José María Gimeno Feliu
Gonzalo Quintero Olivares
Pascual Sala Sánchez

II. Límites jurídicos europeos y constitucionales sobre iniciativa privada y prestación de actividades de servicio público

A. Consecuencias derivadas del régimen jurídico institucional de la Unión Europea

La incorporación de nuestro país a la Unión Europea ha tenido importantes repercusiones en la reconfiguración de los contornos y principios del Derecho Administrativo. En efecto, supone una mutación fundamental de los Estados y de sus estructuras organizativas internas, más allá de lo que alcanzan a expresar los textos constitucionales que han necesitado, incluso, modificaciones parciales.1 La principal consecuencia es la uniformidad/armonización jurídica, donde se avanza hacia un lenguaje conceptual común.2

La Unión Europa es un proyecto que se caracteriza por la idea de la constitucionalización.3 En ese contexto, y recordando que el Derecho Administrativo es un Derecho constitucional concretizado, las técnicas de nuestro Derecho Administrativo tradicional se presentan como insuficientes para que los poderes públicos puedan dirigir y realizar su función servicial y no ser meros instrumentos en manos de esos intereses económicos, con el riesgo de poner en peligro la estabilidad socio-económica del Estado.

El proceso de integración es de indudable trascendencia tanto en el plano socio-económico como en el político e institucional: ha constituido un notorio progreso en el irreversible proceso hacia una Unión Europea con un único mercado y sin ningún tipo de fronteras.4 En palabras de G. Guarino, el Acta Única puso en funcionamiento un proceso que se autofertiliza, en el que cada una de las etapas que se concluye crea la premisa para que se realice necesariamente una etapa sucesiva. De hecho, así ha sido, sin duda, la aprobación del Tratado de la Unión Europea.

Estamos inmersos, pues, en un proceso que, como indica J. P. Jacque, ha de conducirnos ineludiblemente hacia una comunitarización de las distintas políticas nacionales.5 Y en la potenciación de todo lo expuesto ha contribuido la actuación del mercado único conforme al principio de una economía de mercado abierta y competitiva.6

No es cuestión de incidir sobre este asunto ya que es lo suficientemente conocido. La cuestión radica en si este proceso de unificación de importantes instituciones económicas debe ir acompañado de una unificación de los distintos marcos jurídicos de los Estados miembro.7 A nuestro juicio, la respuesta debe ser afirmativa. Y este proceso de comunitarización debe alcanzar también a las principales instituciones jurídicas, sobre todo a aquellas relacionadas con el entorno económico, con el objetivo de alcanzar un grado suficiente de uniformidad o, al menos, de afinidad sustancial derivada del contenido de su función ordenadora, que permita neutralizar el efecto distorsionador provocado por los diferentes marcos jurídico estatales o nacionales.8 Se trata, por tanto, de ir más allá de la armonización de las legislaciones, y de proceder a una uniformización de los distintos ordenamientos jurídico administrativos nacionales.9

El fundamento de este intervencionismo normativo —que después se verá cómo se convierte en germen de un Derecho Administrativo europeo— reside en el hecho de que el funcionamiento de un proceso económico basado en el mercado reclama la uniformidad del fondo normativo que ordena la actividad de los agentes económicos que en él concurren.10 En efecto, el principio básico de igualdad de mercado —condición sustantiva para el funcionamiento correcto de un proceso de economía de mercado— exigirá, cuando este se proyecte geográficamente sobre un territorio adscrito a diferentes Estados soberanos, el aseguramiento efectivo al ciudadano de mercado europeo de una uniformidad sustancial de su posición jurídica. O dicho en otras palabras, reglas ordenadoras por las que se rige su actuación en libre mercado, evitando así que las disparidades jurídicas se conviertan en un factor susceptible de distorsionar el buen funcionamiento del mercado interior, de enturbiar los criterios que deben guiar la libre movilidad de los factores y de falsear las condiciones competitivas en el interior del mismo.11

