi voz te aterrorizará, pues será el preludio del ataque de Vidrinath en busca de tu carne expuesta.

El drow irrumpió en feas carcajadas, mientras Franko cruzaba el claro a trompicones. No dejaba de mirar hacia atrás, pero Tiago no se movía del sitio.

Se concentró en su carrera, decidido más que nunca a alcanzar Uzhgardt y…

El suelo ante él estalló y una bestia, tan blanca, reluciente y fría como el mismísimo invierno, surgió de entre la nieve.

—¡Oh, vaya! —exclamó Tiago—. ¿Olvidé comentarte que mi dragón aguardaba tu llegada?

Franko chilló y notó la calidez de su propia orina en la pierna cuando la bestia abrió sus fauces y sus dientes, largos como lanzas, se cerraron sobre él. El dragón se elevó en el aire, con el humano en la boca, la cabeza colgando por un lado y las piernas por el otro. Franko siguió chillando, y no alcanzaba a comprender cómo no había muerto todavía, o quizá lo estuviese y aún no fuera consciente de ello.

—¡Esto es tan divertido! —le susurró Tiago al oído.

La cercanía de la voz le sobresaltó, y Franko aún tuvo la presencia de ánimo para volverse y mirar al drow a los ojos.

Y la espada surgió como un rayo, precisa y letal, y el ojo derecho de Franko cayó en la mano del drow.

—Querido Arauthator —le dijo Tiago al dragón—. Te ruego que no le claves los dientes a éste. No, a éste quiero que te lo tragues entero y que tus ácidos estomacales lo deshagan poco a poco.

El dragón emitió un gruñido disconforme.

—¡No está armado, te lo prometo! —aseguró Tiago.

La bestia alzó la cabeza y se tragó al pobre Franko, que, impotente, cayó al interior del dragón.

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—Tengo la sensación de ser una serpiente más que un dragón —se quejó Arauthator.

—¿Notas cómo se mueve? —preguntó el drow.

El dragón se concentró unos instantes.

—Sí, y gimotea, creo.

—Bien, bien.

—¿Has acabado con tus juegos estúpidos, Marido? —preguntó otra voz, y Tiago se volvió hacia Saribel, su esposa, que se acercaba a ellos.

—Me veo obligado a buscar placer donde puedo —replicó él—. ¡Ojalá pudiera volar con la Antigua Muerte Blanca sobre Luna Plateada y arrojarle rocas a los imbéciles de dentro! ¡Ojalá pudiera asaltar Everlund…!

—Pero ¡no puedes! —lo interrumpió Saribel de malos modos. Tiago no estaba en posición de discutir. Esa orden procedía de la mismísima Madre Matrona Quenthel.

Les habían ordenado que permaneciesen tranquilamente en las tierras conquistadas y los vastos enclaves militares.

—Que las gentes de la Marca Argéntea conserven la esperanza de que con la primavera llegará ayuda del exterior —había sido la orden de la Madre Matrona Quenthel.

Tanto Tiago como Saribel estaban al corriente de las intenciones de la madre matrona. Quería asegurarse de que los reinos de la superficie más allá de la Marca Argéntea no intervenían en la guerra. La invasión de los drow no debía provocar el miedo más allá del Norte, aparte de los reinos que ya habían invadido los ejércitos orcos.

No acudirían fuerzas de otros reinos para luchar contra ellos, pues su intención no era mantener las tierras conquistadas en la superficie; el objetivo de la campaña militar nunca había sido ése.

—Los hemos empujado hasta el borde del desastre y ahora les permitiremos que recuperen lo perdido —comentó Tiago. Luego se volvió hacia el dragón—: ¡A todos excepto al que llevas dentro!

Arauthator soltó una carcajada, una suerte de rugido extraño e inquietante, que remató con un eructo acompañado de un grito agónico y desesperado.

—No se trata de alcanzar la victoria —repuso Tiago.

Saribel lo miró con altivez.

—Explícate.

—Se trata de que la Madre Matrona Quenthel mantenga el poder sobre Menzoberranzan.

—¿Y no compartes ese deseo? Es nuestra benefactora, la razón de nuestra existencia. La Madre Matrona Quenthel domina la Casa Do’Urden con la misma firmeza que la Casa Baenre, donde te criaste.

Tiago maldijo en voz baja y se volvió con la intención de marcharse. Ardía en deseos de entrar en combate, ansiaba alcanzar la victoria y la gloria, y sus patéticos juegos de caza y muertes horripilantes con los cautivos de Nesme le aburrían cada vez más.

—Además, ya hemos alcanzado la victoria —dijo Saribel.

—¡La victoria es de Quenthel! —saltó Tiago sin pensar. Palideció al contemplar el látigo en manos de Saribel y las fauces de Arauthator acercándose, a modo de aviso de que la palabra madre matrona, y por tanto de su sacerdotisa, estaba por encima de la autoridad del Duque de Nesme.

—La Madre Matrona Quenthel —pronunció y bajó la mirada. Estaba decidido a matar a su mujer si se atrevía a emplear el látigo contra él, y confiaba en conseguirlo antes de que el dragón lo devorara. En tal caso, con Saribel, el único testigo, muerta, quizá le fuera posible convencer al gran Arauthator de que matarle sólo complicaría las cosas.

Pero el látigo de Saribel se mantuvo inmóvil.

—¡Mantén el ánimo, Marido, pues también nosotros hemos ganado! —exclamó Saribel, y volvió a colgarse el látigo del cinturón.

—Muy pronto tendremos que volver a Menzoberranzan —refunfuñó Tiago.

—Así es. Y lo haremos con dignidad, como héroes de Menzoberranzan. Volveremos victoriosos y ocuparemos el lugar que nos corresponde como nobles de la Casa Do’Urden.

Tiago iba a responder, pero consideró las palabras de Saribel con detenimiento, su tono alegre y desenfadado. El rostro se le desencajó al darse cuenta de las intenciones de su esposa.

