Abaris de Hiperbóreas apareció en la Escitia un día después de la noche ventosa en que tosieron los búfalos. Recién había cumplido veinticinco años. Era alto, de aspecto sano, de dientes blancos y sonrisa fácil. No llevaba armas. Con toda naturalidad se me acercó cuando yo vaciaba con lentitud una copa de vino griego, sentado en la puerta de mi tienda, mientras la noche se iba perfilando sobre el horizonte occidental de la Escitia. Si los búfalos tosían, sobre todo hacia la madrugada, lo que no era frecuente, algo cambiaba en el destino histórico de nuestro país. Con el tiempo, comprendí la señal que lanzaban los búfalos tosiendo: la llegada de Abaris transformó muchas cosas entre nosotros. Convirtió nuestro pequeño destino particular en un grandioso desatino histórico, como por ejemplo, la epopeya de la fundación de Europa, de la cual será necesario conversar in extenso más adelante. Otros cambios operaron transformando nuestras costumbres, nuestros conocimientos, nuestra forma de civilización. Significó una manera distinta de considerar la Historia y una forma de examinar nuestra propia civilización con otros ojos.
—Vengo —me explicó— de la Nación Hiperbóreas, en cuyo calendario el año solo tiene dos estaciones: una, el verano boreal, que dura ciento ochenta y cuatro días, y otra, el invierno boreal, que dura ciento setenta y dos días. Por ese motivo, los Hiperbóreas duermen ciento setenta y dos días y permanecen despiertos los ciento ochenta y cuatro restantes.
El concepto de día por oposición al de noche, era la única medida universal que existía entre los pueblos esteparios para atenerse a la fijación de ciertas fechas, ciertas conmemoraciones y ciertos duelos. Además, a ciertos hábitos de la Historia. La Historia es un hábito del hombre. O tal vez, el hombre sea un hábito de la Historia. Aquello duró hasta que conocimos el calendario lunar chino, que fue adoptado por uno de nuestros reyes. La luna es muy notable en Siberia. También los días, en su acepción de jornadas, nos servían para calcular las distancias, aunque entonces existían diferentes tipos de cálculos: no era lo mismo el cálculo de una jornada que los persas y los griegos efectuaban a partir de la velocidad de sus embarcaciones, sea a lo largo de los ríos o de las costas marítimas, y la que nosotros podíamos medir a lomos del caballo, de mayor lentitud.
Abaris apartó con un golpe de mano el humo que surgía sobre el crepitar de los carbones en la hoguera, pues nos habíamos instalado dentro de la tienda, y prosiguió:
—Cuando los hiperbóreos duermen no sueñan jamás, pero pueden conversar dormidos con sus familias, e incluso, procrear sin necesidad de despertarse, por lo cual muchas veces ignoran quién es el padre o la madre de los hijos. En realidad les es extraño el concepto de familia. Dormidos, encienden el fuego frotando dos maderos de especies diferentes, el uno, de ciprés y el otro de alerce o de raulí. A veces obtienen el fuego frotando dos piedras de cuarzo, una rosada y la otra blanca. Dos piedras blancas o dos rosadas no producen fuego. Las mujeres Hiperbóreas cocinan, lavan y realizan labores agrícolas dormidas. Si uno llegara a golpearlas —lo que es condenado con severidad allá— lloran lágrimas negras. Cuando están felices y un poco embriagadas, sus lágrimas son tan claras como el vodka que aman beber con amoroso aprecio. A menudo cantan, mientras desuellan búfalos y carneros y cuelgan las pieles al sol, después de curtirlas y adobarlas.
—Sóplame este ojo —manifesté con decrépita incredulidad.
—Hay gentes Hiperbóreas —agregó Abaris, el bastardo hijo de Apolo y de una Ninfa Boreal, sin tener en cuenta para nada mi mala leche— que escriben en ese estado próximo al sonambulismo, lo cual ha sido por ejemplo el caso, cuando redacté mi Teogonía o los Oráculos Escitas. Manejan dormidos todos los asuntos de administración nacional y nunca se preocupan por su seguridad. Aborrecen las armas, las guerras, los crímenes de toda laya y cualquiera forma de violencia. Carecen de fuerzas guerreras y a menudo intervienen amistosamente en los asuntos de otros pueblos vecinos, litigantes entre sí. Conservan una bien ganada fama de hombres componedores y benévolos. Sus canciones son famosas en todo el contorno siberiano, e incluso en naciones más apartadas y desarrolladas, como Grecia y poblados situados en el Asia Central, India, y más lejos todavía. La más popular entre todas se llama Canción de los barqueros del Dniéper, que es de lejos el río nacional de la Escitia.