No es de extrañar, por tanto, que la Unión Europea pueda y deba intervenir normativamente en la ordenación de determinados sectores o actividades económicas a fin de garantizar el funcionamiento correcto del sistema de mercado.12 Las desigualdades de trato de los ciudadanos de mercado obstaculiza la construcción de un auténtico mercado interior europeo: el tratamiento diverso de idénticos supuestos de hecho impide la igualdad de condiciones equitativas en el interior del ecosistema. Y ello debe ser corregido con la intervención decidida de las instituciones europeas a través de la construcción de un sistema normativo capaz de garantizar los objetivos de integración económica como meta para la consecución de un mercado interior único, lo que debe suponer, como bien advirtiera el profesor G. Fernández Farreres, la transferencia progresiva de los Estados a los órganos comunitarios, desplazando así al ámbito de responsabilidad de estos el diseño y ejecución de la política general y de las acciones comunes a desarrollar en el marco económico y social del mercado comunitario europeo.13

Además, dicha necesidad de integración jurídica a través de la categorización de instituciones comunes para todos los Estados miembro —como sucede con la del servicio público— deriva del hecho de que grandes servicios públicos tradicionales, como se ha sostenido con claridad en el ámbito doctrinario,14 están adquiriendo una dimensión internacional, correspondiendo a la Unión Europea la responsabilidad de garantizar su correcto funcionamiento y el deber de intervenir unificando dichos sectores a través de la aceptación de instituciones jurídicas con alcance comunitario, todo ello como respuesta a esta demanda creciente de europeización de la actividad económica.15

Y es que, como la doctrina también ha destacado, parece haberse superado la época en la que los ordenamientos jurídico-nacionales se recreaban en el aislamiento internacional.16 En la actualidad, los diversos sistemas nacionales de Derecho Administrativo parecen moverse hacia puntos de convergencia comunes, siendo ello factor decisivo en este proceso de comunitarización de las actividades económicas, lo que supone pasar, de la mera sumisión del poder al Derecho, al campo de los instrumentos jurídicos comunes adecuados para dar respuesta concreta y satisfactoria a la problemática que se plantea en este nuevo contexto.17

En lo referente a la creación de normas, el ordenamiento jurídico comunitario, como motor de este proceso de configuración de un Derecho Administrativo Europeo, es marcadamente intervencionista, pues regula la mayoría de las actividades económicas,18 muchas veces con gran detalle. Así, junto a las limitaciones que para la actividad normativa de los Estados que supone la política de armonización de las legislaciones19 —y que conforma el marco jurídico general en el que deben actuar las empresas—, aparecen una serie de limitaciones que indirectamente se derivan de la progresiva consolidación de un propio Derecho Administrativo Comunitario.20

Es decir, frente a una situación caracterizada por la existencia de políticas intervencionistas nacionales, respecto de las que la Comunidad se limitaba a controlarlas, coordinarlas y, en su caso, complementarlas, la actual situación de crisis ha ido obligando a la Unión Europea a crear mecanismos jurídicos propios de intervención y controles de distintos sectores, generalmente económicos, de modo que aparece ahora un sector de intervención de la Unión cada vez más institucionalizado.21 Se trata en rigor de la aplicación de un Derecho Administrativo general para la ejecución de un Derecho Administrativo especial de la Unión Europea,22 fundamentalmente de naturaleza económica en su origen.

Se ve en el artículo106 TFU, que impone unos principios más cercanos a la externalización que a la gestión directa de los servicios públicos al referir en los casos de gestión pública la obligación de respetar los principios de competencia. La aceptación de un núcleo mínimo de Derecho Administrativo Europeo, sobre todo en el campo del denominado Derecho Administrativo Económico,23 se convierte en una auténtica necesidad como técnica de uniformidad y de garantía del correcto funcionamiento de unas actividades económicas que han superado definitivamente las barreras fronterizas que las limitaban.24 De esta manera se puede hablar de un Derecho público europeo llamado a desempeñar funciones que se asemejan más a las que en su tiempo desempeñó el ius commune. No se trata tanto de un cuerpo jurídico que venga a suplantar a los derechos nacionales como de un molde al que estos se irían acomodando progresivamente, de manera que los derechos internos seguirían elaborando y aplicando su propio Derecho público, pero ya no de forma aislada o autónoma, sino a la luz de ese nuevo Derecho Comunitario Europeo.25

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) juega, sin duda, un papel trascendental, ya que se está convirtiendo en instrumento dinámico para la consolidación de unos principios jurídico-públicos de alcance comunitario de aplicación a todos los Estados miembro y que puede servir de base para la construcción de la estructura sobre la que edificar un nuevo y moderno Derecho Administrativo Europeo.

