“Los individuos influyentes tienen siempre dificultad en digerir doctrinas que establecen un poder capaz de poner coto a sus caprichos”.
Thomas Hobbes, Leviatán.
El libro La fronda aristocrática, de Alberto Edwards, es uno de los textos más influyentes de la historia de Chile. Sus alcances exceden con creces los límites de la academia, aproximándose a públicos más masivos que otros ensayos influyentes de nuestra historia. Solamente puede compararse su influencia con el texto del profesor Mario Góngora Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile. El libro de Edwards, sin embargo, sobrepasa los paradigmas historiográficos y se vincula con tradiciones sociológicas, de ahí su mérito y su penetración en el imaginario nacional6.
La fronda es un ruido que resuena en el vocabulario de varias generaciones, aunque se desconoce el detalle sobre su origen conceptual.
En estricto rigor, quien acuñó el concepto “fronda” fue Oswald Spengler en su famosa obra La decadencia de Occidente7. Decir que Spengler es el autor del concepto no es enteramente ajustado, más bien corresponde a una analogía. Spengler trae el ruido “fronda” desde la historia de Francia, específicamente desde el siglo XVII, donde se producen una serie de levantamientos contra el reinado de Ana de Austria. El clímax del conflicto se vivió durante la minoría de edad de Luis XIV, heredero del trono. Esos levantamientos, promovidos desde las elites, constituyeron una época de enorme tensión social. Fueron cinco años de intrigas, guerras y querellas entre la monarquía y la nobleza8. La fronde francesa conoció dos etapas: la fronda del Parlamento y la fronda de los nobles, cada cual caracterizada por grupos particulares dentro de la elite parisina y las provincias.
La fronde es un concepto que emana de una experiencia histórica determinada en un lugar determinado: París de mediados del siglo XVII. Su raíz lingüística refiere a un instrumento utilizado durante los levantamientos, denominado “fronde”, que en español equivale a una especie de resortera; también podría equivaler a una tirachinas, una boleadora o una simple honda. Este instrumento y su uso en las calles durante los levantamientos termina por dar nombre a toda una época. Es la “época” de la “fronda”, una época donde un grupo de la elite se vio cuestionado por el “pueblo”, que salió a las calles a lanzar objetos con hondas hacia las ventanas de los nobles y los parlamentarios.
A partir de ahí, el concepto va sirviendo para una serie de analogías. La primera analogía es obra de Spengler, la segunda analogía es la de Edwards y la tercera analogía es la que da el título a este libro. Cuando Spengler toma el ruido “fronda”, no lo hace para referirse a la historia de Francia, ni tampoco pretende articular una revisión historiográfica del siglo XVII. Al revés, su interés es pensar una historia de su propio tiempo, una historia de su tiempo presente. Desde ese punto de vista, el concepto de fronda le sirve para realizar una analogía histórica desde la cual pensar su propio tiempo. Según la tesis de Spengler, desarrollada fundamentalmente en La decadencia de Occidente, el mundo occidental se encontraba en una crisis terminal. Las décadas de Spengler, aquellas del comienzo del siglo XX, vieron el auge de la cultura de la belle époque y también la fractura definitiva del espejo de virtud de las elites. La Primera Guerra Mundial fue la prueba definitiva acerca del fin de ese espejo9.
Spengler entiende “la fronda” como una resistencia, una reacción, tanto a la racionalización del Estado como a la vigencia del derecho moderno. Si el siglo XIX había inspirado el parto de los códigos civiles, de las constituciones, de la institucionalización del Estado, también había despertado una reacción entre las “clases primordiales” que Spengler identifica en la nobleza, el sacerdocio y las capas sociales que resultaban antes privilegiadas. Así lo relata Spengler:
Cuanto más se aproxima un Estado a su forma pura, cuanto más absoluto se hace, cuanto más se desentiende de cualquier otro ideal formal, tanto más peso adquiere el concepto de nación frente al de clase; y llega el momento en que la nación es gobernada como tal nación, y las clases no representan sino diferencias sociales. Contra esta evolución, que es una de las necesidades de la cultura, sublévanse una vez más las anteriores fuerzas, nobleza y sacerdocio. Para estas está en juego todo: el heroísmo, la santidad, el viejo derecho, la jerarquía, la sangre, etcétera. (…) esta lucha de las clases primordiales contra el poder del Estado toma en Occidente la forma de “la fronda”10.
En este párrafo, se puede ver que Spengler piensa que los Estados nacionales se desarrollaron en pos de la construcción institucional de la nación, sin otro ideal formal, es decir, sin atender ya a los criterios previos de las sociedades estamentales. Según Spengler, mientras más avanza este criterio de racionalización de las instituciones, mientras más avanza la lógica del Estado moderno, también se despierta una reacción en aquellos que eran privilegiados bajo las formas previas. Para esos grupos sociales, todo es puesto en juego: el heroísmo, la santidad, el viejo derecho, la jerarquía y la sangre. Así, Spengler pone en juego el concepto “fronda” como una manera en la cual determinados grupos sociales reaccionan contra la racionalización de las instituciones y, por ende, el cuestionamiento de sus privilegios.
Spengler razona, así, por analogía; es decir, tomando el concepto francés para aplicarlo a una lógica historiográfica, la cual le sirve para referirse a una tendencia de los Estados nacionales. La publicación de La decadencia de Occidente en la Alemania de Weimar, en 1918, constituyó un hito intelectual de gran calado, siendo una obra traducida a múltiples idiomas. El análisis crítico del desenvolvimiento institucional de Alemania, así como de las naciones europeas en general, tocó diversos puntos neurálgicos de la época.
La influencia intelectual de Spengler irradió desde Europa al resto del mundo, formando una verdadera corriente denominada “decadentismo”11. En su propia biografía, la tesis expuesta en La decadencia de Occidente quedaría bajo sospecha intelectual, puesto que Spengler fue un activo simpatizante de Hitler y el proyecto nacionalsocialista. Desde un punto de vista institucional, sus críticas a la república de Weimar podrían sintetizarse en su crítica al Congreso. Allí, Spengler observa la decadencia de las clases dirigentes y la obsolescencia de algunos mecanismos parlamentarios; por ejemplo, la ausencia de un mecanismo de “clausura” o “cierre” del debate en sala, cuestión que alargaba los procesos legislativos hasta el infinito. Este ejemplo, que parece un tecnicismo leguleyo, permite entender en profundidad el sentimiento que gobierna la obra de Spengler. La decadencia de la república de Weimar era, en buena medida, producto de la crisis del Congreso. Y la crisis del Congreso era consecuencia, a su vez, de determinados mecanismos que hacían del proceso legislativo una cáscara sin contenido real. Esa es la tesis que parece prefigurar el colapso institucional alemán.
En la tradición chilena, el concepto “fronda aristocrática” proviene del historiador conservador Alberto Edwards y de su famoso libro La fronda aristocrática, publicado en 1928. Se trata de un volumen que recopila una serie de columnas escritas por Edwards en El Mercurio entre 1920 y 1927, momento de profunda efervescencia política en la población y de crisis de sentido en las elites. Según Edwards, Chile se enfrentaba a la corrupción de su clase dirigente, el desenfreno de una casta dominante que contaba con un sistema de privilegios y prebendas, la mayoría de estos provistos y custodiados por el Estado. La solución que proponía Edwards era el regreso al espíritu portaliano, el autoritarismo necesario para aplacar a la fronda. El general Ibáñez, primero —con Edwards de ministro de Educación—, y Alessandri, después, encarnaron ese espíritu antioligárquico que les permitió irrumpir como caudillos.
De esa época heredamos la Constitución de 1925, la “Constitución de Alessandri”. Allí está su figura, a la entrada del Palacio de La Moneda, evidente testimonio de la ascendencia del personaje sobre el inconsciente colectivo de las elites. La fronda fue el enemigo discursivo de Alessandri Palma, Ibáñez, los radicales y la DC. La reforma agraria y las orgánicas marxistas así lo muestran.
La dictadura también tuvo algo de ese tinte antioligárquico, aplastando a la vieja elite terrateniente y levantando, contra ella, a una nueva capa de gerentes y académicos que la reemplazó simbólica y políticamente. “Los nuevos ricos” —concepto generado desde la sociología chilensis— fueron copando los espacios antes vedados para una casta pequeña y celosa guardiana de sus privilegios. Treinta años bastaron para consolidarla y expandir sus símbolos. Un reemplazo cultural e institucional que da cuenta, también, del cambio que ha vivido el país12.
Al igual que Spengler, Edwards critica duramente al Congreso y al sistema parlamentario. Este es uno de los puntos centrales del pensamiento detrás del “decadentismo”: el rechazo al Parlamento y sus procedimientos legislativos. Al igual que Spengler, Edwards señala los debates eternos, las rotativas ministeriales y los vericuetos normativos del Congreso como síntomas inequívocos de la decadencia.
En este ensayo, sin embargo, no se abraza ninguna tesis decadentista; por el contrario, se pretende una descripción institucional del asunto. Al revés de Edwards y de Spengler, en este ensayo se centra la cuestión en el presidencialismo, pues es este el dogma que domina a la “nueva” fronda. Este ensayo se titula La fronda para acceder a una cadena de analogías que emanan del siglo XVII francés, pasan por Spengler en Alemania y luego por Edwards en el Chile de los años veinte. Según la tesis que motiva este libro, la fronda corresponde a una relación entre la elite y las instituciones. Dicho de otra manera, es una manera en la cual los grupos privilegiados resisten el cambio de época. Esta resistencia opera como un coto vedado democrático, donde esos grupos privilegiados ejercen su influencia. Al intentarse el cambio institucional que reforme esas prácticas elitarias, el grupo privilegiado resiste y se parapeta dentro de las instituciones. En este sentido, las instituciones son capturadas o secuestradas por los grupos privilegiados, que subvierten la lógica institucional. Así, las instituciones son convertidas en instrumentos de defensa de los privilegios.
De esta forma, este ensayo toma el ruido fronda y ofrece una cadena de analogías para, eventualmente, dotar al concepto de una densidad mayor. La fronda es, según la tesis de este texto, una manera en la cual grupos dentro de las elites capturan las instituciones. En Chile pareciera ser ese el escenario donde ocurre la vida social y política durante el inicio del siglo XXI.
En este contexto, ha surgido un intenso debate sobre el rol de las elites en la transición. Se han levantado tesis radicales, llegándose incluso a sostener la “muerte” y la consecuente “autopsia” de las elites chilenas. Esa es la visión de Alberto Mayol, un destacado ensayista de esta época, que describe con tono forense la decadencia de las elites chilenas. La metáfora de Mayol se sostiene sobre una “biología” de las elites, que —según el autor— nacen, se desarrollan y mueren al igual que los seres vivos. Según Mayol, estaríamos ante la muerte de las elites de la transición, consumidas en su propia gangrena de corrupción y clientela. Así describe el momento de crisis:
La crisis de una elite se manifiesta siempre en malestar social con los dominantes. Adquiere la forma del juicio moral al poderoso. O más específicamente, de un juicio público al poderoso. Pero ese juicio, de forma radical, se fundamenta siempre en una sensación cotidiana, en la emoción de un orden injusto que otorga tantas esperanzas como frustraciones. El final del camino de un orden es la crisis de su elite. Son los ciudadanos acorralados los que dejan de pactar en las pequeñas cosas, los que dejan de aceptar la mentira proveniente del poder e incluso dejan de aceptar sus verdades. Los pueblos sienten la crisis de una elite como propia13.