—Esperas tomar su lugar —dijo con sorpresa—. El de la darthiir, la Madre Matrona de la Casa Do’Urden. Esperas…

Se calló sin apartar la vista de la sacerdotisa, fijándose en que ella no hacía el menor amago de contradecir sus palabras. Y al final, al pensar en Dahlia y su condición, no tuvo más remedio que llegar a la misma conclusión: Dahlia era una darthiir, una elfa de superficie, y su nombramiento como Madre Matrona de la Casa Do’Urden no había sido más que una cruel burla de la Madre Matrona Quenthel al Consejo Rector. Un insulto a las tradiciones de los drow, al odio infinito que los elfos oscuros sentían por sus primos de la superficie. Quenthel había nombrado a la darthiir para demostrar que podía y, aún más, para demostrar a las otras madres matronas que no había nada que pudiesen hacer para impedírselo.

Por tanto, sí, tenía mucho sentido que Saribel, hija noble de la Casa Xorlarrin, detentase el poder en la Casa Do’Urden cuando la sucia darthiir dejase de ser útil.

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—Ja, no cabe duda de que encajas en el linaje de los reyes Battlehammer —dijo Dain el Mellado al rey Connerad, mientras se encaminaban hacia la Corte de la Ciudadela Felbarr seguidos por el séquito de Connerad. La general Dagnabbet y Bungalow Thump formaban parte del grupo de elegidos, junto al Pequeño Erre Erre y otro enano de aspecto fiero y barba negra al que Dain el Mellado no conocía.

También los acompañaban Drizzt Do’Urden y una muchacha humana.

—¡Los condenados Battlehammer no os conformáis con la compañía de los vuestros! —repuso Dain el Mellado en tono burlón—. ¡Hasta el rey Bruenor, cuando partió a la búsqueda de Mithril Hall, era el único enano que formaba parte de ese grupo!

Connerad se rio ante la pulla, aunque sabía que había mucha verdad en esas palabras. En la guerra contra el primer Obould, un siglo atrás, el mismísimo padre de Connerad, el gran Banak, no había sido considerado para el puesto de senescal cuando Bruenor cayó en combate. Siguiendo las órdenes del propio Bruenor, fue un halfling el que tomó el poder en Mithril Hall.

¡Un halfling! ¡Y con un ejército de enanos tatuados dispuestos a intervenir!

Connerad no pudo evitar lanzarle una mirada al enano que sabía que era Bruenor al rememorar la humillación sufrida por su padre. Banak Brawnanvil le había quitado importancia al hecho y le había recordado a Connerad que Regis había sido amigo y confidente de Bruenor a lo largo de muchos años y que nadie conocía al viejo enano mejor que él.

El joven enano de la comitiva advirtió la mirada de Connerad y le guiñó el ojo, y el rey de Mithril Hall descubrió que no podía guardarle rencor alguno a Bruenor. A fin de cuentas, Bruenor había honrado a su padre y su familia al final, cuando los elevó al trono de Mithril Hall.

—¿Y qué hay de ti, Pequeño Erre Erre? —preguntó Dain el Mellado cuando entraron al salón de reuniones—. Parece que te ha ido bien. ¿Con quién te vas a sentar, con los Battlehammer, o con los tuyos de Felbarr? ¿No irás a saludar a tu Uween, tu querida Madre? ¿ Has hecho que la avisen de tu retorno?

—Con los Battlehammer —replicó el joven enano—. Ése es mi sitio por encima de cualquier otro.

—Es posible que tu Madre no esté de acuerdo —se rio Dain el Mellado.

—Mi Madre va a tener muchas cosas a en las que pensar, no lo dudes —dijo el joven enano de barba pelirroja.

Los siete representantes de Mithril Hall ocuparon sus asientos en la mesa triangular que el rey Emerus había ordenado construir para la reunión de las tres ciudadelas. La general Dagnabbet, Bungalow Thump y Bruenor se sentaron a la derecha de Connerad. Athrogate, Drizzt y Catti-brie lo hicieron a la izquierda del joven rey.

El rey Emerus entró en el salón poco después y ocupó su lugar, flanqueado por Dain el Mellado y el clérigo Glaive. Los últimos en llegar fueron los seis oficiales enanos de la Ciudadela Adbar, encabezados por el fiero Oretheo Spikes de los combativos Enanos Salvajes.

Tras los protocolarios saludos, las promesas de amistad y de alianza eterna, todo remojado con buenas dosis de cerveza, el rey Emerus llamó al orden y se dirigió al rey Connerad.

—¿Qué noticias nos traes de Mithril Hall? —preguntó Emerus a su joven, pero respetado igual—. ¡Nos has prometido grandes nuevas y quiero oírlas!

—Cierto, y si fueran buenas, mejor para todos —añadió Oretheo Spikes, y alzó su jarra a modo de saludo.

—Mi amigo Drizzt Do’Urden ha retornado a nuestro lado —comenzó el rey Connerad, e hizo una pausa para mirar al elfo oscuro.

Hubo algo de tensión entre los enanos de los otros lados de la mesa triangular, pero acabaron por levantar sus jarras en honor de Drizzt.

Connerad cedió la palabra al drow.

—Combatí en Nesme —empezó a decir Drizzt.

—Nesme ha caído —lo interrumpió el rey Emerus. La contrariedad en los semblantes de los enanos Battlehammer y los procedentes de la ciudadela Adbar reveló que, para ellos, esa información era nueva.

—¡Bah! —bufó Athrogate—. Sabíamos que no iba a aguantar mucho.

—Llegó un dragón para apoyar a las hordas de Muchas Flechas —relató el rey Emerus—. Uno cabalgado por un drow que afirma llamarse Do’Urden.

Hubo más murmullos entre los enanos de Adbar ante esa última información, pero los de Felbarr se mantuvieron impasibles. Era evidente que ya conocían la noticia.

—No puedo decir nada sobre eso —respondió Drizzt con sinceridad—. La Casa Do’Urden ya no existe, que yo sepa. Pero también es cierto que hace más de un siglo que no visito mi ciudad natal, ni tengo ningún deseo hacerlo en el futuro.

Hizo una pausa, y todas las miradas se centraron el rey Emerus. El monarca asintió con lentitud, indicando que estaba conforme con la explicación del drow.

