“Es hora de terminar con un conflicto que ha durado casi quinientos años”. Con esa frase Michelle Bachelet inició —el pasado 1 de junio— la parte de su última Cuenta Pública, donde se refirió al conflicto en la región de la Araucanía, sur de Chile. Medio milenio. Una cuarta parte de la era cristiana.
Por extraño que resulte a un lector medianamente culto o informado, aquella es la creencia generalizada entre los chilenos y también entre sus representantes políticos: que el conflicto que desangra las regiones del sur tiene quinientos años. Que partió con Cristóbal Colón y que todo, por supuesto, es culpa de los españoles.
No de los chilenos. Y mucho menos de los argentinos.
Siendo sincero, dudo que Bachelet y su círculo sepan que hay mapuche en Argentina. No se trata de exiliados, tampoco de migrantes, mucho menos de turistas. Están allí desde hace siglos. Son más de trescientos mil y habitan las provincias del sur, en la hoy llamada Patagonia.
Hace tan solo un siglo y medio atrás eran dueños de todo al sur de Buenos Aires, Rosario, Córdoba, San Luis y Mendoza. Las extensas pampas trasandinas fueron sus dominios. Allí vivían en sus tolderías y hacían fortuna arreando miles de cabezas de ganado desde y hacia ambos lados de la cordillera. De Puelmapu, la tierra mapuche del este, a Gulumapu, la tierra mapuche del oeste.
El ganado vacuno, lo mismo que los caballos, había sido introducido en aquellas inmensas praderas por la expedición española de Pedro de Mendoza al río de La Plata, ello en el año 1536.
Catorce navíos y cerca de dos mil hombres componían aquella flota que fundó la ciudad de la Santísima Trinidad y el puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre, ambas en tierras del pueblo Querandí. Sí, hablamos de Buenos Aires.
Pero no solo hombres componían la expedición. También centenares de cabezas de ganado y caballares, capturados más tarde por los querandíes en sus constantes ataques al poblado español.
Dispersos por las pampas estos animales se multiplicaron de manera casi infinita, siendo incorporados rápidamente por las diferentes tribus del interior como alimento y moneda de intercambio.
De allí viene kulliñ, palabra del mapuzugun que hoy se traduce comúnmente como plata o dinero. Su real significado no es otro que "animal" y durante siglos hizo referencia a la moneda de uso habitual en nuestra rica sociedad ganadera y comerciante; vacas, caballos y ovejas eran los kulliñ más cotizados. Sí, los mapuche del Cono Sur eran potencia ganadera. ¿Nunca les contaron esto en la escuela?
Y es que el conflicto interétnico actual nada tiene que ver con Cristóbal Colón o Pedro de Valdivia, como parecen suponer tantos en Chile y Argentina. Muy por el contrario. Tras un fiero contacto inicial con la Corona y una guerra abierta que se prolongó por medio siglo, la diplomacia de las armas y el comercio fueron posteriormente la norma. Ello durante casi trescientos años.
La llamada Guerra de Arauco relatada por Alonso de Ercilla en La Araucana, aquella de los guerreros invencibles y del “cementerio español en América”, disminuyó notablemente en intensidad a partir de 1641. Aquel año se firmaron las paces en el Parlamento de Quillín y se reconoció al río Biobío como frontera entre los mapuche libres y la Corona.
Este Parlamento o Koyang (en mapuzugun) tuvo lugar el 6 de enero de 1641 junto al río Quillén, actual provincia de Cautín, y como protagonistas al gobernador de Chile, Francisco López de Zúñiga, marqués de Baides, y los caciques Futapichún, Lienkura, Antuwenu, Chikawala y Lincopichún, representantes de otros sesenta jefes mapuche asistentes.
López acudió acompañado de un ejército de 1.376 españoles. Por el lado mapuche asistieron a lo menos tres mil guerreros. Si bien no existe una transcripción directa de lo allí acordado, relatos posteriores de los padres jesuitas Alonso de Ovalle, quien asistió al Parlamento y hablaba mapuzugun, y Felipe Gómez de Vidaurre, en el siglo XVIII, dan luces de lo que allí aconteció.
Según Vidaurre, los caciques exigieron al marqués de Baides principalmente tres cosas:
Que ellos debían componer un pueblo libre y no ser precisados a servir a español alguno. Que ellos debían ser considerados como aliados de la España. Y que el río Biobío fuese el límite de ambas naciones donde ninguno de ellos debía pasar armado. El mismo Vidaurre agregó que el marqués aceptó dichas condiciones, agregando que ellos esperaban que los indígenas cumplieran las suyas, incluyendo la devolución del cráneo del gobernador Martín García Oñez de Loyola, muerto en Curalaba en 1598 (Zavala, 2015:14).
El Parlamento de Quillín es citado a menudo como el más importante en la historia del pueblo mapuche. Razones sobran para ello. No solo hizo posible una vida fronteriza que contuvo los conflictos y garantizó por décadas la paz en la Frontera. También inauguró una inédita institución diplomática colonial, estudiada incluso en el seno de la ONU.
A juicio del profesor José Manuel Zavala, editor de la monumental obra Los parlamentos hispano-mapuches 1593-1803: textos fundamentales, los parlamentos son “tratados” en el lenguaje del derecho internacional, “contraídos por entidades autónomas que poseen potestad y representatividad para su ejecución”.
Principal institución de negociación fronteriza hispano-mapuche, el parlamento aparece a fines del siglo XVI, se desarrolla y consolida durante el siglo XVII y logra constituirse en un sistema bastante complejo y formalizado a lo largo del siglo XVIII. Tiene su expresión de mayor riqueza protocolar y su más amplia convocatoria en el último cuarto del siglo XVIII e inicios del siglo XIX (Zavala, 2015:18).
Hablamos de una institución clave en la rica historia mapuche, presente en su descentralizada forma de gobierno bajo la figura del Koyangtun (parlamentar, tomar acuerdo) probablemente desde tiempos inmemoriales.
Una sofisticada institución diplomática y de alta política que tuvo lugar en más de cuarenta ocasiones entre 1593 y 1825. Ningún otro pueblo indígena del continente puede reivindicar tal nivel de relaciones diplomáticas, de nación a nación, con el principal imperio colonial del planeta en aquellos siglos.
No, el conflicto actual nada tiene que ver con los españoles y el periodo colonial. Muertos en batalla dos gobernadores del reino —único caso en América— y destruidas las siete ciudades españolas al sur del Biobío tras Curalaba (1598), sendos parlamentos regularon una convivencia que, si bien tuvo altibajos y rebeliones, posibilitó una verdadera época dorada mapuche.
Es lo que Villalobos (sí, Sergio Villalobos, el Darth Vader de nuestro pueblo en la actualidad) bautizó el año 1983 como periodo de relaciones fronterizas. Su tesis, que inauguró toda una escuela historiográfica, no deja de ser polémica para los mapuche.
Si bien comparte que la guerra dio paso a un largo periodo de relaciones pacíficas, ello a su juicio habría implicado la asimilación total de nuestro pueblo primero a la cultura española y más tarde a la cultura chilena.
Es la tesis que defiende en El Mercurio cada tanto; que el cruce cultural, comercial, lingüístico y sexual de los araucanos con los blancos nos hizo finalmente desaparecer. Bajo esa lógica todos los mapuche seríamos mestizos chilenos, y nuestra reivindicación actual, solo invento del comunismo reciclado en indigenista tras la caída del Muro de Berlín.
Su enfoque adolece de varias fallas de origen. La principal: reduce las relaciones hispano-mapuche a un proceso unidireccional, donde nuestros ancestros figuran como sujetos pasivos, sin un horizonte propio y a merced de la aculturación con los blancos. ¡Como si ellos no hubieran podido a su vez “mapuchizar” a los españoles!
Sabemos que se equivoca Villalobos. La prueba es el millón y medio de personas que nos identificamos como mapuche en Chile y los trescientos mil que lo hacen todavía en Argentina. No es invento mío o del activismo indígena radical. Hay infinidad de datos estadísticos. Es cosa de chequear los últimos censos de población y vivienda.
Críticos de Villalobos, otros académicos especializados en pueblos indígenas prefieren hablar más bien de un período de relaciones interétnicas. Guillaume Boccara, Pablo Marimán, Rolf Foerster y Jorge Iván Vergara son algunos de ellos. Me adhiero a la mirada más integral de estos últimos. Porque en la vida fronteriza tanto españoles como mapuche ganaron y perdieron cosas.
Pero que no se malentienda. Para nada significa desconocer la monumental obra de Villalobos, pionera en el estudio de la época colonial y sus vaivenes. El problema con el historiador chileno es otro: las anteojeras ideológicas que le impiden ver la riqueza subyacente en la etnogénesis mapuche.
Villalobos defiende a ultranza aquel viejo nacionalismo del siglo XIX que rinde culto al Estado-nación. Aquel de la nación chilena única e indivisible, el Chile de la uniformidad racial con forceps. Allí su porfía en negar nuestra existencia como pueblo. La sola idea de un Estado plurinacional, lo usual hoy en el mundo moderno y desarrollado, pareciera provocarle cortocircuitos.
Mis discrepancias con Villalobos no son, por tanto, solo académicas. También son políticas y, por cierto, ideológicas.
Volvamos a los impactos de aquella fascinante vida fronteriza. No fueron pocos y para nada negativos. Para los mapuche implicó la llegada de nuevos cultivos y animales para el consumo y el comercio.
En los textos de los misioneros españoles poco a poco van apareciendo voces castellanas mapuchizadas fonéticamente: waka para decir vaca, uficha para oveja y kawello para el caballo. Este último animal, junto con la incorporación del armamento de hierro, modificó en los siglos posteriores toda la estructura social, cosmovisión y forma de vida de nuestro pueblo. Implicó una verdadera revolución cultural.