Y aquí juega, sin duda, un papel trascendental el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE),26 ya que se está convirtiendo en instrumento dinámico para la consolidación de unos principios jurídico-públicos de alcance comunitario de aplicación a todos los Estados miembro y que puede servir de base para la construcción de la estructura sobre la que edificar un nuevo y moderno Derecho Administrativo Europeo, que de solución a los principales problemas que plantea la actual sociedad y que no pueden ser resueltos mediante los rígidos, y a veces anticuados, derechos nacionales.27 En definitiva, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, sin olvidar las acciones de la Comisión y el Consejo, ofrece la base para la unificación del Derecho Administrativo Europeo, especialmente atento, como no podía ser de otra manera, a los aspectos económicos.28

Un excelente ejemplo de lo que se acaba de exponer es la regulación de la contratación pública —y por ende, de las fórmulas de colaboración público-privadas— donde la jurisprudencia del TJUE ha conformado un sólido y coherente derecho pretoriano que vertebra el sistema,29 que sirve de fuente interpretativa y que limita aquellas opciones que puedan contravenir las reglas de la Unión Europea.30 De hecho, son, en la práctica, una especie de codificación que dota de coherencia y seguridad jurídica al sistema, tanto a nivel comunitario como de aplicación práctica en los ordenamientos nacionales.

Así, los conceptos y principios comunitarios deben ser interpretados de conformidad con la doctrina fijada por el TJUE.31 Doctrina que debe ser conocida y respetada por los distintos intérpretes o aplicadores de las reglas de la contratación pública, lo que limita interpretaciones o prácticas nacionales que pretendan una visión local de las normas de contratos públicos.32 Existe, en consecuencia, una armonización a escala de doctrina TJUE que impide que se laminen los principios de la contratación pública y que exige una interpretación funcional y no formal.33 Esto explica por qué los órganos de control nacionales, en tanto jueces comunitarios, aplican esta doctrina.34

B. El modelo constitucional español: la protección de las libertades económicas en el contexto de una economía social de mercado

Aunque sea de manera breve, parece conveniente delimitar o concretar cuál es el modelo económico constitucionalmente consagrado. A sus parámetros, inevitablemente, deberá ajustar su actuación la Administración, ya que como se ha indicado, corresponde a esta hacer efectivos los estándares constitucionales de los derechos sociales.35 Pues bien, debemos partir de la premisa que nuestra Constitución delimita un determinado sistema económico: el de co-iniciativa entre el sector privado y el sector público.36 Tal es la conclusión a la que se llega tras el análisis sistemático de los preceptos económicos contenidos en la Constitución.

Tanto los sujetos públicos como los privados pueden iniciar toda clase de empresas o actividades económicas, respetando, eso sí, las reglas de la competencia y la de actuación en plano de igualdad. Por tanto, la Constitución de 1978 viene a sustituir el antiguo principio de subsidiaridad de la iniciativa pública por el principio de la complementariedad,37 lo que significa la implantación de un sistema paritario en la actuación pública y privada, que comporta que ambos están sometidos a los mismos límites, deberes y responsabilidades establecidos por nuestra Constitución.38

Pero dicha complementariedad de la iniciativa económica se enmarca, como se ha visto, en la estructura de un Estado Social. Por ello, se puede afirmar que el sistema definido por nuestra Constitución no es otro que el de economía social de mercado, a través del cual se integra un sistema de competencias económicas con el objetivo del progreso social.39 Evidentemente, tal sistema no es un sistema rígido sino que, por voluntad del constituyente, es un sistema flexible que permite la actuación de diversas políticas económicas de distinto signo sin desvirtuarse en si mismo.

Con tal configuración, se detecta una situación de confluencia de dos vectores distintos: por un lado, el derecho a la libertad de empresa; por otro lado, la ordenación de la actividad económica por parte de los poderes públicos. Como bien afirma el profesor S. Martin Retortillo, lograr que una y otra se mantengan, con toda la variedad de matices que se quiera, pero sin que una elimine o reduzca a la otra es, en última instancia, el difícil equilibrio que requieren los postulados que ofrece nuestra Constitución económica. Una situación que se proyecta cargada de dificultades en el ámbito concreto del enjuiciamiento y valoración de las distintas medidas y situaciones particulares.40 Flexibilidad, y consiguiente dificultad, que no deben confundirse ni con la imposibilidad absoluta de enjuiciamiento real en la práctica, ni tampoco con total ausencia de restricciones a cualquier política económica que quiera ser llevada a cabo.