Tal como Mayol, otros autores y columnistas han apuntado de forma permanente a esta situación de crisis de las elites. Del otro lado, han surgido voces que señalan a esas voces críticas como “populistas”. En esa vereda encontramos, por ejemplo, al influyente columnista Héctor Soto, quien apunta hacia las voces populistas:
Las que antes constituyeron desventajas muy serias para gobernar —venir de afuera, carecer de experiencia, no ser parte de ninguna trenza— de un momento a otro pasaron a convertirse en grandes activos. La política moderna ya no está para mandarines, esos sofisticados burócratas del Celeste Imperio que se movían con tanta destreza como elegancia en las aguas del protocolo, la corte y el poder. Ya no. Si alguien ahora quiere calificar, más le vale abjurar de las tradiciones políticas y tener preparado un discurso contra las elites, porque más temprano que tarde lo va a necesitar14.
Según Soto, la época obliga a los líderes a tomar un discurso en contra de las elites y allí estaría el germen del populismo. La brecha entre las elites y la ciudadanía, la distancia social entre un grupo y otro, sería el marco general donde la nueva sociedad se desenvuelve. Las elites, a un lado de la trinchera, se ven expuestas a la crítica de quienes se ubican del otro lado, el lado del “pueblo”. Sin embargo, esta es solo la versión nacional de un fenómeno que se expande en el mundo. Según Soto, en el Chile de la segunda década del siglo XXI está “la mesa puesta” para el populismo:
Enorme desconfianza en las instituciones. Ostensible desprestigio de los partidos políticos. Bajos niveles de participación ciudadana en las instituciones. Amplios sectores de la población que no se sienten interpretados por las instancias de decisión de la democracia representativa. Una clase política en caída libre en términos de convocatoria y credibilidad. Creciente brecha entre las elites, que amplios sectores consideran que están capturadas y corruptas, y el pueblo, que supuestamente es puro, inocente y explotado por aquellas. Todo esto configura un escenario delicado. En Chile, la mesa pareciera estar puesta para que el populismo se dé un banquete y, por lo visto, si el fenómeno todavía no se ha desplegado más de lo que ya lo ha hecho, es solo por efecto de dos circunstancias. La primera es porque la crisis económica ha sido esta vez menos violenta que otras veces: menos violenta que el 2008 y mucho menos de lo que fueron los años 82-84, bajo Pinochet, cuando la crisis de la deuda nos pilló con tipo de cambio fijo. La segunda es que hasta aquí, al menos, aún no aparece un líder populista con el carisma suficiente para instar a los ciudadanos a barrer con el sistema político y para erigirse —como lo hizo Chávez, como lo hicieron los K— en caudillo providencial y gran conductor15.
En Europa, un concepto se ha expandido por el continente. Se habla de la casta para referirse a un grupo político-empresarial que se habría apropiado de las instituciones. Este concepto emana de Italia y luego se vuelve popular en España durante la última década. La casta es un libro escrito por los periodistas italianos Gian Antonio Stella y Sergio Rizzo16. En ese texto, los autores describen la manera en la cual un grupo de dirigentes políticos y empresarios italianos lograron sortear la acción de la justicia en casos de corrupción. Según la tesis, que demuestran con gran rigor, la sociedad italiana era víctima de un secuestro institucional, donde un diminuto clan dominaba la escena. Ese clan se erguía por encima de las divisiones políticas, más allá de la ley y de los límites éticos. En ese contexto, el primer ministro, Silvio Berlusconi, aparece como el símbolo de una era marcada por la decadencia de las elites. El ruido “casta” se expandió por Europa conforme el libro de Stella y Rizzo se volvió un superventas.
En España, el término casta fue usado por los dirigentes de Podemos como una de sus herramientas lingüísticas favoritas. En uno de los libros fundamentales para entender el proceso español, el dirigente Iñigo Errejón escribió —junto a la ensayista Chantal Mouffe— el libro Construir pueblo�17. En el siguiente párrafo puede resumirse la tesis de Errejón:
Sea cual sea el desenlace inmediato y el gobierno que se constituya, parece difícil negar que España se encuentra inmersa en un proceso de cambio político provocado por una situación de crisis de régimen en la que se agolparon la crisis de legitimidad de las élites y los partidos tradicionales, la crisis económica y social sobrevenida por las políticas de ajuste y el desgaste institucional y la oligarquización de nuestro sistema político. Esas condiciones facilitaron con el 15M una “situación populista” en España, de dicotomización simbólica entre el conjunto institucional y las élites y una multiplicidad de sectores y grupos con poco más en común que sus demandas frustradas y la desconfianza hacia los que mandan. El movimiento de los indignados sirvió para expresar y enmarcar los dolores, producir esa brecha y sacudir el “país oficial” mostrando la potencia del “país real”18.
Errejón llama “momento populista” a un escenario de quiebre en las elites y la ciudadanía, entre el país oficial y el país real. Ese momento, si seguimos el hilo de Errejón, se ha configurado en varios países del orbe, con similares condiciones y disímiles consecuencias. En España, el momento populista dio origen a un nuevo escenario electoral, donde el bipartidismo da pie a cuatro fuerzas y el régimen de la transición entra, al parecer, en etapa terminal.
Las semejanzas del caso español con el chileno son variadas. Ambos regímenes emanan de una dictadura de derechas, Franco y Pinochet, con la salvedad de que el proyecto franquista no fue tan decididamente neoliberal como el pinochetista. Ambos países tuvieron procesos de transición pactada, donde el arco político se dividió en una centroizquierda y una centroderecha que, con el pasar de los años, se volvieron cada vez más similares. Así, ambas culturas, la española y la chilena, recibieron el cambio de época en un contexto de transición política, tratando de alejarse de la sombra dictatorial. En paralelo, Chile y España parecen haber entrado en un momento populista signado por el mismo eje: la crítica a las elites.
En ese sentido, este texto es un libro “populista” que escarba en el espíritu de la época e intentar describir el país real versus el país oficial. La contracara de las instituciones, el lado B de nuestra vida social, la pesada herencia histórica que nos correspondió enfrentar. Ese el contexto en el cual opera este texto.
En el plano político y empresarial, la nueva fronda chilena es hija de la revolución neoliberal. Para ellos la política y los negocios son lo mismo: formas de articular el poder que no conocen de fronteras públicas o privadas. No es de extrañarse que reaccionen como una manada de fieras melancólicas, cargando caras largas y discursos pesimistas. Se lo han repartido todo, desde industrias pesqueras hasta la última notaría pública en algún pueblo que no figura en los mapas. Mandan a sus hijos a los colegios más exclusivos; no para asegurarles educación, sino para asegurarles capital social, verdadero espíritu santo del modelo.
Una de las constantes de este período han sido las prácticas “binominales”, es decir, usos institucionales que dividen las instituciones según un registro binominal. Así ha ocurrido en un gran número de instituciones públicas, no solo aquellas que dependen de las elecciones democráticas. Instituciones públicas tan disímiles como el Banco Central, el Tribunal Constitucional o Televisión Nacional de Chile, todas ellas han dependido de una cultura binominal que raya en el absurdo. Si se observa la composición de cada una de estas instituciones, durante estos largos treinta años desde el plebiscito de 1988 se ha cultivado una cultura binominal asfixiante. Este “cuoteo binominal” es una práctica propia de la época que demuestra la concepción que tiene la elite acerca de las instituciones públicas. Este “cuoteo” sobrepasa las instituciones públicas y alcanza también a las empresas estratégicas y directorios del mundo privado. La cultura binominal provocó un cuoteo a todo nivel.
Son una fronda, una casta de privilegiados para quienes la transición no fue otra cosa que un juego de poder. Elites empresariales, mezcladas con las elites políticas, sazonadas con grupos tecnocráticos, santificados por grupos de curas, rabinos, monjes, profesores de Harvard, brujos y adivinos de toda índole. En treinta años se consolidaron, compartieron en cócteles y seminarios, compusieron sus porcentajes y sus cuotas, negociaron sus cupos y consiguieron “las lucas”. Todo esto en nombre del progreso y del bien de la patria, llevando siempre en alto la bandera que tocara, repitiendo el eslogan en latín ideado para la ocasión. Ahora, como reyes desnudos, sus artimañas y componendas están visibles, todos se ríen y se ofuscan ante tamaña impudicia. Ellos, entre avergonzados y cínicos, oscilan entre decir que son casos puntuales hasta sostener que todos lo hacían, vieja manera de pendular entre la histeria y el conformismo.
Hoy, largas décadas después y habiendo vivido Chile un siglo de fiebres y torturas, podemos encontrar ciertas similitudes entre la fronda de Edwards y nuestra fronda del siglo XXI. Allí están los privilegios, los usos, las costumbres, las expectativas comunes de una casta que ha gobernado los destinos del país. Una forma de concebir el poder, una trenza histórica entre las elites políticas y empresariales, hoy incrédulas ante el ocaso de sus ídolos.
Eugenio Tironi, inspirado en la serie de televisión británica Downton Abbey, ofreció una metáfora que penetró rápidamente en las reuniones de pauta. “La subversión de los mayordomos”, dijo en un matinal radial19. La idea explicaría a Hugo Bravo y compañía, los detonantes del Pentagate, una de las principales aristas de la trama entre dinero y política. Como símbolo de la tribu subordinada a los grupos económicos compuesta por operadores, intermediarios, operarios, maquinistas, telefonistas, agentes, corredores de bolsa, todos funcionales a lógicas empresariales atávicas. Son las cañerías, las tuberías, los ductos, túneles, puentes y rutas comunes de un segundo piso que está por sobre ellos, administrado a su vez por los jefes, eso que en los diarios ahora se llama “la elite”. La retórica culinaria se apoderó del lenguaje: Tironi habla de mayordomos, Andrés Zaldívar hablaba de “la cocina” de las leyes, y en la televisión hacen furor los reality shows sobre cocineros gourmet.
El diagnóstico de Tironi, con todo, pasa por alto algunas sutilezas que es importante colocar en la mesa. Es interesante notar que el Pentagate ha originado una serie de reflexiones públicas sobre la relación entre el dinero y la política, entendido esto como la relación entre el financiamiento electoral y el desempeño de las autoridades elegidas democráticamente. En esta tensión conceptual, sin embargo, se extraña una dimensión ausente en el debate: el poder, entendido como lo entendía Max Weber, esto es, la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad. La tensión entre dinero y política evidencia que el dinero es una vía para imponer la propia voluntad, incluso en la esfera de la política. El dinero es una forma de ejercer poder en la política, ese es el asunto que aparece en el fondo del debate. Esta relación, buena o mala, está institucionalizada y responde a cánones legales. Su extensión, sin embargo, no se limita al financiamiento y gasto electoral, leyes 19.884 y 19.885; también encuentra ramificaciones en la bullente industria de los think tanks, las oficinas de comunicación estratégica, la puerta giratoria entre lo público y lo privado e instituciones afines que no se encuentran del todo reguladas en la legislación chilena. Aflora una lógica referente a la confusión entre los bienes públicos y los bienes privados. El neoliberalismo chileno parece haber generado una zona gris, dotada de prácticas y sujetos, que articulan el ejercicio del poder en varios niveles, más allá de la dicotomía Estado/mercado.
La lógica subyacente al lobby, la puerta giratoria y el financiamiento de campañas se corporeiza en determinados sujetos. Bien pueden ser llamados “mayordomos”, pero la categoría queda grande para Bravo y compañía. Ellos son, a lo más, los moto-boys, repartidores, mensajeros que hacen el delivery. Los mayordomos, en cambio, conocen el restorán por dentro, saben del paladar de los clientes frecuentes, ubican a los food critics y, lo más importante, entran y salen de la cocina a su gusto. Tironi confunde a los mayordomos con los moto-boys; olvida que el concepto “mayordomo” proviene del latín maior domus, el más importante servidor de la casa. Y no cualquier casa, sino los palacios de los carolingios, donde los mayordomos de palacio fueron lentamente convirtiéndose en primer ministro y el poder detrás del trono. No hay Carlo Magno ni Sacro Imperio Romano Germánico sin los mayordomos de palacio. Hugo Bravo y compañía estaban muy lejos de eso.