—Mis compañeros y yo viajábamos hacia Mithril Hall cuando nos encontramos con un extraño cielo oscuro —dijo Drizzt—. Luego nos topamos con el flanco occidental de las fuerzas orcas acampadas en las proximidades de Nesme.

—Se la jugamos bien —intervino Athrogate.

—Sí, tanto que han saqueado la ciudad a conciencia —comentó el rey Emerus con sequedad.

—¡Bah! ¡Les costó lo suyo! —rugió Athrogate, indignado—. ¡Los campos alrededor de Nesme están cubiertos de cadáveres de orcos!

—El caso es que afirmas que la ciudad ha caído, y seguro que es así —intervino Drizzt—. Pero cuando mis amigos y yo nos marchamos para recorrer los túneles de la Antípoda Oscura Superior hacia Mithril Hall, Nesme seguía resistiendo. Tened la certeza de que la conquista de la ciudad no habrá sido una tarea sencilla para las hordas de Muchas Flechas. Miles de goblins y orcos perdieron la vida ante las murallas de la ciudad antes de que nos marchásemos. Cargaban contra las murallas de Nesme día tras día, y día tras día, eran diezmados.

—Eso he oído —reconoció Emerus—. ¿Y participaste en esa defensa?

—Lo hice —respondió el drow—. Como también lo hizo Athrogate de Felbarr, aquí presente. —Palmeó el fornido hombro del enano, pero el enano le dirigió una mirada que oscilaba entre la confusión y el pánico.

—¿Felbarr? —preguntó el rey Emerus, sorprendido. Miró al clérigo Glaive, quien parecía tan perplejo como él.

—Soy mucho más viejo de lo que aparento —reconoció Athrogate—. Estuve por aquí cuando Obould se hizo con la ciudad. No había vuelto desde entonces.

Los enanos de Felbarr se miraron entre ellos con suspicacia.

—Tampoco tiene más importancia —añadió Athrogate—. Hace más de dos generaciones de enanos que no considero Felbarr mi hogar. Ahora soy Athrogate. Sólo Athrogate.

—Ya hablaremos, tú y yo a solas —repuso el rey Emerus. Athrogate le dirigió una mirada de reproche a Drizzt, quien se limitó a palmear de nuevo al enano en el hombro.

—Athrogate se comportó como un héroe en Nesme —aseguró Drizzt, y se movió para colocarse detrás de Catti-brie y ponerle las manos sobre sus fuertes hombros—. Al igual que lo hizo esta mujer, mi esposa.

—¡Diría que te van las mujeres de pelo de fuego! —declaró Dain el Mellado, y alzó su jarra para brindar por la mujer.

—Cierto —replicó Drizzt—. Y eso se aclarará en breve. Quizá incluso por el cuarto miembro de mi grupo que está aquí con nosotros.

Dio un paso hacia delante y se inclinó sobre la mesa, haciendo un gesto hacia el otro extremo el grupo de los Battlehammer, donde estaba su querido amigo, quien le devolvió el saludo.

—¿El Pequeño Erre Erre? —preguntó el rey Emerus, sorprendido—. ¿Es que estás con esta gente y no con los Battlehammer?

—Estoy con ambos —repuso Bruenor.

Emerus bufó, mientras meneaba la cabeza con perplejidad.

—Poco se ha contado y ya estoy perdido —dijo Oretheo Spikes desde el lado de los de Adbar.

—Pues no hemos hecho más que empezar —le dijo el rey Connerad, tanto a él como a los demás, y levantó un paquete que tenía en el suelo a sus pies. Lo depositó sobre la mesa y lo abrió para mostrar un peculiar casco con un solo cuerno—. ¿Habías visto uno así? —preguntó al rey Emerus.

—Parece el que perteneció a Bruenor —replicó el rey de Felbarr.

Connerad asintió, y de pronto, lo empujó sobre la pulida mesa hacia su derecha. El casco pasó por delante de Dagnabbet y Bungalow Thump hasta las manos del Pequeño Erre Erre.

—¿Eh? —saltaron a una el rey Emerus y otros enanos sentados a la mesa.

El Pequeño Erre Erre levantó el casco y le dio vueltas examinándolo desde todos los ángulos. Luego clavó su mirada en el rey Emerus y se colocó el casco, la antigua corona de Mithril Hall, en la cabeza.

—¿Se puede saber a qué estás jugando? —quiso saber el rey Emerus.

—¿No me reconoces, eh? —fue la respuesta de Bruenor—. Con todo lo que hemos vivido juntos.

Emerus seguía sin saber qué pensar y se volvió hacia el rey Connerad en busca de una explicación.

—Ese de ahí, al que conoces con el nombre de Pequeño Erre Erre, hijo de Reginald Roundshield y Uween… —comenzó a decir Connerad, pero se detuvo para tomar aire y meneó la cabeza, sin poder creer lo que estaba a punto de anunciar.

—Mi nombre es Bruenor —intervino el enano con el casco de un solo cuerno—. Bruenor Battlehammer, Octavo y Décimo Rey de Mithril Hall. Hijo de Bangor, mi Padre, al que conociste bien, Emerus. ¡Hijo de Bangor, ése soy yo!

—¡Deshonras a tu Madre! —le reprendió Dain el Mellado, enfurecido. El enano se inclinó sobre la mesa, amenazador, pero Bruenor ni parpadeó.

—Y también hijo de Reginald Roundshield —dijo Bruenor—. Y nacido de nuevo de Uween, mi Madre, la mejor madre de todas, que nadie lo dude.

—¡Mentira! —soltó Dain el Mellado.

—¡Blasfemia! —chilló Oretheo Spikes.

—¡Sólo digo la verdad! —replicó Bruenor, indignado—. ¡Mi nombre es Bruenor, el que me dio mi Padre, Bangor!

—¿Me estás pidiendo que me crea eso? —espetó el rey Emerus a Connerad. Se revolvió con rapidez hacia Drizzt—. ¿Y tú? ¿También te lo crees?

—Bruenor —pronunció con lentitud Drizzt, y asintió—. Sí, es él.