En última instancia y en cada caso, deberá afinarse la interpretación jurídica para confrontar la legalidad de actuaciones concretas, públicas y privadas, respectivamente, con las correspondientes habilitaciones constitucionales y legales de la actuación del poder público administrativo y con el alcance de los derechos individuales constitucionalmente reconocidos.

De la calificación del sistema económico constitucional como economía social de mercado derivan importantes consecuencias para los poderes públicos: supone que, obligatoriamente, deberán no solo respetar determinadas situaciones jurídico-privadas, sino, además, adoptar las estrategias y decisiones pertinentes para llevar a efecto los objetivos que se desprenden de la Constitución.41 Así, las administraciones públicas están constitucionalmente legitimadas para intervenir en el mundo económico comportándose como un agente empresarial más, pero debiendo, en todo caso, enmarcar su actuación bajo el principio u objetivo de satisfacción del interés general, límite no franqueable bajo ninguna circunstancia.42 Esta legitimación de participación en la economía, y como medida para obtener flexibilidad y resultar competitivos frente a la empresa privada, ha sido una de las principales causas que han motivado el empleo de técnicas jurídicas propias del Derecho privado por parte de las administraciones públicas. En definitiva, equilibrio entre lo público y lo privado, como elementos complementarios, que permitan responder a las exigencias de mejor cumplimiento de los distintos fines públicos y donde la función de dirección y tutela del poder público es determinante.43

Es necesario hacer aquí una precisión importante. La posible reinternalización del servicio solo es posible cuando existen modalidades de colaboración privada que lo gestionan de forma indirecta y cuando, debe recordarse, la actividad ha continuado siendo de titularidad pública. Así, las actividades despublificadas (como los servicios funerarios) y en régimen de competencia, necesitarán de norma legal que vuelva a reservar al sector público local dicho servicio. Opción poco plausible en el ámbito local español, pues la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local de 2013 (LRSAL) ha optado por impulsar la libre competencia y ha elevado las exigencias para el ejercicio de una actividad económica por las entidades locales, obligándolas a tener en cuenta el impacto que dicha actividad puede tener sobre la libre competencia, y eliminando servicios de la lista de posibles monopolios a su cargo —como es el caso del suministro de calefacción, las lonjas y los mataderos— condicionando la prestación de un servicio en régimen de monopolio al informe previo de la autoridad de competencia.44

Por otra parte, si la actividad no es un contrato de servicios públicos, sino que su objeto es típico de una relación de servicios, obviamente, tampoco podrá hablarse de remunicipalización sino de no externalización o desexternalización de esos servicios y de su asunción —si es necesaria su prestación— como competencia propia por la Administración concernida. Se presupone que esta opción no podrá utilizarse nunca para «falsear» la competencia, como ocurriría si se evitara que una prestación típicamente contractual pudiera ser objeto de concurrencia o si se utilizara de forma indebida la técnica de encargos a medios propios.45

C. El condicionante de la buena Administración como límite en el ámbito de las decisiones económicas

El sistema económico constitucional se califica, tal y como se acaba de explicar, de economía social de mercado. El Derecho en general, así como el Derecho Administrativo y el Derecho Penal en particular, han de ser coherentes con esa idea. En el caso del Derecho Penal, se ha de plasmar en dos dimensiones, las que hacen referencia a los dos protagonistas de la realidad del cumplimiento de esa promesa: Administración y ciudadanos. El artículo 103.1 CE declara que la Administración Pública sirve con objetividad a los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho. A su vez, en el artículo 9.3, se dice que la Constitución garantiza.... la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos. El significado conjunto de estos preceptos constitucionales se resumen en la promesa de una buena Administración Pública, sometida a la ley y al servicio del bien general y de los ciudadanos, pero también a una actuación de los Jueces y Tribunales acorde con el principio, cuyo ámbito de incidencia ha de comprender necesariamente los tres poderes.

El escenario de actuación económica pública se viene caracterizando tanto por la multiplicación de servicios que se encomiendan a empresas públicas, como por la creciente participación de empresas privadas en la prestación de servicios públicos bajo la condición de concesionarios. La entrada de sujetos y personas físicas o jurídicas, que formalmente no son la Administración, comporta ciertas exigencias.