Los verdaderos mayordomos de la revolución neoliberal chilena saben mucho de revoluciones. Algunos pregonaron la revolución de las flores a la chilena, incluso encontraron gusto a poco la revolución con gusto a empanada y vino tinto. Más tarde se renovaron y abrazaron la revolución neoliberal; hoy son los mayordomos que articulan esa zona gris entre lo público y lo privado, ese espacio de relación subjetiva que solamente algunos dominan. Por eso, los buenos mayordomos de la revolución neoliberal entienden la crisis del restorán de la transición. Por un lado, conocen el gusto del público, tienen sus encuestas, sus análisis sociológicos, su conocimiento acumulado. Por otro, tienen libre acceso a la cocina, donde conversan con los encargados recién electos, aunque también hablan directamente con los cocineros y les aprueban los platos. Si la cosa anda mal, los mayordomos también ofrecen el servicio de gestión de crisis, para manejar la imagen del restorán y no permitir que se dañe la credibilidad y todo lo que se ha construido en más de dos décadas.
José Antonio de Irisarri fue un guatemalteco llegado a Chile dos años antes de que se iniciara la revolución independentista. Su influencia intelectual y política fue decisiva en momentos en que el nacionalismo desbocado no conocía de moderación ni de reflexión. Del guatemalteco sabemos poco, aunque existe un trabajo que analiza cartas que bien podrían leerse en la prensa de nuestros días. En una de esas misivas, José Antonio de Irisarri escribe a Camilo Henríquez, otro ilustre, al cual el siglo XIX llamaría simplemente “Camilo”. Una frase destaca como una daga corta y certera que ilumina al lector. El guatemalteco le pregunta a su amigo Henríquez: “¿No es un dolor, querido Cayo, que estemos en Chile tratando de hacer una República y que no sepamos por dónde hemos de empezar?”20.
Ante el aluvión de críticas contra “la elite”, el historiador Alfredo Jocelyn-Holt salió a parar la fiesta de los columnistas que bailaban al ritmo de la “obcecación”21. El historiador sostiene que el concepto es equívoco y deliberadamente ambiguo, usado desde una posición cínica que esconde el propio origen. Encuentra ejemplos en curas, dirigentes de diversas tendencias, incluso en ministros de Estado. Todos recurrirían, según Jocelyn-Holt, a la misma trampa retórica, motivada ya sea para complacer a la galería, ya sea para descargar “la bronca” y el resentimiento. El truco haría ver a la elite como una “clase delincuente”, confundiendo responsabilidades individuales de índole penal con responsabilidades colectivas de índole social. Al argumento hay que concederle que la elite no es el “cuiquerío”. Los rostros de vida social en los diarios santiaguinos tampoco son la elite. Si hubiera que definirla, habría que decir que la elite es el conjunto de sujetos que dirige los destinos del país. Aunque, más que sujetos, es una subjetividad, una cierta forma de ejercer el poder. Los vehículos para acceder a ella son diversos, desde heredar fortunas y crear fortunas hasta manejar extensas bibliografías o ser un reconocido artista. La expresión “clase dirigente” suele usarse en sinonimia, intentando mostrar que la elite tiene un marcado vínculo con la gestión pública. La experiencia histórica que se devela detrás de la relación dinero-política demuestra que la elite ha entendido que para ganar poder hay que mezclar sistemáticamente las esferas. Durante la transición, la frontera entre lo público y lo privado ha sido cuidadosamente dibujada, de tal forma que la confusión de intereses no parezca descabellada.
En este sentido, no estamos ante una elite “delincuente”, sino “negligente”. No hay conducta tipificada en el Código Penal que sirva para explicar el cuadro, no hay teoría de la pena que sea útil para comprender la escena. La elite chilena —sus empresarios, sus políticos, sus intelectuales— es responsable de negligencia en el sentido en que esta se entiende desde el derecho romano. La negligencia es la falta de cuidado o el descuido en el cálculo previsible de las consecuencias de los propios actos. La negligencia acarrea daños para el propio sujeto y también para terceros. La elite chilena lo mezcló todo, hizo una gran cazuela de intereses públicos y privados. Hoy, estos vínculos están desnudos, a la luz de la crisis institucional que atravesamos. El asambleísmo es criticado cuando se trata de estudiantes, pobladores y ciudadanos, pero es aplaudido cuando se trata de la Enade, Icare y similares. Los dirigentes empresariales invierten mucho tiempo en generar visiones comunes, una identidad que permita hacer frente a los políticos de turno.
La fronda que describen Edwards y Spengler hablaba, fundamentalmente, desde el Parlamento. Sin embargo, pese a que pareciera que el “frondismo” es “anti” presidencialista, la fronda chilena actual es furibunda defensora del régimen presidencialista y de sus símbolos. El presidencialismo está en el centro de nuestras prácticas institucionales formales y también de la cultura popular. Del mismo modo, es la institución presidencial la que hace carne la crisis de todo el sistema institucional.
El presidencialismo chileno es uno de nuestros mitos más duros de roer. Aparece tanto en textos de izquierda como en libros de derecha22. De ellos brota la gran fábula historiográfica que se repite en los colegios y en base a la cual se educa a los escolares. Esa fábula reza que el progreso económico, el orden, el Estado de derecho y la buena política van de la mano de un presidencialismo fuerte, encarnado por un hombre (o mujer) que haga visible la autoridad y el poder. Que sea como un padre o una madre “para todos los chilenos”. El modelo opuesto —esto es, un gobierno emanado del Parlamento— solamente conduce al caos y el desmadre de los representantes. Así se nos ha enseñado. Lo repiten los manuales de historia de Frías Valenzuela y los textos escolares.
En la izquierda, el mismo mito se repite con otras tonalidades. Aníbal Pinto Santa Cruz lo abraza en su célebre Chile, un caso de desarrollo frustrado. Ese texto, uno de los clásicos de la izquierda chilena, sostiene que la única vía que el país conoce hacia el progreso es la de una autoridad fuerte centrada en una sola persona. Pinto sostiene que el “período parlamentario”, como se conoce el régimen político imperante entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, fue un verdadero desastre. Se habrían malgastado los excedentes del salitre, se habría caído en una suerte de anarquía, una sensación de desgobierno que hizo imposible el progreso; con prácticas políticas que evidenciaban una crisis constante, con una clase dirigente cínica e hipócrita que prefería gastar en París antes que producir en Chile.
Si bien se vivía una crisis de legitimidad, el sistema político del parlamentarismo habría sido sordo a ello. “Es la paz veneciana”, diría Edwards en La fronda aristocrática, uno de los libros de cabecera del conservadurismo chileno, el texto que mejor sintetiza los mitos que nutren nuestra civilidad desde sus raíces. Existe historiografía que lo enfrenta, que pretende establecer que el parlamentarismo chileno de comienzos de siglo no tiene los vicios estructurales que el presidencialismo historiográfico le imputa. Son pocos autores los que desafían la fábula presidencialista. A este respecto, el más citado en las academias es Julio Heise, quien sostiene que el parlamentarismo chileno fue una suerte de “escuela cívica” del pueblo chileno23. La educación de una nueva elite dirigente que reemplazó al autoritarismo constitucional-militar que marcó el inicio de la república. La clave está en las reformas constitucionales que se realizaron a la carta de 1833. Son ellas las que transforman al “presidencialismo portaliano”, ese modelo institucional de los gobiernos de Prieto, Bulnes y Montt. El final del siglo XIX chileno daría pie a prácticas parlamentarias que fueron equilibrando el poder, hasta que el Congreso tomó la hegemonía institucional.
Los presidencialistas replican que la supuesta escuela cívica no fue sino el prolegómeno a la crisis política del 25, una suerte de largo parto de una nueva Constitución. El suicidio de Balmaceda y las diversas crisis locales y regionales fueron el síntoma de una falla tectónica subterránea que colapsa al finalizar el gobierno de Alessandri Palma. La nueva Constitución salida de esa crisis da marcha atrás a las reformas decimonónicas y vuelve a abrazar el presidencialismo. Se le imputa la crisis al parlamentarismo y a la crisis moral de la elite. Paralelamente, se escriben los libros que se lo recordarían a las generaciones futuras. De ahí que La fronda aristocrática esté fechada en 1928, mismo momento en que el general Ibáñez se tomaba el poder, reclamaba para sí la autoridad presidencial y nombraba de ministro al mismo Alberto Edwards, autor del libro en cuestión. Es decir: desde este punto de vista podría ver una tesis política generada como historiografía para hacerse del Poder Ejecutivo. Todo este “movimiento” en torno a Ibáñez ocurre luego de la renuncia del presidente Arturo Alessandri. Ibáñez fue uno de los símbolos de esa etapa de “vacío”, pues ocupó el puesto clave de ministro de Guerra en los gobiernos de transición. Durante el breve gobierno de Emiliano Figueroa, que fue elegido en 1925 tras la renuncia de Alessandri, Ibáñez se transformó en el genuino factor de poder, tras las sombras de la institucionalidad. En 1927, Figueroa renunció e Ibáñez arrasó en las elecciones, presentándose como candidato único. Obtuvo más del 98% de los votos, la cifra más alta de la historia de Chile. En su contra se levantaron candidaturas no oficiales, como la del diputado conservador Rafael Luis Gumucio y la del dirigente sindical Elías Lafertte.
Desde ahí, el mito presidencialista irradió con el regreso de Alessandri, quien le ganó la batalla al “Caballo” y logró copar el sitial preferencial en el imaginario colectivo. El “León” fue ese líder fuerte que satisfacía el inconsciente de la elite y, a la vez, parecía convocar a las masas. Su estela se proyecta en la Constitución de 1925, que lleva su sello indeleble. Del mismo modo, su égida se proyecta luego en los gobiernos radicales, que desembocaron en el regreso de Ibáñez, en la elección presidencial de 1952. El 4 de septiembre de ese año se enfrentaron, contra Ibáñez, el radical Pedro Enrique Alfonso, el exministro Arturo Matte y el senador Salvador Allende.
Por la derecha, el mito presidencialista se afirmaría en las academias clericales entre los herederos de Edwards. El vínculo cruza hasta Jaime Eyzaguirre, otro clásico de la historia conservadora, al movimiento Fiducia, a Osvaldo Lira, todos ellos claves en la formación de un joven jurista en los años sesenta: Jaime Guzmán Errázuriz. Por la izquierda, el mito de los presidentes todopoderosos se asentaría con fuerza en los partidos que terminaron empujando del carro para el triunfo de Allende. La misma obsesión por el liderazgo que ya se había visto en las huestes DC al ungir a Frei Montalva y la misma obsesión que encarnara, posteriormente, la dictadura. En ella la fijación se remontaría, era que no, hasta el mito de Portales y al supuesto liderazgo revolucionario de Bernardo O’Higgins. Todo ello apoyado —¿cuándo no?— por una nueva generación de historiadores que volverían a repetir los mantras ya conocidos. Así, una lectura de la historia chilena de los últimos dos siglos coloca el centro de la atención en el liderazgo centrípeto de los presidentes y dictadores de turno. Esto tiene una línea larga, desde Diego Barros Arana, Francisco Antonio Encina y Jaime Eyzaguirre hasta Gonzalo Vial Correa y otros destacados autores contemporáneos que ocupan los estantes de la historiografía nacional.
Otros investigadores tan disímiles como Alfredo Jocelyn-Holt o Tomás Moulian coinciden en que es plausible pensar la crisis política de 1973 como una crisis del presidencialismo estipulado en la Constitución de 1925. El primero plasma esta tesis en El Chile perplejo y el segundo en Chile actual: anatomía de un mito. Dos libros claves escritos en los noventa, momento en que se discutían las reformas constitucionales a la carta del ochenta. Tanto Jocelyn-Holt como Moulian observan que en septiembre de 1973 lo que naufraga no es solamente un proyecto socialista, sino también y fundamentalmente un modelo de gobierno24. Si hemos de compartir la tesis antes expuesta —y hay razones para hacerlo—, no puede resultar sino paradójico que la solución de la dictadura a esa crisis fuera la misma que imaginaron Edwards y Alessandri en su momento, la misma que el coro conservador hacía repetir a sus alumnos: ¡Más presidencialismo!