El trabajo de la tierra, desarrollado hasta entonces con técnicas y semillas fruto del cruce cultural con los incas, dio paso con el arribo europeo a una sociedad de guerreros a caballo. Y más tarde a una rica sociedad de comerciantes de ganado, sal y textiles. Siempre a caballo.
Lo cuenta el historiador Tomás Guevara, autor de varias obras ineludibles sobre las costumbres mapuche publicadas a comienzos del siglo XX en Chile: “Cada indio poseía su caballo, sobre el cual pasaba una buena parte de su tiempo. Llegaba por esta razón a adquirir cualidades admirables de jinete”, relata. Y a continuación agrega:
No se concebía la calidad de jefe y de rico de un cacique si no contaba en sus posesiones por docenas o centenares las yeguas y los caballos que le servían para la guerra, la alimentación y de valores efectivos para sus cambios y negocios. Cuando les faltaban en su comunidad organizaban empresas de correrías o malones para ir a buscarlos a la Argentina o a las riberas del norte del Biobío o del río Laja (Guevara, 1910:226).
Hablamos de los mongoles de Sudamérica. ¿Creen que exagero? Al igual que los guerreros de Genghis Khan expandiendo en sus corceles el imperio mongol, lo mismo hicieron los mapuche en la inmensidad de las pampas.
El caballo para el kona y el weichafe lo era prácticamente todo: alimento, transporte, armadura, poder, prestigio social y —en caso de muerte— una montura para viajar al Wenumapu o la tierra de sus ancestros. Y así como los caballos mongoles eran excelentes para la guerra debido a su rusticidad, resistencia y autosuficiencia, lo mismo sucedía con los caballos de los mapuche.
Tras dos siglos de cruce, crianza y adiestramiento, ya eran una raza en sí misma. Así lo cuenta también Guevara:
Desde el siglo XVI habían adoptado y reproducido el caballo español. En 1810 tenían formada una raza criolla con caracteres propios que la diferenciaban de la mejor cuidada, del mismo origen, al servicio de sus enemigos. Delgada de cuerpos y de piernas, de cuello largo, uñas endurecidas, cola y crin no tusadas, era resistente a la lluvia, a la nieve y al calor. Sobresalía además por su destreza para atravesar ríos a nado y recorrer distancias dilatadas, tragarse las leguas sin mayor esfuerzo (Guevara, 1910:226).
A juicio del historiador José Bengoa, la guerra colonial fue una poderosa razón que llevó a los mapuche a cultivar cada vez menos la tierra, transformándose a la larga en un trabajo doméstico propio de mujeres y de escaso prestigio entre los hombres.
Lo observaron numerosos cronistas, algunos con bastante escándalo en una sociedad chilena eminentemente agraria: mujeres mapuche trabajando la tierra y hombres dedicados a la guerra, los negocios y una nutrida agenda de eventos sociales. Allí nace el mote de “mapuche flojo”.
La sociedad rural chilena del Valle Central jamás logró comprender aquel desprecio mapuche por el trabajo agrícola. Tras la independencia de Chile el mito se extendió entre hacendados, parlamentarios e historiadores del siglo XIX ansiosos por barrer con los indios dueños de aquellos fértiles campos.
Sorprende lo actual de aquel mito como argumento entre opositores a la reivindicación mapuche. Es recurrente oírlo en Temuco; es casi un lugar común entre dueños de fundo, empresarios y diputados de derecha, en su mayoría poco instruidos en historia y cultura mapuche. También en las editoriales de El Mercurio.
“Subutilización de tierras” le llama el diario de la familia Edwards. Todo un escándalo para ellos, la Sociedad Nacional de Agricultura y los gremios agrícolas sureños.
Razón tiene Bengoa: la guerra colonial fue un poderoso incentivo para que nuestros ancestros dejaran el trabajo agrícola y se convirtieran en una pujante sociedad de comerciantes. Los sembrados podían ser fácilmente quemados y todo el trabajo perdido; los animales, en cambio, podían ser arreados y escondidos, apunta el historiador.
Hablamos de un pueblo de grandes señores de la guerra y luego ricos mercaderes que llegaron a conformar una compleja sociedad descentralizada en ambos lados de la cordillera. Toqui, jefe militar; lonko, jefe de un linaje territorial; y ulmen, hombre rico y poderoso, estos últimos los “caciques” del lenguaje español que adquirieron gran protagonismo a fines de la Colonia.
Si esto es lo que fuimos, ¿por qué se insiste hoy con la traducción casi literal de mapuche como gente de la tierra, sinónimo para muchos de humilde campesino de subsistencia? ¿No será esta pobre realidad actual fruto del despojo territorial y el saqueo de nuestra rica base económica? Convencido estoy de aquello.
Porfiada es la memoria del mapuche y porfiado fue mi abuelo Alberto, hombre de insigne linaje en la llamada Mesopotamia mapuche. Hablo del valle de Ragnintuleufu (Entre Ríos), aquella fértil tierra bañada por los ríos Quepe y Cautín en Nueva Imperial, a escasos veinte kilómetros de Temuco en dirección hacia la costa.
Allí, en mi infancia, escuché hablar por primera vez al abuelo del Wallmapu de nuestros bisabuelos. Sus historias, vistas en perspectiva, eran retazos de un pasado glorioso que no calzaba con los relatos oficiales que oía de mis maestros en la escuela. Es más, se rebelaban ante ellos.
Un orgullo, una postura entre aristocrática y solemne acompañó al abuelo hasta el final de sus días. Alto, delgado y severo, pero al mismo tiempo bondadoso con sus nietos; siempre me pareció un hombre de otro tiempo que cargaba con una melancolía centenaria.
Era hijo de un mapuche político: el bisabuelo Luis Millaqueo, hombre cercano a los Painemal de Cholchol y colaborador de las campañas del diputado y ministro de Estado de los años cincuenta, Venancio Coñuepán. Hasta preso llegó a estar en Nueva Imperial reclamando “lo propio” en aquellas décadas de efervescencia social y política.
Cuentan en la familia que ser un mapuche honorable y jamás olvidar de donde se proviene era una de sus máximas. Ayudar y servir siempre a la comunidad, otra de ellas. No educarse en el conocimiento de la sociedad chilena —dicen que repetía— era condenarnos a desaparecer como cultura, ser lo que el colono determinó fuera el colonizado: mano de obra barata, jornaleros, servidumbre doméstica.
Es lo que pasó con nuestro propio nombre como pueblo. Fue reemplazado en la historia oficial de Chile y Argentina por uno más a gusto del colonizador. Me refiero al gentilicio de "araucanos", acuñado en la Colonia por los españoles y que hasta el día de hoy es usado por académicos y personas comunes y corrientes para referirse a los mapuche. Esto también tiene su historia.
Permítanme aclarar esta confusión tan recurrente. "Araucanos" fue como bautizó el soldado y poeta Alonso de Ercilla en su poema épico La Araucana a los habitantes de un sector puntual de la actual provincia de Arauco. Así lo explica en el prólogo de su obra:
Arauco (el Estado de); es una provincia pequeña, de veinte leguas de largo y siete de ancho, poco más ó menos, la cual ha sido la más belicosa de todas las Indias, y por eso es llamado el Estado indómito. Llámanse los indios de él araucanos, tomando el nombre de la provincia.
Se ha postulado que Arauco podría derivar de una castellanización de la palabra ragko, que significa "agua gredosa" en mapuzugun, que los españoles, tal como explica Alonso de Ercilla, habrían usado para identificar a los habitantes de la tierra próxima a la ciudad de Concepción, al sur del río Biobío.
Otros dicen que la palabra Arauco proviene de auka, "rebelde" o "alzado" en lengua quechua, término que habría sido usado por el Imperio inca para referirse a las tribus guerreras que los detuvieron en el río Maule. Los españoles luego habrían castellanizado y pluralizado la palabra auka, llamando al territorio "Arauco" y a su gente "araucanos".
Cual sea su origen, el gentilicio "araucanos" en absoluto trataba de una denominación usada por los mapuche para autoidentificarse. Fue impuesta por los españoles y tampoco involucraba a todos los habitantes al sur del Biobío, solo a los más próximos a Concepción. No olvidemos que el propio Ercilla también nombra en su poema a los “purenes”, “tucapeles” y “boroanos”.
Pero hay quienes sostienen que el término podría derivar de similitudes observadas por incas y españoles de los mapuche con los arahuacos del norte de la actual Colombia. Allí, en el departamento de Arauca, el gentilicio usado hasta nuestros días por su población es precisamente el de araucanos. Es una tercera hipótesis.
Lo cierto es que se trató de un sobrenombre impuesto por el colonizador y que fue utilizado hasta mediados del siglo XX por la mayoría de los académicos e incluso por los propios mapuche, que bautizaron de esa manera sus primeras organizaciones una vez finalizada la guerra de invasión chileno-argentina; Sociedad Caupolicán Defensora de la Araucanía (1910), Moderna Araucanía (1916) y Federación Araucana (1921), entre otras.
Pasó también con otros pueblos. Los llamados patagones por Hernando de Magallanes se llamaban a sí mismos aonikenk, mientras que los mapuche los bautizamos a ellos como tehuelche. Tres nombres para un mismo pueblo.
Es también el caso de los rapanui en el Pacífico, mal llamados pascuenses al bautizar “Isla de Pascua” a su territorio el navegante neerlandés Jakob Roggeveen en 1722. O el de los inuit, mal llamados esquimales, término que significa "devoradores de carne cruda" y que les resulta tremendamente peyorativo.