Cabe recordar una y otra vez, en relación con los ríos, que los escitas no se bañan jamás ni navegan en sus aguas, ni en la de los mares circundantes. La Escitia fue llamada Comarca de los Siete Ríos, por lo cual ellos solo observaban cómo lo hacían los otros, luchando contra las corrientes y los vientos. Abaris cogió mi laúd para explicitar esta cuestión de la manera siguiente: su profunda voz de bajo desamalgamó las oxidadas cuerdas del aire, abatiendo los pájaros orilleros:
Cuando el Dniéper crece, crece su bramido
El remo se tuerce, se tuerce la espuma,
Y la barca gira casi ingobernable
A vista y paciencia de los que en la bruma
Contemplamos cómo los barqueros bogan
Por el húmedo arco del camino airado
Y el rumor exacto de los remos que abren
Surcos presurosos con fulgor taimado.
Respiró con cierta ansiedad, expulsando una bocanada de viento que traía en los pulmones.
—Los hiperbóreas —prosiguió con alguna notable indiferencia, descansando el laúd en sus rodillas— a causa de sus costumbres sanas, de su alimentación basada en frutas y verduras, de su consumo generoso de rojo vino griego, de la protección de Apolo, y de un benéfico microclima que hace fértil y amable toda la región, viven largo tiempo.
—Os recuerdo —observó Abaris, añadiendo un complemento a esta última idea y recorriendo con la mirada a los demás, que se nos habían agregado de a poco— que nosotros ponemos término voluntario a nuestras vidas, cuando consideramos que estamos fatigados de seguir viviendo. Pero en relación con la muerte, no ejercemos violencia física contra nosotros mismos: hay medios muy sutiles empleados para terminar con nuestras vidas y estos medios están al alcance de todos.
En aquel entonces no creí un ápice en sus supercherías pero confieso que no lo conocía. Después ajusté mi criterio de forma radical y nos ligamos en una estrecha amistad sin cortapisas.
En efecto, el hijo de Apolo, cuyos acabados conocimientos de las artes medicinales y algunas apócrifas suertes de brujería que practicaba, y que Platón consideró formidables hazañas encantatorias de los pueblos bárbaros, le fueron donados por su padre, según dijo, revelando a los escitas los efectos extraordinarios de la cannabis sativa y otras especies de cannabis, en el comportamiento humano. Durante la guerra contra la invasión de Darío, el Persa, acontecida después de la caída de Babilonia, en presencia del rey Idantirso y de los generales Scopatis y Taxacis, que se preparaban para combatir, Abaris los reunió en una carpa cónica, cerrada, como esta en la que nos encontramos ahora, construida con hierbas duras, salvajes e impermeables de Siberia, y adosadas sobre ellas, pieles de búfalos cosidas con sabiduría, para que ni el agua ni el viento penetraran por los intersticios. Él las llamaba risueñamente ceremonias intersticiales, lo que indica que los hijos de los dioses también poseen su cuota de humor. Ordenó encender una fogata en el centro del suelo de la tienda, y una vez desnudos e instalados en círculo a su alrededor, bebimos generosas ánforas de vino oscuro. Poco después, arrojó con sus propias manos grandes puñados de semillas de cáñamo a las brasas, logrando una humareda prodigiosa que hizo sudar los cuerpos y provocar alaridos de placer a los convives. Así, bajo los efectos delirantes de la droga, pusimos en pie diversos mecanismos de defensa que hasta el día de hoy provocan la admiración de quienes conocieron estos hechos y los dejaron narrados para la Historia.