—¿No reconoces al antiguo rey, Emerus? —preguntó la mujer al lado de Drizzt—. ¿Tampoco me reconoces a mí?

—¿Y por qué habría de hacerlo? —preguntó el aludido, aunque cerró la boca de golpe al contemplar con detenimiento a la mujer sentada al lado del elfo oscuro.

—Por los dioses —murmuró.

—¿Catti-brie? —jadeó Dain el Mellado.

—Gracias a los dioses —respondió la mujer—. A Mielikki por encima de los demás.

—Y con las bendiciones de Moradin, Dumathoin y Clangeddin —añadió Bruenor—. He estado ante su trono en Gauntlgrym y pensaba que a estas alturas estaría bebiendo en los salones de los dioses, pero se ve que tenían otros planes.

—Y aquí estamos, en estos tiempos oscuros —comentó Catti-brie.

Los demás comenzaron a lanzar hurras y vítores, pero el rey Emerus exigió silencio.

—No puede ser —repuso Emerus—. ¡Te conocí cuando vivías aquí, Pequeño Erre Erre! Conocía a tu Madre y te vi aprender a luchar…

El rey de la Ciudadela Felbarr se detuvo. Miró al clérigo Glaive y Dain el Mellado, y los dos sonrieron. Era evidente que el último comentario del rey les hizo recordar a los tres la enorme destreza del joven hijo de Reginald Roundshield, capaz de imponerse sin esfuerzo a otros enanos mucho mayores que él.

—Pero ocurrió de verdad —insistió Emerus—. ¡Yo mismo te vi! ¡Tu Padre era mi amigo y el capitán de mi guardia! ¡No puedes deshonrar su nombre así!

—No lo deshonro —repuso Bruenor—. Hice lo que tenía hacer en aquellos días. No podía contarte nada, aunque no dudes que me hubiera gustado.

—¡Blasfemia! —gritó Emerus.

—Un momento —dijo Dain el Mellado, y su intervención sirvió para detener el acceso de cólera del monarca. El enano se volvió hacia Emerus y se disculpó con un gesto por la interrupción, pero Emerus lo animó a seguir. Dain se volvió hacia Bruenor—. ¿Afirmas, entonces, que fue el rey Bruenor el que cargó contra aquel gigante en las Montañas Rauvin? ¿Que el rey Bruenor se sacrificó para que sus compañeros pudiesen huir?

—Vi a un gigante, fui a por el gigante —repuso Bruenor con sencillez y un gesto de indiferencia, aunque el recuerdo era doloroso—. ¿Y qué hay de Mandarina Dobberbright? —preguntó a Emerus—. Me salvó la vida, igual que el bueno del clérigo Glaive, aquí presente.

Dain el Mellado, el rey Emerus y Bruenor contemplaron al sumo sacerdote de Felbarr, que les devolvió una mirada atónita.

—Sí, es cierto —balbuceó.

—Eso mismo he dicho yo —señaló Bruenor—. Mandarina cuidó de mí, y Dain y los muchachos me trajeron de vuelta, aunque no tengo muchos recuerdos de esa parte.

—Tú —dijo el clérigo Glaive—, tú eres… Bruenor, y entonces también eras Bruenor.

—Siempre lo he sido —dijo Bruenor, pero el rey Emerus le hizo un gesto para que callase.

—Habla —exigió el rey Emerus al sumo sacerdote.

—Cuando te despertaste después de la pelea en las Rauvin, en Felbarr —explicó el clérigo Glaive—, te dije que estabas grave y que quizá te reunirías con tu Padre. Yo me refería al Padre del Pequeño Erre Erre, claro, pero tú no mencionaste al Padre de Erre Erre, tú dijiste…

—Bangor —le interrumpió Bruenor.

El rey Emerus parpadeó varias veces, mirando sucesivamente al clérigo Glaive y Bruenor.

—Ya lo sabías entonces —musitó Dain el Mellado.

—Siempre lo he sabido, desde el día de mi nacimiento.

—¿Siempre los has sabido? ¿Y se puede saber por qué nunca me dijiste nada? —se indignó Emerus.

Bruenor se puso de pie e hizo una reverencia.

—No quise preocuparte —ofreció por toda respuesta.

—Y fuiste tú el que consiguió meterse en Mithril Hall para entrenar con los Rompebuches, o eso me contaste —señaló Dain el Mellado.

—¡Hurra! —soltó Bungalow Thump, sin poder evitarlo.

Los tres enanos de la Ciudadela Felbarr intercambiaron miradas.

—¡Por los dioses, es él! —afirmó el clérigo Glaive sin titubear.

—¡Por los dioses! —clamaron Oretheo Spikes y el resto de los enanos de Adbar. El rey Emerus y Dain el Mellado se unieron al clamor, y todos los enanos se pusieron en pie, agitando sus cabezas peludas, dándose palmadas en la espalda y aclamando a Bruenor:

—¡Hurra por el rey Bruenor!

—¡Recuperamos la esperanza y los cielos ya no parecen tan oscuros! —exclamó el rey Emerus—. ¡Bruenor, mi viejo amigo! ¿Cómo es posible? —Fue al otro lado de la mesa con la mano tendida, aunque acabó por fundirse en un gran abrazo con el rey Bruenor—. ¡Bebida! ¡Traed bebida! —gritó a sus asistentes—. ¡Brindemos por Bruenor!

Las aclamaciones se reanudaron con más fuerza y la cerveza no tardó en llegar, con lo que la reunión, que había comenzado con augurios sombríos, se convirtió en una celebración en la que hubo brindis y vítores constantes. Bruenor permitió que la fiesta se prolongase durante un buen rato, hasta que les rogó a todos que volvieran a ocupar sus asientos en la mesa.

—Poco habrá que celebrar si la Marca Argéntea cae ante el enemigo —advirtió con gravedad.

—Entonces, ¿vuelves a ser el rey de Mithril Hall? —preguntó Emerus a Bruenor, en cuanto se hubieron sentado. El rey de la Ciudadela Felbarr miró a Connerad al formular la pregunta.