Así lo aprendí tras visitar el año 2004 dos de los principales territorios autónomos del pueblo inuit en el Círculo Polar Ártico: Nunavut, al norte de Canadá, y también la remota isla de Groenlandia, dependiente esta última de la corona danesa.
Araucanos. Así nos llamaron los principales estudiosos de las culturas prehispánicas del siglo XIX y XX, y así también nos subdividieron a su entero antojo.
Ricardo Latcham, autor de diversos estudios coloniales, nos nombró de la siguiente forma según zonas geográficas: picunche, al norte del Biobío; mapuche o araucanos, entre los ríos Biobío y Toltén, y williche del Toltén al Archipiélago de Chiloé.
Latcham es también responsable de una curiosa tesis sobre el “origen guaraní” de los mapuche, que después el historiador Francisco Encina transformó en doctrina oficial en los textos escolares. Según ella los mapuche habríamos sido un “pueblo invasor” proveniente del Amazonas o de zonas cálidas del Chaco argentino, incrustado en la zona centro sur de Chile por los pasos cordilleranos. Es la llamada "cuña araucana" de Latcham.
No se trata de una broma, me tocó leerla cuando niño.
Su tesis, hoy descartada por completo, tuvo origen en la confusión que generó en diversos estudiosos la existencia de rica toponimia mapuche en las pampas trasandinas. La respuesta a esa incógnita, como veremos más adelante, era bastante simple: los mapuche también habitaban desde hacía siglos ese vasto territorio, el suficiente al menos para poder bautizar sus ríos, lagos y esteros, montañas, cerros y valles con nombres en su propia lengua.
Otro estudioso, el norteamericano Louis C. Faron, señaló por su parte que todos los habitantes de la zona centro-sur de Chile eran araucanos, una entidad cultural homogénea integrada por picunche, mapuche y williche. Otros estudiosos agregan a los pewenche y puelche como poblaciones vecinas de los araucanos en los tiempos de la Conquista. Menuda ensalada de pueblos.
Pero la memoria histórica de nuestros mayores tiene otra versión de todo aquello. Si bien la autodefinición mapuche —como bien subrayó el antropólogo Guillaume Boccara— data recién de mediados del siglo XIX y se afianza como discurso etnopolítico en la segunda mitad del siglo XX, la etnogénesis mapuche es innegable y hunde sus raíces mucho antes de la Colonia.
Si bien es imposible hablar de una nación política mapuche en el siglo XV o XVI, si es posible hacerlo de una nación lingüística cuyo denominador común fue y sigue siendo hasta nuestros días el mapuzugun, el habla de la tierra. Ello desde el río Choapa por el norte a Chiloé por el sur, desde el océano Atlántico por el este al Pacífico por el oeste.
Aquello consta en numerosas crónicas coloniales. Se trata de una verdad irrefutable. Al igual que hallazgos arqueológicos de alfarería y costumbres funerarias que datan en al menos 500 años antes de Cristo la presencia de una cultura de la cual especialistas establecen una relación continua con aquella de los mapuche actuales.
Cuando se es mapuche y se piensa e interpreta el mundo en nuestra lengua materna, toda aquella confusa ensalada de pueblos o poblaciones “vecinas a los araucanos” identificadas por los españoles primero y los estudiosos contemporáneos después adquiere un orden tan natural como evidente.
No se trata de pueblos distintos al mapuche o a la gran familia lingüística que cobija el mapuzugun. Son básicamente identidades territoriales, denominaciones geográficas que dan cuenta de la ubicación de cada quien en el gran mapa del Wallmapu, deícticos (y no etnónimos) para designar a la gente (che) del sur (willi), norte (pikun), este (puel) y oeste (gulu).
Y a estas se suman otras identidades: pewenche, gente del pewen o fruto de la araucaria en la cordillera; wenteche, gente del llano y también llamados arribanos por los españoles; nagche, gente del bajo y también llamados abajinos, y finalmente los lafkenche, gente del mar o que habita en las cercanías de la costa.
Tales son hasta hoy las identidades territoriales mapuche, las cuales difieren entre sí por variaciones dialectales y leves cambios en las ceremonias y protocolos. No más que eso.
Esto lo sabe cualquier persona que haya asistido aunque sea una vez a una ceremonia tradicional en la cordillera de Ralco; allí en las comunidades pewenche se dice billatun en vez de nguillatun y el árbol ceremonial por excelencia no es el foye (canelo), es el pewen (araucaria).
En territorio williche se observan diferencias similares respecto de los mapuche que habitan la zona de los valles. Basta decir que al sur de Loncoche nuestra lengua no se denomina mapuzugun, se llama chezugun.
A juicio del historiador José Millalén Paillal, en el desconocimiento de nuestra lengua, estructura social y patrones culturales por territorio se halla la causa principal de esta confusión inicial de los cronistas. Millalén atribuye esta “equivocación” de los españoles al “sustento ideológico de superioridad como cultura cristiana occidental que ellos portaban”. Dicho en simple, al racismo.
Y es que la riqueza del mapuzugun para denominar territorios e identidades locales diversas de seguro no era propia de tribus “salvajes e incultas, mucho más cercanas a los animales de rapiña que al hombre civilizado".
Así editorializará en 1859 sobre nuestro pueblo El Mercurio de Valparaíso, en plena campaña pública a favor de la invasión militar de Wallmapu. Del mismo tenor serán las opiniones de destacados intelectuales de la época, algunos de renombre hasta nuestros días. Como diría mi abuelo: ¡qué atrevida es la ignorancia!
Pero no siempre hablaron mal los chilenos de los mapuche. A partir de 1810, cuando daban sus primeros pasos como nación independiente, el discurso hacia nuestro pueblo —créanme— era completamente distinto. La naciente república nos amaba y con locura.
Responsable de ello fue la guerra de independencia y la necesidad urgente de una épica propia para combatir a la Corona española. Esta se construiría apelando a la heroica historia mapuche con la cual se mimetizaría la nación chilena.
Fue así como el poema La Araucana y sus idealizados héroes se transformaron en el perfecto abono para el nacionalismo criollo antiespañol. Un revelador testimonio de ello es el que entrega Francisco Antonio Pinto, abogado, militar y presidente de la República de Chile entre 1827 y 1829.
Pinto —nacido en Santiago en 1785, en la víspera del movimiento emancipador— traza en una reveladora página autobiográfica la influencia de los mapuche en su formación ideológica.
¿En qué circunstancias surge, entre los hombres de su generación, el sentimiento nacional y el amor al terruño patrio? Pinto recuerda en sus memorias que a los diecinueve años leyó el poema épico La Araucana y que su lectura “hizo despertar en mi corazón el amor patrio y un vago conato por la independencia”.
Pero la influencia del texto de Ercilla en los líderes independentistas trascendió las fronteras de Chile. Impactó a escala continental. Un claro ejemplo fue la Logia Lautaro, organización fundada en 1812 en Buenos Aires por patriotas argentinos y que tuvo “el objetivo declarado de trabajar con sistema y plan en la independencia de la América y su felicidad, obrando con honor y procediendo con justicia”.
Sus miembros debían ser americanos “distinguidos por la liberalidad de las ideas y por el fervor de su celo patriótico”. En términos estrictos era una rama de la Logia Gran Reunión Americana o Logia de los Caballeros Racionales, fundada por el prócer venezolano Francisco de Miranda en Londres el año 1798.
Consta que su primera filial se estableció en Cádiz, España, en 1811, siendo bautizada como Sociedad de Lautaro. Un año más tarde tuvo su primera filial en América en la ciudad de Buenos Aires, la que fue creada secretamente por José de San Martín, Carlos María de Alvear y Julián Álvarez.
San Martín había participado en Londres en las reuniones iniciales del grupo e invitó a sumarse a Bernardo O’Higgins en 1815, ello tras el Desastre de Rancagua y el posterior refugio del prócer chileno en las provincias argentinas.
Es en Buenos Aires donde recibe el nombre oficial de Logia Lautaro, en honor al legendario toqui mapuche que derrotó a los conquistadores en la Capitanía General de Chile en el siglo XVI y mantuvo independiente el cono sur de América.
Después del triunfo patriota de Chacabuco se estableció una sede de la logia en Santiago. Alcanzó extraordinario influjo en las decisiones del gobierno de O’Higgins. Según la propia constitución de la logia, si alguno de sus hermanos era elegido “para el supremo gobierno del Estado”, este no podía tomar resoluciones sin consultar previamente a los jefes de la sociedad secreta.
A juicio del historiador Jaime Eyzaguirre, “basta solo decir que la Logia Lautaro fue decisiva y que acaso nada importante de lo que se hizo en Chile entre los años 1817 y 1820 escapó a su control”.
Esto incluyó un par de episodios poco santos: el fusilamiento en Mendoza de los hermanos del prócer de la independencia José Miguel Carrera, y el asesinato en Til-Til de Manuel Rodríguez. Ambos acontecieron en 1818, bajo el gobierno de O’Higgins.
Pero volvamos al súbito enamoramiento de los patriotas de aquellos años con los héroes de Arauco. Le pasó también al principal libertador de América e ideólogo de la Patria Grande, Simón Bolívar, quien en su famosa Carta de Jamaica de 1815 menciona al menos en dos ocasiones a los “indómitos y libres araucanos”.
Dicha carta es un texto escrito por Bolívar el 6 de septiembre de 1815 en Kingston —capital de la colonia británica de Jamaica— en respuesta a una misiva de Henry Cullen, un comerciante residente en Falmouth, cerca de Montego Bay. Pero aunque la misiva estaba dirigida a Cullen, su objetivo era llamar la atención de la nación liberal más poderosa de aquella época: Gran Bretaña, a fin de que se involucrara en la independencia americana.