Durante el siglo XXI, tres personajes han encarnado, cada cual con sus circunstancias, esta fibra presidencialista: Ricardo Lagos, Sebastián Piñera y Michelle Bachelet.
En 2005, junto con firmar la Constitución de Pinochet, Ricardo Lagos solicitó remozar los entornos de La Moneda y mandó mantener allí una vistosa estatua: Alessandri Palma. Ocurre que el mito de Alessandri, como ha analizado extensamente Felipe Portales en Los mitos de la democracia chilena II, es el hilo conductor de toda la institucionalidad del siglo XX25. Todos los presidentes han sido, en el fondo, devotos continuadores del mito alessandrista, de presidentes fuertes y enormes, con facultades sobresalientes respecto de otras naciones.
El triunfo de Ricardo Lagos, en el verano del año 2000, vaticinaba la entrada a una etapa postransición, una suerte de síntesis histórica que prometía superar los clivajes del pasado. Lagos era el segundo socialista en llegar a La Moneda; además, terminó por encarnar, para la elite, el viejo mito del presidente fuerte y republicano, que sabe hablar golpeado cuando es necesario. Ese mismo “hombre de carácter” es capaz también de convocar a los “grandes acuerdos”26.
En ese clima, recordemos, se negociaron las reformas a la Constitución Política que borraron del texto los llamados “enclaves autoritarios”. Estos enclaves eran instituciones que permitían la representación de las fuerzas armadas en la contingencia política. Por ejemplo, existían los senadores “designados”, cupos en la Cámara Alta otorgados no por elección popular, sino por designación directa. Así, por ejemplo, Augusto Pinochet llegó a ser senador. Otro de los enclaves autoritarios era el poder de las fuerzas armadas en el Cosena, una institución de gran gravitación durante la transición. Esta institución controlaba, en la práctica, los llamados “estados de excepción”. Este rol de las fuerzas armadas se ve reflejado en que la Constitución, hasta 2005, los consideraba “garantes de la institucionalidad”.
El libro de Claudio Fuentes El pacto hace referencia, desde el título, a la condición subjetiva que habitaba en la elite durante el proceso de reforma. De ahí que Fuentes se ocupe de narrar, en una suerte de contracrónica, la trastienda de cómo se negoció la Constitución, quiénes la negociaron y bajo qué principios actuaron.
El Gobierno de Lagos venía saliendo de una crisis política acaecida como consecuencia de sucesivos escándalos de corrupción cuyo punto más álgido fue el caso MOP-Gate. La salida institucional fue pactada entre el ministro del Interior, José Miguel Insulza, y el presidente del principal partido de oposición, Pablo Longueira Montes. Ese entendimiento desembocó en una reforma al Estado y sirvió de prólogo al asunto mayor, aquel que Fuentes estudia a cabalidad: las reformas constitucionales. Así, en octubre de 2004 se comenzó a fraguar lo que el autor denomina como “el acuerdo más trascendente desde el retorno a la democracia en Chile”.
Un Lagos debilitado en lo político, aunque canonizado por el poder empresarial, generó un escenario propicio para reformar la Constitución. En esa instancia, la elite política convino remover los enclaves autoritarios y, con ello, darle nuevos visos de legitimidad a la Constitución de 1980. El libro de Claudio Fuentes explica la cuestión en una doble dimensión. Por un lado, muestra que, conceptualmente, operó el principio de representación y una estrategia global de gradualismo. Por otro lado, explica en formato de crónica las controversias suscitadas a propósito de los resquemores que buena parte de la derecha tenía y del maximalismo incubado en los sectores “autoflagelantes” de la Concertación.
El libro de Fuentes permite perfilar en sentido histórico lo mismo que otros intelectuales observaron en los noventa: una transición inacabada, insípida, con más gusto a empate que a verdadera reforma democrática. Para la Concertación, la Constitución de 1980 había sido un tema complejo desde comienzos de la transición. Este tópico está en el seno mismo de la campaña del NO, porque participar en el plebiscito de 1988 era legitimar tácitamente el texto constitucional. Años más tarde, Patricio Aylwin dijo que la Constitución había que aceptarla “como un hecho”. Veinte años después, la idea de una nueva Constitución estaba en el programa de gobierno de la candidatura de Eduardo Frei en 2009.
En estricto rigor, el texto de 1980 ha sido objeto de ochenta y cinco modificaciones, agrupadas en nueve procesos de reforma. El primero ocurrió en 1989, cuando el régimen saliente negoció con la oposición un paquete de reformas constitucionales que menguaron el carácter autoritario de los artículos originales. El antiguo artículo octavo, que prohibía la participación política de partidos de inspiración marxista, fue derogado en conjunto con otras disposiciones que reflejaban el carácter autoritario del texto emanado de la Comisión Ortúzar. Las demás reformas fueron avanzando en la senda de democratizar la carta fundamental, pero contaron siempre con el férreo escepticismo de la UDI y sectores de RN que, majaderamente, calificaron el asunto como una cuestión alejada de las prioridades de la gente.
El rol de la UDI en la negociación relatada en El pacto no puede ser pasado por alto. Es algo más que un partido político velando por sus intereses. Si se comparan cada una de las cartas fundamentales y los sistemas de partidos que engendraron, salta a la vista que ninguna otra organización —en solitario— tuvo tantos escaños, tanto poder simbólico y tantas oficinas burocráticas como han tenido los gremialistas en esta época. Son más decisivos que la DC o los radicales bajo la Constitución de 1925, pese a que estos últimos gobernaron tres veces seguidas. Mucho más que los antiguos partidos Conservador y Liberal, eternamente empatados en los salones parlamentaristas. Incluso más poderosos que los pelucones civiles, siempre subordinados a los caudillos militares. Así las cosas: ¿dónde radica este poder de la UDI?
La UDI es una de las orgánicas políticas más poderosas que ha visto Chile en su historia. La Constitución de 1980 y el sistema binominal así lo permitieron; de ahí que sean tan celosos guardianes del texto. Ese peso simbólico ya era nítido en 2004: así lo deja ver el libro de Fuentes. La política de los consensos, fundada por Allamand y compañía, ahora les pertenecía a Longueira y sus boys. Cuando la Concertación quiso pactar la transición, llamó a la sede de Antonio Varas. Cuando Insulza buscó un interlocutor, tuvo que dirigirse a calle Suecia. Mal que mal, fueron quince años que no pasaron en vano. Los noventa consagraron una primera transición dirigida desde el puente RN-DC, con todas las implicancias centrípetas que eso tiene. Los 2000, en cambio, están marcados por el nexo PS-UDI, saltándose el centro y consolidando un diálogo en clave “técnica” entre los centros de estudios. De ahí el rol de Libertad y Desarrollo, principal agente intelectual del proyecto conservador.
En 2004, la UDI razonó tácticamente, constató su peso electoral, observó el éxito de su relato “popular” y aquilató la atomización de RN. Y concluyó lo evidente. La UDI apoyó nuevas reformas a la Constitución de 1980 para borrar los “enclaves autoritarios”, pero, a cambio de eso, se constituyó ella misma como el enclave autoritario. El pacto es un libro sólido que permite observar en perspectiva el tira y afloja que ocurrió en el seno de la elite política en 2004. Es una investigación de altísimo nivel académico tanto por su manejo de datos como por la seriedad de las tesis propuestas. Claudio Fuentes ha desarrollado una línea de trabajo sobre la transición que debe ser revisada a la luz de los debates de los años noventa que, lentamente, fueron durmiéndose en la opinión pública. El mismo autor publicó antes un libro titulado La transición de los militares (2006), en que relata la microfísica de los procesos vividos al interior de las fuerzas armadas27. En ese mismo espíritu, El pacto narra la trastienda del acuerdo constitucional de 2004 en adelante, que refleja el ethos de la elite y la creciente incidencia de los cuadros “técnicos” en los debates. Detrás de este proceso, se erige la enorme y contradictoria figura del presidente Ricardo Lagos.
Es en la persona de Lagos, este presidente debilitado por las circunstancias, aunque promovido por la elite empresarial, donde se hallan los nudos gordianos del proceso chileno durante el inicio del siglo XXI. En Lagos, la elite proyecta su sueño de una clase política ilustrada, con carácter, masculina y masculinizada. En este mito, juega un rol central la idea del “acuerdo”. Es el presidente-líder, el visionario, que es capaz de llamar a los grupos a dejar a un lado sus divisiones. El presidente-líder los llamaba a todos a un “nuevo” acuerdo. Esa es la narrativa “presidencial” bajo la cual fue reformada la Constitución en 2005.
En medio de las protestas estudiantiles más relevantes de la década se publicó uno de los libros más influyentes del año 2011: ¿Por qué no me quieren?, del sociólogo Eugenio Tironi. Con mayor perspectiva, se vuelve imprescindible mirar con detención la tesis de Tironi en este volumen28. Se trata de un texto escrito en cuatro días, según confesión del autor. Y se nota. Es una mezcla de columnas, antes publicadas en El Mercurio, con algunos análisis —todavía crudos— sobre el movimiento estudiantil. En su mejor lectura posible, debe ser visto como un colofón a Radiografía de una derrota, el libro que pretendía explicar la derrota de Frei en la segunda vuelta presidencial ocurrida en enero de 201029.
¿Por qué no me quieren? pretende elaborar una tesis sociológica sobre “el Chile actual” a partir de las implicancias políticas del triunfo de Sebastián Piñera en la segunda vuelta de 2010. De ahí que Tironi dedique casi tres cuartos del texto a divagar sobre la personalidad del presidente Piñera y la manera en que esta se plasma en su gobierno. Dicho en breve: según Tironi, Piñera sería “un ganador compulsivo con ribetes patológicos”, cuestión que explicaría su actuar errático. Este diagnóstico viene a complementarse con el libro Piñera: historia de un ascenso, publicado por Loreto Daza y Bernardita del Solar a principios de 201130. Allí se pone el acento en el carácter competitivo y audaz del sujeto. Esto le permitió, según las periodistas, ser hiperexitoso en el mundo de los negocios y puede ser una de las razones por las cuales ganó la elección; sin embargo, esta característica le impide gobernar. Es decir, las mismas características que lo hacen un buen candidato lo hacen un presidente débil. Esa es una de las tesis que se pueden extraer de la lectura de los libros mencionados.
En el presidente Piñera habría una “compulsión por destacar” que explicaría, según Tironi, la inclinación del sujeto por incurrir en “gestos excesivos, explotados hasta el paroxismo de la significación”. Estos producen una lógica de “banalización” de la figura institucional del presidente. Esta “banalización” condiciona a los oyentes, que rechazan de plano cualquier mensaje. La banalización de la institución sería producto de episodios concretos que debilitan el mensaje no por su contenido, sino por la ausencia del mismo. Episodios que mezclan, por un lado, chascarros fruto del apuro y, por otro, un incontrolable deseo por ser el centro de atención.
El académico Cristóbal Bellolio lo resumía del siguiente modo: “Piñera es el eterno cumpleañero”31. Pase lo que pase, el abrazo, la torta, los regalos y las fotos se los tiene que llevar él. Es decir, no hay construcción teórica posible en torno a un Ejecutivo conducido —única y exclusivamente— por las estrategias personales de su cabeza visible. Todavía más, estas estrategias se subordinan al pulso de las encuestas, que, a su vez, ratifican o desmienten las estrategias personales del mismo sujeto. El resultado: en cada anuncio o conflicto, lo que está en juego es —única y exclusivamente— la popularidad del presidente. Hay quienes dicen que fue el primer Gobierno de derecha en cincuenta años. Otros dicen que fue el quinto Gobierno de la Concertación. Tironi afirma que es el “Gobierno de Piñera”, y nada más que eso. Por ende, quien quiera entender lo que es Piñera debe dejar de lado todos los manuales. A este verdadero “cuadro clínico”, Tironi agrega que Piñera estaría atrapado conceptualmente: los chilenos no soportarían un Ejecutivo marcado por la retórica capitalista. Se podrá decir que ella no es privativa de la derecha, toda vez que la Concertación también la tenía. Tironi corrige:
Los de la Concertación hacían, quizás, lo mismo que el Gobierno actual; pero lo hacían no porque les naciera de ellos mismos, porque estuviera en su ADN, sino porque estaban obligados por las circunstancias; la globalización, las herencias de la dictadura, el bloqueo de la derecha, la recuperación de la democracia, y así por delante32.