Bruenor también miró a Connerad, quien asintió en silencio. Era evidente que Connerad aceptaría cualquier decisión que tomase Bruenor y esa actitud servil dejó boquiabiertos al rey Emerus y Dain el Mellado.

—¡Para nada! —declaró Bruenor—. La mejor decisión que tomé como rey fue entregarle la corona a Banak Brawnanvil, y la suya fue coronar a su hijo Connerad. Mithril Hall tiene un rey y el mejor que podría desear. Sería un desagradecido si reclamase el trono para mí.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó Emerus.

—Estuve en Nesme y la abandoné justo antes de que cayera en manos de los orcos, según me decís —replicó Bruenor—. Mis amigos y yo estamos aquí para pediros que abandonéis vuestros agujeros. ¡Es ahora, o nunca! Los orcos están por todas partes y no piensan volver a sus madrigueras. Lo quieren todo, os lo digo yo.

—Eso mismo dijeron los emisarios de los Caballeros de Plata —señaló Connerad.

—¡Bah! ¿Y qué nos importan las ciudades humanas? —soltó el rey Emerus—. Nos culpan de esta guerra; en realidad te culpan a ti, si eres quien dices ser y quien nosotros creemos que eres.

—Lo soy, y ellos también lo sabrán. No me importan sus acusaciones —afirmó Bruenor—. Sé muy bien lo que ocurrió. Cierto que mi nombre está en ese maldito tratado, pero fueron los otros reinos los que me obligaron a firmarlo hace cien años, y tú sabes muy bien de lo que hablo, amigo mío.

El rey Emerus asintió.

—Pero no es momento de buscar culpables —siguió Bruenor—. ¡Hay miles de orcos que matar, muchachos! ¡Decenas de miles! ¡O Luruar resiste unida, o Luruar caerá sin remedio!

—Luruar no existe —intervino Oretheo Spikes. Se levantó de su silla y caminó alrededor de la mesa, directo hacia Bruenor—. Sólo queda un puñado de humanos y elfos que se las apañan como pueden y que no tardarán en caer. —Se plantó delante de Bruenor y escudriñó al enano con detenimiento—. Todos ellos caerán y no hay nada que podamos hacer.

—Si unimos las fuerzas de las tres ciudadelas podemos machacar a los orcos… —comenzó a decir Bruenor.

—No podemos salir —le interrumpió Oretheo Spikes, sin dejar de examinar al extraño enano ante él, como si se resistiera a creer que era realmente Bruenor.

¿Y quién se lo podría echar en cara?

En pleno asedio de las tres ciudadelas de los enanos, llega un joven afirmando que es un rey muerto hace mucho para exigir a los enanos que abandonen sus fortalezas inexpugnables.

—Y no es que no lo hayamos intentado —siguió Oretheo, y se encaminó de vuelta a su sitio—. El rey Harnoth es incapaz de quedarse en su fortaleza a causa de la pena que le embarga por la muerte de su hermano, Bromm, al que asesinaron en el Valle del Frío. Yo fui testigo de su muerte, sí. ¡Congelado por el aliento de un dragón blanco! ¡Sí, un auténtico dragón! Y después le cortaron la cabeza a mi querido rey. Lo hizo el orco más repugnante que he visto en mi vida, el Señor de la Guerra Hartusk, de la Fortaleza de la Flecha Negra. Todo eso ocurrió, joven Bruenor, si es que ése es tu nombre —puntualizó, tras lo que se volvió hacia Drizzt—. Y el dragón llevaba un jinete, un elfo drow, muy parecido al que te acompaña.

Calló unos instantes, tras los que se volvió hacia Bruenor.

—Perderíamos a la mitad de los nuestros intentando salir de Adbar. Los condenados orcos no pueden entrar, pero nosotros no podemos salir, y que me condenen si voy a dejar morir a los míos en vano. ¿O acaso es eso lo que persigues?

El tono suspicaz de Oretheo sacudió a Bruenor y al resto de los que se sentaban a la mesa.

Y de nuevo, ¿quién se lo podría echar en cara?

—Te escucho con atención —afirmó Bruenor con solemnidad—. Mi viejo corazón sufre por el dolor de la pérdida de tu rey Bromm. Un buen monarca, por lo que me cuentan, aunque al que conocí bien fue a su Padre.

Tras mirar a Connerad como si buscase su apoyo, Bruenor saltó sobre la mesa y se dirigió a todos.

—Y no seré yo quien pida que abandonéis las fortalezas para morir por la Marcha Argéntea. Pero deberíamos luchar y no cederles todas las tierras de la superficie a esos condenados orcos.

—¿Qué propones, entonces? —preguntó Oretheo Spikes—. Adbar no puede romper el cerco y los ejércitos que asedian Felbarr y Mithril Hall no son menos numerosos.

—Una ciudadela tiene que tomar la iniciativa —explicó Bruenor—. Una ha de romper el asedio y acudir a ayudar a la más cercana. Si lo hacemos bien, podemos atrapar a los orcos entre los ejércitos de dos ciudadelas y machacarlos.

—Y esas dos ciudadelas acudirían a liberar a la tercera, que sería Adbar, si he calculado bien —repuso el rey Emerus—. Y habremos triunfado.

Bruenor confirmó las palabras de Emerus.

—Muy bien, pero ¿cuál será la primera? —preguntó Oretheo Spikes—. ¿Quién saldrá primero? ¡Esa fortaleza sufrirá como ninguna desde los tiempos en que Obould llegó desde la Columna del Mundo!

Emerus frunció el semblante ante el comentario de Oretheo y se volvió hacia Bruenor, a la espera de su respuesta.

—Los muchachos de Mithril Hall seremos los primeros —respondió Connerad, antes que Bruenor, y los tres lo miraran sorprendidos—. Así es —afirmó Connerad—. Ya sé que nadie aquí culpa a Mithril Hall y mi amigo Bruenor por lo que está ocurriendo, pero lo correcto es que mis muchachos y yo nos abramos paso hasta Felbarr.

Emerus consultó con la mirada a Bruenor, quien se limitó a señalar a Connerad, el rey legítimo de Mithril Hall.

—Lo conseguiremos —insistió Connerad—. ¡O soy un gnomo barbado!