El texto es un detallado informe de las fortalezas y proyecciones que Bolívar observa en los principales procesos revolucionarios en curso del continente. El de Chile, uno de ellos.
El Reino de Chile, poblado de ochocientas mil almas, está lidiando contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles que el pueblo que ama su Independencia, por fin la logra.
Pero no solo eso dice Bolívar. También agrega que:
El Reino de Chile está llamado por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos de Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad.
Sí, leyeron bien, Bolívar llama a nuestros ancestros mapuche nada menos que “los fieros republicanos de Arauco”. Ello en 1815.
No menos conceptuosas eran las opiniones sobre nuestro pueblo de otro célebre personaje de aquel periodo: el jurista y escritor chileno-peruano Juan Egaña, por lejos uno de los intelectuales más influyentes del proceso independentista.
Egaña participó del Cabildo de 1811, en la redacción de la Constitución Política de 1823 y fue uno de los impulsores —junto a Camilo Henríquez y Manuel de Salas— de la fundación del Instituto Nacional y la Biblioteca Nacional. Hombre de Estado y servidor público, destacaría en las letras, la política, la industria y la educación, siendo uno de los máximos promotores de la virtud cívica que debía caracterizar, a su juicio, a la joven nación chilena.
Estas virtudes no eran otras que las del pueblo mapuche.
De ello tratan las Cartas pehuenches, artículos de carácter periodístico y tono moralizante publicados entre 1819 y 1820 por Egaña. En ellas los jóvenes mapuche-pewenche Melillanca y Guanalcoa reflexionaban sobre diversas materias filosóficas y políticas de la época, dictando pautas de conducta a todos los ciudadanos siguiendo el modelo de Lettres persanes (1721) de Montesquieu y de Cartas marruecas (1789) de José Cadalso.
Esta obra, que llegó al público por entregas, pretendía asentar altos valores morales, cívicos y republicanos en una nación que recién daba sus primeros pasos y que no se caracterizaba precisamente por su alto nivel educacional y cultural.
Se publicaron en doce números como periódico en la Imprenta de Gobierno y su nombre completo es Cartas pehuenches o correspondencia de dos indios naturales de Piru-Mapu, ó sea la quarta tetrarquía en los Andes, el uno residente en Santiago y el otro en las cordilleras pehuenches.
Las enseñanzas se encubrían bajo la estructura de cartas entre ambos autores ficticios y abordaban temas tan variados como el alcoholismo, el juego y las costumbres sociales; tópicos que preocupaban de sobremanera a Egaña. Sus Cartas fueron la expresión de un ideal de nación que para muchos en aquel tiempo lo representaban los valores culturales y la tradición libertaria de los mapuche.
“¿Qué son los semidioses de la Antigüedad al lado de nuestros araucanos? El Hércules de los griegos, en todos sus puntos de comparación, ¿no es notablemente inferior al Caupolicán y al Tucapel de los chilenos?”, se pregunta Egaña.
No era el único que comparaba a los mapuche con los griegos. También lo hacía Bernardo de Vera y Pintado, uno de los principales poetas independentistas, autor de numerosas obras de teatro y también del primer himno nacional de Chile.
Titulado originalmente Marcha nacional, fue presentado por Bernardo O’Higgins al Senado y aprobado por la Cámara Alta con el título de Canción nacional de Chile el 20 de septiembre de 1819. Si bien fue modificado décadas más tarde en contenido y melodía, la versión actual mantiene en su cuarta estrofa las loas originales a la sangre del “altivo araucano”.
Si pretende el cañón extranjero
nuestros pueblos, osado, invadir;
desnudemos al punto el acero
y sepamos vencer o morir.
Con su sangre el altivo araucano
nos legó, por herencia, el valor;
y no tiembla la espada en la mano
defendiendo de Chile, el honor.
Una verdadera pena que no sea cantada en nuestros días dicha estrofa; ayudaría a las nuevas generaciones de chilenos a reconocer y valorar la herencia de nuestro pueblo.
Pero no solo el himno nacional rindió en su origen un sentido homenaje al mapuche y sus gestas; también lo hizo el primer escudo nacional, idea de José Miguel Carrera, a quien le gustaba referirse a la lucha de Chile como “la guerra de la independencia araucana”.
Hoy aquello puede resultar sorprendente, pero para nada lo era en aquel entonces. En la Patria Vieja para muchos el adjetivo "araucano" era un modo poético de decir "chileno". Un bello modo.
¿Cuántos de ustedes sabían que el sucesor de la Aurora de Chile, el primer periódico chileno, fue bautizado con el nombre de El Monitor Araucano? Fue dirigido también por Camilo Henríquez y se publicó entre los años 1813 y 1814. Es considerado el segundo periódico en la historia de Chile.
El Araucano sería también el nombre del primer diario oficial de Chile, fundado en 1830 e inspirado en una idea de Diego Portales. Tuvo entre sus colaboradores a intelectuales de la talla de Andrés Bello y el naturalista francés Claudio Gay. Su nombre fue reemplazado en 1877 por el que tiene hasta nuestros días: Diario Oficial.
El escudo nacional de la Patria Vieja fue dado a conocer el 30 de septiembre de 1812 sobre la entrada principal del Palacio de Gobierno. Tenía forma de óvalo y al medio una columna que simbolizaba la libertad sosteniendo un globo terráqueo. Sobre este se cruzaba una alabarda y una hoja de palma y sobre estas brillaba una estrella de cinco puntas. En ambos lados de la columna, un hombre y una mujer mapuche, ambos vestidos a la usanza tradicional.
Post tenebras lux —"después de las tinieblas, la luz"— era el lema en latín de aquel primer escudo chileno que tras la reconquista española pasó rápidamente al olvido.
Otro símbolo patrio que en su origen rindió homenaje a los mapuche fue la bandera nacional. Sus colores se remontarían a las bandas tricolores usadas por los toquis principales durante la guerra contra España, y su estrella representaría nada menos que la estrella de Arauco, según habría reconocido el propio O’Higgins.
La bandera original que hoy se encuentra en el Museo Histórico Nacional de Santiago, la misma que fue robada en 1980 por un comando del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y devuelta veintitrés años más tarde, despeja cualquier duda al respecto.
En el centro del recuadro azul aparece nítida dibujada la Wünelfe, la estrella mapuche de ocho puntas.
Esta representa en nuestra cosmología al lucero de la mañana y corresponde al planeta Venus. Tiene gran relevancia en la cultura mapuche. Aparece dibujada en muchos kultrun de forma opuesta al sol y la luna, dentro de aquel diseño circular que representa las cuatro dimensiones de la rica cosmovisión mapuche.
Consta en diversos relatos de cronistas españoles que este símbolo era usado como estandarte militar por los batallones mapuche en la Guerra de Arauco. Es el símbolo que aparece ondeando Lautaro en la célebre pintura de Pedro Subercaseaux de comienzos del siglo XX.
¿Por qué la Wünelfe ya no figura en el emblema nacional chileno? Fue eliminada más tarde, quedando en su lugar solo la estrella blanca de cinco puntas. Esta última es propia de la masonería, sociedad de gran influencia en el proceso independentista y a la cual pertenecían O’Higgins, Carrera, fray Camilo Henríquez y otros líderes de la causa patriota.
Pero no solo nuestros símbolos culturales eran motivo de orgullo y reconocimiento. También lo eran las normas democráticas del insigne gobierno araucano, “infinitamente más perfectas que las de las repúblicas de Europa de aquella época”.
José Miguel Infante —destacado político federalista, miembro de la Junta de Gobierno de 1813, diputado del primer Congreso Nacional y ministro de Hacienda de O’Higgins en 1817— nos llegó a calificar como los primeros federalistas de Chile.
A juicio de Infante, bajo esta democrática y sabia forma de gobierno, los mapuche sostuvieron por siglos gloriosamente su libertad. Y no así los “unitarios” aztecas e incas, derrotados al primer impulso por los españoles. Esta era la prueba concluyente de la superioridad del federalismo por sobre otros sistemas de gobierno, concluía.
Pero aquella fiebre indigenista no fue solo chilena; a comienzos del siglo XIX pasó también en Perú, donde los principales jefes andinos se transformaron en objeto de culto y veneración pública por parte de los criollos: Manco Capac y Atahualpa, el primer y el último inca del Tahuantinsuyo.
Dos monitores adquiridos a Estados Unidos en el año 1870 fueron bautizados con sus nombres por la marina de guerra del Perú. Ambos combatieron en la guerra del Pacífico. Un tercero adquirido a Gran Bretaña y bautizado con el nombre del penúltimo inca del Perú también combatió en aguas chilenas, y sigue en ellas todavía fondeado a la gira en la Base Naval de Talcahuano. Su nombre: monitor Huáscar.
También pasó en México con la imagen de héroes aztecas como Cuauhtémoc, quien combatió cuanto pudo a los soldados de Hernán Cortés. Un bello monumento le rinde honores hasta nuestros días en Ciudad de México, allí en el cruce de Paseo de la Reforma y Avenida de los Insurgentes. No solo eso. El buque escuela de la Armada de México también lleva su nombre; en él se forman los cadetes de la muy selecta Escuela Naval Militar.
En Chile, como veremos más adelante, bien poco duró la fascinación de los patriotas con los valientes republicanos de Arauco. La mirada viró rápidamente hacia las civilizadas y modernas potencias europeas, el espejo en el cual la élite chilena insistirá en buscar su reflejo hasta nuestros días.