[…] Ahí estuvo el secreto de la Concertación. Estaba en sus ojos. Era su identificación, su ethos compartido, sus vasos comunicantes, incluso de tipo familiar y social, con el anticapitalismo. Esto, curiosamente, le permitía ser dura en términos conceptuales y de políticas públicas y, al mismo tiempo, mantener prendida una pequeña luz de esperanza en el anticapitalista que todo chileno lleva adentro, que lo conducía a quedarse rumiando su desencanto, en vez de salir a la calle a protestar, como lo hace ahora33.
La tesis de Tironi es que la Concertación logró mantener el statu quo porque la ciudadanía percibía en ellos un ethos crítico del sistema. Plausible, sí, pero profundamente cínico. Una lectura profunda de ¿Por qué no me quieren? revela ese cinismo propio de la transición. Un cinismo que complementa el ya exhibido en Radiografía de una derrota, en el cual se prefiere mostrar a la campaña de Frei como “un producto malo” y no a la Concertación como una coalición consumida por sus propias contradicciones.
En el 2011, en medio de las manifestaciones estudiantiles que transformaron el mapa político, Piñera pareció parapetado en La Moneda. Su figura, proyectada en el tiempo, representa el éxito de la elite empresarial, el triunfo de la eficiencia económica y el pragmatismo. Piñera, así, traía al mito presidencialista un nuevo elemento: el éxito económico personal. Sin duda, el presidente más rico que ha tenido la República. Más allá de eso, su figura representa en la elite el triunfo de una tribu nacida en la segunda mitad del siglo XX; una avanzada plutocrática cuyos valores centrales son la eficiencia, el éxito y la audacia. Contra esos valores, era relativamente esperable que se levantara un movimiento que impugnara a Piñera. Eso ocurrió el 2011 con los estudiantes, que encarnaron el rechazo a Piñera y a sus valores.
Pocos libros permiten entender la figura de Michelle Bachelet como lo hace Neoliberalismo con rostro humano, del abogado Fernando Atria34. Este es un libro ineludible, pues es ágil por su método. Aquí aparece claramente la formación en filosofía analítica del autor, en tanto despliega una metodología de análisis que encuentra objeto en el lenguaje político y, más específicamente, en el lenguaje institucional plasmado en leyes y proyectos de ley. Para Atria el juicio sobre la obra de la Concertación debe centrarse en la evidencia jurídico-institucional de la causa: las leyes aprobadas y discutidas durante veintitrés años, 1990 a 2013. En ese ejercicio se vuelven iluminadores los criterios que el autor va construyendo para dar respuestas a las preguntas que abre el texto.
Aquí aparece el segundo mérito central de este libro: es agudo en su crítica. Atria entiende, como pocos, el punto neurálgico del neoliberalismo chileno. El libro describe con exactitud el mecanismo argumentativo en que descansan las instituciones que nos gobiernan. Ese mecanismo es la reproducción del privilegio como criterio forjador de políticas públicas, lo que se evidencia en el sistema educacional, las leyes laborales, el sistema de salud y, en general, toda la herencia de la dictadura de Pinochet. En esa base, Atria se pregunta si acaso la Concertación adoptó el neoliberalismo o lo combatió, es decir, si acaso la Concertación buscó crear instituciones que reprodujeran el privilegio o instituciones que impugnaran el privilegio.
El tercer mérito central de este libro: ofrece una tensión inédita dentro de la misma Concertación. La dualidad “flagelantes versus complacientes” es superada por Atria en tanto permite observar otra lógica: el neoliberalismo descarnado y otro corregido, “con rostro humano”. La tensión que Atria identifica, entonces, es entre amigos y enemigos, entre los partidarios del neoliberalismo pinochetista y sus opositores. De ahí que la Democracia Cristiana y el Partido Socialista compartan, según el libro, una confluencia de tradiciones que desemboca en la Concertación. El libro funciona, entonces, como el prólogo de un programa político que involucre a ambas tradiciones y que combata al neoliberalismo reproductor de privilegios que tiene como aliado, según Atria, al conservadurismo católico. El cristianismo díscolo de la DC chilena, intrínsecamente izquierdista según el autor, la emparienta con la tradición socialista del PS. Estos primos tienen un mismo “enemigo” y, por ende, una amistad latente.
Ese es el itinerario del libro, proporcionar las bases intelectuales para una lectura en clave presente-futuro de la izquierda chilena en el contexto de la elección presidencial de 2013, donde resultó elegida Michelle Bachelet. Las tres herramientas antes descritas son los códigos para comprenderlo a cabalidad: método, crítica y tensión. Esta tríada desemboca en tres tesis que guían no solo este libro, sino todo el programa atriano: rescate de la idea del socialismo como horizonte político, desactivación de la Constitución de 1980 y la elaboración de una “teología política” que vuelva a colocar la emancipación como objetivo final de las instituciones justas.
Tres tesis que remiten a trabajos anteriores del autor. En efecto, Atria ya disparó contra el sistema educacional en dos textos: Mercado y ciudadanía en la educación y La mala educación, donde combate el principio neoliberal de reproducción del privilegio e intenta perfilar un sistema distinto35. Su crítica a la Constitución de 1980 tiene un largo hilo que hay que rastrear desde sus papers académicos hasta el libro La Constitución tramposa, donde plantea una estrategia constituyente36. La tercera tesis, la de la teología política, es el gran telón de fondo de toda la obra de Atria, pues implica un rescate de la “escatología” como la gran idea política. La escatología es la promesa de un mundo por venir, un mundo que no es “este” mundo sino otro, uno “nuevo”. En el último capítulo de Neoliberalismo con rostro humano, que ocupa la mitad del volumen, Atria elabora esta idea aplicando la teología política al socialismo como tradición intelectual. Allí, el autor observa que el socialismo es una escatología política cuyo “desenvolvimiento histórico” no ha estado a la altura de su concepto y propone su rescate en el contexto chileno.
Según Atria, el cristianismo de la DC y el socialismo son tradiciones íntimamente ligadas, en tanto hablan de un mundo por venir, es decir, son doctrinas escatológicas que se conciben como un presente-futuro. Ambas tradiciones, como narrativas, se deben enfrentar al neoliberalismo, que, según Atria, no es una escatología, sino todo lo contrario: la negación del mundo por venir y la afirmación de los poderes de este mundo. En esta idea, Atria propone un clivaje político entre socialcristianos y socialistas versus neoliberales y católicos conservadores. Ese clivaje sería, según el autor, lo que está detrás de la distinción “derecha versus Concertación”, la dicotomía propia del régimen de la transición. En otros términos: los que creen en el mundo por venir y los que no.
Una vez descrito en su generalidad, algunas observaciones críticas parecen ser necesarias al programa atriano.
Primera observación crítica: es interesante que Atria hable en un código escatológico, pues esa nomenclatura había estado del todo ausente durante los veinte años de la transición. Las referencias escatológicas de los años sesenta son ineludibles, pues la Democracia Cristiana y el Partido Socialista fueron fuerzas esencialmente escatológicas, que llegaron al poder ofreciendo un mundo nuevo de la mano de una revolución en libertad, con empanadas, hostias y vino tinto. Ambas promesas de un mundo por venir eran mediadas por un hombre, un mesías elegido por el pueblo para guiarlo en su camino: Frei Montalva primero y Allende después. Sin embargo, Atria niega que el proyecto neoliberal de Pinochet sea una escatología. La primera observación es que el proyecto neoliberal tiene todas las características de la escatología de la izquierda de los sesenta, pero amputada de su retórica; parafraseando el libro de Joaquín Lavín, es una escatología “silenciosa”. Cuarenta años después de la instalación de la nueva religión neoliberal, esta parece ajada y no está a la altura de su propia promesa escatológica. Hoy, entre tanto crédito y copago, ya sin pan ni cielo, el paraíso neoliberal se hizo peste de segregación y privilegio. La utopía neoliberal del país desarrollado e insertado en el mundo se cumplió en la forma de una distopía: el país más segregado del mundo. Chile se ha pasado de escatología en escatología, de revolución en revolución, y lo que Atria propone es otra escatología.
Segunda observación: es necesario ampliar el objeto de estudio. Atria analiza proyectos y leyes aprobadas, sin embargo, no parece suficientemente amplio su criterio. Es interesante pensar si acaso el modelo analítico puede aplicarse a la Ley 20.000 de Drogas, a las leyes de medios, al financiamiento de la política o al proyecto de ley sobre lobby. Todas estas cuestiones se han discutido y legislado durante los veinte años de la Concertación y exhiben un profundo neoconservadurismo en la manera de entender las libertades públicas y las instituciones democráticas. Si Atria quiere evaluar la obra del bloque debería mirar con mayor amplitud los debates sobre temas que se alejan de las causas tradicionales de la izquierda. En esos asuntos la Concertación se derechizó irreflexivamente hasta el punto de no distinguirse en absoluto. Por ejemplo: todavía no sabemos quién financió las campañas electorales de la Concertación durante los veinte años y no lo sabemos hoy siquiera. Esta facticidad en la que operó el bloque es difícil de comprender con las categorías atrianas, lo que obliga o bien a obviarlas o bien a pulir los conceptos. De ese análisis brotarían ciertas características olvidadas de la Concertación: fue policial, prohibicionista, fáctica, censuradora, fóbica y conservadora. Y no es tan claro que en esas materias se les pueda imputar la culpa a los quórums calificados ni al sistema binominal.
Tercera observación: es imprescindible observar que el privilegio no es el único mecanismo propio del modelo neoliberal chileno. El estatus debe ser entendido como la otra cara de lo que Atria denomina “la angustia del privilegiado” (La mala educación), es decir, la posición de aquellos sujetos que son beneficiados por este sistema injusto y su modo de comprender su propio privilegio. Es interesante notar que el mecanismo de la angustia del privilegiado es teológico, en cuanto la angustia es la base de toda religión. La religión, desde tiempos remotos, es el remedio de la angustia, pero para operar necesita la angustia del sujeto. Visto así, la construcción de una religión de privilegiados-angustiados es parte fundamental del programa atriano.
Es útil pensar que la angustia del privilegiado tiene una contracara en la ansiedad por el estatus que ese privilegio otorga. Alain de Botton, un ensayista suizo, sostiene que esta ansiedad por el estatus es una de las claves de las sociedades modernas, especialmente en aquellas más segregadas. Si estiramos su tesis y observamos que Chile es el país más segregado del mundo, podemos pensar que la ansiedad por el estatus está bastante expandida en nuestra cultura. La ansiedad por el estatus, según De Botton,
nos lleva a pensar que corremos el peligro de no responder a los ideales de éxito establecidos por nuestra sociedad y que quizá por ellos nos veamos despojados de dignidad y de respeto; una inquietud que nos dice que ocupamos un escalón demasiado modesto o que estamos a punto de caer en uno inferior37.