Por su parte, el Capítulo III del Título II de la Constitución está lleno de promesas de servicios que los poderes públicos garantizan. Por supuesto, eso se traduce en que la Administración obrará como una buena Administración, sin que se le prohíba delegar o ceder sus funciones. Si lo hace, seguirá estando acompañada de esos deberes y promesas.

El concepto de buena Administración se ha transformado en principio caracterizador del Derecho Administrativo moderno, hasta el punto de que ha sido expresamente recogido el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (18 de diciembre de 2000), que dispone que toda persona tiene derecho a que las instituciones, organismos y agencias de la Unión traten de sus asuntos imparcial y equitativamente y dentro de un plazo razonable, incluyendo especialmente el derecho de toda persona a ser escuchada antes de que se tome en su contra una medida individual que le afecte desfavorablemente; a tener acceso al expediente que le afecte, dentro del respeto de otros intereses legítimos; y a que la Administración motive sus decisiones.46 A esos derechos se añaden otros: a la reparación de perjuicios causados por instituciones o agentes de la Unión, a usar su propia lengua.

Todas esas ideas se han ido plasmando en los derechos nacionales, dando paso a lo que se reconoce como un nuevo modelo de relaciones entre los ciudadanos y la Administración, alejado del autoritarismo, esperando y recibiendo, unos y otra, ayuda mutuamente y manteniendo un diálogo que facilitan los enormes avances de las técnicas de información. En lo que concierne al Derecho Administrativo, se ha abierto paso la convicción de que se está ante un nuevo Derecho, que tiene como objeto la buena Administración y deja atrás la imagen de una Administración Pública limitada al estricto cumplimiento de las normas que regulan sus obligaciones y poderes, y más atenta al control de cumplimiento por parte de los ciudadanos de sus respectivos deberes.

En lo que corresponde al Derecho Penal, esta evolución se plasma en una paralela evolución de las tipicidades penales que contempla relaciones de expectativa entre la Administración y el ciudadano y que, a simple título de ejemplo, incluyen los delitos de denegación de auxilio, de abuso de autoridad o de abandono de servicios públicos.47

El escenario de actuación económica pública se viene caracterizando tanto por la multiplicación de servicios que se encomiendan a empresas públicas,48 como por la creciente participación de empresas privadas en la prestación de servicios públicos bajo la condición de concesionarios. La entrada de sujetos, personas físicas o jurídicas, que formalmente no son la Administración, comporta, en todo caso, ciertas exigencias:

1. Que eso no suponga, antes al contrario, un deterioro en la calidad del servicio o prestación que hubiera podido prestar la Administración o que, incluso, esta ya hubiera prestado antes. Así, por ejemplo, si la cobertura sanitaria que ofrece la red de hospitales públicos se transfiere a particulares en virtud de concesión o convenio de colaboración, como a veces ha sucedido, es claro que no puede hacerse degradando la calidad del servicio. Si eso ocurriera, y se llegara a demostrar que ese efecto era previsible, la decisión de tomar esa vía podría ser calificada de injusta en el sentido del delito de prevaricación (artículo 404 CP), con independencia de la impugnación en vía administrativa.49

2. Asumir que la cesión de servicios no puede ser ilimitada. Siendo puristas, cualquier Administración Pública puede contratar y pactar sin más límites que el ordenamiento jurídico y el interés general. Sin embargo, una declaración tan solemne no es especialmente clarificadora acerca de lo que no puede ser objeto de concesión. Más allá de las consideraciones jurídicas que se puedan hacer acerca de intereses públicos indelegables, este es un problema que solo puede resolverse por la vía del control político: un límite infranqueable se establece en el artículo 301 del Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público, cuando declara que no podrán ser objeto de estos contratos los servicios que impliquen ejercicio de la autoridad inherente a los poderes públicos.50

3. Exigir un riguroso nivel de exigencia en el cálculo de costes y, en su caso, en el del valor de los bienes que eventualmente se ponen a disposición del concesionario. Este último aspecto es muy relevante, pues cuando se ponen a disposición del concesionario, conscientemente, bienes —edificios, aparatos, etc.— costeados por la Administración —que el concesionario pueda utilizar en la prestación del servicio y obtener un beneficio sin compensación para la Administración cedente—, fácilmente se puede entrar en el terreno típico de la malversación, al margen de que se haya incumplido el deber de velar por los intereses generales.