Bruenor, quien asentía a las palabras del rey, estuvo a punto de caerse de la mesa al oír a Connerad emplear la frase que en un tiempo él mismo había utilizado con frecuencia. Miró fijamente al rey de Mithril Hall, quien le respondió con una sonrisa cómplice y un guiño.

—De acuerdo, entonces —convino el rey Emerus—. ¡Hurras y vítores para Mithril Hall! Y si encontráis la forma de salir y cruzar el Surbrin, contad con que Felbarr se unirá a la lucha.

—Pasarán meses hasta que eso se convierta en realidad —señaló Oretheo Spikes—; el invierno está aquí.

—Entonces vosotros tenéis que mantener despejado el camino entre Adbar y Felbarr —respondió el rey Emerus—. Felbarr se encargará de mantener despejado el camino hasta Mithril Hall, mientras Connerad y los suyos se preparan para aniquilar a los orcos alrededor de su fortaleza.

»Ésa es nuestra respuesta, rey Bruenor, mi querido viejo amigo —siguió Emerus—. No tengo aprecio alguno por las gentes de Luna Plateada o Everlund, ni me quita el sueño la suerte de las gentes de Sundabar. No han mostrado respeto alguno hacia tu memoria, y se atrevieron a llamar cobardes a mis muchachos por la matanza del Cursograna. ¡No pienso arriesgar la vida de uno solo de los míos por sus ciudades! Pero tienes razón, es mejor echar a esos orcos y acabar con ellos. Vosotros salid, que nosotros estaremos listos para ayudar.

Luego se volvió hacia Connerad.

—Pero algo os digo, si no sois capaces de romper el cerco, no esperéis que Felbarr tome la iniciativa.

—Tampoco Adbar —avisó Oretheo Spikes.

Bruenor y Connerad intercambiaron miradas contrariadas, luego Bruenor miró a Drizzt, quien asintió.

Lo cierto era que tampoco podían pedir mucho más.

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Tras la reunión de ese día en la Ciudadela Felbarr, ninguno de los presentes se marchó muy feliz, aunque los salones de Felbarr se hicieron eco del retorno del Pequeño Erre Erre y su espectacular revelación.

¿Rey Bruenor? ¿Era posible?

Uween Roundshield se encontraba inmersa en su trabajo en la herrería cuando oyó lo que decían las gentes. Cerró su forja y se marchó a casa de inmediato. Atónita y aturdida, no quería hablar con nadie en esos momentos. No sabía cómo reaccionar, era presa de sentimientos encontrados. Si lo que había oído era cierto, entonces ella era la Reina Madre de Mithril Hall, un lugar en el que jamás había estado y sobre el que apenas sabía algo.

Sin embargo, la emoción provocada por la inesperada noticia quedó en segundo plano cuando se detuvo a pensar: si éste era el rey Bruenor, ¿qué había pasado con su Pequeño Erre Erre? ¿Qué había sido del niño al que ella crió? Durante dieciocho años había sido su pequeño; un tiempo en el que hubo problemas, sin duda, pero también amor.

¿Acaso todo había sido una gran mentira?

Recordó el último mes en el que su hijo había estado en casa, inquieto por marcharse lo antes posible a Mithril Hall. Ya lo sabía en aquel entonces, se dijo. Era posible que lo hubiese sabido siempre.

Y jamás le había dicho nada.

Tiró el grueso delantal sobre la mesa que tenía en el vestíbulo, fue hacia el comedor y se dejó caer en una silla, sintiéndose mucho más vieja de lo que la hacían sus ciento diez años de edad. ¡Cuánto echaba de menos a su marido en esos instantes! Necesitaba a alguien a su lado, alguien que la ayudase a superar esa… locura.

—He vuelto a casa, Madre —dijo una voz desde el vestíbulo, a su espalda.

Uween se quedó paralizada, su mente un torbellino de sensaciones y recuerdos.

—Espero que podrás perdonarme por acudir primero al rey Emerus, pero he estado en la guerra y hay que actuar de inmediato —dijo Bruenor, mientras se aproximaba a Uween.

Ésta no levantó la mirada, no podía hacerlo. Mantuvo el rostro entre las manos, intentando apartar su dolor y sus temores para escuchar lo que le decía el corazón. El que se acercaba era su chico y no podía negar que el corazón le latía con fuerza.

—¿Madre? —dijo Bruenor, poniéndole una mano en el hombro.

Uween se volvió e se incorporó de un salto, insegura todavía de si iba a abofetear o abrazar a su hijo. Al final, fue un abrazo.

Bruenor respondió al abrazo con fuerza y Uween percibió el amor inmenso que fluía desde su hijo, un sentimiento sincero y profundo.

—Hablan del rey Bruenor —susurró ella.

—Soy yo, es cierto, pero es sólo una parte de mí. Soy hijo de Uween y de Reginald, y orgulloso de serlo, no lo dudes.

—Pero también eres el otro —repuso Uween. Se echó hacia atrás para contemplar a su hijo.

—Sí, soy Bruenor Battlehammer, hijo de Bangor y Caydia, y no creas que a mí no me asombra la idea cada vez que lo pienso —replicó Bruenor con una carcajada—. Dos Madres y dos Padres, dos linajes.

—Y uno es de sangre real.

Bruenor asintió.

—Sí, y conservo la sangre real. Cuando estuve en Gauntlgrym, me senté en el Trono de los Dioses Enanos, algo que no puedes hacer si… —Se interrumpió, ante la reacción de Uween. Ella se ruborizó, avergonzada por no haber sabido ocultar su desinterés por el otro Padre y la otra Madre de su hijo. No le interesaba lo más mínimo lo concerniente al rey Bruenor. ¡Éste era su Pequeño Erre Erre y no un Battlehammer!

—No quiero herir tus sentimientos —aseguró Bruenor—. Es lo último que quiero hacer.

—Entonces, ¿a qué viene esta locura?

—No es ninguna locura. Mi nombre es Bruenor, siempre lo ha sido. La gracia de una diosa me trajo de vuelta de la muerte.

—¿Es eso lo que te han contado?