Hoy pocos vestigios quedan de aquel ferviente primer amor mapuche de juventud de los chilenos. A la bella estrofa del himno nacional que nadie canta, tan solo un puñado de gestos simbólicos al interior de las Fuerzas Armadas.
Uno de ellos es el magnífico tríptico El joven Lautaro pintado por Pedro Subercaseaux y que acompaña hasta nuestros días el despacho del comandante en jefe del Ejército de Chile. Es probable que la única institución de la república donde aún se observa esta corriente araucanista sea el Ejército y, en menor medida, la Armada.
Profundizaremos en todo ello, incluida la delirante tesis de la raza arauco-germánica, cuando abordemos en un próximo libro la historia mapuche del siglo XX. Sí, leyeron bien, raza arauco-germánica. Solo adelantaré que su autor fue el pensador nacionalista Nicolás Palacios (1858-1927), el mismo del libro Raza chilena.
Su historia les resultará sorprendente.
No, el conflicto actual no tiene quinientos años. Ni siquiera dos siglos, que es la edad que hace poco cumplieron las repúblicas de Chile y Argentina. El conflicto, como veremos en los próximos capítulos, tiene apenas ciento cincuenta años.
Es así en ambos lados de la cordillera. En Gulumapu y Puelmapu, los dos territorios divididos por la Füta Mawiza (gran montaña) y que juntos constituyen el Wallmapu o País Mapuche. Hablamos del Iparralde y Hegoalde de nuestra Euskal Herria.
¿Cuántos de ustedes sabían que Bernardo O'Higgins, el “Padre de la Patria”, tuvo una relación muy cercana con renombrados lonkos mapuche y que llegado el minuto incluso reconoció nuestra independencia?
Lo hizo en una carta dirigida a los lonkos y fechada el 3 de agosto de 1817, en plena guerra por la independencia de Chile. En ella O’Higgins les ofrece a los jefes mapuche “una paz eterna y duradera entre este Gobierno y sus súbditos con todas las naciones que habitan desde la otra banda del Biobío hasta los confines de la Tierra”.
Esta misiva, recogida por el historiador Leonardo León en su libro O’Higgins y la cuestión mapuche. 1817-1825, fue firmada por el prócer chileno en su doble condición de director supremo del Estado de Chile y de general en jefe del Ejército.
La carta de O’Higgins es el primer reconocimiento chileno de la independencia mapuche.
“No se planteaba la subordinación ni la sujeción de los primeros a los segundos, sino la coexistencia de ambos mundos. La idea de que chilenos y mapuche formaban parte de una gran familia pasaba a ser la base ideológica del proyecto nacional chileno”, subraya al respecto el profesor León.
Pero dicha carta, que debiera ser de enseñanza obligatoria en los colegios, no es el único documento oficial donde O’Higgins reconoce la independencia de nuestros ancestros. También lo hace en una proclama publicada en Santiago el 13 de marzo de 1819 y dirigida a “nuestros hermanos los habitantes de la frontera del Sud”.
Chile por entonces acababa de arrojar de su territorio a los soldados realistas “después de nueve años de obstinada y sangrienta guerra” y O’Higgins buscaba sobre todo tranquilizar los ánimos en la siempre volátil frontera sur. Escribe el prócer a los jefes mapuche:
Nosotros hemos jurado y comprado con nuestra sangre esa Independencia que habéis sabido conservar al mismo precio. Siendo idéntica nuestra causa, no conocemos en la tierra otro enemigo de ella que el español. No hay ni puede haber una razón que nos haga enemigos, cuando sobre estos principios incontestables de mutua conveniencia política, descendemos todos de unos mismos Padres, habitamos bajo de un mismo clima; y las producciones de nuestro territorio, nuestros hábitos y nuestras necesidades respectivas nos invitan a vivir en la más inalterable buena armonía y fraternidad.
No solo eso. En la proclama O’Higgins ofrece mucho más que armonía y fraternidad; también relaciones diplomáticas y comerciales “bajo la salvaguardia del derecho de gentes” que —asegura— sería observado por los chilenos religiosamente.
Atentos con el párrafo que cierra su proclama:
Araucanos, cuncos, huilliches y todas las tribus indígenas australes: ya no os habla un Presidente que siendo sólo un siervo del rey de España afectaba sobre vosotros una superioridad ilimitada; os habla el jefe de un pueblo libre y soberano que reconoce vuestra independencia y está a punto a ratificar este reconocimiento por un acto público y solemne, firmando al mismo tiempo la gran Carta de nuestra alianza para presentarla al mundo como el muro inexpugnable de la libertad de nuestros Estados. Contestadme por el conducto del Gobernador Intendente de Concepción a quien he encargado trate este interesante negocio, y me avise de nuestra disposición para dar principio a las negociaciones. Entre tanto aceptad la consideración y afecto sincero con que desea ser vuestro verdadero amigo.
Las cartas y proclamas de O’Higgins a sus hermanos de Arauco no solo estuvieron motivadas por la fiebre araucanista de la que ya hablamos y que atrapó a toda la elite republicana. Importantes consideraciones políticas guiaban también sus palabras.
Y es que la independencia de Chile fue en principio una guerra ajena para los mapuche. Consta que lonkos y caciques solo se involucraron hacia 1817, cuando O’Higgins capturó los fuertes de Nacimiento, Santa Juana y San Pedro, y Ramón Freire la antigua fortaleza española de Arauco. Es decir, cuando la guerra tocó la puerta de sus rukas.
Había, sin embargo, un pequeño problema para O’Higgins: la mayoría se involucró para apoyar a los realistas y no a los patriotas chilenos. Razones tenían los mapuche para ello; así lo establecían los tratados con la Corona y así lo demandaban también aquellos viejos funcionarios coloniales devenidos ahora en conspiradores realistas.
Hablamos de capitanes de amigos, comisarios de naciones y lenguaraces, todos grandes conocedores del protocolo cultural mapuche y con llegada directa a importantes lonkos.
Pero había algo más tras el apoyo mapuche a la monarquía: el sentido común. Pasa que O’Higgins y Freire no se destacaban precisamente por sus habilidades interétnicas; digamos que sus prejuicios les impedían ver en los mapuche a hombres de Estado y diplomáticos con los cuales negociar. Para ambos jefes patriotas se trataba de bárbaros a quienes se debía comprar o —como proponía Freire con enfermiza regularidad— aniquilar de una buena vez.
La importancia de una alianza patriota-mapuche O’Higgins la comprendió a porrazos en el transcurso de la guerra, cuando advirtió que los cinco mil guerreros al sur del Biobío podían inclinar totalmente la balanza. Fue entonces que apostó por la diplomacia.Ello fue su carta del 3 de agosto de 1817: una respetuosa invitación a los jefes mapuche a sumarse a la causa patriota. Buscaba, como se dice, acarrear el agua para su propio molino. Lo mismo perseguía su bella proclama de marzo de 1819.
El hijo del último virrey del Perú no era un desconocido para los lonkos al sur del Biobío. Antes de educarse en Lima e Inglaterra, O’Higgins estudió en el Colegio de Naturales de Chillán, el actual Colegio San Buenaventura, ubicado en la esquina de las calles Gamero y Sargento Aldea.
A este establecimiento —construido por los jesuitas en 1697, pero regido por los franciscanos desde 1786— asistían los hijos de importantes lonkos mapuche de la Frontera. O’Higgins ingresó el año 1788 a la sección de niños españoles y permaneció allí por dos años.
El contacto con aquellos hijos de Arauco dejó una marca indeleble en su persona. Cuentan que llegó a dominar —y bastante bien— la lengua mapuche. De ellos también conoció las historias de los legendarios héroes de Ercilla. Como aquella del joven Lautaro, nombre que tomaría más tarde su logia independentista.
Sus lazos de amistad con los mapuche se profundizaron al hacerse cargo de la hacienda Las Canteras en 1802. Esta la heredó de su padre en Los Ángeles, a pocos kilómetros del río Biobío, en la actual ruta Los Ángeles-Antuco. Allí se reunía a menudo con importantes lonkos, a quienes sentaba en su mesa y —consta— saludaba en mapuzugun.
Se trataba de conocidos y amigos de Ambrosio O’Higgins, su padre, un militar de origen irlandés que migró a América en 1760 y prestó importantes servicios a la Corona española. No solo fue gobernador de Chile, también fue nombrado virrey del Perú en 1796, cargo que mantuvo hasta su muerte en 1801.
Ambrosio era un gran conocedor de los mapuche. Una de sus primeras destinaciones en Chile fue la Frontera, como ingeniero de caminos y fortificaciones. Enrolado más tarde en el Ejército, participó de varias incursiones en la guerra de 1769-1771, siendo nombrado en 1770 capitán del Cuerpo de Dragones de la Frontera. Llegaría a vivir dieciocho años en Los Ángeles, ciudad donde conoció a Isabel Riquelme, la madre de Bernardo.
Su ascenso en la frontera fue vertiginoso. Ascendió uno a uno todos los peldaños de la administración hispano-colonial, partiendo por los cargos militares en la frontera hasta llegar a la cúspide de la administración americana.
En 1773 obtuvo el grado de teniente coronel y en 1780 la Comandancia General de la Frontera y el cargo de inspector de milicias. Entre 1786 y 1787, en tanto, asumió como primer gobernador-intendente de Concepción y en 1788 la Gobernación y Capitanía General del Reino de Chile, ello tras la muerte de su antecesor, de quien se cuenta era leal y cercano colaborador.
O’Higgins sería uno de los gobernadores de Chile más recordados y respetados por los principales jefes mapuche. No solo abolió en 1791 la encomienda, terminando así con el trabajo esclavo de los indígenas de la zona norte y el valle central; también promovió y fortaleció, en todos los cargos que ejerció, la vieja política española de paz y alta diplomacia con los lonkos.