Esta descripción parece el certero diagnóstico de lo que ocurre hoy en Chile, pues el modelo neoliberal generó una sociedad tan segregada que los individuos de cada segmento son siempre presa de no querer descender al segmento inmediatamente inferior y, en la medida de lo posible, tratar de ascender al siguiente. La inquietud y el cuestionamiento por el lugar que ocupamos es constante. Por ejemplo: todos los padres de Chile que mandan a sus hijos a un colegio con copago de veinte mil pesos quisieran mandarlos a un colegio con copago de treinta mil, pero son capaces de endeudarse para no bajar a un liceo con número. Esto no solo por la mala o buena educación que reciban, sino por los compañeros que el niño tendrá en cada establecimiento y la red de contactos a la que podrá acceder. El estatus, entonces, comprendido como la imagen que nos hacemos del lugar que ocupamos en la sociedad ultrasegregada que vivimos, gobierna todas las relaciones. Esto afecta a todos por igual, pero particularmente a las elites, aquellas que habitan los lugares más exclusivos del sistema institucional: los mejores colegios, las mejores clínicas, los mejores trabajos. Su ansiedad es voraz; quieren siempre más y más privilegio, más y más estatus, salones VIP de la política y los negocios, estudios jurídicos globalizados, universidades precordilleranas con vistas panorámicas de la ciudad, y así por delante. “Las elites no quieren soltar la teta”, decía un empresario hace unos años. La teta que las elites no quieren soltar es el privilegio; la leche de la teta es el estatus. El vicio de las elites es no querer soltar la teta, es la ansiedad por el estatus.
Cuarta observación a Atria: el neoliberalismo chileno es una religión del privilegio y el estatus. En la administración de esa religión están las elites y el Estado como gestores del “desarrollo”, ese mundo por venir al cual entraremos cuando pasemos cierto número en el PIB. Esta religión cuenta con sacerdotes: algunos son fieles defensores del dogma, otros son más díscolos, pero profesan la misma fe. Los centros neurálgicos del culto al privilegio y el estatus son los colegios particulares pagados, pero no “todos” los colegios particulares pagados. El centro neurálgico del culto al privilegio y el estatus, en Chile, son un puñado de colegios repartidos en el barrio alto donde los hijos de la elite política, económica, social y académica conservan y reproducen el privilegio. Los beneficiados por la sociedad ultrasegregada que vivimos se educan todos juntos, cuestión que convenientemente se ha obviado en el debate educacional de los últimos tres años, pese a que en ninguna parte del mundo ocurre algo similar.
Quinta observación: los colegios de la súper-elite son una muestra clara del modelo que vivimos, pues operan como grandes piscinas de contactos y capital social en las que nadan los niños, pero, ojo, también sus padres. Si nos sacamos los anteojos para ver de lejos y nos colocamos los anteojos para ver de cerca observaremos que en la meca del privilegio y el estatus está la misma Concertación, compartiendo reuniones de padres y apoderados con la elite de la derecha en iguales proporciones.
La contradicción para la Concertación, entonces, es brutal. Si busca crear un programa político de largo plazo, una “narrativa” según los términos de Atria, entonces debe cuestionarse ciertamente su propio rol sociológico en la mantención de los privilegios. Pareciera que la Concertación y la izquierda chilena en general ha desarrollado una suerte de adicción al privilegio y una ansiedad por el estatus que, en la otra cara de la moneda, engendra angustia por el privilegio y nihilismo institucional. Por ende, si el programa atriano tiene pretensiones de operatividad política debe hacerse cargo de la “sociología del estatus” que este modelo ha creado, sintomatología que presenta claramente la Concertación en tanto clase burocrática y administradora de un credo alternativo. Atria debería estar en condiciones de observar este rasgo de la Concertación para poder enjuiciar su obra y los caramelos que recibió de parte del sistema. La pureza de los conceptos difícilmente podría ilustrar esta arista.
Ocurre que, tal como los socialismos reales del siglo XX, la Concertación generó su propia casta de administradores del poder que buscaron siempre mimetizarse con los símbolos de la elite que decían combatir o “impugnar”. Aquí aparece entonces la gran contradicción, la enorme tensión de la izquierda chilena: denuestan el privilegio en el concepto, pero lo aman en la práctica. Es la conducta de un adicto. Para llevar a cabo el programa atriano, la Concertación debería superar esa adicción y, en tanto elite, renunciar a sus privilegios, partiendo por cuestionar seriamente los colegios privados del barrio alto donde asisten ellos y sus hijos. Este acto de renuncia parece ser lo que la elite completa debe plantearse, antes que seguir alimentando la segregación y la violencia simbólica. Es la misma canción que se escucha en Chile desde mediados de siglo, la canción por una clase dirigente menos banal y ostentosa, la canción por un país menos segregado y más revuelto, desde el liceo hasta la fila del médico, la canción que Violeta Parra y Los Prisioneros cantaban.
Sexta observación: sobre el final del libro, en el apartado de “Notas”, Atria hace una afirmación muy interesante que no debe ser pasada por alto. Antes de enunciarla recordemos lo que dijimos sobre el mecanismo del mesías y la escatología política. La DC tuvo su mesías en Frei, la UP en Allende, la dictadura en Pinochet. Antes, hace un siglo casi, el mecanismo hizo carne en un hombre que se volvió un hito de nuestra historia: Arturo Alessandri Palma. Lo más notable de Alessandri es que su liderazgo mesiánico tuvo como producto más simbólico una nueva Constitución, la de 1925.
Leamos ahora la afirmación que hace Atria sobre Michelle Bachelet, casi al final del libro, en una inocente “nota”:
Uno de los aspectos más inquietantes de la popularidad de la expresidenta Bachelet es precisamente su dimensión inmediata. Ella en buena parte se explica porque Bachelet es capaz de “conectar” inmediatamente con “la gente”. Esta conexión se funda no en que Bachelet tenga una visión política que resulta atractiva para el ciudadano (lo que no implica ni afirmar ni negar que la tenga), sino simplemente en el hecho de ser ella como es (por eso su tan discutido silencio durante 2012 le resultó tan útil en términos de encuestas). Publicistas y expertos en comunicación estratégica han escrito páginas y páginas de columnas de opinión explicando lo novedoso del “fenómeno Bachelet”, el hecho de que ella representa una “nueva” manera de entender la relación entre el “político” y el ciudadano. Pero no hay nada nuevo en esto; de hecho, es la forma más antigua de liderazgo político (puramente “carismático”). Es una forma de liderazgo que no descansa ni en razones ni en la deliberación política, sino solo en la capacidad del líder para identificarse inmediatamente con los sentimientos del individuo. Desde luego, el modo en que Bachelet ha administrado la posición en la que su carisma la deja ha neutralizado el riesgo que la identificación inmediata encierra, pero eso no debe llevarnos a ignorar el peligro de esa forma de liderazgo38.
Este párrafo es un reconocimiento explícito del autor a un problema central de su programa. Tal como no hay evangelio sin mesías, no hay programa escatológico sin liderazgo carismático. Los ejemplos de los presidentes que vimos antes no son sino la continuación histórica de este mecanismo que está presente en Chile desde el nacimiento de la República. La combinación entre proyecto escatológico y líder carismático, entonces, aparece como un signo que atraviesa al neoliberalismo, al socialismo y al socialcristianismo. Los conceptos de Atria producen una tríada: Concertación, Bachelet y un programa político; Iglesia, mesías y un mundo por venir. La tesis de Atria, luego, puede abreviarse a: la Concertación debe ofrecer una parusía —una segunda venida— más allá del neoliberalismo, una nueva escatología. Todo esto, en 2013, encabezado por Bachelet.
Según el párrafo transcrito, Atria se da cuenta del riesgo de esto, aunque cree que todo se juega en la manera en que Bachelet “administra la posición en la que su carisma la deja”. Pero hay razones para creer que quien queda en la posición del liderazgo carismático es menos libre de lo que Atria cree y no tiene espacio para decidir cómo “administrar” su rol. Este parece prefijado en los conceptos mismos del programa político escatológico y su destino es siempre trágico en nuestra historia, ya sea con Alessandri, Frei, Allende o Pinochet. El destino del “elegido” es siempre trágico, pues emana de la posición que tiene el hijo de Dios en la teología cristiana: es crucificado. La observación a Atria, entonces, es que, quizás, quiéralo o no, sépalo o no, está construyendo un evangelio, un programa político para reproducir el mecanismo escatológico-mesiánico y, mientras lo hace, ya está presagiando la tormenta, adivinando el destino.
Si esto es cierto, entonces, en el pensamiento de Atria respecto de Bachelet solamente se confirma la necesidad de un mesías que cruce el puente entre un orden y otro, atravesando el abismo siempre latente entre este mundo y el que viene. Si somos agudos, veremos que ningún personaje de la historia política chilena se parece tanto al “León” como Bachelet. Quizás la doctora sea la elegida del presente-futuro para ocupar el lugar frente a la estatua de Alessandri, en las afueras del palacio de gobierno de esta república. Ese simbolismo, entonces, pareciera llevarnos siempre de vuelta hacia el líder carismático. Así, el libro de Atria deja una intuición ambivalente de si acaso no estaremos condenados a repetir mecanismos que parecen emancipatorios, pero veinte años después se revelan perversos. Es que, a ratos, pareciera que Chile está predestinado, desde el concepto, a transitar de naufragio en naufragio, de mesías en mesías, de evangelio en evangelio, de fronda en fronda.
La Constitución Política de 1980 ha sido la gran protagonista de esta época. Una campaña que llamó a marcar el voto, continuas editoriales y cartas a los medios sobre la iniciativa, la defensa cerrada que hace la derecha del texto, la crítica constante de los opositores, las demandas del movimiento social: todo parece reconducir siempre al asunto constitucional. Así, también, la literatura que se ha publicado en los últimos años tiene a la Constitución en el centro del escenario y los abundantes columnistas también dedican su prosa al tópico en cuestión.
A este respecto, dos libros han llamado la atención por tocar aristas poco exploradas del problema constitucional chileno. El primero, publicado por Claudio Fuentes, lleva por título El fraude y detalla con precisión las gestiones de la dictadura para llevar a cabo un proceso fraudulento y presentarlo como plebiscito constitucional, en septiembre de 198039. El segundo libro, publicado por Fernando Atria, se denomina La Constitución tramposa y se ocupa de argumentar cómo y por qué el articulado actual impide una reforma seria y definitiva al texto constitucional40. Ambos libros permiten una lectura aguda del problema, pero también dejan líneas argumentativas abiertas que es importante recorrer para observar la profundidad del asunto.
En el libro de Fuentes se observa una prosa que combina el periodismo de investigación con la crónica, ambos géneros útiles para realizar la tarea que el autor considera primordial, esto es, mostrar la ilegitimidad de origen del plebiscito constitucional de 1980. Hasta aquí nadie había escrito al respecto y la información disponible se resumía a unas pocas páginas repartidas en varios volúmenes donde apenas se entregaban líneas gruesas sobre el proceso. En ciento veinte páginas, el autor deja sobre la mesa evidencia clara y contundente de la conducta tiránica del régimen de Pinochet, que controló cada aspecto del plebiscito de 1980 a su favor. Todos los datos, discursos, testimonios y documentos que Fuentes recupera llevan hacia esa conclusión. El proceso por el cual se aprobó la Constitución de 1980 fue una puesta en escena bajo la cual solamente había violencia.
Sin embargo, pese a la notable precisión de Fuentes, el libro no termina por entregar una visión conceptual para entender qué ocurrió en 1980. Al comienzo del texto, el autor utiliza la palabra “farsa” para referirse al proceso y cita un eslogan de la oposición: “No queremos una farsa”. En el resto del volumen, Fuentes utiliza la palabra “fraude”, la cual intercala indistintamente con “farsa” a lo largo del libro. Es menester decir que farsa y fraude son conceptos distintos y no denotan lo mismo. Una farsa es un tipo de obra de teatro burlesque, aunque farsa también es utilizado para significar la maquinación de un engaño. El término “fraude” alude a un tipo particular de engaño, aquel que se realiza para eludir obligaciones legales o para usurpar derechos de otros. En este sentido, la farsa es la puesta en escena para realizar un fraude. El régimen de Pinochet montó una farsa, esto es, una votación fraudulenta, para llevar a cabo un fraude, esto es, usurpar el poder constituyente.