—No —replicó Bruenor con gravedad—. No. No es algo que me hayan contado, es algo que he vivido.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Uween, aunque la expresión grave de Bruenor le hizo cambiar la pregunta—: ¿Cuánto hace que lo sabes?

—Siempre lo he sabido.

—¿Cómo?

—Siempre —insistió Bruenor—. Desde mi antigua vida hasta que morí; desde el bosque de la diosa de Catti-brie al seno de Uween. Siempre he sabido quien era.

—¿Desde el momento en el que volviste a nacer?

—Antes.

Uween se echó hacia atrás, perpleja y asustada ante la idea de que había albergado en su seno a un ser con la mente de un adulto. ¿Era eso lo que afirmaba el enano ante ella? ¿Qué clase de locura era ésa?

—¿Pasaste casi un año en mis entrañas tal cual eres ahora? —jadeó ella.

—No. Entré conforme dabas a luz. Justo en ese instante…

—¡Mentira!

—No.

—No hay bebé que pueda recordar algo así. ¡Nadie conserva ese recuerdo!

—Podría contarte todos los detalles del día en el que Padre, tu marido, no volvió a casa. El mismo día en el que el clérigo Glaive y el rey Emerus llamaron a tu puerta.

Incapaz de contener el impulso, Uween le dio una bofetada. Luego se tapó la boca, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Ya eras consciente cuando estabas en la cuna? —boqueó entre sollozos—. ¡Sabías lo que eras y no me dijiste nada! ¿Qué… qué locura…?

—No podía, y además, no me habrías creído —bufó Bruenor—. Me pregunto si me crees ahora. Era algo que no podía contar entonces; un secreto, y el motivo por el que tuve que irme.

—¿A Mithril Hall? —Intentaba mostrarse comprensiva, tras descargar la rabia que sentía. Se había dejado llevar por el miedo, pero no volvería a pasar.

—Pasé por Mithril Hall —replicó Bruenor—. Y desde allí, hasta la Costa de la Espada.

—¿Se lo dijiste a ellos? ¿A los muchachos de Mithril Hall?

—No —respondió Bruenor, sacudiendo la cabeza—. No hasta que he vuelto ahora con mis amigos a mi lado; por cierto, algunos de ellos también pasaron por la muerte. Ése fue el trato que hicimos con la diosa; un juramento. Y te aseguro que nuestros dioses me hicieron sentir su cólera cuando llegué a considerar la posibilidad de romper ese juramento.

—No paras de decir que los dioses están de tu parte.

—Sé lo que sé y sé lo que soy. Y soy Bruenor y recuerdo todo lo que sabía en mi vida anterior. La vida que tuve antes de morir.

Uween asintió. Comenzaba a digerir lo que le contaba su hijo, consciente de que no le quedaba más remedio que aceptarlo.

—Y sigues siendo mi Madre, o eso espero al menos, pero esa decisión es tuya.

Uween iba a decir que sí, ¿cómo no quererle, aunque no fuese…?

La mujer se quedó inmóvil, su semblante fruncido en una expresión de profunda contrariedad.

—Mi propio hijo —consiguió musitar al cabo de un rato—. Mi propio hijo…

—Sí, si tú quieres.

—¡No, tú no! ¡El hijo que llevaba aquí! —Se tocó el vientre—. ¿Qué hiciste con él? ¿Dónde está el hijo que Reginald hizo germinar en mí?

Bruenor no tenía respuesta para esa pregunta y abrió las manos en un claro gesto de impotencia.

Uween supo que era sincero. Bruenor no sabía cómo se había producido la transformación, o cómo se había introducido en el cuerpo diminuto dentro de su seno y lo que había ocurrido con lo que fuera que había antes allí. ¿Acaso el bebé habría sido una cascarón vacío que aguardaba el espíritu de Bruenor Battlehammer? ¿O había contado con su propia conciencia, una conciencia que habría sido expulsada ante la llegada de Bruenor? ¿Era así cómo funcionaba?

—¡Sal de mi casa, perro asesino! —chilló la mujer, temblando a causa de la ira y el dolor, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. ¡Tú, doppelganger! ¡Abominación! ¡Mataste a mi hijo!

Conforme le gritaba, empujó a Bruenor hacia la puerta sin que él se resistiese, aunque meneaba la cabeza, apenado. No podía negar esas acusaciones, porque ignoraba si eran ciertas o no. Sólo podía levantar las manos con impotencia.

Uween lo empujó fuera de la casa y le cerró la puerta en las narices. Aun así, Bruenor la oyó sollozar al otro lado del muro de piedra.

Se alejó tambaleante, aunque a los pocos pasos, Dain el Mellado se reunió con él.

—¡Vamos, rey bobo! —le saludó el enano, riéndose—. ¡Quizá la superficie esté infestada de orcos, pero seguro que tenemos tiempo para brindar por el rey Bruenor! ¡Los dioses nos han bendecido y te han enviado a nuestro lado por un motivo! —clamó, mientras tiraba de Bruenor—. ¡Beberemos y bailaremos toda la noche!

Bruenor asintió; sabía que todos esperaban una celebración y no pensaba decepcionarlos. Pero no pudo dejar de mirar hacia la humilde casa que conoció en su infancia, ni de pensar en la mujer asolada por la pena que dejaba al otro lado de la puerta de piedra.

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Sobre su cabeza, en la superficie, había un ejército de orcos acampado. Dominaban la superficie y saqueaban sus ciudades, pero cualquiera presente en la celebración de esa noche en la Ciudadela Felbarr habría pensado que todo iba bien. Y tenían un buen motivo para festejar: uno de los enanos más legendarios de los dos últimos siglos había regresado de la tumba. Y aunque en la Marca Argéntea muchos renegaban de Bruenor por su firma del Tratado del Barranco de Garumn, los enanos del norte no figuraban entre esas voces discordantes.

El rey Bruenor era familia, amigo de Felbarr, de Adbar, y la celebración fue grandiosa.