Fue así que tuvo directa participación en numerosos parlamentos, entre los que destacan el Parlamento de Santiago (1782), Parlamento de Lolquilmo (1784), Parlamento de Negrete (1793) y el Parlamento de Las Canoas con los lonkos williche en las inmediaciones de Osorno (1793).
A juicio de los historiadores Zavala y Payas, Ambrosio O’Higgins logró ver en los dispositivos diplomáticos establecidos en la frontera una “llave maestra” para ejercer influencia sobre los lonkos mapuche, forjar alianzas militares con ellos y garantizar de esta forma la paz en la frontera.
“Su política quedó reflejada en la manera de organizar, llevar a cabo y registrar los parlamentos, en la capacidad de reconocer en los líderes mapuche interlocutores válidos y en reconocer sus formas de organización política y expresión cultural como dignas de consideración”, subrayan ambos.
Es innegable que el ascenso de O’Higgins a virrey del Perú tuvo mucha relación con este buen gobierno con los lonkos que proyectó ante los ojos de la alta administración imperial en Madrid. Es decir, cómo administró la Frontera, la verdadera prueba de fuego para todos los gobernadores en aquella época.
Mucho del posterior apoyo de lonkos a la causa monárquica en las guerras de independencia lo explica este buen gobierno de Ambrosio O’Higgins. Y también el Parlamento de Negrete de 1803, convocado dos años después de su muerte por el gobernador Luis Muñoz de Guzmán para ratificar ante los jefes mapuche todo lo antes pactado por O’Higgins y donde se sabe participó, casi en calidad de espía de la Logia Lautaro, su hijo Bernardo.
Este parlamento tuvo lugar entre el 3 y 5 de marzo de 1803 al borde del río Biobío, en el vado fronterizo de Negrete. Participaron los principales lonkos de la época y allí se acordó, entre otras materias, la defensa militar del reino frente a una eventual invasión extranjera. Aquel sería el pacto solemne que los lonkos honraron al sumar años más tarde sus lanzas en apoyo de los realistas.
Aquel era también el pacto que el hijo de Ambrosio buscaba por todos los medios que los lonkos dejaran de cumplir. Siguiendo los consejos de Francisco Miranda en Londres, el objetivo de Bernardo era sumar tarde o temprano a indios y huasos al Ejército de Liberación, y evitar así que miles de experimentados guerreros pasaran a engrosar las filas del rey.
Sus esfuerzos rindieron frutos, pero solo con un par de ellos.
Cuenta el padre e historiador jesuita Mariano Campos (1905-1980), autor de los libros Nahuelbuta y Por senderos araucanos, que un asiduo comensal en la hacienda Las Canteras de O’Higgins en Los Ángeles fue el ulmen y lonko de Cholchol, Venancio Coñuepán.
Este llegaría a ser más tarde uno de los más fervientes aliados mapuche de la causa independentista. Y un amigo cercano tanto de Bernardo como de José Miguel Carrera, con quien también mantuvo fluida correspondencia. Se cuenta que Coñuepán habría llegado a ofrecer asilo político en el "Estado araucano" a O’Higgins, antes de partir a su exilio en Perú el año 1823.
¿Se imaginan a O’Higgins, asilado en el Wallmapu libre y no desterrado en Perú como finalmente sucedió?
Lamentablemente aquello no fue posible.
Pero una parte de Wallmapu se embarcó también hacia el Callao en la fragata inglesa Fly aquel 17 de julio de 1823. Junto a su madre Isabel Riquelme, su hermanastra Rosita y su pequeño hijo Pedro Demetrio, viajaban también dos niñas mapuche.
Ambas menores habían sido adoptadas por O’Higgins algunos años antes y criadas como si fueran sus propias hijas.
Así lo cuenta la viajera y escritora inglesa María Graham, quien visitó y recorrió Chile el año 1822, trabando amistad con el prócer chileno, en aquel entonces director supremo. Graham llegó a visitar a O’Higgins en el Palacio de Gobierno, donde conoció a las menores. Cuenta la escritora:
Mucho me agradó la bondad de sus sentimientos y más aún cuando vi que algunas muchachitas de aspecto salvaje entraron a la sala, corrieron hacia él [O'Higgins] y se abrazaron de sus rodillas, y supe que eran indiecitas huérfanas salvadas de morir en los campos de batalla. En las invasiones que suelen hacer en los territorios de que han sido despojados, los indios acostumbran llevar consigo a sus mujeres e hijos […]. El Director da una recompensa por cada persona salvada en esas ocasiones, especialmente por las mujeres y niños indígenas, a quienes se les educa y servirán más tarde de mediadores entre la raza indígena y Chile, para este fin se procura que no olviden su lengua nativa. El Director les dirigió la palabra en araucano para que yo oyese hablar este idioma que me pareció armonioso y agradable, debido, quizá, en parte a la suavidad de las voces infantiles (Graham, 1971:261).
Ambas niñas mapuche, una de ellas llamada María, hija de un importante lonko muerto en combate en la Frontera, acompañaron a Bernardo O’Higgins hasta el día de su muerte.
Si bien el "Estado araucano" que ofreció asilo a O’Higgins no existía según la noción europea del término (esto es, una estructura de gobierno centralizada que —siguiendo a Max Weber— “mantiene el monopolio de la violencia”), el Wallmapu sí era un territorio autónomo y soberano.
En 1845, el naturalista de origen polaco Ignacio Domeyko describe cuál era este territorio que después de tantos siglos mantenían aún bajo su soberanía nuestros ancestros. Domeyko retrata un país mapuche libre. Sin Estado. Y nada de bárbaro o salvaje.
Tucapel, Nacimiento y Santa Bárbara pueden considerarse como los puntos más avanzados de la civilización chilena; y pasando por allí hasta el río Cruces tienen los indios más de mil leguas cuadradas de un territorio que nunca se ha rendido al yugo de un gobierno fijo desde la memorable destrucción de las siete ciudades españolas, acaecida a principios del siglo diecisiete […]. Nada de bárbaro y salvaje tiene en su aspecto aquel país: casas bien hechas y espaciosas, gente trabajadora, campos extensos y bien cultivados, ganado gordo y buenos caballos, testimonios todos ellos de prosperidad y de paz (Domeyko, 1846:16).
Las impresiones de Ignacio Domeyko aparecen en el libro La Araucanía y sus habitantes, publicado en Santiago el año 1846. Escrito por encargo del gobierno del general Manuel Bulnes, describe la situación de los mapuche, identificando a su vez las estrategias más certeras para “incorporarlos a la soberanía del Estado”.
Horacio Lara, historiador y cronista del siglo XIX, también da fe de la total independencia de los mapuche en los dos tomos de su obra clásica Crónica de la Araucanía: descubrimiento y conquista, publicada en 1889.
La Araucanía y su numerosísima población indígena permanecía siempre en el estado de un país verdaderamente independiente [...]. Hacia 1860 la República no había pues avanzado un solo paso en el territorio araucano, a no ser el fuerte de Negrete a orillas del mismo río Biobío. La Araucanía seguía presentándose así a la faz del mundo como una sección territorial independiente de nuestra República, con sus costumbres y su independencia propia (Lara, 1889:241).
La escritora inglesa María Graham también observó el estado de independencia de los mapuche en la zona sur durante su estadía en Chile el año 1822. Escribe al respecto:
Arauco es una provincia fértil y rica, que se extiende desde el Biobío hasta el Calle-Calle, muy boscosa por lo general, llena de cerros y bien regada. Los naturales son fuertes, valerosos, amantes de su libertad; hasta ahora no han sido nunca domados y han resistido con igual éxito a los Ejércitos de los incas y los de los españoles. Ha sido una fortuna para ellos el tener entre sus enemigos un poeta como Ercilla que supo hacer justicia a su valor y preservó el recuerdo de sus peculiares costumbres y de su constitución política (Graham, 1971:29).
Esto fue un verdadero dolor de cabeza para Chile en los albores de su vida republicana. Llegó incluso a ser motivo de ferviente debate parlamentario en el Congreso Constituyente de 1828, relata la historiadora Holdenis Casanova.
¿Eran chilenos los mapuche? ¿Su territorio pertenecía a Chile? ¿Eran entonces ciudadanos de la República?
Tres preguntas que desataron sendas discusiones y que en boca de varios parlamentarios se puede hoy advertir el grave error que estaba cometiendo el Congreso Nacional; legislar sobre un pueblo que no estaba en absoluto bajo la soberanía del Estado.
Y es que si bien O’Higgins ya en 1819 había declarado ciudadanos chilenos por decreto a todos los indígenas del antiguo reino y establecido Atacama y el cabo de Hornos como límites norte y sur de Chile, en Wallmapu nadie se dio por enterado.
“Tal vez a los mapuche que lo conocían personalmente y lo visitaban en su hacienda les cayó bien el decreto de ciudadanía; vieron en él la estima de O’Higgins; pero a los demás no les interesaba en lo más mínimo ser chilenos y si llegaron a enterarse del decreto me parece que deben haberse reído a carcajadas”, comenta en Nahuelbuta el padre jesuita e historiador Mariano Campos.
Pasa que los mapuche de 1819 ya eran ciudadanos. Lo eran de su propia nación, de su propio pueblo, de su propio Wallmapu sin Estado. Lo reconocían los propios parlamentarios chilenos en aquel debate de 1828.
“Sin duda estos (araucanos) no corresponden a la nación chilena que definimos porque son independientes y no obedecen a nuestras leyes o autoridades”, esgrimió el senador Juan de Dios Vial en aquel debate constituyente. Vial no era un político cualquiera; presidía nada menos que la Cámara Alta.