Desde la óptica de nuestro modelo económico y del derecho a una buena Administración, compartir con particulares la prestación de servicios inicialmente de competencia de la Administración es posible y legítimo. Pero la concesión administrativa es también una realidad jurídica que tiene un valor de mercado y, por eso mismo, la actividad administrativa ha de ser trasparente y objetiva en todo lo referente a los concursos, selecciones y adjudicaciones, es decir, a la concreción de la persona física o jurídica que asumirá la concesión administrativa.

Sería equivocado e injusto imputar solo a la Administración los fallos que pueda tener el sistema de adjudicación, y ello porque la comisión de delitos en esos procesos se produce gracias a la convergencia de actuaciones de funcionarios y de particulares —cohecho, fraudes a la Administración, negociaciones prohibidas—, pero también algunos comportamientos ilícitos son construidos por particulares contra o en perjuicio de la Administración, como sucede con las prácticas contrarias a la libre competencia (licitaciones colusorias), donde la manipulación de la competencia captura el interés público.51

En suma, en la decisión de conceder la gestión de un servicio y la manera de hacerlo, debe estar presente la buena Administración, la cual no consiste en el puro cumplimiento formal de la legalidad, ya que es una finalidad que ha de guiar al legislador y a los gobernantes y una manera de orientar la actividad de la Administración también cuando cede la gestión de un servicio. La Administración deberá corregir la desviación del concesionario en la prestación de un servicio, aunque esta no puede confundirse con la posibilidad de identificar, en cualquier caso, los actos ilícitos del concesionario con actos de la Administración y su conducta como si se tratara de un delito imputable a un funcionario público.

Esto explica, por ejemplo, que si bien el art. 511 del C.P. contempla la actuación del particular encargado de la gestión de un servicio público como posible autor de un delito de discriminación —aunque con pena inferior a la que sería imponible si el mismo hecho hubiera sido perpetrado por un funcionario—, no pueda afirmarse que exista una compartimentación de responsabilidades penales entre funcionarios y particulares en relación con el mismo tipo penal. Así, en el delito de abandono colectivo e ilegal de un servicio público, tal y como está configurado el tipo, es patente que solo pueden cometerlo quienes tengan la condición de funcionarios públicos.

Si la misma conducta derivara de un particular concesionario, podrá tener consecuencias administrativas, incluso determinar la resolución del contrato de concesión, pero no consecuencias de carácter penal. Hay, por tanto, la imposibilidad de extender el tipo penal a los concesionarios, salvo que se estime que el concesionario y sus empleados participan en la función pública (art. 24.2) C.P.), cosa de difícil entendimiento si se tiene presente que el hecho de prestar o gestionar un servicio no puede significar, por sí solo, la integración de quien lo desempeñe en la condición de funcionario, del mismo modo que la actividad que comporta esa misma prestación o gestión tampoco puede tenerse, necesariamente, como una función pública en sentido estricto, al menos a los efectos penales.

Todas estas reflexiones no permiten obviar las consecuencias que impone la obligada orientación de la actividad administrativa, porque la cesión de un servicio no puede comportar la liquidación de las expectativas de los ciudadanos, integradas en el conjunto de sus derechos sociales constitucionales, que, aun no siendo derechos subjetivos ejercitables directamente, son condición de funcionamiento social en los Estados europeos, razón por la que no ha de sorprender que la Carta Europea de Derechos lo proclame como un nuevo derecho fundamental.

Una consecuencia más importante que tiene efectos jurídicos es que puede producirse un tertium genus entre los derechos fundamentales y los puros derechos sociales, que estará integrado por los derechos agrupados en torno al derecho a la buena Administración. Partiendo de estas ideas, la promesa de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos alcanzará a la Administración cuando delegue, por concesión, la gestión de un servicio, pero también cuando cancele esa delegación sin causa justa. Tanto en uno como en otro caso podrá aparecer el delito de prevaricación, pero no debe caerse en la tentación de entender que toda actuación arbitraria es necesariamente un delito.

Si pasamos a la otra gran dimensión de la vida colectiva en lo social y en el mercado, habrá que partir de la premisa constitucional de que todos los ciudadanos tienen derecho a participar en el mercado, en condiciones de igualdad. En ese mercado estará presente, más lejos o más cerca, la Administración Pública, la cual, como sabemos, vela por su buen funcionamiento y por hacer posible el justo desarrollo de los derechos e intereses de los ciudadanos o consumidores.