Al principio de la fiesta, Bruenor se mantuvo al lado de Drizzt y Catti-brie. Sonrió y saludó a todo el mundo, brindó con generosidad, dio y recibió abrazos y compartió buenos deseos con un buen número de enanos de Felbarr. Y todo el rato se guardó para sí el pesar y la inquietud que le había provocado el encuentro con Uween. ¿Era posible que su llegada al seno de Uween hubiera acabado con la vida de un bebé? ¿Se había apropiado del cuerpo de la criatura como haría un azotamentes?

La aterradora posibilidad hizo que frunciera el ceño sin cesar.

—Yo también estoy preocupado por ellos, amigo mío, pero hay que mantener el ánimo —susurró Drizzt, al reparar en su gesto fruncido. Bruenor lo miró con perplejidad.

—Mantén la fe en Wulfgar y Regis —intervino Catti-brie, y Bruenor comprendió a qué se refería el drow. La mujer colocó una mano reconfortante sobre el brazo del enano.

El recuerdo de la suerte de sus amigos hizo reaccionar a Bruenor. No había pensado en ellos en todo el día, inmerso en otras preocupaciones. Asintió con solemnidad a su hermosa hija y colocó la mano sobre la de ella.

—La tengo. El pequeño se ha hecho muy poderoso, y con Wulfgar a su lado, son los orcos los que estarán preocupados.

Alzó su jarra y la chocó con las de Catti-brie y Drizzt, y a continuación, con las de otros enanos que se sumaron al brindis.

Y la celebración siguió su curso, con vítores y promesas de que los orcos de Muchas Flechas iban a lamentar el día en el que habían sacado sus feos hocicos de su apestosa fortaleza. Y se brindó en repetidas ocasiones por Delzun y Bruenor.

Desde un extremo del salón, llegaron las voces de un coro de enanos que entonaban melodías que hablaban sobre la guerra, la victoria y las grandes aflicciones. Una de las canciones más alegres animó a varios enanos, que comenzaron a bailar. Muchos invitaron a Drizzt y Catti-brie a que se uniesen a ellos.

El drow y la mujer aceptaron la invitación, y los enanos formaron un círculo a su alrededor.

Lo cierto era que Drizzt y Catti-brie nunca habían bailado, y menos todavía en público. Pero sí habían entrenado juntos en innumerables ocasiones y no había dos criaturas en Faerun que se coordinasen con la precisión que ellos alcanzaban. Se deslizaron por el suelo con gracilidad, pendientes el uno del otro, sus movimientos llenos de elegancia y sin tacha.

Bruenor sonrió al contemplar a sus amigos y su corazón se sintió reconfortado al comprobar que el amor entre ellos era más fuerte que nunca. Le hizo rememorar los tiempos anteriores a la Plaga de Conjuros, cuando Catti-brie y Drizzt se rindieron al amor que sentían el uno por el otro. Y su amor surgía de nuevo.

No, de nuevo no. Siempre había estado allí.

Un amor eterno que le reconfortó.

Volvió a los brindis y los abrazos, más animado que nunca.

En un momento dado, cuando Drizzt y Catti-brie volvían a tomar asiento tras su baile, Bruenor reparó en que el rey Emerus, Dain el Mellado y el clérigo Glaive estaban sentados alrededor de una pequeña mesa y conversaban animadamente con Athrogate.

Drizzt advirtió la mirada de su amigo y al ver al grupo sentado a la mesa, dirigió una mirada preocupada al enano. Bruenor asintió y se propuso averiguar qué les estaba contando Athrogate a los otros.

—¡Qué cosa más desagradable! —exclamó una voz femenina tras él, cuando dio un paso hacia Athrogate y los demás.

—Ya, pero ahora es el rey —intervino una segunda mujer en tono sarcástico—. Demasiado bueno para mezclarse con la gente humilde como nosotras.

Bruenor se detuvo y agachó la cabeza para que las mujeres no le vieran sonreír. Colocó las manos en las caderas y se volvió hacia las voces. ¡Oh, sí, conocía muy bien a sus dueñas!

—Tal vez deberíamos patearle su peludo culo —dijo la primera. Los enanos que la oyeron, irrumpieron en carcajadas.

—Buena idea, y de paso le metemos ese casco de un solo cuerno por el mismo sitio —añadió la otra.

Bruenor abrió los brazos cuando las dos enanas saltaron sobre él y se fundieron los tres en un abrazo. Y le besaron. ¡Cómo le besaron! En las mejillas y sí, también en los labios.

Cuando consiguió librarse del asedio amoroso, reparó en Drizzt y Catti-brie, que lo contemplaban con amplias sonrisas. Echó los brazos por encima de los hombros de las dos enanas y las apretó con fuerza.

—Drizzt y Catti-brie, mi niña, os presento a Tannabritches y Mallabritches Fellhammer, dos de las guerreras más feroces con las que pueda encontrarse un orco —dijo Bruenor. Miró a Tannabritches y luego a Mallabritches, su hermana gemela, y gritó sus apodos—: ¡Puño y Furia!

—¡Bien hallados! —saludó Tannabritches.

—¡Lo mismo digo! —exclamó Mallabritches.

—Gracias por traernos a nuestro Pequeño Erre Erre —dijo la primera.

—¡Eh, hermana, un respeto, que es el rey! —la reprendió Mallabritches.

—Cierto —se lamentó Tannabritches—. Nada menos que el rey Bruenor, por lo que nos dicen.

—Sí, y es viejo, sí. Cuatrocientos años como poco, y sus débiles piernas apenas lo sostienen en pie.

—¡Y menos aún cuando acabemos de bailar con él! —exclamó Tannabritches, mientras ella y su hermana tiraban de Bruenor hacia el centro del salón, para deleite de los demás enanos.

Drizzt y Catti-brie se sentaron para disfrutar del espectáculo. El trío corrió, se meneó y saltó sin demasiada gracia, más parecía que estuvieran enzarzados en una pelea, pero Drizzt y Catti-brie habían visto pocas veces la expresión de felicidad que lucía el rostro de su amigo.

La celebración duró toda la noche, y los compañeros dejaron de pensar durante unas horas en los orcos de la superficie y sus amigos en las profundidades.

Aunque sólo fuera por esa noche.