El diputado José Gaspar Marín fue todavía más lejos y vale por ello la pena destacarlo.
Los indios han formado en todos los tiempos un Estado libre e independiente; ellos han reconocido nuestra emancipación, nuestros derechos, del mismo modo que nosotros los límites del territorio chileno. ¿Con qué razón tratamos de internarnos más allá de los que prescriben los tratados de tiempo inmemorial entre nación y nación? (Casanova, 1999:41)
Fíjense en sus palabras: “entre nación y nación”. El diputado Marín tampoco era un aparecido en política, había sido secretario de la Primera Junta Nacional de Gobierno y le había tocado presidir la segunda en 1812. Por si no les bastara, las constituciones de 1828 y la de 1833 llevan estampada su honorable y distinguida firma.
Misma opinión tenía el entonces diputado por Valdivia, Juan Alvarado: “Decir mis límites son de Atacama al cabo de Hornos, comprendiendo naciones que no le pertenecen, ni saben si quieren pertenecerle, es una arrogancia que asombra y una usurpación manifiesta”, argumentó en aquel debate.
La independencia mapuche era una realidad innegable. Para los tres constituyentes estaba meridianamente claro. Esto fue también observado dos décadas más tarde, en 1854, por uno de los intelectuales latinoamericanos más importantes del siglo XIX, el argentino Domingo Faustino Sarmiento.
“Entre dos provincias chilenas (aludía a Concepción y Valdivia) se intercala un pedazo de país que no es provincia y que aún puede decirse que no es Chile, si Chile se llama el país donde flamea su bandera y son obedecidas sus leyes”, escribió aquel año en el diario El Correo de Concepción.
Sarmiento se encontraba entonces exiliado en Chile y su paso dejaría profunda huella. Fue un destacado pedagogo, prestigioso columnista y fundador de la Escuela Normal de Preceptores, la primera en toda América Latina. En 1868, ya de regreso en Argentina, fue electo primer mandatario y jugaría, como veremos más adelante, un rol clave en la ocupación militar del Puelmapu, la tierra mapuche del este.
La última cita que destacaremos corresponde al militar chileno, coronel Leandro Navarro, autor del libro Crónica militar de la conquista y pacificación de la Araucanía” (1909) y quien fue protagonista directo de la invasión planificada por Cornelio Saavedra.
La honestidad de sus palabras nos ahorra cualquier otro comentario.
En los comienzos del año 1859 la provincia de Arauco comprendía todo el territorio que forman las provincias de Biobío, Arauco, Malleco y Cautín, que todavía no estaban incorporadas al territorio nacional, manteniéndose tan extendida zona en pleno dominio de la raza araucana, separados solo por la línea del río Biobío, la misma línea divisoria de tres siglos atrás y que respetó la España cuando reconoció su independencia (Navarro, 2008:29).
Algo similar acontecía al otro lado de la cordillera de los Andes. Allí clanes puelche, rankülche, pewenche y aonikenk dominaban un territorio que poco y nada tenía que ver con el Virreynato de La Plata. Mucho menos con la Confederación Argentina, si bien producto de su riqueza venía siendo codiciado desde la Colonia.
Así lo cuenta el historiador argentino Felipe Pigna:
Los originarios dueños de la tierra venían resistiendo la conquista del blanco desde la llegada de Juan Pedro Díaz de Solís en 1516. Don Pedro de Mendoza tuvo que abandonar Buenos Aires en 1536 corrido por la sífilis y la hostilidad de los pampas. Solo la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 y la consecuente presencia de un poder político y militar fuerte permitieron establecer una línea de fronteras con los nativos medianamente alejada de los centros urbanos (Pigna, 2005:198).
Es también lo que sostiene el historiador Pablo Marimán, uno de los más destacados intelectuales mapuche.
“Los puelche, mapuche de las Pampas y Patagonia, estuvieron en paz con el Imperio español mientras este no se internó en sus territorios y respetó la frontera. Los actos que generaron conflictos estuvieron dados por la captura de ganado cimarrón que crecía a sus anchas en las pampas húmedas”, señala.
Mientras los límites efectivos del español Virreinato de La Plata no se extendieron al sur del río Salado —agrega Marimán— la coexistencia pacífica entre los europeos y las tribus fue una realidad. También la frontera entre ambos territorios.
Testigo de aquello fue el aventurero y comerciante francés Auguste Pawloski Guinnard, quien cayó prisionero de las tribus de las pampas en mayo del año 1856 mientras recorría la ruta de Quequén Grande a Rosario. En su libro Tres años de esclavitud entre los patagones (1861), publicado en París, Guinnard detalla que:
Una línea tortuosa determinada al este por la cordillera de Médanos y el río Salado; al norte por el río Quinto, el cerro Verde y toda la extensión que recorre del río Diamante hasta el pie de los Andes, forma el límite común de la Confederación Argentina y la pampa independiente. Al sur del río Negro comienza la Patagonia (Guinnard, 2008:7).
Agrega el francés que en las “vastas llanuras” que se extendían entre la provincia de Buenos Aires y el estrecho de Magallanes vivían tribus nómades “libres de todo yugo” y de “capacidades físicas muy superiores a la de los hombres civilizados”.
Todas estas tribus, subraya Guinnard, “hablan el mismo idioma, desde el estrecho de Magallanes hasta las cercanías de Mendoza, San Luis, Rosario y Buenos Aires”. No obstante, aclara, era también posible encontrar por zonas geográficas varios dialectos, los cuales “se comprenden fácilmente cuando se sabe la lengua madre”.
Esta lengua madre era el mapuzugun, “que se conserva casi pura en la pampa entre los araucanos”, señala. Se trataba de una lengua a través de la cual “los indios se expresan con mucha claridad y hasta con cierta poesía”, agrega. Aquella pampa independiente era Puelmapu, retratada así por un viajero francés que la recorre entre 1856 y 1859, ¡medio siglo después de la independencia argentina!
A juicio del historiador Pablo Marimán, esta frontera y la coexistencia pacífica entre ambos mundos se habría afianzado en los albores de la república, especialmente tras episodios como la invasión inglesa a Buenos Aires en 1806 y 1807. En aquella ocasión, importantes lonkos se presentaron ante el Cabildo de la ciudad de Buenos Aires para comprometer sus lanzas y guerreros en contra de los ingleses y en apoyo de su población.
“Los nombres de Katemilla, Paylawan y Kintay sacaron aplausos y abrazos en los cabildantes porteños. La misión de estos sería, en sus territorios al sur del río Salado, cuidar la costa y los interiores hasta Mendoza”, subraya Marimán.
Esta relación de apoyo mutuo implicó que miles de guerreros rankülche y puelche, “cada cual con cinco caballos”, prestaron auxilio a Buenos Aires en su guerra frente a los colorados de Inglaterra.
En palabras de otra historiadora, la argentina Isabel Hernández, los lonkos colaboraron de esta forma en el propio parto de la República trasandina. Hernández, autora del libro Autonomía o ciudadanía incompleta: el pueblo mapuche en Chile y Argentina (2003), cita en su obra las intervenciones de aquellos lonkos ante el Cabildo de Buenos Aires, recogidas desde el Archivo General de la Nación.
A los hijos del Sol… Hemos querido conoceros por nuestros ojos y llevamos el gusto de haberlo conseguido; y no satisfechos de la embajada que os tenemos hecho, os ofrecemos nuevamente, reunidos todos los grandes Caciques que aquí veis, hasta el número de veinte mil de nuestros súbditos, todos gente de guerra y cada cual con cinco caballos; queremos sean los primeros a embestir a estos ‘colorados’ que parece que aún os quieren incomodar... mandad sin recelo, ocupad la sinceridad de nuestros corazones (Hernández, 2003:83).
Concluida esta ferviente arenga, cuenta Hernández, todos los presentes se pusieron de pie y procedieron a abrazar a los diez caciques principales, mientras que el alcalde de Primer Voto, don Francisco de Lezica, expresaba emocionado lo siguiente:
El Cabildo ha oído con indecible gozo, afecto y reconocimiento a los grandes Caciques que tiene a la vista... Este Cuerpo admite la unión que les juráis y en prueba de ella os abraza como a fieles hermanos, no dudando ni por un momento que cumpliréis con exactitud cuanto le habéis ofrecido, siempre que la necesidad exija vuestro servicio (Hernández, 2003:83).
El discurso de aquellos lonkos causó tal impacto que fue publicado, dos días más tarde y completo, en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, un periódico de Buenos Aires de la etapa virreinal que se editaba todos los miércoles y que circuló entre 1802 y 1807. El texto fue publicado el 24 de diciembre de 1806 y su difusión fue acompañada del siguiente y elogioso comentario editorial, firmado por el abogado liberal Mariano Moreno:
Pueblos sabios de la Europa, pueblos que blasonáis de filosofía y hacéis alarde de ultrajar a los que habitan fuera de ese pequeño ángulo del mundo, ved hoy a estos hombres que llamáis bárbaros, porque aún no conocen el arte de disfrazar su corazón y de pararse con los pomposos adornos que defraudan la dignidad del hombre: ved hoy cómo saben expresar su reconocimiento y gratitud para con sus fieles amigos (Hernández, 2003:84).
Sin embargo, “pese a los inflamados discursos de alianza y fidelidad, los criollos del Cabildo de Buenos Aires no permitieron jamás que miles de ‘indios a caballo’ penetraran en la ciudad, ni en el puerto, ni siquiera que pasasen la línea divisoria de los dominios pampa-mapuche y ranquel del sur del río Salado”, cuenta la historiadora.