La concesión administrativa y la aspiración a ser concesionario de un servicio público componen un objetivo que también está en el mercado y, por eso mismo, algunos de los delitos relativos al mercado y los consumidores, que se regulan en la Sección tercera del capítulo XI del título XIII del Código penal, pueden vincularse a ese objetivo. Las conductas que se castigan en esa parte del Código penal afectan a intereses del mercado en su conjunto o de los concurrentes al mismo como consumidores.

Para algunos penalistas, estos son los delitos genuinamente económicos, afirmación que es discutible, pues el argumento básico en favor de ella es que la razón última de la incriminación de las conductas no es tanto la protección de los intereses financieros legítimos que tengan unas personas concretas —en nuestro caso, los aspirantes a una concesión—, sino la seguridad en que las reglas de buen funcionamiento del mercado en que se realiza, al que acuden personas físicas o jurídicas confiando en el juego limpio, exigen castigar el espionaje industrial, las agresiones a la libertad de mercado, la competencia desleal, el abuso de información privilegiada y, yendo a otro ámbito delictivo, las irregularidades punibles en la adjudicación de concesiones.52

D. Breve referencia a la idea de servicio público y su significado práctico en la actualidad

Por otra parte, se debe advertir que el debate sobre la prestación de los servicios públicos, en sentido estricto, debe pivotar sobre la esencia de la propia idea y función del servicio público,53 es decir, la regularidad, continuidad y neutralidad en la prestación, garantizando la mejor calidad del servicio a los ciudadanos. No interesa tanto que sea gestión directa o indirecta como la mejor prestación, también en parámetros de eficiencia, de la actividad.54 Es decir, debe prevalecer la idea del nivel óptimo de gestión.55 Y debe diferenciarse, también, entre los servicios económicos de interés general y los servicios de interés general, que son actividades esenciales cuya prestación no puede faltar a los ciudadanos en adecuadas condiciones de calidad y precio. Se trata de los denominados servicios sociales, entre los que se incluye la sanidad u otros como la educación, el amplio abanico de la Seguridad Social, etc.56 El Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea reconoce, al respecto, una amplia competencia de los Estados miembro en relación con los servicios que más frecuentemente se organizan a partir de criterios de solidaridad y de cohesión social.57

Como bien se ha destacado, el concepto jurídico de servicio público es de difícil precisión, ya que existen dos posiciones en torno al mismo: una objetiva, preocupada por determinar qué actividades prestacionales deben ser garantizadas a todos los ciudadanos con el fin de lograr la cohesión social; y otra de carácter subjetivo, basada en la idea de que el servicio público es la actividad excluida del régimen de mercado, incidiendo sobre todo en los problemas de la relación entre sector público y sector privado más que en los derechos de los ciudadanos a obtener unas determinadas prestaciones.58

Este concepto de servicio público, necesariamente, debe interpretarse a la luz del derecho europeo.59 Sobre la idea de la universalidad recobra su razón de ser, al convertirse en un instrumento jurídico eficaz de cara a la consecución de un mercado único en la Unión Europea.60 Y es que la construcción europea nos introduce necesariamente en el mundo de la diversidad y la concurrencia, en el que los servicios públicos deben ser dinamizados y conocer un nuevo impulso, de tal manera que permitan una mutación del poder público en el sentido de promotor y garante de la corrección del juego social y económico.61 Es decir, el servicio público deviene como una institución o técnica destinada a preservar, en un marco de competencia económica, la calidad de ciertas actividades donde existe un marcado y evidente interés general, porque lo público y su protección no exigen una prestación directa por la Administración. Por ello, ha sido y es tradicional la prestación de servicios públicos por particulares sin régimen de monopolio y, por tanto, sin exclusión de la actividad privada en campos como la educación, la sanidad o los servicios sociales.62

Obviamente, las actividades que no merecen la calificación de servicios públicos, en tanto no son asumidas directamente por el municipio, quedan —y deben quedar— fuera de esta posibilidad de reinternalizar servicios. Es decir, no pueden incluirse en este debate supuestos propios de iniciativa económica local, con fundamento constitucional bien distinto.63