El concepto correcto para explicar el fenómeno ha sido acuñado por un agudo pensador francés, Jean Baudrillard. Con la palabra “simulacro”, el autor busca atrapar el creciente fenómeno de la puesta en escena, de la imitación de la realidad, que penetra en las sociedades contemporáneas como el único canon de verdad. Según Baudrillard, desde hace un par de décadas hemos entrado en la sociedad del simulacro, donde domina una apariencia de verdad que esconde su propia naturaleza, es decir, que es solamente una apariencia. Baudrillard toma una frase griega para sostener que “el simulacro no es el que oculta la verdad, sino que es la verdad la que oculta que no hay verdad”41. El simulacro es verdadero, pero tras él no hay nada. Eso ocurrió en septiembre de 1980 en Chile: un simulacro.
Esto nos lleva al libro de Atria. Desde el título de su libro, el autor sostiene que la Constitución tiene trampas. Los quórums supramayoritarios, el rol del Tribunal Constitucional y el otrora sistema binominal hacen que la cancha sea tramposa. La metáfora no es casual y Atria la toma del propio Jaime Guzmán y un artículo donde el jurista gremialista sostiene que la Constitución debe estar redactada de tal forma que impida que el proyecto de la dictadura sea reformado. No es claro, sin embargo, qué quiere decir exactamente la metáfora de Guzmán que Atria acepta sin cuestionarla en profundidad. Bien puede ser tramposa la metáfora misma, pues su sentido último no es claro. Guzmán habla de que “de hecho” las posibilidades estén limitadas a un marco dado, pero no es claro a qué se refiere con “la cancha”. ¿Es el texto de la Constitución? ¿O es el texto solo parte de la cancha? El texto de la Constitución no es toda la cancha, es parte de la cancha y, probablemente, su lugar fundamental. Es algo así como los casilleros centrales del tablero de ajedrez, donde el juego se traba y se resuelve a favor de uno o de otro. Sin embargo, en torno al texto habitan las prácticas, las expectativas y el clima de fronda que signa la época. Veamos a continuación un ejemplo sobre cómo la elite política subvierte la lógica de las instituciones. El texto de la Constitución es solo un elemento que considerar ante un entendido tácito que gobierna la época: el principio de unanimidad.
Debemos destacar que una de las características centrales del proceso constituyente chileno ocurrido durante esta década es que existe un profundo debate respecto a los quórums constitucionales. Durante el denominado “proceso constituyente”, ideado por el segundo Gobierno de Bachelet, parece haberse instalado un consenso tácito respecto al quórum necesario para redactar un nuevo capítulo de la Constitución vigente. Hay quienes creen que es obvio que se requieren dos tercios del Parlamento, aunque esto es profundamente controvertible. Ocurre que otra de las características del proceso constituyente chileno es que el debate público sobre la nueva Constitución está regido por metáforas, analogías, comparaciones y figuras literarias que no siempre esclarecen el panorama. Se habla de casas compartidas, pisos comunes, rayado de canchas, saltos al vacío, atajos, gomas de borrar, hojas en blanco, fumadores de opio, entre otras. Estas comparaciones no siempre aclaran y a veces oscurecen el debate de fondo.
La presidenta Bachelet, luego de un largo período de reflexión, comunicó al país que el procedimiento a seguir se iniciaría con una fase de educación cívica, que desembocaría en “diálogos ciudadanos”, que llevarían luego a la redacción de un documento que informará el posterior debate parlamentario. En lo estrictamente institucional y legal, la presidenta anunció el envío de un proyecto de reforma constitucional a fin de redactar un nuevo capítulo de la Constitución. En este nuevo capítulo XVI sería donde se regularía un mecanismo de reemplazo de este texto constitucional por otro. La nueva Constitución podrá ser redactada por una Comisión Bicameral, una Comisión Constituyente formada por parlamentarios y ciudadanos o una Asamblea Constituyente.
Durante casi dos años se discutió si acaso deben buscarse mecanismos de reforma que impliquen un quórum de dos tercios de los parlamentarios o tres quintos de los mismos. En el plano de las metáforas hay quienes han dicho que todo plan que implique un quórum de tres quintos es un “atajo constitucional”. De esa manera, un grupo de profesores ataca permanentemente las tesis de otros profesores, achacándoles así una falta de lealtad con el texto constitucional vigente. De hecho, todo el debate se ha centrado en la búsqueda de procedimientos que satisficieran plenamente los requisitos del actual articulado. No hay duda de que ese fantasma ha operado en los pasillos de La Moneda como una fuerza constrictora de las posibilidades del Ejecutivo.
Para mostrar esto es necesario, primero, hacerse la pregunta jurídica relevante respecto del anuncio de la presidenta Bachelet: ¿cuál es el quórum requerido para redactar un nuevo capítulo de la Constitución vigente? Nótese que aquí estamos preguntando, precisamente, por el mecanismo que ha elegido el Gobierno de Bachelet, es decir, la redacción de un nuevo capítulo de la Constitución vigente. Para responder a nuestra pregunta debemos leer el capítulo XV de la Constitución, específicamente el artículo 127 inciso segundo:
El proyecto de reforma necesitará para ser aprobado en cada Cámara el voto conforme de las tres quintas partes de los diputados y senadores en ejercicio. Si la reforma recayere sobre los capítulos I, III, VIII, XI, XII o XV, necesitará, en cada Cámara, la aprobación de las dos terceras partes de los diputados y senadores en ejercicio.
La norma transcrita contiene dos reglas, una general y otra particular. Por regla general, el artículo 127 establece que toda reforma constitucional necesitará de la aprobación de tres quintas partes de los parlamentarios en ejercicio. Luego, establece una regla particular aplicable a seis capítulos que enumera taxativamente: el primero, el tercero, el octavo, el undécimo, el duodécimo y el decimoquinto. Dicho de otro modo, dado este inciso, las reformas constitucionales necesitarán un quórum de tres quintos, a no ser que recaigan sobre los capítulos señalados, pues ahí serían dos tercios. De esta forma, podemos reformular la pregunta y señalar: ¿en qué situación recae una reforma que pretende redactar un nuevo capítulo de la Constitución? ¿Es la redacción de un nuevo capítulo un supuesto de la regla general de tres quintos o de la regla particular de dos tercios?
Si leemos correctamente el precepto legal transcrito, deberemos concluir necesariamente que el quórum para redactar un nuevo capítulo es de tres quintos, pues no estamos en presencia de una reforma de ninguno de los seis capítulos cuya modificación implica dos tercios. Sin embargo, durante estas dos semanas se ha oído a dirigentes políticos, de Gobierno y oposición, señalar que el quórum requerido sería dos tercios. Esto es un manifiesto error jurídico y muestra una mala interpretación del artículo 127. Además, a mayor abundancia de argumentos sobre este punto trascendental, en Chile ya tenemos una experiencia constitucional de redacción de un nuevo capítulo de la Constitución. Es decir, ya nos planteamos la pregunta jurídica y ya tomamos un curso de acción. Aquello ocurrió con el proceso de reforma constitucional que creó el capítulo VII, correspondiente a la Fiscalía Nacional. En esa reforma se agregó el nuevo capítulo a través de un quórum de tres quintos. Es decir, la norma es clara y la práctica constitucional es coincidente con esa norma. La conclusión jurídica evidente es que el proyecto anunciado por la presidenta Bachelet necesitaba un quórum de tres quintos y no de dos tercios, como erradamente se ha sostenido. Quienes pretenden instalar la tesis de los dos tercios deben recurrir a una alteración de la realidad jurídica, a fin de acomodar las normas y estirar argumentos poco plausibles. Siguiendo las metáforas, los defensores de la tesis de los dos tercios recurren a argumentos blandos, como los relojes de Dalí, que parecen deshacerse a fin de alargar las horas.
Los juristas parecen del todo cómodos con el aparente consenso tácito sobre la tesis de los dos tercios. El profesor Patricio Zapata, por ejemplo, ha señalado explícitamente que la idea de redactar un nuevo capítulo tiene reglas de quórum de dos tercios. Es útil entender los argumentos que se pueden esgrimir a favor de la tesis de Zapata.
En primer lugar, se podría sostener que el nuevo capítulo XVI tratará materias del capítulo XV, por lo que serían aplicables, extensivamente, las reglas de reforma de dos tercios que el artículo 127 contempla para seis capítulos específicos, incluyendo el XV. Este argumento, que llamaremos “quince largo”, nos invita a subentender el nuevo capítulo como un apéndice el capítulo XV, lo que evidentemente va contra el texto constitucional y también contra la propuesta del Gobierno que claramente señala que estamos ante un nuevo capítulo y no una reforma del capítulo XV. Este argumento es un reloj de Dalí que estira el capítulo XV más allá de sus propias fronteras, hacia un todo indeterminado que colonizaría con sus quórums todo nuevo capítulo que lo sucediera.
En segundo lugar, se podría ofrecer un argumento “de naturaleza” del asunto a tratar en el nuevo capítulo que implicaría un quórum de dos tercios. En otras palabras, dado que la nueva Constitución es tan importante, corresponde aplicar el más alto de los quórums disponibles. Este argumento también se salta el artículo 127 y estira la naturaleza del asunto a tratar hacia una supuesta correlación entre esa naturaleza y el quórum requerido. Ese argumento también es un reloj de Dalí, pues deforma el texto constitucional y su sentido a fin de acomodar la tesis de los dos tercios.
Finalmente, el profesor Zapata ha señalado que el quórum de dos tercios es un hecho “de la realidad”. ¿Cuál realidad? No es, ciertamente, la realidad del texto constitucional, sino más bien el de una relojería de los relojes blandos como los de Dalí. La “realidad” que observa Zapata se impondría incluso al artículo 127:
Esto no es un tema de si me gusta, no me gusta, si yo quiero que sea por dos tercios, no es un tema de voluntad. Este es un dato que está ahí y hay que trabajar con este dato. Ese es un punto de partida que, a mi juicio, despeja muchísimos fantasmas42.
En el plano de las metáforas, el profesor Zapata invita a construir “un menú entre todos” desde este punto de partida que, según él, despeja fantasmas. Es curioso este razonamiento. Para despejar fantasmas, sugiere el profesor Zapata, debemos saltarnos el artículo 127 de la Constitución y hacer como si el quórum fuera dos tercios. Un verdadero poltergeist jurídico que pretendería satisfacer a los más conservadores mediante una violación del texto constitucional. Incluso más, esto sería “un dato que está ahí”, dice Zapata. ¿Ahí dónde? Por lo que respecta a las normas del artículo 127 inciso segundo, no hay razones para saltarse el quórum de tres quintos. Hacerlo implicaría, precisamente, un “atajo”, eso sí esta vez un atajo para esquivar la norma de los tres quintos y abrazar el quórum de los dos tercios para librarse de los supuestos fantasmas. Estaríamos, pues, ante una parábola, un relato figurado que no es jurídico, sino plenamente político, para instalar los dos tercios como el quórum de esta discusión parlamentaria.
Y ¿cuál fue el desenlace de este nudo jurídico que enfrentó el segundo Gobierno de Bachelet? Ante la evidencia de que el quórum para redactar un “capítulo XVI” era de tres quintos, el Gobierno de Bachelet decidió abrazar la parábola de los dos tercios. En vez de redactar un nuevo capítulo, se decidió reformar el capítulo XV. Así, se impuso el quórum como criterio, aun antes de determinar el mecanismo de reforma.
Lo que hay detrás de los quórums no es solo un puñado de parlamentarios de diferencia, sino la viabilidad real de una Asamblea Constituyente y el tipo de acuerdo que el Congreso puede construir en torno al nuevo capítulo XVI. Este asunto es crucial en la discusión del proceso constituyente chileno, pues muestra la lógica que ha gobernado la transición. Detrás de la parábola de los dos tercios lo que hay es un principio de unanimidad atenuada. Lo que mueve un quórum tan alto como ese es que “todos” o “casi todos” estén de acuerdo, en oposición a un principio de mayoría. Esa es una idea central para comprender cómo se ha edificado esta nueva fronda.