Muy pronto otros pueblos vecinos a los escitas, como los neuros, los agatirsos, los andrófagos, los melanclenos, y los tisagetas egípodas, estos últimos viviendo bajo el viento subsolano, y siendo los únicos siberianos que comían sus piojos, se sumaron al cultivo de las semillas del cáñamo. Podemos considerar también a los Argipeos, y a los Arimaspos o Monóculos, quienes dieron origen al mito homérico del Cíclope, pues tenían un solo ojo en medio de la frente y sus cuerpos no proyectaban sombra. Todos se matricularon entre las variadas naciones que plantaron y consumieron en esa forma las semillas prodigiosas. Los neuros habían descubierto, según nos informó Abaris, una enfermedad que cultivaban con denuedo y de la cual se mostraban orgullosos al extremo, pues era una extraña particularidad de sus regiones. Esta enfermedad daría origen a ciertos desórdenes que llamarían neurosis otros pueblos y civilizaciones que surgirían en el tiempo. No puedo, es verdad, corroborar esta información y los neuros se negaron a admitirla desde siempre. Pero Abaris viajaba por el tiempo gracias a una flecha de oro que le obsequió su padre, Apolo, y que él conservaba encastrada con firmeza en su antebrazo derecho por debajo de la piel. Cuando hablamos de tiempo, en este caso, nos referimos tanto al pasado como al futuro. Según he averiguado poco a poco, Abaris fue contemporáneo de egregias figuras helénicas y ocuparía después una plaza particular en el panteón de los pensadores griegos. Lo afirma Porfirio, el jámblico, cuyo testimonio fue rescatado por Dienz-Kranz, y figura bajo el número 13-A-13, en la Biblioteca Fundacional de Köblenz. Esta biblioteca opera con fondos privados y solo tienen acceso a ella investigadores acreditados ante la administración colectiva de la misma. En el texto que nos interesa, se detalla lo siguiente: Empédocles de Agrigento, Epiménides de Creta y Abaris de Hiperbóreas, llevaron a cabo proezas similares a las atribuidas a Pitágoras, de quien Abaris habría sido discípulo, muchas veces realizando experimentos similares. Ciertos historiadores recuerdan escritos de Abaris: los Catharmes, o fórmulas expiatorias, un volumen de Oráculos Escitas y una Teogonía en prosa. El apodo de Empédocles era el de Protector de los Vientos, Purificador el de Epiménides, y El que marcha por los aires, el de Abaris de Hiperbóreas. Era considerado por Pitágoras, un remarcable representante de la sabiduría de los bárbaros.
Abaris se convirtió poco a poco en la conciencia moral de los escitas. Tal como lo hacía con los hiperbóreas, el hijo de Apolo los instaló bajo la protección de su sabiduría. Abaris propició la invención del caballo por los escitas, quienes fueron pioneros en su domesticación, y crearon para él la silla de montar, las bridas, el freno, las cabestradas y los estribos. Los enjaezaron y los adaptaron a sus costumbres guerreras. Poco a poco, introdujeron el caballo en el Imperio Persa, así como también entre los romanos, entre los griegos, en los países asiáticos que conquistaron, y en los imperios de Jerusalén y pienso que en Samaria lo implantaron también, y como consecuencia de su dominación y fundación de Europa, en el resto de los países que la integran. En efecto, los europeos descienden de los escitas, y los escitas, de alguna rama extraviada de los celtas. Este último punto es, sin embargo, discutible, pues los celtas fueron grandes constructores. Algunos de sus monumentos son muy visibles. Por ejemplo, la extraña alineación megalítica, compuesta por grandes bloques de piedra sobre un lugar sin duda mágico. Se sitúa en el extremo sur de una extensa isla situada al noroeste de Europa, conocido como Stonehenge. Los escitas, por el contrario, fueron constructores tardíos de ciudades y necrópolis, y se piensa que ello aconteció solo por el influjo de los griegos, nación con la cual cultivaban estrechas relaciones, debido al trueque de vino por trigo. Los griegos se adentraron en la Escitia y cofundaron con ellos algunas polis notables, tales como Olbia, Neápolis, Borístenes y Tyiras. Hay historiadores que sostienen que los escitas impidieron el paso de los mongoles hasta Europa Occidental, sin lo cual, la historia habría seguido un curso extraño e imprevisible. La afortunada ubicación de la Escitia, como tapón para las razas bárbaras que descendían del norte hacia Grecia y los territorios occidentales europeos, contuvo las incursiones de los mongoles y numerosos otros pueblos esteparios, por largos siglos, haciéndolas imposibles. Pero esto los europeos, en términos generales, lo ignoran.