Los argentinos, temerosos del poderío de la caballería mapuche, por lejos muy superior a sus propias fuerzas militares, solo aceptaron sus servicios para vigilar las costas atlánticas y actuar como eventual tropa de reserva. No más que eso. Se trataba de un temor al parecer extendido entre la élite trasandina.
El propio Juan Manuel de Rosas, entonces gobernador de Buenos Aires, expondría años más tarde dicha preocupación a propósito de la participación de guerreros mapuche en las luchas políticas internas entre federales y unitarios.
“Si triunfamos, ¿quién contiene a los indios?... Si somos derrotados, ¿quién contiene a los indios?”, cuentan que reflexionó Rosas a modo de sagaz advertencia. La mirada sobre los mapuche, esos queridos aliados del sur en la guerra contra los ingleses, de a poco comenzaba a cambiar en la elite política y militar porteña.
Que el territorio mapuche al sur de Buenos Aires era un país aparte lo reconocían incluso los textos escolares de la Confederación Argentina. Así lo prueba un estudio de la geógrafa Carla Lois sobre la cartografía oficial del siglo XIX. Allí muestra que el primer mapa integral de la Argentina que incluye a la Patagonia fue confeccionado recién el año 1875.
Al respecto la antropóloga Diana Lenton, docente de la Universidad de Buenos Aires, subraya que los libros de texto escolares enseñaban hasta el año 1871 que la Patagonia era efectivamente un territorio independiente. Como evidencia cita el Catecismo de geografía editado originalmente por la Librería Inglesa de Buenos Aires en 1856.
Este era el texto a partir del cual se enseñaba Geografía en las escuelas de la entonces Confederación Argentina. El método pedagógico, detalla Lenton, consistía en una serie de preguntas y respuestas, las que eran aprendidas de memoria por los alumnos.
Tras recorrer en los primeros cuarenta y nueve capítulos el mundo y sus continentes, el texto se detiene en América del Sur.
Ante la pregunta "¿Cuáles son los Estados y países comprendidos en la América del Sur?", el catecismo responde: “Colombia, dividida en tres repúblicas que son, Nueva Granada, Venezuela y Ecuador, Bolivia, Perú, Chile, la Confederación Argentina, el Uruguay, el Paraguay, Patagonia, el Imperio del Brasil y la Guayana francesa, holandesa e inglesa”.
Y en el capítulo correspondiente a la Confederación Argentina, pregunta: "¿Cuáles son los límites de la Confederación Argentina?". Y el catecismo responde: “Bolivia al Norte, la República del Paraguay, el Brasil, la República Oriental, y el Océano al Este, Chile al Oeste y Patagonia y Océano Atlántico al Sur”.
“Es decir, a mediados del siglo pasado, se enseñaba en las escuelas de nuestro país que la Patagonia era un país diferente al nuestro y uno más de América del Sur. Más aun, se enseñaba que el límite sur de nuestro país era la Patagonia, excluida del entonces territorio nacional”, cuenta la antropóloga.
Detalla además que recién en la edición de 1874 del manual Elementos de geografía —usado en las escuelas de primeras letras— se cambia el concepto, estableciendo que el límite al Sur es el estrecho de Magallanes, incorporando así el vasto territorio indígena del sur a la soberanía nacional. Ello al menos en el papel.
En lo político los esfuerzos partieron mucho antes.
Para ser exactos apenas finalizaron las guerras civiles, revoluciones y ensayos constitucionales tras la independencia, en la década del treinta. Sería el propio exgobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, ahora general en jefe, quien dispuso la primera ofensiva militar dentro de Wallmapu, financiada por los estancieros bonaerenses preocupados de sus propiedades.
Aconteció entre los años 1833 y 1834. El principal objetivo de Rosas era alcanzar el río Neuquén, el corazón del territorio mapuche en su lado oriental, y allí esperar hasta que el Ejército chileno “arrojase a los indios al este de la cordillera, para entonces batirlos y librar a ambos países del enemigo común”.
El Ejército chileno era liderado en esta incursión por un joven capitán llamado Manuel Bulnes, quien se había destacado en la persecución de realistas aliados con parcialidades mapuche de Gulumapu en la llamada Guerra a Muerte. Ello le valió ser nombrado comandante en la Frontera por su tío, el general José Joaquín Prieto. Décadas más tarde ambos llegarían a La Moneda.
Si bien la campaña coordinada de Rosas y Bulnes trató más bien de incursiones punitivas y para nada modificó el statu quo fronterizo, esta nueva y particular diplomacia de los cañones no pasó desapercibida para las principales jefaturas indígenas.
Especialmente por lo violento de sus métodos.
No se trató estrictamente de una conquista territorial. Fue más bien una razzia observada con espanto incluso por el naturalista inglés Charles Darwin, de visita por entonces en Argentina.
Con veintidós años, Darwin inició un viaje a bordo del barco del capitán Robert Fitz Roy, el H.M.S. Beagle. Dicha expedición alrededor del mundo duró cinco años y fue el origen de su conocida teoría observando y analizando la evolución de las distintas especies de la tierra.
El año 1839, con el título Viaje de un naturalista alrededor del mundo, Darwin publicó en forma de diario las anotaciones científicas y los avatares de aquellos cinco años de viaje. Uno de ellos fue la sangrienta campaña militar de Rosas contra las tribus rankülche y puelche entre los años 1833 y 1834.
Darwin recogió numerosos testimonios de aquella matanza a campo abierto mientras se encontraba explorando la costa de Bahía Blanca. Escribe al respecto en su diario de viaje:
Se asesina a sangre fría a todas las mujeres indias que parecen tener más de veinte años de edad. Cuando protesté en nombre de la humanidad me respondieron: “Sin embargo, ¿qué hemos de hacer? ¡Tienen tantos hijos esas salvajes!”. Aquí todos están convencidos de que esa es la más justa de las guerras, porque va dirigida a los salvajes. Se perdona a los niños, a los cuales se vende o se da para hacerlos criados domésticos o más bien esclavos. ¿Quién podría creer que se cometen tantas atrocidades en un país cristiano y civilizado? El plan del general Rosas consiste en matar a todos los indios rezagados, empujar luego todas las tribus hacia un punto central y atacarlas allí con auxilio de tropas chilenas (Darwin, 1945:140).
Para nada exageraban Charles Darwin y sus informantes. En plena campaña militar y a través de una carta, Rosas le explica al coronel Pedro Gallo cómo debe operar con los indígenas prisioneros: a balazo limpio.
Si algún indio es de una importancia tal que merezca que yo hable con él, mándemelo. Pero si no, lo que debe hacer usted, luego que enteramente no lo necesite para tomarle declaración, es dejar atrás una guardia y luego que no haya nadie en el campamento, usted echa los indios al monte y allí se los fusila... Por eso mismo no conviene que al avanzar una toldería traigan muchos prisioneros. Con dos o cuatro es bastante y si más se agarran, esos, allí en caliente no más se matan a la vista de todo el que esté presente, pues que entonces, en caliente, nada hay que extrañar y es lo que corresponde (Zigón, 1986:78).
El capitán del H.M.S. Beagle, Robert Fitz Roy, también fue testigo de esta campaña militar en su paso por Argentina. Así lo informaba a sus superiores en carta fechada el 16 de julio de 1833 y enviada desde el puerto uruguayo de Maldonado:
En este momento el Ejército de los Provincias Unidas del Río de la Plata ocupa la margen norte [del río Negro], mientras que los infortunados y ahora acosados indios tratan de conservar la posesión de la sur. Una guerra de exterminio parece ser el propósito de los criollos liberales e independientes. Cada indio es su enemigo inveterado; […] mientras los españoles ocupaban el país, estos indios sureños mostraban la mejor de las disposiciones para con el intruso blanco y lo recibían con la mayor hospitalidad. A partir de la Revolución las hostilidades no hacen sino crecer (Palma, 2016:78).
Chile y Argentina, las jóvenes repúblicas del Cono Sur de América, parecían ensayar la Campaña del Desierto que se desataría tres décadas más tarde bajo el mando de Julio Argentino Roca.
El capitán del H.M.S. Beagle había dado en el clavo. Mientras se mantuvo el dominio español, una serie de tratados regularon en ambos lados de los Andes una convivencia —mayormente— pacífica.
No sucedería lo mismo con los criollos.
Los proyectos de Estado-nacional chileno y argentino jamás contemplaron la inclusión de los pueblos originarios. No en tanto pueblos. Mucho menos aún en su calidad de naciones. Las diferentes tribus mapuche eran básicamente un problema a resolver o bien un escándalo, como nos definió tras la caída de Rosas otro insigne prócer argentino, el coronel Bartolomé Mitre.
Así se expresaba sobre el Wallmapu libre y su destino en el artículo "La Guerra de Frontera", publicado en el periódico Los Debates de Buenos Aires, de fecha 29 de abril de 1852:
Las tribus salvajes son una gran potencia respecto de nosotros, una república independiente y feroz en el seno de la república. Para acabar con este escándalo es necesario que la civilización conquiste ese territorio: llevar a cabo un plan de operaciones que dé por resultado el aniquilamiento total de los salvajes. Jamás el corazón del pampa se ha ablandado con el agua del bautismo, que constantemente ha rechazado lejos de sí con la sangrienta pica del combatiente en la mano. El argumento acerado de la espada tiene más fuerza para ellos, y este se ha de emplear al fin hasta exterminarlos o arrinconarlos en el desierto […]. De este modo podría llegar un día en que se viese el fenómeno singular de un Ejército de propietarios radicados en su suelo.
A partir de entonces y en ambos lados de la cordillera el territorio libre de aquellos hombres que “aún no conocen el arte de disfrazar su corazón” no volvería a saber de paz.