Los historiadores del futuro observarán este período de la historia de Chile con particular interés. Su posición les permitirá ver cuestiones que a nosotros se nos pasan por alto. Los historiadores del futuro, seguramente, tendrán la lucidez que hoy nosotros no tenemos para ver las constantes y los quiebres que se manifiestan como marcas tectónicas solo visibles desde gran altura. Si pudiéramos dejarles planteadas algunas preguntas a esos historiadores deberíamos partir por una pequeña lista: ¿qué ha ocurrido durante estas décadas en Chile? ¿Qué es este ambiente lacrimógeno que respiramos, al final de la segunda década del nuevo siglo? ¿Cómo entender la violencia cada vez más recurrente?
Muchos libros y análisis se han escrito sobre lo ocurrido en este país luego de que la dictadura de Pinochet entregara el poder a los civiles. Se han escrito biografías, crónicas, largos ensayos, otros más breves, textos sobre sociología, ciencia política y humanidades. Todos con cifras y citas respetables, con doctorados y proyectos de investigación de fondo. Sin embargo, los intelectuales han mirado con poca atención qué ha ocurrido en estos años con el dispositivo institucional denominado “estado de excepción”.
En la doctrina constitucional se entiende que un estado de excepción es un escenario de afectación de determinados derechos fundamentales dada una ampliación extraordinaria de las facultades de administración del Estado que permite limitarlos o suspenderlos. Los presupuestos para un estado de excepción, en Chile, están regidos por los artículos 39 y siguientes de la Constitución de 1980. Allí se establecen cuatro supuestos para cuatro estados de excepción distintos: en caso de guerra interna o externa se dispone del estado de asamblea; en caso de conmoción interior se dispone del estado de sitio; en caso de emergencia se dispone del estado de emergencia; en caso de calamidad pública se dispone del estado de catástrofe. Es importante tener presente que la declaración de estado de excepción depende del presidente de la República con consulta al Congreso conforme al artículo 32 de la Constitución y la Ley Orgánica 18.415 de Estados de Excepción Constitucional. También entra en juego la ley 12.927, conocida como Ley de Seguridad del Estado, que debe leerse en concordancia con las disposiciones relativas a excepcionalidad jurídico-política.
Los historiadores del futuro entenderán que estos conceptos resultan claves para entender la dictadura, pues, en base a ellos, el 11 de septiembre de 1973 se declaró estado de sitio en todo el país. Suplantando el lugar del presidente y del Congreso en la Constitución de 1925, la Junta Militar utilizó metafóricamente el antiguo artículo 72, que contenía, por entonces, los estados de excepción. Esta disposición se levantó recién el 10 de marzo de 1978 cuando el dictador anunció el fin del estado de sitio. Años más tarde, recordemos, promulgó su Constitución, que recogió la normativa sobre estado de excepción que se arrastra desde 1833. En 1984 volvió a decretar estado de sitio, cuestión que repitió varias veces hasta entregar el poder en 1990. El estado de sitio fue el instrumento favorito, la herramienta predilecta del régimen de Pinochet.
Cada carta fundamental que ha tenido Chile se ha encargado de establecer un dispositivo institucional para enfrentar determinados escenarios y afectar ciertos derechos fundamentales, como el de reunión y libre tránsito, entre varios otros. El punto relevante aquí, la excepción entendida como concepto límite del derecho y la política, ha sido objeto de las teorías sobre la soberanía más elaboradas del siglo XX. Carl Schmitt, conocido como el kronjurist de Hitler, sostuvo toda su arquitectura iuris-filosófica en base al concepto de excepción. Según Schmitt, en último término, la soberanía y la excepción están íntimamente conectadas: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, afirmó43. Del otro lado, Walter Benjamin, otro influyente pensador de la política y la violencia, generó una teoría rival a la de Schmitt. El rol del soberano, según Benjamin, no es decidir sobre la excepción, sino negarla al excluirla de la normalidad44.
Giorgio Agamben, un intelectual italiano de creciente influencia en nuestras academias, sostiene que la comprensión cabal de los estados de excepción debe hacer un sincretismo entre ambas tesis. Agamben dedica un potente ensayo a establecer que los estados de excepción ocurren en una zona anómica, un vacío jurídico, entre el orden y la violencia45. Agamben concluye, siguiendo a Benjamin, que el estado de excepción ha devenido la normalidad en Occidente, pues son innumerables los países en que este vacío jurídico ha sido usado como mecanismo de gobierno y de control allí donde el poder amenaza con ser sobrepasado. Es tanta la relevancia de esto que la dictadura ideó un organismo especialmente dedicado a intervenir en la decisión sobre excepción constitucional. El llamado Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), integrado originalmente por los cuatro comandantes en jefe, el presidente y otros civiles, tenía voz y voto en todas las materias relativas a estados de excepción. Esto recién se modificó el año 2005 con las reformas constitucionales que le devolvieron al presidente las facultades especiales y sacaron a los militares de esta función deliberativa. Aun así, el Cosena es una de las instituciones más curiosas del constitucionalismo global, pues suponía un rol directo de los militares en la decisión política más trascendental. Si soberano es quien decide sobre el estado de excepción, y el Cosena decidía, entonces cabe sostener que el Cosena era el soberano hasta 2005.
Durante el año 2011, en medio de las masivas movilizaciones estudiantiles, se volvió un lugar común decir que la violencia protagonizada por encapuchados y carabineros eran “hechos aislados”. Hoy, sin embargo, esa denominación parece quedarse corta para describir qué es lo que ocurre con exactitud a la hora en que terminan las marchas y comienza una suerte de ritual de violencia. El país vive ya largos años de este proceso. Cuestión no ajena a nuestra historia, como prueba el famoso ensayo Violencia política popular en las “grandes alamedas”, de Gabriel Salazar. Con los conceptos antes expuestos es interesante volver a preguntarles a los historiadores del futuro: ¿qué es este ambiente lacrimógeno que se ha apoderado de nuestras principales avenidas en Santiago y en regiones? ¿Qué ocurre en Chile que la violencia parece protagonizarlo todo?
El año 2011 nos heredó un largo hilo de reflexiones y consecuencias políticas. Entre ellas hay una que es pasada de largo cuando se rememora el impacto de los movimientos sociales. Ocurrió que, un día, los “hechos aislados” dejaron de ser tales y pasaron a ser algo más. Ese día fue el 4 de agosto de 2011, cuando decenas de miles de estudiantes se enfrentaron a cientos de carabineros en el centro de Santiago. Unas cuarenta cuadras a la redonda fueron sitiadas por la policía, los grupos fueron dispersados una y otra vez a fin de impedir que una marcha no autorizada se llevara a cabo. Cualquier agrupación mayor a cinco personas era inmediatamente disuelta y el libre tránsito fue derechamente suspendido. Desde el aire, los helicópteros “bombardeaban” con lacrimógenas, mientras que los observadores de derechos humanos criticaban la excesiva violencia con la que se reprimía. Horas más tarde, un local de la multitienda La Polar fue quemado y el clima enrarecido se completó con nuevos enfrentamientos y un masivo “cacerolazo”. De lado y lado, encapuchados y carabineros exhibieron un nivel de beligerancia insólito para una transición conocida en el mundo por lo pacífica y civilizada.
El 4 de agosto de 2011, en la práctica, Santiago vivió una especie de estado de excepción. Curiosamente, cuando se le consultó al ministro de Interior, Rodrigo Hinzpeter, él no titubeó en afirmar que Santiago estaba en completa normalidad y que Carabineros había procedido conforme a la ley. Tal como decía Benjamin, entonces, el rol de soberano en la institucionalidad chilena no es decidir sobre el estado de excepción, sino negarlo. Lo niega, pero, en la práctica, opera. Opera como un vacío jurídico, una anomia, en la cual el Estado puede pasar por encima de la ley invocando la ley, todo para devolver el orden y la normalidad. Se utilizan dispositivos como la flagrancia para enfrentar lo que, del otro lado, también es violencia anómica, la de los encapuchados.
Es clave considerar que el paradigma según el cual el soberano niega el estado de excepción, pero este igualmente opera, ha tenido ya otros ejemplos en la transición. El 19 de diciembre de 1990, saltándose todos los preceptos legales y constitucionales, Augusto Pinochet ordenó a las tropas militares el llamado ejercicio de enlace, que las mantuvo acuarteladas durante tres noches. Esto se repitió en mayo de 1993 con el llamado “boinazo”, nombre que se le dio a la acción de tropas que, vestidas con uniforme de guerra y boinas negras, rodearon La Moneda. En ambos casos el gobernante civil —el Ejecutivo, conducido por Patricio Aylwin— negó la excepcionalidad de estos hechos.
En otros términos: hubo estado de excepción, pero este no fue declarado, sino negado. Incluso en el momento final de la dictadura, la madrugada del 6 de octubre de 1988, este paradigma se había plasmado ya en la negación que realizara la Junta a la petición de Pinochet. Él solicitó una ley de poderes especiales para poder desconocer el plebiscito, pero la Junta le negó esta declaración de excepcionalidad y, en cambio, afirmó la normalidad y la vigencia de la Constitución. Esa noche la paradoja a la que el mismo régimen se dejó arrastrar fue evidente: si afirmaban la normalidad deberían entregar el poder; si desconocían los resultados deberían declarar la excepción y su poder se exhibiría entonces desnudo de cualquier legitimidad.
De este modo, el ejercicio de enlace y el boinazo son hechos que permiten mostrar el paradigma que gobernó la transición durante los noventa. La excepcionalidad existió siempre como una amenaza latente al orden, que como tal se intuía frágil, merecía ser cuidado y objeto de “grandes acuerdos” para no ponerlo en peligro. Desde el 2005 en adelante, la reforma constitucional evidenció que este peligro ya no era tal y, entonces, se trasladó. Desde el año siguiente, con el llamado “movimiento pingüino” de 2006, la excepción política se vinculó ahora con los movimientos sociales, que con su acción han ido empujando al poder a develar sus mecanismos de control.
Por eso, los estados de excepción y la fuerza desnuda son el gran trauma que los gobernantes civiles heredaron de la dictadura. De hecho, cada vez que se deben aplicar el país entero parece recordar fantasmas y recorrer caminos ya transitados. Así ocurrió la madrugada del 27 de febrero de 2010, última vez que se declaró un estado de excepción traumático en Chile. Esa noche, Michelle Bachelet se enfrentó al gran dilema que diagnosticaba Benjamin; llegada la hora, no pudo decidir. Demoró horas en declarar estado de catástrofe y poner a los militares en la calle, porque esto recordaba la estética de la dictadura. De hecho, los acontecimientos que gatillan la decisión son propios de una zona anómica: los saqueos en Concepción y sus alrededores. El plano estético no puede ser desechado; recordemos que Walter Benjamin es, precisamente, un filósofo de la estética.
Entonces: ¿qué ocurre en Chile? Vistos en perspectiva, todos estos hechos aislados aparecen como una larga cadena de acontecimientos que encajan como piezas de un puzle. Chile enfila rumbo a un estado de excepción declarado, en que la anomia que es visible de tanto en tanto se reconocerá explícitamente por quien detente la soberanía. No podemos saber si esto será mañana, pasado, el próximo año o dentro de un lustro, pero sí podemos observar cómo el mecanismo se manifiesta: el soberano niega la excepción y afirma la normalidad hasta que la fuerza de los hechos lo empujan a declarar la excepcionalidad. Una vez que ha dado ese paso, sabemos, quien detenta el poder está cerca de su propia ruina. Tal como el Angelus Novus de Paul Klee, que le da la espalda a un futuro que lo arrastra, los ciudadanos de esta república somos protagonistas de un devenir que no deja conocer su propia clave.