Los escitas fueron un pueblo alto, fornido, de cabellos rubios y ojos azules. Sus voces conservaban un profundo acento gutural, incluso entre las mujeres. Era una característica de la raza que la hacía al instante reconocible para cualquier oído extranjero, dondequiera que se hallaran. Los budinos, los melanclenos, los andrófagos y los neuros, los apodaban los Roncos del Sur. Para los persas, los griegos y otras naciones, fueron los Roncos del Norte. En más de algún siglo se les conoció también como los Roncos del Este, y los mongoles, hindúes y chinos los llamaban los Roncos del Oeste. Esto parece construir una extraña parábola acerca de su ubicuidad.
Abaris, el hijo de Apolo, jamás entregó a los escitas la noción del oro como valor comercial, por lo cual estos lo utilizaron profusamente. En los túmulos escitas se ha encontrado petos y corazas de guerra, fabricadas con láminas de hierro o bronce, y también fibras de mimbre entretejidas con arte, e incrustaciones de oro. Lo utilizaban también para enjaezar las monturas y las bridas de sus caballos. Las mujeres de los guerreros engalanaban brazos y piernas con ajorcas de oro. Las minas del metal se hallaban en las faldas de los Montes Altai, en la frontera norte de Mongolia. De allí lo extraían los esclavos de los escitas, capturados en sus diversas campañas de guerra y conquista.
Abaris devino célebre también por múltiples razones. Una vez aseguró —se dice— que con la pasta que obtuvo de los huesos incinerados de Penélope, fabricó una estatua en honor de la diosa griega Pallas Atenea, que logró vender a los troyanos, después de convencerlos que había caído desde el espacio. Sea lo que fuera, tal estatua es hoy uno de los más célebres palladiones, conservado en un museo de Atenas.
Ya sabían los escitas que todo camino es una traición a la comunidad, por lo cual jamás emprendieron la construcción de ninguno. En la jerga convencional de los escitas no existió la palabra camino ni cualquiera de sus sinónimos. El camino sirve para irse, y sirve para volver, pero también sirve para que el enemigo asalte tu guarida. Viajaban a tundra traviesa, guiándose por el sol, las estrellas, los vientos, los cauces de agua. Solo se aventuraban lejos durante los inviernos, pues aprovechaban la circunstancia de los ríos congelados para cruzarlos con carros y caballos. Por la misma razón que los caminos, sus ciudades no tenían calles y sus casas carecían de ventanas. Las ventanas eran consideradas una indiscreción contra la intimidad de la casa. Esto ocurrió cuando se hicieron sedentarios y abandonaron las tolderías para construir viviendas sólidas, utilizando la piedra y la madera.
Por las noches, cerca de las fogatas encendidas en los claros del bosque, bajo los copos de los abetos, se elevaban los cantos salvajes entonadas con esas voces profundas, ásperas, insondables, que cantaban a los ríos, a las montañas, a los caballos, al mar y a las armas, pero jamás al amor. Lo cual no es extraño porque incluso en las literaturas de su tiempo el amor como concepto específico de un sentimiento particular de los seres humanos, no tañó, como más tarde, la cuerda emocional de los escritores y poetas de aquella época, de toda evidencia reculada. El amor hizo su aparición en las literaturas en el siglo de Homero, y no se ha estudiado con resolución la razón de este extraño ostracismo de una experiencia tan unida a la vida y a la naturaleza profunda del hombre. Por lo que a ellos atañe, los escitas no cantaron ni se refirieron al amor, ni más ni menos que otros pueblos de su inmediatez. Firdusis, el Paradisaico, el magnífico poeta persa, autor de El libro de los reyes, concede por primera vez al amor del rey Tihur y la esclava Peridot, una connotación amorosa, una relación extrema y compleja de sentimientos atrayentes, y alude sin ambages a la percepción distintiva de tales emociones. Pero, entonces, fue una excepción y el prodigioso desconocimiento de su monumental canción de gesta, no hizo otra cosa que prolongar el descubrimiento generalizado del amor para los literatos que lo sucedieron.